Teología Práctica

Latinoamericana

Reflexiones para la praxis cristiana en la iglesia, la sociedad y la cultura

Vol. 1 No. 2 – Julio/Diciembre 2021 - San José, Costa Rica

Consulta de Teología Práctica en América Latina y El Caribe hoy

Teoría, Método y Praxis: Hacia una teología práctica latinoamericana y caribeña

 

 

 

 

“A Dios nadie le vio jamás”

Espiritualidad y teología negativa en el contexto actual

Manuel Ortega Álvarez

pp. 99-112

 

 

 

 

Resumen

El lenguaje de la teología se establece como una contradicción en los términos mismos. Desde este punto de vista, su lugar es la paradoja, el símbolo, el hablar aproximativo, pero nunca acabado. Este tipo de lenguaje es claramente visible en una tradición que se ha desarrollado a lo largo de la historia del cristianismo: la teología mística y simbólica. Desde el Pseudo Dionisio, pasando por el Proslogion, la Vida de Moisés o la obra poética de Ernesto Cardenal, las tradiciones místicas se presentan como un hontanar rico en simbología, valioso en la actualidad para la formulación de una posible epistemología teológica.

Palabras claves: epistemología, teología, mística, símbolo, lenguaje teológico.

 

“Nobody ever saw God”

Negative spirituality and theology in the current context

Abstract

The language of theology establishes itself as a contradiction in terms. From this point of view, its place is the paradox, the symbol, the approximate and never closed language. This language is clearly visible in a tradition that has developed throughout the history of Christianity: the theology mystical and symbolic. From the Pseudo Dionysus, through the Proslogion, the Life of Moses or the poetic work of Ernesto Cardenal, the mystical traditions are presented as a place rich in symbology, valuable today for the formulation of a possible theological epistemology.

Keywords: epistemology, theology, mysticism, symbol, theological language.

 

Preámbulo

Partimos del sintagma Deus Absconditus, cuyos armónicos resuenan en el “Dios oculto” luterano, el Pseudo Dionisio y la tradición mística e incluso, más atrás, en Isaías 45.15. Ahora bien, la imposibilidad de ver a Dios se afirma no solamente por el testimonio de la teología o la Escritura, sino también por la simple experiencia de los sentidos, que atestigua una verdad lapidaria: “a Dios nadie le vio jamás” (Jn. 1.18). De primera entrada, y atendiendo a la venerable tradición filosófica que otorga a la vista un sitial privilegiado en las consideraciones tocantes al conocimiento, dicha afirmación resuelve la interrogante respecto al conocimiento de Dios: de lo Divino—o de los dioses, decía Protágoras— ni conocemos nada, ni podemos tan siquiera saber de su existencia.

Esta idea de la filosofía antigua, según la cual conocer equivale a percibir con los sentidos, más específicamente a ver, se clarifica si recordamos que las palabras “teorizar” o “teoría” tienen sus raíces en el verbo θεωρέω, cuya más inmediata traducción sería “mirar” u “observar”. Conocer algo es, desde esta perspectiva, verlo, noción que aparece ya tempranamente en la filosofía; así, por ejemplo, en Platón y Aristóteles, para quienes alcanzar la vida teorética —es decir, contemplativa— constituye el punto más elevado del itinerario filosófico. Siglos adelante, en la Modernidad, y en línea con un pensamiento filosófico que otorga a los sentidos una importancia fundamental en la adquisición y conformación del conocimiento, algunos sostendrán que no hay nada en el entendimiento que no haya estado antes en los sentidos.

Pero no solamente el empirismo moderno se afianza sobre la idea de la contemplación o la comprensión del objeto que es sometido a consideración del entendimiento. Toda la filosofía ha transitado, desde sus albores, a la luz de una especie de “metafísica de la presencia”, de acuerdo con la cual el ser es entendido como “presencia permanente”, susceptible de aprehensión teorética (Grondin 2006, 336). Dicho en otros términos, toda la metafísica occidental se afirma sobre la posibilidad del conocimiento —claro y distinto, para decirlo con palabras de Descartes— de las partes constitutivas y últimas de la realidad; sostiene, además, que es posible “ver” o “contemplar” positivamente[1] el ser y la realidad de las cosas, a través de un ejercicio de elevación del intelecto; no en vano se ha establecido desde antiguo la equivalencia del ser y el pensar, o incluso se ha propuesto que todo lo racional es real y lo real es racional.

Así, pues, concluimos: si conocer es colocar al objeto conocido delante de los sentidos, o bien, si es su aprehensión racional, es imposible entonces conocer a Dios.

El testimonio del Pseudo Dionisio y de Anselmo

Dentro del cristianismo también se ha sostenido que es imposible aprehender la totalidad del ente divino en la retícula finita de nuestro entendimiento, y que no se puede comprender a Dios a partir del esfuerzo humano. Aunque dicha afirmación forma parte consustancial de la tradición cristiana (e incluso veterotestamentaria), suele pasar desapercibida. A continuación, mencionaré dos ejemplos de autores representativos de la teología negativa, en tanto reflexión teológica que no busca más que decir algo tan solamente aproximativo acerca de Dios: el Pseudo Dionisio y Anselmo de Canterbury.

El Corpus Areopagiticum, es un conjunto de escritos cuyo autor se identifica con un discípulo de San Pablo (Pseudo Dionisio, Nombres de Dios, III, 2), afirma haber presenciado el eclipse solar que aconteció en la muerte de Cristo (Carta séptima a Policarpo, obispo) y dice haber sido testigo de la muerte de María, la madre de Jesús (Los nombres de Dios, III, 2).

En dichos textos prevalece una idea: el universo en su totalidad, en tanto creación divina, manifiesta —pero también oculta— el ser, la unidad y la belleza de Dios; la Creación es a la vez epifanía y ocultamiento. El cosmos refleja la belleza divina, es llamado por Dios a transparentarla. La filosofía y la teología se traducen, desde este punto de vista, como pleno gozo de Dios, formulado como ser en Dios, conocer a Dios[2] y retornar a Dios. El trabajo filosófico busca la unión con Dios, expresada en primer término como purificación (dejar de lado cualquier obstáculo que estorba el retorno a Dios), iluminación (dejarse tomar por la luz divina) y perfección (unión con Dios) (Soto Posada 2007, 354).

 En Teología mística, escrito lacónico, pero de una influencia en el Medioevo sólo comparable a la de Agustín o Tomás de Aquino, Dionisio habla de Dios por vía del silencio. La brevedad del texto no es accidental, pues si de lo Divino no puede afirmarse más que negando, es poco lo que se puede hablar o escribir al respecto. En este punto específico Dionisio es claro:

Realmente cuanto más alto ascendemos, encontramos menos palabras para poder explicar las visiones de las cosas espirituales. Por ello también ahora, al adentrarnos en las tinieblas que exceden toda inteligencia, no solamente seremos parcos en palabras, sino que nos quedaremos totalmente sin palabras y sin pensar en nada (“Teología mística”, III).

Por esa misma razón, Dionisio advierte que la Escritura y el evangelio son, a la vez, extensos y brevísimos, pues en ellos Dios, Causa de todas las causas, es lacónico y elocuente, incluso callado. Dios es el Ser superior a todo cuanto existe, cuyo conocimiento está reservado únicamente para quienes se abisman en las luminosas tinieblas en las que, de acuerdo con Éx. 19.9 y 20.21, habita[3].

Solamente cuando el iniciado en los misterios divinos logra verse libre de las cosas que se aprehenden por los sentidos, está preparado para entrar en las tinieblas luminosas y en la nube del no-saber, para abismarse en lo incomprensible e invisible y unirse con Aquél que está por encima de toda inteligencia y de toda conceptualización (“Teología mística”, I, 3). Las afirmaciones (teología catafática o afirmativa), aclara Dionisio, se hacen con atributos, en todo caso, inadecuados a lo Divino, en tanto que están más lejos de su simplicidad y unidad. En las negaciones (teología apofática o negativa), por el contrario, no se admite ningún tipo de grado o intermediación, puesto que no hay lenguaje que pueda expresar afirmativamente la grandeza de Dios, que supera todo pensamiento o imaginación. Por eso, al renunciar a todo conocimiento, el iniciado se une con el Incognoscible y, justamente por el hecho de no conocer ni entender nada de él, logra comprender, paradójicamente, por encima de toda inteligencia.

El saber de Dios es, de este modo, místico; se encuentra en el ámbito de la “música callada” de la que hablaba Juan de la Cruz en el Cántico Espiritual, en la negación absoluta de todas las facultades físicas o incluso espirituales, según lo registra la Nube del no saber[4], o en las verdades más profundas que habitan en el alma, “en lo muy interior, en una cosa muy honda, que no se sabe decir cómo es, porque no tiene letras”, como lo expresa Teresa de Jesús (“Castillo interior”, I, 7), místicos todos ellos a los que alcanza la enorme sombra del Pseudo Dionisio y que coinciden a su vez en algo que queda contundentemente expresado en la Teología mística: del mismo modo que Moisés, al subir al encuentro con Dios no logró verle, las cosas más sublimes y santas que puede concebir el ser humano son únicamente razonamientos hipotéticos con los que apenas se vislumbra la trascendencia divina.

Atendamos a continuación a otra expresión —según considero— de la teología negativa.

El llamado “argumento ontológico” de Anselmo de Canterbury (1033-1109) contenido en el Proslogion (1077) ha pasado a la posteridad filosófica como una de las pruebas racionales de la existencia de Dios más célebres a la vez que discutidas. Ya en el mismo Medioevo fue rechazada por Tomás de Aquino; posteriormente, en la naciente modernidad será adoptada, con algunas modificaciones, por Descartes. Kant la refutará sin contemplaciones; pero el idealismo alemán, sobre todo Schelling y Hegel la rehabilitarán.

Si atendemos a lo que nos dice Anselmo, tendremos que la existencia de Dios no supone problema alguno para el creyente que se acerca a la Deidad confiando; pero para quien, como señala el salmo 14, se empecina en afirmar que no existe Dios, se hace necesaria una prueba mediante la cual se le persuada de que el simple hecho de pensar lo Divino exige a su vez reconocer su existencia fuera del entendimiento. Así las cosas, Dios, al ser más grande de todo cuanto pueda ser pensado, debe existir fuera del pensamiento, pues de lo contrario quedaría reducido únicamente al ámbito de lo conceptual, y ya se ha visto desde la perspectiva de la teología apofática que ningún concepto puede encerrar la totalidad de lo Divino.

Se interpreta mal a Anselmo, empero, cuando se postula que el santo posee un concepto exacto de Dios; en realidad, si se lee con detenimiento, el santo dice totalmente lo contrario: Dios es más grande de todo cuanto pueda ser pensado; la Divinidad sobrepasa el ámbito del pensamiento, de lo meramente conceptual. No existe idea nuestra de Dios que coincida plenamente con Él, ya que su ser sobrepasa infinitamente cualquier conceptualización. Como acertadamente señala Jean Grondin:

Ya puedo desarrollar yo todos los conceptos de Dios que quiera, que Dios será aún mayor que todos mis pobres conceptos, porque los excede a todos. Como ese Dios que trasciende todos mis conceptos es más o mejor (majus, melius) si existe, entonces Dios existe, por más que yo carezca de todo concepto adecuado sobre él (2006, 150).

En sentido estricto, Anselmo no tiene pretensiones de penetrar la “esencia” de Dios. Al contrario, establece que tal cosa es imposible. En realidad, antepone la fe a la razón, o, por mejor decir, la fe de Anselmo busca comprender lo que ya cree. Es importante tener esto presente, pues a menudo se circunscribe el argumento ontológico al ámbito abstracto de una racionalidad alejada del suelo nutricio de la experiencia religiosa, cuando en realidad, y esto no es una apreciación marginal, habría que detenerse en el hecho de que el Proslogion no es un tratado de filosofía, sino una ferviente oración de alguien inundado en amor. Su teología es expresión de una fe transformante que se nutre del amor divino.

Hasta aquí estos dos breves ejemplos de una tradición mística que recorre gran parte de la historia del cristianismo. De ellos se desprende una episteme que está lejos del conocimiento positivo que coloca el objeto por conocer delante de la mirada o del entendimiento, logra aprehenderlo de manera adecuada y acaba por dominarlo. No hay en la epistemología teológica negativa un conocimiento indubitable de las realidades a las que quiere aludir. Por el contrario, hay un reconocimiento de que todo hablar teológico posee una reserva de sentido ante aquellas cosas de las que se puede hablar únicamente de manera simbólica. El conocimiento teológico es, ante todo, conocimiento amoroso e inefable. Por eso, y porque el símbolo “da que pensar” (Ricoeur) es que considero que la epistemología teológica se verá enriquecida si considera el símbolo y la mística como locus teológico.

Gustavo Gutiérrez (2003) ve en la obra de Juan de la Cruz, cinco características que pueden servir para articular actualmente el lenguaje de la teología; esos distintivos podrían extenderse a la teología simbólica y mística en su totalidad. A continuación, mencionaré dos, destacándolos en la obra teológico-místico-poética de Ernesto Cardenal, para ejemplificar con ella un lenguaje teológico-simbólico que hunde sus raíces en la experiencia latinoamericana.

En primer lugar, la teología negativa nos habla de la gratuidad del amor de Dios, cuya única muestra tangible es el amor humano, que se despliega, además, como belleza, pero también como contradicciones. El Dios de la teología negativa o teología mística es el que se muestra en la vida amorosa y en el sufrimiento del crucificado. En segundo lugar, la teología negativa tiene un particular lenguaje, poético y simbólico, que le permite desde esta teología, hablar y escribir artísticamente acerca del Misterio.

Epistemología teológica, poesía y amor balbuciente: Ernesto Cardenal

De las manifestaciones artístico-teológico-poéticas contemporáneas, la de Ernesto Cardenal destaca, como muy pocas, esa experiencia de amor y unión con todas las demás cosas y que, como anhelo de libertad, se eleva cual tonada cósmica a una Belleza cuya manifestación acaece de múltiples maneras, pero que es siempre expresión de un cántico universal amoroso.

La vida es experiencia de la Belleza, que se plasma en el campo, en la naturaleza y en las muchachas; especialmente en las muchachas, novias y amigas de juventud a las que Cardenal dedicó hermosos epigramas, en los que se mezcla el enamoramiento con el sentimiento inefable que aturde y enmudece al que contempla lo Bello. Esto puede verse, por ejemplo, en el epigrama dedicado a Myriam, cuya belleza, a decir de Cardenal mismo, se sobrepasaba a sí misma, y a quien compuso el poema, después de verla mientras entraba, o quizás salía, de la misa de las doce:

 

Ayer te vi en la calle, Myriam, y

te vi tan bella, Myriam, que

(¡Cómo te explico qué bella te vi!)

Ni tú, Myriam, te puedes ver tan bella ni

imaginar que puedas ser tan bella para mí.

Y tan bella te vi que me parece que

ninguna mujer es más bella que tú

ni ningún enamorado ve ninguna mujer

tan bella, Myriam, como yo te veo a ti

y ni tú misma, Myriam, eres quizás tan bella

¡porque no puede ser real tanta belleza!

Que como yo te vi de bella ayer en la calle,

o como hoy me parece, Myriam, que te vi (1982, 42s).

 

Pero la experiencia de lo Bello no es en Cardenal arrobamiento abstracto, ni negación de lo terrible; por el contrario, es manifestación concreta de las cosas bellas en este mundo, con sus contradicciones. Justamente, en virtud de ello, es indisoluble con la realidad de un pueblo que, subyugado por el opresor, sueña y lucha por la liberación; libertad cuya realización redundará en alegría, en unidad e igualdad, y cuyo gozo sólo es comparable con el desposorio de los amantes, como puede leerse en el epigrama dedicado a Adelita Marenco:

 

Tal vez nos casemos este año

amor mío, y tengamos una casita.

Y tal vez se publique mi libro,

O nos vayamos los dos al extranjero.

Tal vez caiga Somoza, amor mío (1982, 50). 

 

Tan unidas están experiencia misteriosa de enamoramiento —con sus deleites, pero también con sus desengaños— y liberación, que Cardenal escribe en su epigrama a Claudia, luego de enterarse que ella lo abandonaba por otro amante:

 

Me contaron que estabas enamorada de otro

y entonces me fui a mi cuarto

y escribí este artículo contra el Gobierno

por el que estoy preso (1982, 45).

 

El amor y la liberación, la unión mística de los amantes —y todos somos amantes—y el triunfo sobre las fuerzas diabólicas que pretenden separar, aparecen plasmados de manera indisoluble en las estrofas de Cardenal, que describen que todo mal humano es pasajero, mientras que sólo el amor permanece hasta la eternidad.

La belleza humana es, a su vez, reflejo de la belleza de todas las cosas que existen, y el amor humano es reflejo del amor de Dios que lo impregna todo, y que también permanece en lo más profundo del alma. Lo natural, lo cósmico, lo político, lo histórico y lo teológico aparecen en la mística de Ernesto Cardenal no como elementos aislados o independientes, sino a la manera de planos que se entrecruzan, que fluyen y confluyen formando un todo orgánico, gobernado por el amor (Pastor Alonso 1986, 187). Sus versos no proveen consuelo metafísico alguno; por el contrario, la realización plena de la unión mística solamente será posible cuando se restablezca la armonía que ha sido desintegrada por la injusticia y la opresión. Por eso, junto con la exaltación contemplativa de la belleza, hay también lugar para la voz que clama por justicia, tal como queda evidenciado en los Salmos; así por ejemplo:

 

Escucha mis palabras oh Señor

Oye mis gemidos

Escucha mi protesta

Porque no eres tú un Dios amigo de los dictadores

Ni partidario de su política

Ni te influencia la propaganda

Ni estás en sociedad con el gánster (1975, 13).

 

El amor que envuelve al universo se expresa en la justicia, la vida y la luz, como queda claro en “El prólogo al evangelio de Juan”, en el que los habitantes de Solentiname comentan con acierto que el amor está en lucha constante contra la maldad de la injusticia y la opresión, e interpretan la encarnación del Verbo como el momento en que la palabra de Dios se ha convertido ahora en pueblo, ya que “el pueblo es el que hace la obra de Dios”.[5]

De esta manera, estamos ante una epistemología según la cual, las obras del amor son humanas y divinas a la vez, y se expresan mística, simbólica y metafóricamente. El amor, pues, es algo intermedio entre lo humano y lo divino. Ese amor al que inunda y desborda la mística de Ernesto Cardenal, al cual le canta y le escribe sus más encumbrados poemas y su más ardiente prosa, es el amor del cual habla balbucientemente la teología.

Creo, finalmente, que rescatar la espiritualidad de la teología negativa debe servir para que los creyentes consideremos que toda teología no es más que un esfuerzo balbuciente por tratar de decir algo de Dios. En un contexto como el actual, inserto en la pretensión de un lenguaje claro y unívoco, realidad que también afecta a la teología, no está de más recordar las palabras de Gottfried Bachtl, que rescata Juan José Tamayo-Acosta: “en un mundo que encuentra un gran placer en la palabra sin fin y todo lo reduce a eso, Dios ha perecido en la locuacidad de sus testigos” (2004, 205).

Esto que digo, por supuesto, no es en absoluto nuevo; ya lo había señalado San Agustín de Hipona con palabras mucho más bellas: “si le comprendes no es Dios. Hagamos piadosa confesión de ignorancia más que temeraria confesión de ciencia” (“Sermón 117”, 5).

Bibliografía

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———. 1976. El evangelio en Solentiname. 2a ed. Pedal 44. Salamanca: Sígueme.

———. 1982. Antología. San José, Costa Rica: EDUCA.

De Canterbury, San Anselmo. 1998. Proslogion. Editado por Judit Ribas y Jordi Corominas. Clasicos del pensamiento 127. Madrid: Tecnos.

De Jesús, Santa Teresa. 1999. Obras completas. Editado por Tomás Álvarez Fernández. 18a ed. Maestros espirituales cristianos 1. Burgos: Monte Carmelo.

De la Cruz, San Juan. 2007. Obras completas. Editado por Eulogio Pacho. 10a ed. Burgos: Monte Carmelo.

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Grondin, Jean. 2006. Introducción a la metafísica. Traducido por Antoni Martínez Riu. Barcelona: Herder.

Gutiérrez, Gustavo. 2003. La densidad del presente. Nueva Alianza 180. Salamanca: Sígueme.

Javierre, José María. 1994. Juan de la Cruz: un caso límite. El rostro de los santos 14. Salamanca: Sigueme.

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Moltmann, Jürgen. 1983. “Teresa de Ávila y martín Lutero. La vuelta a la mística de Cristo en Teresa de Ávila”. Selecciones de Teología 22 (88). https://seleccionesdeteologia.net/.

Pastor Alonso, María Ángeles. 1986. “Los Primeros Poemas Históricos de Ernesto Cardenal.” Anales de Literatura Hispanoamericana, núm. 15: 187–98. https://revistas.ucm.es/index.php/ALHI/issue/view/ALHI868611.

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Soto Posada, Gonzalo. 2007. Filosofía medieval. Bogotá, Colombia: San Pablo.

Tamayo-Acosta, Juan José. 2004. Nuevo paradigma teológico. Madrid: Trotta.

 

 

 

*Sobre el autor: Manuel Ortega Álvarez es profesor de Filosofía en la Escuela de Filosofía, Universidad Nacional, Costa Rica. Ha sido también profesor de la Universidad Bíblica Latinoamericana. Áreas de especialización: Teología, Filosofía de la religión, Filosofía de la Ciencia, Metafísica. Áreas de competencia: Filosofía de la Edad Media, Fenomenología de la Religión, Filosofía de la Cosmología.

         Correo electrónico: mortegalvarez@yahoo.es

 

 

 



[1]  Aludo al sentido de lo “positivo” como positum, es decir, lo que está “puesto” delante y de lo cual, por tanto, no hay duda.

 

[2]  Como se verá más adelante, estamos ante una manera de conocer que difiere significativamente del conocimiento al que hemos aludido anteriormente.

 

[3]  Aquí Dionisio parece remitir a una obra anterior, Vida de Moisés, de Gregorio de Nisa, escrita al menos un siglo antes, y en la que el autor alude al encuentro de Moisés con Dios en el Monte Sinaí, narrado en Éxodo 19. Para De Nisa, del mismo modo que Moisés asciende al monte para encontrarse con Dios en medio de una nube de tinieblas, el creyente debe subir contemplativamente al encuentro con su Creador; pero antes (lo mismo que Moisés) es necesario purificarse (vía purgativa), elevar su entendimiento hacia Dios (vía iluminativa) hasta llegar por fin a la contemplación de las Divinas Tinieblas, lugar en el que se manifiesta, ocultándose, la Divinidad (vía unitiva). Al respecto véase De Nisa (1993)

 

[4]  “Lo mismo ocurre con nuestras facultades espirituales, cuando se trata del conocimiento de Dios mismo. Aunque el hombre posea gran comprensión espiritual de todas las cosas espirituales que han sido creadas, su entendimiento nunca podrá llegar al conocimiento de la verdad espiritual increada, que es Dios. Pero sí puede por el conocimiento negativo” (Anónimo 2009, cap. 70).

 

[5]  Queda fuera de esta reflexión, aunque no por considerarlo de menor importancia ni mucho menos, la manifestación de Dios en Jesús, el Cristo, tal como la testifica la Escritura. El tema requeriría ser desarrollado por extenso en otro momento. Al respecto es significativa la pregunta, en el evangelio, de Felipe a Jesús, así como la respuesta del mismo Señor (Jn. 14.8-9). Desde el cristianismo afirmamos que la manifestación de Dios acaece definitivamente en Jesucristo.