Mireya Baltodano Arróliga
Vinculación entre espacio, cuerpo e identidad
Estudio
socio-religioso sobre las identidades de género
Cuando trabajamos el tema de las identidades de género desde la perspectiva social o religiosa, no podemos ni debemos eludir la responsabilidad de reflexionar sobre las diferentes formas de violencia contra las mujeres que se encuentran escondidas –a veces no tanto– detrás de los imaginarios colectivos y que condicionan las actitudes de las personas. Estos imaginarios, construidos históricamente, se han utilizado como instrumentos de política pública para fortalecer las sociedades patriarcales, ya que, a través de ellos, no solo se delimitan los espacios permitidos para cada género, sino sobre todo son herramientas poderosas que permiten controlar y dominan los cuerpos de las mujeres. En este artículo se busca, precisamente, analizar las formas de poder implícitas en las relaciones de género, a partir de los nexos socio-religiosos entre espacio, cuerpo e identidad, con el fin de promover el pensamiento teológico crítico y las acciones pastorales alternativas orientadas a transformar la inequidad de género.
Palabras clave: espacio, cuerpo, identidad,
pensamiento teológico, enfoque de género.
Mireya
Baltodano Arróliga
Linking
space, body and identity
Socio-religious study on gender identities
When we
work on the issue of gender identities from a social or religious perspective,
we cannot and should not avoid the responsibility of reflecting on the
different forms of violence against women that are hidden–sometimes not so
hidden–behind collective imaginaries and that condition people’s attitudes.
These historically constructed imaginaries have been used as public policy
instruments to strengthen patriarchal societies, since they not only delimit
the spaces allowed for each gender, but above all they are powerful tools that
allow the control and domination of women’s bodies. This article seeks,
precisely, to analyse the forms of power implicit in gender relations, based on
the socio-religious links between space, body and identity, in order to promote
critical theological thinking and alternative pastoral actions aimed at
transforming gender inequality.
Keywords: space, body, identity, theological
thinking, gender approach.
Mireya Baltodano Arróliga
Vinculación entre espacio, cuerpo e identidad
Estudio
socio-religioso sobre las identidades de género
La identificación con el espacio es un pilar de la identidad, pues el sentido de pertenecer a un lugar se encuentra en la base del ser. Quienes mejor perciben esta sensación son las personas que se ven obligadas a migrar, ya que el nuevo lugar no provee los referentes que hasta entonces daban razón de ser a su vida y les genera un profundo sentimiento de desarraigo, de no ser. En el presente, por efecto de la mundialización, el concepto de espacio se ha tornado más complejo ante la gran movilidad humana y la velocidad de las comunicaciones. No obstante, sería un error pensar que el sentido del espacio era menos fundante en los tiempos originarios cuando el lugar comprendía aquello que alcanzaba la mirada. Era un espacio menos diverso, pero quizá más profundo en significado por conformar el todo conocido donde hacer arraigo.
En el desarrollo de la humanidad el espacio físico siempre ha tenido un valor social y emocional determinante, demarcador de creencias y comportamientos. Al echar una mirada a la interrelación entre dos dimensiones distintas, una física y otra psíquica, el común denominador es el valor simbólico (o cultural) que se le otorga al espacio real y tangible. Nos interesa particularmente cómo las significaciones culturales sobre el espacio han influido históricamente en las identidades de género; más aún, cómo las creencias religiosas (como productos simbólicos) han permeado la identidad de las mujeres y su forma de vincularse en el entorno social.
La noción simbólica del espacio trasciende su dimensión física al definirse y delimitarse por las relaciones de poder, que además de configurarlo, asignan sitios segregados a las personas según sus condiciones sociales de género, raza, etnia, generación, religión y clase. El lugar entonces se vuelve concomitante con la identidad. Según Linda McDowell, refiriéndose al concepto de lugar, “el sentido de pertenencia se ha construido a partir de mitos e imágenes, costumbres y rituales que refuerza nuestra conciencia de ser”.[1] A ese entorno al que se le llama país, ciudad, o casa se le atribuye significaciones que lo convierten en mi patria, mi comunidad, o mi hogar (enfatizando el sentido de apropiación). El lugar se interioriza de manera imaginada en la identidad cultural, como afirma Benedict Anderson[2], a través de identificaciones que tienen artificialidad, porque son los grupos de poder los que usualmente las construyen, y por tanto son limitadas y pueden variar cuando las condiciones socio-históricas cambian.
Las identificaciones con el lugar han sido influenciadas desde sus orígenes por las interpretaciones religiosas que los pueblos se hacían sobre su existencia y su realidad. La religión emergió como una forma cultural primaria de explicar y ordenar el entorno físico y corporal, dándoles sentido a través de símbolos y creencias,[3] de tal manera que a lo que se le dio una connotación cultural, con el tiempo trajo consigo un fuerte bagaje religioso.
En sus estudios sobre la historia de las religiones, Mircea Eliade[4] afirma que el ser humano desde sus orígenes necesitó crear un mundo propio, organizándolo en espacios separados entre lo sagrado y lo profano, porque encontraba anarquía y caos en un espacio homogéneo, sin estructura. La organización del espacio no era un mero ejercicio geográfico, sino simbólico, porque orientaba al mundo ontológicamente. El territorio que se consagraba a través de una hierofanía quedaba cosmizado, es decir, se convertía en un mundo propio que situaba existencialmente a las personas que lo habitaban, dándoles una razón de ser y estar. Ese universo cósmico creado y asumido era una réplica del universo habitado por los dioses. De ahí la gran fuerza ideológica de lo religioso que cuando se impregna en la organización social la rubrica con la autoridad divina que las personas temen cuestionar.
El espacio es entonces una construcción ideológica que se expresa en términos sociales y religiosos. El sentido ideológico del espacio se da en tanto eje constituyente de un sistema de ordenamiento de las relaciones sociales, y que define las representaciones de las personas que lo habitan. La literatura y la arqueología antiguas han aportado evidencia suficiente de que los espacios en las ciudades y en las casas no sólo estaban organizados por concepciones religiosas, sino también por consideraciones del sexo. La religión y la cultura se han construido sobre el sexo y en reversa han moldeado ideológicamente la condición sexual de lo humano, derivándola en identidades y relaciones sociales que hoy identificamos como género. Este moldeo utilizó al espacio como punto de partida (epistemológico y ontológico) para la configuración de la sociabilidad y de las cuotas de poder entre las mujeres y los hombres. Podría entonces afirmarse que el moldeo existencial surge en gran medida por un mapeo espacial que además de geográfico y corporal, es cultural.
Así como las religiones organizaron el mundo excluyendo los espacios sagrados y los profanos, las agrupaciones humanas que se fueron civilizando jerarquizaron el espacio habitable por género y por clase. Como afirma Eliade, esa organización espacial primaria fue el arquetipo de todo gesto humano creador en el futuro, es decir, la cultura. Pasar del espacio abierto de las agrupaciones nómadas y colectoras a las ciudades fue el sello civilizatorio para la estructuración social jerárquica y patriarcal. Con las ciudades se configuraron espacios de asentamiento humano que de manera real y simbólica excluyeron a las mujeres de los ámbitos del poder, situándolas en las zonas marginales o en las fronteras de los lugares privilegiados. Estudios arqueológicos de las sociedades antiguas, realizados por las historiadoras feministas, comprueban cómo en la distribución de los espacios reales de las casas y de las ciudades se sustenta la exclusión simbólica de los imaginarios femeninos.[5] En la Grecia clásica se sentaron las bases espaciales para el ordenamiento por género dentro del oykos familiar, que fue luego adoptado por los romanos y los árabes. La administración de la unidad productiva familiar evolucionó hasta establecer una jerarquización de roles y de espacios segregados por género, con áreas vedadas para las mujeres y otras, como el gineceo, para el ocio o actividades menos relevantes socialmente.[6] Esta configuración espacial estaba argumentada en diferencias biológicas atribuidas a los cuerpos que hoy día no resisten la rigurosidad científica, pero que a nivel de los imaginarios culturales siguen vigentes en muchas sociedades.
La interpretación religiosa del cosmos y de la vida condujo a los seres humanos a acercarse a lo trascendental, al Misterio creador de todo, en una relación de verticalidad que colocaba a las divinidades en la lejanía, pero las hacía accesibles por medio de ritos propios de la experiencia religiosa, cuyos simbolismos prevalecen, aunque con nuevos significados según las distintas organizaciones culturales. Conforme la civilización sucedía a la época arcaica, el ser humano se empezó a concebir como un microcosmos que reproducía en imágenes humanas la santidad del cosmos. El cosmos se analogaba con su casa, habitación o cuerpo, porque todos eran territorios habitados cosmizados. La vida se dibujaba espacialmente en un doble plano, el de la misma existencia humana y aquella zona considerada trans-humana, la de los dioses. Esa vinculación del espacio de lo humano con el espacio de lo divino se reprodujo en homologaciones antropo-cósmicas al sacralizar todas las áreas de la vida cotidiana.[7] La cosmización y sacralización de la vida, de las personas y del entorno son premisas fundamentales que se encuentran incorporadas en el pensamiento y en casi todas las teologías, y tienen una enorme importancia para el evolucionar de las relaciones de género, como lo profundizaremos más adelante.
En el plano cultural, la distribución geográfica generizada ha sido producida por los hombres bajo el mandato patriarcal, exiliando a las mujeres de los espacios de mayor poder social; no obstante, la historiografía feminista ha podido recuperar el protagonismo de algunas mujeres, usualmente las que tenían riqueza, que desde su espacio de frontera tuvieron alguna participación social. Pero en términos generales, y tomando en cuenta que algunas mujeres fueron privilegiadas al poder traspasar umbrales sociales y físicos, los espacios destinados al poder político, social y religioso estuvieron vedados para las mujeres. Aquellos lugares de poder en los siglos precedentes y primeros de la era cristiana eran las cortes, los foros, los templos, o las salas de negociación, todos éstos orientados a la productividad cultural, el comercio, la guerra, la política y la religión. Los espacios no relevantes, como el doméstico, recluían física y simbólicamente a las mujeres y personas sin autoridad, mientras los hombres se situaban cerca de los centros de poder. Tal configuración del espacio tiene una clara correspondencia con el pensamiento religioso, que diseña un centro sagrado a partir del cual las personas se comunican con los otros dos niveles, el trascendente y el profano. Las personas buscaban estar cerca del centro, ya fuera el totem de los grupos nómadas o el templo en las ciudades, pues el centro simboliza el ombligo de donde se crea el embrión-mundo que se extiende y crece.[8] Así pues, la segregación espacial por géneros se consolidó civilmente con la ley romana, acentuada con el pensamiento religioso.
A la segregación espacial le había precedido la segregación sexual, según relata Gerda Lerner.[9] En las agrupaciones humanas previas a la aparición de las ciudades-estado, el sentido de apropiación del espacio físico se había desplazado como apropiación del cuerpo de las mujeres, el cual se constituyó como mercancía de intercambio entre hombres de distintas tribus, para usufructuar su capacidad reproductora con el fin de garantizar la descendencia. En las ciudades, las mujeres provenientes de grupos conquistados cumplían además un rol de servidumbre sexual (cuerpo habitado). Aunque más adelante abordaremos el tema del cuerpo como espacio, es necesario señalar que la segregación espacial tiene sus orígenes en la simbolización de los cuerpos masculino y femenino desde la época arcaica. Ya en las culturas griega y romana se pueden apreciar los resabios simbólicos de los tiempos primigenios, reelaborados filosóficamente y rubricados por la ley. Tales preceptos sobre el cuerpo se reflejan en la cultura mediterránea de esa época; los comportamientos exigidos a hombres y mujeres testimonian ese ligamen entre espacio y cuerpo. A los hombres se les exigía el honor como medida de valor social, expresado en un comportamiento proactivo en el afuera y de defensa de la familia, que evidentemente está relacionado con su fuerza física y una actitud agresiva que en el presente llamaríamos virilidad. A las mujeres se le exigía un comportamiento de vergüenza, expresado en recato y reclusión en la casa, como medida de precaución de ser censurada y de demostración de la exclusividad sexual hacia su marido.[10] Esta asociación simbólica espacio-cuerpo a través de los roles sociales tiene gran correspondencia con los ritos de iniciación asignados a hombres y mujeres en las culturas arcaicas, que desde entonces vinculaban el afuera-fuerza y el adentro-contención para los hombres y mujeres, respectivamente.[11]
Es así cómo, paulatinamente, desde la época arcaica a la civil se fue construyendo la dicotomía espacial, corporal e identitaria basada en la bipolaridad naturaleza-cultura. El espacio físico pasa a ser una metáfora social articuladora de las relaciones entre las identidades de género. Aunque en la Ilustración se intentó democratizar los espacios y universalizar a los sujetos, las mujeres nuevamente quedaron excluidas de la participación social y política. Más adelante, en el siglo XIX es un economista, Adam Smith, el que introduce la falsa dicotomía entre el espacio público y privado, categorizándolos como productivo e improductivo. La desvalorización del espacio en donde las mujeres tradicionalmente sostienen la vida, llamado doméstico, se traduce en su desvalorización como seres humanos, como resultado de esa circularidad ontológica en la que el hacer determina el ser y viceversa. Es el movimiento feminista el que aborda el tema de la segregación del espacio con un sentido político, al pregonar que lo privado es también político y que la producción humana se da tanto en la esfera social como en la cotidianidad de la casa. Este exceso cultural sobre el estereotipo maternal de las mujeres levanta la sospecha epistemológica de que la incapacidad anatómica de los hombres para gestar vida ha sido compensada con el poder institucional que se les ha dado, como un desplazamiento de la creación biológica negada hacia la creación cultural auto-apropiada. Como mecanismo cultural la compensación podría ser válida, en tanto ésta no se expresara con el nivel de convicción obsesiva que se ha atribuido al maternizaje obligado de las mujeres, que va mucho más allá de su capacidad reproductora, y que les entorpece las muchas otras capacidades que tienen. El retener los espacios del centro, como ejes culturales masculinizados, ha relegado a las mujeres a la ausencia o a la periferia, que en gran medida representa la pobreza y la ignominia. Esta situación, desde una perspectiva socio-religiosa, es el mal.
La llegada de las mujeres a los lugares del centro se ha dado con un sentimiento de transgresión espacial y social, que, si bien las reivindica y les afirma derechos sustraídos, también le generan perturbación por ser un proceso de ruptura y recomposición en todos los niveles, especialmente el subjetivo. Hoy asistimos a cambios conducentes a una mayor democratización de los espacios, porque las mujeres han penetrado lugares antes vedados, mas los hombres poco o casi nada han entrado en espacios feminizados por ellos mismos. Sin embargo, las geógrafas feministas afirman que no es suficiente la crítica a la polaridad espacial pública y privada porque está emergiendo una pluri-localidad con el intercambio de culturas, razas, credos, prácticas sexuales, etc. Para Gillian Rose el espacio se ha vuelto paradójico y contradictorio, porque en él conviven mujeres muy diversas que simultánea o alternadamente están fuera o dentro, en el centro o al margen de los espacios, según las diferencias o identificaciones que tengan con otras mujeres que resisten en territorios masculinizados.[12] En ese sentido, el concepto de espacio ha sido enriquecido en términos de diversidad, superanado así la binariedad.
Las mujeres que ingresan a la esfera
pública lo hacen en un mundo creado para y por los hombres, que podríamos
asemejarlo con el sagrado, por las características mercantiles que operan como
si fueran credos, bajo los cuales la ganancia o rentabilidad es el parámetro
que cualifica a los espacios y a las personas. Bajo la cultura espacial
masculinista, los cuerpos y los roles han sido fetichizados a tan alto nivel y
por tan largo tiempo, que ha creado espacios mentales en hombres y mujeres,
difíciles de reorganizar. La aprehensión del mundo es también cognitiva. El
pensamiento es inferencial y se forma por la contigüidad con las otras
personas, de modo que los espacios mentales son también espacios sociales.[13] Desde la
perspectiva feminista se puede afirmar que los espacios mentales en las mujeres
se han configurado a través de un engranaje de determinismos hasta lograr una
colonización mental. Sin embargo, por las condiciones socio-históricas es
también posible que a pesar de ese engranaje
segregacionista de la lógica patriarcal, las mujeres (y los hombres
eventualmente) puedan transitar de un espacio mental a otro, produciéndose un
cambio de escala que traslada el acento a la lógica de la inclusión y no de la exclusión.
Las rupturas meta-cognitivas van de la mano de los cambios a nivel de la
subjetividad. Ese transitar entre un espacio y otro, tanto física como
cognitivamente, ha abierto oportunidades a las mujeres para desarrollar sus
dimensiones humanas, pero a un alto precio emocional y físico. Hasta ahora, el
arbitrio de los espacios masculinizados y feminizados había llevado a las
mujeres a experimentar sentimientos de confinamiento, de desear escapar, de
estar fuera de lugar, o estar demasiado expuestas, observadas y juzgadas, como
si fueran objetos corpóreos colocados en espacios que le son ajenos y que se
han atrevido a invadir.[14]
Para el tránsito hacia los espacios vedados se han creado espacios-puente a
través del asociacionismo, la experimentación asertiva y el acondicionamiento
de zonas limítrofes que tienen anclaje entre lo público y lo privado, en las
cuales se puede entrar y salir.[15]
Las enormes dificultades de conciliar los espacios negados con los designados se deben en gran parte a que el diseño espacial por género es ambivalente estructuralmente. Según Robert King Merton se produce una ambivalencia de carácter sociológica cuando hay incompatibilidad entre las actitudes, creencias y comportamientos prescritos para un rol.[16] La ambivalencia también se puede producir cuando se da un conflicto de intereses entre los roles que ocupa una misma persona y que deben resolverse con componendas, como es el caso de la conciliación de tiempos laborales y familiares de las mujeres trabajadoras. Según Cristina Carrasco Bengoa, este ir y venir entre espacios se ha dado en llamar “doble presencia/ausencia” para representar el estar y no estar en ninguno de los dos lugares.[17] Concomitante con esta dificultad de conciliar existe otra forma de ambivalencia que se da en la disyunción entre lo que culturalmente se ha normado y los caminos socialmente estructurados para realizar esas aspiraciones. Tal sería el fenómeno de las “jefas de hogar”, que siendo madres como se prescribe culturalmente, deben asumir el rol de únicas proveedoras porque sus compañeros abandonaron su rol prescrito, entre tanto socialmente no se les paga un salario acorde con el rol de proveedoras sino con su rol secundario de madres.
Para Merton, la ambivalencia sociológica, como la de los casos ejemplarizados, se produce porque la estructura de roles sociales, que está diseñada con normas y contra-normas, ha ido evolucionando hacia una mayor flexibilidad y crea un clima de cambio social. Esta flexibilidad se da con la aparición de nuevos paradigmas, pues una pluralidad de propuestas no lleva al anarquismo teórico, sino que se logran algunas consolidaciones que se reflejarán en la estructura social. El análisis sociológico de Merton es iluminador del proceso de cambio a nivel de género que se ha venido dando en las cuatro últimas décadas, gestado por el pensamiento y el movimiento feminista. A partir del análisis de una paradoja corpóreo-espacial paradigmática que ha sido fundante del sistema sexo-género, y reconociendo la ambivalencia que conlleva esa estructura de convivencia, las mujeres se han re-elaborado opciones para situarse socialmente en espacios diversos, salvando las diferencias que tienen como mujeres, sin que lo distinto sea una nueva razón de polarización social.
El cuerpo es un referente de lugar porque es el espacio tangible habitado por la persona. A través de la sustancialidad corporal y de la palabra emitida se establecen los límites del Yo con respecto a las otras personas-cuerpo. El cuerpo es por tanto la presencia ontológica y el referente relacional. Las características con que están dotados los cuerpos, sean éstas raciales, sexuales o anatómicas, han sido simbolizadas para ubicar socialmente a las personas. Por tal razón, McDowell afirma que el concepto de corporeidad expresa más claramente la complejidad del cuerpo, pues “capta el sentido de la fluidez, del desarrollo y la representación, elementos decisivos de los actuales planteamientos teóricos que ponen en cuestión las relaciones entre anatomía e identidad social”.[18]
Al ser el cuerpo la parte visible del ser, aquél ha servido como punto de partida de las diferencias sociales entre hombres y mujeres, a través de una intrincada elaboración histórico-cultural sobre las diferencias sexuales y anatómicas, como hemos venido analizando. Estos cuerpos diferenciados han sido catalogados y colocados en espacios físicos jerárquicamente organizados. Cuerpo biológico y espacio físico se fueron concadenando simbólicamente hasta extrapolar la diferencia sexual original en un sistema de convivencia en el que prima la dominación del hombre como presencia social por sobre la mujer que es ausencia. En la construcción de significados sobre el eje corporalidad-sociabilidad ha habido una clara compatibilidad patriarcal de los sectores religioso y político de cada época, al institucionalizar los cuerpos sexuados bajo normas humanas, refrendadas por las divinas, creando así un poder social masculino asentado en una supuesta superioridad biológica, presente de manera generalizada en todas las culturas.
Son varias las argumentaciones que hace la tradición patriarcal para justificar con los cuerpos la discriminación por género, entre ellas el dimorfismo sexual que coloca al hombre con una capacidad superior para la producción y a la mujer en subordinación por su fragilidad reproductora. Tal explicación ha sido revertida por la misma realidad social que en el presente encuentra a las mujeres participando en todas las esferas y los oficios. Por otro lado, los análisis de las arqueólogas feministas rebaten la división sexual fundamentada en ventajas o desventajas fisiológicas, al documentar que en los orígenes de la humanidad no se hacían distinciones sociales o laborales por razones biológicas. Más contundente es la crítica al divisionismo sexual, sustentada con hallazgos arqueológicos que ofrecen indicios de que en el período paleolítico, aún en zonas geográficas distantes, la sexuación era representada por figuras femeninas, o si acaso antropomorfas, simbolizando a la mujer como el ser humano originario, en contraposición al pensamiento falocéntrico que coloca al hombre como el dador de la vida, tanto en la filosofía de la Grecia clásica así como el hombre originario del judeo-cristianismo. Estos hallazgos reflejan la anteposición de la reproducción a la producción, armonizándolas, contrario al paradigma de la productividad (masculina), como valor que rige la socialización en los inicios de la civilización, y que se profundizó con la industrialización, acentuando el desbalance social entre mujeres y hombres.[19] Más aún, de los hallazgos se desprende que las mujeres eran potencialmente madres y no eran mujeres por ser madres o esposas, como más adelante la representación femenina fue evolucionando en gune (mujer casada) o uxor (esposa, matrona) y las metáforas que se fueron agregando, en clara alusión a una identidad asentada en la maternidad y el parentesco dependiente con el hombre.
Carole Pateman, citada por María Encarna Sanahuja Yll, afirma que el contrato social entre hombres y mujeres existe porque le antecedió un contrato sexual pactado entre hombres que norma a las mujeres corporalmente. El matrimonio y la monogamia fue la vía para asegurar el control de las mujeres y de la descendencia, creando culturalmente al padre y replegando a la mujer en su rol de madre, como naturaleza, inferior y opuesta a lo cultural.[20] La dicotomía naturaleza-cultura, surgida de las interpretaciones androcéntricas sobre los cuerpos sexuados, ha sido el axioma de todas las formas de exclusión y discriminación de las mujeres por razón de su sexo. La filosofía griega, el derecho romano y la religión cristiana patentaron las desigualdades por género a partir de la corporalidad reproductora de la mujer, quien simbólicamente se convirtió en madre antes que mujer.
Es generalizada en las culturas la
conexión religiosa con la tierra, como una experiencia de autoctonía arraigada
en el lugar-tierra que le ve nacer y le recoge al morir. En razón de esa
conexión, el parto es asemejado como una versión microcósmica de la capacidad
terrenal de gestar vida, para finalmente establecer una relación mística de la
mujer con la tierra, sacralizándola en tanto la tierra es vista como santa, y
otorgando a la fecundidad un nivel cósmico. En otras religiones la creación
cósmica es producto de una hierogamia entre el Dios Cielo y la Madre Tierra,
convirtiendo al mito cosmogónico como un mito modelo del comportamiento humano,
es decir el matrimonio.[21]
Ambos modelos cósmicos, tierra-madre y dios-esposa fueron estereotipando a las
mujeres a través de su capacidad materna o de esposa. En la tradición
judeo-cristiana, los profetas del Antiguo Testamento representaban a Dios como
un esposo cumplidor de su promesa con su pueblo y a Israel como la esposa
infiel que merece ser castigada, una metáfora que se valió de los estereotipos
patriarcales y que en retorno reforzó las experiencias matrimoniales para
desvalorar a las mujeres.[22]
La alianza patriarcal entre los
imaginarios religiosos y los sociales se acentuó con la institucionalización
del cristianismo, en la región mediterránea, a partir del siglo II. Líderes
políticos y religiosos convenían en normar los cuerpos (severitas) a
través del control de la sexualidad en el matrimonio y fuera de él, censurando
el placer sexual (tolména) sin fines reproductivos, bajo mitos como el
sexo eugenésico. Aunque los códigos de conducta sexual eran de destino
universal, las clases adineradas eran las receptoras inmediatas para mantener
una compostura distinta a las plebes que no tenían el mismo rigor corporal. Se
establece así una separación moral entre clases y entre sexos. Además de la
religión, la ciudad y la familia –como instituciones civilizatorias– reformulan
el concepto del cuerpo que se tenía en el mundo natural y que estaba más
conectado con lo sensorial que con lo normativo.[23]
El avance del cristianismo introduce la renuncia sexual y la transformación del cuerpo con fines misioneros que rompen con lo considerado pagano, lo cultural. El mensaje cristiano sobre el cuerpo alcanza a los grupos más jóvenes de las clases altas, incluyendo a las mujeres, que encuentran en la virginidad una dedicación de la “carne” al servicio de Cristo. Así pues, el cuerpo de los cristianos emerge como un microcosmos de la condición de persecución que vivía la Iglesia en embrión por parte de las autoridades romanas, y como cuerpo-objeto sacrificial que emulaba los padecimientos de Cristo. Sin embargo, no todos los grupos cristianos adherían el puritanismo, sino que las normas morales se fijaban sobre el adulterio y la fornicación y mantenían como ideal de mujer a la casada casta, fiel, dócil y recatada. Paulatinamente la abstinencia sexual se fue circunscribiendo a los líderes eclesiales masculinos, mas la moralidad sexual cristiana se impuso en las sociedades de ese entonces con consecuencias que trascendieron lo puramente corporal.[24]
La involución sexual de los primeros siglos, promovida por los movimientos cristianos, tiene como antesala la misma cultura greco-romana mediterránea, que, según María Elisa Estévez López, conectaba a la naturaleza humana con la ética y la política, para “definir las realidades que están en su sitio (puras), y aquellas que están fuera de lugar (impuras)”.[25] Sigue afirmando la autora que bajo ese principio cultural, concebían que la naturaleza había dotado de mayor control sobre su cuerpo a los hombres y por tanto éstos eran los encargados de controlar el comportamiento de las mujeres, un control que trascendió lo corporal e incorporó a los roles sociales.
Bajo el dominio cultural de los primeros
siglos y del naciente control religioso de la sexualidad, la corporalidad
patriarcal de las mujeres se transformó en pieza angular de la subjetividad, el
quién se es como mujer. Afirmábamos anteriormente que el cuerpo-reproductor fue
el andamiaje primordial de la organización del espacio físico y social. Pues
con el advenimiento del cristianismo el cuerpo-erótico, como negación o
ausencia, se constituyó en otro pilar de ese andamiaje. Es tan fuerte la
conexión entre cuerpo y cultura que bien podría asumirse a la corporalidad como
el sujeto y no el objeto de la cultura, es decir como el ancla existencial de
la cultura, esto porque las diferencias entre los cuerpos femenino y masculino
han sido establecidas por una política cultural y no por una explicación
biológica.[26]
Los estudios sobre la sexualidad humana reconocen el poliformismo sexual en hombres y mujeres y el basamento bisexual que orienta tanto la práctica sexual como la identidad sexual. Algunas culturas originarias y profundas orientan su cosmovisión por el concepto de dualidad inherente en los cuerpos y la naturaleza y no por el dualismo del pensamiento binario. Con base en estas premisas biológicas, el movimiento feminista ha argumentado que las características corporales han sido una excusa ideológica para forzar una estructura social y unas identidades de género basadas en apariencias y no realidades. Para criticar la simbolización que se ha hecho sobre el cuerpo de las mujeres, como punto de partida de la ideología patriarcal, ya Simone Beauvoir afirmaba que “la presencia en el mundo implica rigurosamente la posición de un cuerpo que sea, a la vez, una cosa del mundo y un punto de vista sobre ese mundo…”.[27] Judith Butler, varias décadas después que Beauvoir, hace una crítica al interior del pensamiento feminista, al afirmar que la relación entre sexo y género se mimetiza si sostiene que a dos sexos binarios le correspondan sólo dos géneros.[28] Afirma que el sexo no debería verse como si conllevara una cultura predeterminada a la que se ha llamado género, de manera que si el sexo es femenino tendría siempre que resultar en una mujer. Asimismo, Butler asevera que la idea de que el sexo y el género sean fijos o libres depende del discurso, en clara alusión a la simbolización del cuerpo. Su propuesta entonces es que el género puede ser múltiple, con una sexualidad diversa y no compulsivamente heterosexual, de manera que el género no quede atrapado en el binarismo tan criticado de la ideología patriarcal.
Por tanto, al igual que la ambivalencia señalada en la organización del espacio social, la concepción patriarcal del cuerpo está llena de ambigüedades por ser una construcción ideológica que no pasa un examen socio-histórico. Pero, además, existe el riesgo de seguir sosteniendo la ambigüedad si se equipara unívocamente sexo con género. Esto conduce a concluir que el cuerpo no es un objeto a ser estudiado en relación a la cultura, sino más bien debe ser considerado como el sujeto de cultura, o en otras palabras como el terreno existencial de la cultura.
Hace algunos años, al salir del aula en la que acababa de dar una clase sobre la lógica de género, se me acercó un estudiante que era pastor presbiteriano en su país, y me agradeció el enfoque sobre el tema y me dijo que él siempre apoyaba a las mujeres en su iglesia. Concretamente dijo: “Cuando está reunido el Consistorio y tenemos que tomar alguna decisión, yo ‘salgo’ y converso con las hermanas para escuchar su opinión sobre lo que vamos a decidir y aporto sus ideas en la reunión”. Yo le pregunté: “¿Y por qué las mujeres no están adentro en la reunión?”. El joven pastor mostró un gran asombro y me dijo que nunca había pensado en eso.
Evidentemente su apoyo a las mujeres era genuino, pero había asumido la normativa “espacial” con tanta naturalidad que la segregación social no había tocado su conciencia. Evidentemente la iglesia es un terreno listo para sembrar la semilla del Evangelio, que no se reduce a una conversión para “salvar” el alma, sino que convida a una conversión mayor que abarca la vida cotidiana y la práctica de la justicia. El joven pastor del relato se vio tan impactado con el despertar de su conciencia que finalizó su licenciatura haciendo su tesis sobre masculinidades.
Hemos hecho un recorrido teórico sobre el sentido cultural y religioso que ha tenido el espacio a lo largo de la historia y su implacable influencia en las identidades de género. Y aunque las teorías feministas han contribuido a que las mujeres se incorporen a espacios antes vedados, la arcaica visión sectaria permanece en el inconsciente colectivo como un caldo de cultivo que reaparece en diferentes momentos y que las mujeres percibimos a nivel de piel, como cuando caminamos en la noche vigilando quién se acerca, o cuando sospechamos que nos podrían echar algún tóxico o burundanga en una bebida, o cuando el piropo se siente como acoso, o cuando la protección se ofrece con un tufillo a control. En todos estos casos el espacio es físico, corporal y mental. Todas son formas de violencia de género conectadas con la invasión del espacio.
He tenido pendiente cerrar este artículo por algunas semanas porque el dolor y la rabia no me lo permitían. Hace tres semanas fue asesinada en Costa Rica mi amiga Julieta, un caso que trascendió en los medios de comunicación e impactó a la sociedad. Julieta se había jubilado y decidió vivir en una zona rural cerca de la capital y era amiga de las familias campesinas de la zona. Era una persona muy querida por su generosidad y su alegría de vivir. Su asesino es un joven que apareció por la zona ofreciendo hacer trabajos de jardinería y ella le pagó para que le arreglara el jardín. Se desconoce cómo la mató, pero robó en su casa, se llevó su auto, engañó a la familia mandando mensajes desde el teléfono de ella, quemó su cuerpo, lo descuartizó y lo enterró hasta que la policía lo encontró.
Más allá del dolor de su hijo, familiares y amistades, se inició un debate a través de las redes sociales sobre si se trataba de un homicidio o un feminicidio. Esta pregunta me movió a honrar, en el cierre de este artículo, a todas las Julietas que han sufrido violencia de género. Yo no dudaría en que este caso, si bien es un homicidio, tiene el agregado de género que lo convierte en feminicidio, por tratarse de una mujer viviendo sola en un lugar algo despoblado que la hacía más vulnerable. De alguna manera, este asesinato tan atroz, reúne todos los elementos que hemos mencionado en este artículo, sobre todo en la mentalidad del perpetrador, que se apropia del espacio vital de la mujer asesinada, que destruye su cuerpo e intenta desaparecerlo, que invade el entorno familiar de la víctima apropiándose de su identidad y que cuando lo capturan sólo muestra burla y desdén. Cada vez se hace más evidente que la violencia hacia una mujer siempre tendrá presente el elemento de género, por el simple hecho que previo al maltrato o al asesinato, yace en la mentalidad del perpetrador la violencia simbólica que él mismo ha sufrido al incorporar en su identidad de género la visión andrógena de la cultura.
Anderson, Benedict. Imagined communities Reflections on the origin and spread of nationalism. London; New York: Verso, 1991.
Beauvoir, Simone de. El segundo sexo. Traducido por Pablo Palant. Buenos Aires: Siglo Veinte, 1962.
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Sobre la autora
Investigadora independiente. Ex-docente de teología, con énfasis en la teología práctica, en la Universidad Bíblica Latinoamericana (UBL), San José, Costa Rica. Sus áreas y enfoques docentes y de investigación son las siguientes: teología feminista, psicología pastoral y teología práctica.
Correo de la autora: mireyabaltodano@hotmail.com
Artículo aprobado el 24 de mayo de 2024
Artículo recibido el 19 de mayo de 2024
[1] Género,
identidad y lugar: Un estudio de las geografías feministas, trad. Pepa Linares (Valencia: Cátedra,
2000), 53.
[2] Cf.
Imagined communities Reflections on the origin and spread
of nationalism (London; New York: Verso, 1991).
[3] Cf. Roy May, “Religión y teología”, en Género y religión: Sospechas y aportes para la reflexión, ed. Mireya Baltodano y Gabriela Miranda García (San José, Costa Rica: Sebila, 2009), 21–40.
[4] Cf. Lo sagrado y lo profano, trad. Luis Gil Fernández y Ramón Alfonso Díez Aragón (Barcelona: Paidós Ibérica, 1998).
[5] Cf, Rosa María Cid López, “La historia de las mujeres y la historia social: Reflexiones desde la historia antigua”, en Oficios y saberes de mujeres, ed. Rosa María Cid López (Valladolid: Editorial Universidad de Valladolid, 2002), 11–38.
[6] Cf. María Angeles Durán, Si Aristóteles levantara la cabeza: Quince ensayos sobre las ciencias y las letras, Feminismos 57 (Madrid: Cátedra, 2000).
[7] Cf. Eliade, Lo sagrado y lo profano.
[8] Cf. Eliade.
[9] Cf. La Creación del patriarcado (Barcelona: Crítica, 1986).
[10] Cf. Carmen Bernabé, Entre la cocina y la plaza: La mujer en el primitivo cristianismo (Madrid: Ediciones SM, 1997).
[11] Cf. Eliade, Lo sagrado y lo profano.
[12] Cf. “Feminism and Geography: The List of Geographical Knowledge”, en The Spaces of Postmodernity: Readings in Human Geography, ed. Michael J. Dear y Steven Flusty (Oxford: Blackwell, 2002), 314–24.
[13] Cf. Eliseo Verón, Espacios mentales (Barcelona: Gedisa, 2002).
[14] Cf.
Rose, “Feminism and Geography”.
[15] Cf. Teresa Del Valle, Andamios para una nueva ciudad: Lecturas desde la antropología feminista (Madrid: Cátedra, 1997).
[16] Cf. Ambivalencia sociologica y otros ensayos (Madrid: Espasa-Calpe, 1980).
[17] Cf. Mujeres y economía: Nuevas perpectivas para viejos y nuevos problemas (Barcelona: Icaria, 1999).
[18] McDowell, Género, identidad y lugar, 66.
[19] Cf. María Encarna Sanahuja Yll, Cuerpos sexuados, objetos y prehistoria / Sexed bodies, objects and prehistory (Madrid: Cátedra, 2002).
[20] Cf. María Encarna Sanahuja Yll, Cuerpos sexuados, objetos y prehistoria / Sexed bodies, objects and prehistory (Madrid: Cátedra, 2002).
[21] Cf. Eliade, Lo sagrado y lo profano.
[22] Cf. Renita Weems, Amor maltratado. Matrimonio, sexo y violencia en los profetas hebreos (Bilbao: Desclée De Brouwer, 1997).
[23] Cf. Peter Brown, El cuerpo y la sociedad: Los hombres, las mujeres y la renuncia sexual en el cristianismo primitivo (Barcelona: El Aleph, 1993).
[24] Cf. Brown.
[25] El poder de una mujer creyente: Cuerpo, identidad y discipulado en Mc 5,24b-34. Un estudio desde las ciencias sociales, 1st edition (Estella: Editorial Verbo Divino, 2003), 118.
[26] Cf.
Julia Epstein y Kristina Straub, eds., Body Guards: The
Cultural Politics of Gender Ambiguity (London: Routledge, 1991).
[27] El segundo sexo, trad. Pablo Palant (Buenos Aires: Siglo Veinte, 1962), 33.
[28] Cf. Judith Butler, El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad, trad. María Antonia Muñoz, Paidós 168 (Barcelona: Paidós, 2007). Sobre los aportes de Butler, también se sugiere consultar: El grito de Antígona, trad. Esther Oliver (Barcelona: El Roure, 2001); Mecanismos psíquicos del poder: Teorías sobre la sujeción, trad. Jacqueline Cruz (Valencia: Cátedra, 2001).