Pedro Gabriel Chaverri Mata
“El verbo se hizo carne (disidente) y habitó entre nosotr(x)s”
Una
aproximación socio-religiosa a la teología queer
Este artículo ofrece un breve recorrido histórico por los avatares de las personas que han encarnado disidencias sexuales y de género a lo largo del vertiginoso viaje espiritual de los seres humanos, sus entronques políticos, sus devenires religiosos y su acrisolamiento con los infinitos vuelcos de las culturas en diferentes contextos sociales y temporales. Partiendo del misterio de la encarnación, la idea del Verbo divino convertido en una figura humana ha sido dotado, en los últimos siglos, de una apariencia que refleja la cúspide de la hegemonía social. Sin embargo, aludiendo a la posibilidad que el quehacer teológico contemporáneo brinda sobre el acaecer de la divinidad en la expansiva diversidad de los cuerpos y las realidades, este artículo se plantea cual ha sido el acontecer histórico de las disidencias de la hegemonía sexual e identitaria desde el punto de vista de la teología queer. Para lo cual, ofrece un itinerario que recorre elementos como la involución histórica de las apreciaciones sociales sobre las disidencias sexuales y de género, la relación entre la divinización, la religión y el lenguaje, los nuevos aparatos de opresión y violencia religiosa contra quienes escapan de la cis-heteronorma, y las posibilidades de resignificación y resiliencia que brindan a estas personas la existencia de corrientes como teologías liberadoras y queer.
Palabras clave: queer, disidencia, hegemonía,
Verbo, encarnación.
Pedro Gabriel Chaverri Mata
“The Word
became flesh (dissident) and dwelt among us”
A socio-religious approach to queer theology
This
article provides a brief historical overview of the journeys of individuals who
have embodied sexual and gender dissidences throughout humanity’s rapid
spiritual voyage, their political entanglements, religious transformations, and
their integration with the countless shifts of cultures in various social and
temporal contexts. Stemming from the mystery of incarnation, the concept of the
divine Word taking on human form has, in recent centuries, been endowed with an
appearance reflecting the pinnacle of social hegemony. However, by alluding to
the potential that contemporary theological endeavors offer regarding the
unfolding of divinity in the expansive diversity of bodies and realities, this
article addresses the historical unfolding of sexual and identitarian
dissidences from the perspective of queer theology. To this end, it offers a
journey through elements such as the historical regression of social
perceptions concerning sexual and gender dissidences, the relationship between
divinization, religion, and language, the new mechanisms of oppression and
religious violence against those who deviate from cis-heteronormativity, and
the possibilities of re-signification and resilience provided by movements like
liberating and queer theologies to these individuals.
Keywords: queer, dissidence, hegemony, Word,
incarnation.
Pedro Gabriel Chaverri Mata
“El verbo se hizo carne (disidente) y habitó
entre nosotr(x)s”
Una
aproximación socio-religiosa a la teología queer
Según algunos versículos del primer
capítulo del Evangelio de Juan que se encuentra en la versión bíblica Nueva
Reina Valera (NRV), las características centrales del Verbo son las siguientes:
“En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios”
(vv. 1-2). “Éste estaba en el principio con Dios. En él estaba la vida, y la
vida era la luz de los hombres” (v. 4). “Y el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros…” (v. 14). El Verbo, entonces, era un ser crístico
con el fenotipo de Robert Powell. O el de Mel Gibson. Lo cierto es que era un
hombre, blanco, cisgénero y heterosexual. De refinados tonos perlinos en su
piel tan blanca como la nieve que nunca ha caído en los sedientos valles
palestinos, de cabellos rubios y celestiales ojos azules, como ningún otro
jerosolimitano, belemita, canaanita, samario o
nazareno había visto antes. Quizás por esto el Verbo era la luz y era Dios,
porque acuerpaba algo hasta el momento insospechado. ¿El deseo? ¿La perfección?
El Verbo ciertamente era hombre
cisgénero, su orientación del deseo apuntaba exclusivamente hacia las mujeres,
y las mujeres eran su perdición. ¿Por qué habría de serlo de otra forma? Esto
bien lo sabía Satanás, cuando se atrevió a tentarlo en el desierto, y bien lo
sabía Pedro, al desconfiar plenamente de María Magdalena. Y El Verbo
ciertamente acuño una norma férrea en cuanto a los afectos. Lo dijo bien claro
en su último edicto antes de regresar a la luz infinita: “Amaos únicamente los
hombres a las mujeres y viceversa.” “Recordad que solo existen dos géneros,
hombre y mujer”. “Aseguraos bien de perseguir y castigar y condenar al fuego
del infierno y la desolación a quien no fuere estricto seguidor de esta norma”.
Así lo dijo, ¿no?
El presente ensayo es un tejido de
aspectos teológicos, históricos y de género que busca ilustrar fielmente la
profunda raíz narrativa que unifica a una multiplicidad de violencias
ejecutadas contra el bienestar, la integralidad y la existencia misma de los
cuerpos percibidos como anti sistémicos (mujeres, cuerpos disidentes, cuerpos
trans, cuerpos sin género, “lo queer”) dentro de la sociedad patriarcal,
evidenciando aspectos de subyugación que versan libremente en lo absurdo y en
interpretaciones caprichosas de los textos bíblicos para justificar éste tipo
de atribuciones de superioridad hegemónica masculina que legitiman la violencia
de orden religioso en contra de quienes se encuentran fuera de la heteronorma.
Tal como Ariadna logró recorrer el
laberinto del Minotauro deshilvanando un ovillo de lana que le permitiera
reconocer el camino transitado, este ensayo se valdrá de igual manera de un
hilo conductor, cuyo acápite se encuentra en los albores del encuentro del ser
humano con las divinidades, hace más de treinta y cinco mil años, previo al
momento definitorio en que Dios decidió asumir un género binario, y ofrecerá un
recorrido por el escarpado camino de las definiciones sociales impuestas sobre
los sujetos y su articulación con el aparato religioso como forma de
legitimación política, social y cultural.
Este recorrido continuará al trasladarse
al tiempo presente, en donde abordará las múltiples formas en que la
institucionalidad religiosa continúa ejerciendo violencia en contra de los
cuerpos leídos como disidentes, pero también, brindará recuento de los
esfuerzos resignificadores de comunidades LGBTQ+ que
procuran nutrirse desde perspectivas liberadoras para reconciliar su existencia
con su espiritualidad, utilizando la fe como recurso de resiliencia, y
ejemplificando de qué manera El Verbo se continúa encarnando en nuestros
tiempos, también utilizando cuerpos difíciles de leer, interpretar y regular
para la atávica heteronorma que continúa imposibilitando el flujo armónico de
la vida.
El concepto de personas disidentes, o de
cuerpos disidentes, es el hilo transversal que une los principales retazos de
este tejido en forma de ensayo, y en múltiples ocasiones aparece como el acuerpamiento teórico de los personajes centrales que
decoran los muros del laberinto. Pero, aquí cabe preguntarse, ¿quiénes son
realmente las personas disidentes, y contra qué están disintiendo? Disidir,
sentir y pensar se convierten en un hecho interseccionalmente
cruzado, una trenza más bien rizomática imposible de separar en las realidades
de quienes acuerpan la disidencia de la norma.
Abraham N. Serrato Guzmán y Raúl Balbuena
Bueno,[1] retoman a José
Arturo Granados Cosme[2] al definir la heteronormatividad como la
ideología sexual que aprueba y prescribe la heterosexualidad como una
asignación “natural”, y procede de la diferencia biológica asociada a la
reproducción de la especie. Según los autores, esta ideología está ligada de
manera íntima con la ideología de género que comprende la asignación de modelos
de género, es decir, de un modelo de masculinidad a los hombres, y uno de
feminidad a las mujeres, sustentándose en los mismos preceptos
esencialistas-biologicistas.
Es por la fuerza de estas ideologías que
en la conformación de la vida social e interacciones cotidianas se da por hecho
que todas las personas son heterosexuales, y que los hombres, masculinos y
heterosexuales, deben cumplir con los roles que les han sido asignados, y las
mujeres, femeninas y heterosexuales, cumplan con aquello que se espera de
ellas.[3] A partir de
esta definición de heteronormatividad como un hecho sistemático,
superestructural cuyos agentes de vigilancia, legitimación, reproducción y
castigo acompañan el tránsito cotidiano de la vida de las personas, es posible
comprender las implicaciones de reconocerse y reivindicarse como persona
disidente de la heteronormatividad, sea por disentir del género asignado al
nacer, de la orientación del deseo sexual vinculada a este, por ambas
circunstancias simultáneamente, entre otras.
Genilma Boehler retoma a Butler y su obra El
género en disputa, a quien recurre para ilustrar sus discusiones sobre la
vivencia de la profesión de fe en consonancia o “a pesar de” la expresión de género
como una disidencia al sistema patriarcal, quien establece lo siguiente:
A cada persona es atribuido un género al
nacer, lo que significa que somos nombrados por madres y padres o por las
instituciones sociales de cierto modo. A veces, con la atribución del género,
se transmite un conjunto de expectativas: esta es una niña, entonces ella,
cuando crece deberá asumir un rol tradicional de mujer en la familia y en el
trabajo. Este es un niño-varón, entonces él asumirá una posición previsible en
la sociedad como varón. Pero, muchas personas tienen dificultades con su
atribución –son personas cuyas expectativas no les corresponden y para quienes
la percepción que ellas tienen de sí mismas es diferente de las atribuciones
sociales que les han sido asignadas.[4]
Podemos apelar entonces a que cobijarse
bajo saberse y sentirse parte de la disidencia procede a reivindicar y
visibilizar a aquellas personas quienes a partir la condena a sus formas de
relacionarse sexualmente con otras personas o de entender y performatizar
su género, han tenido el coraje de constituir identidades con una orientación
política que apunta a la resistencia por medio de la existencia, y que en su
integralidad como seres humanos, invitan a una comprensión holística de sus
realidades, su anhelo de existir y llevar a cabo proyectos de vida de manera
armónica, como cualquier otra persona, sin que su expresión de género u
orientación del deseo signifiquen un paradigma convulso de realidad.
La magia de la preservación de las
narrativas sagradas que nos han acompañado en nuestro viaje espiritual recae en
el cómo ellas explican qué fuimos y en qué creíamos, o de qué modo el mundo se
convirtió en un espejo que reflejaba nuestro interior, brindando luz a
interrogantes siempre vivas en el acceso a nuestro registro de la memoria
colectiva. Pero principalmente, su importancia nos señala un regreso a nuestras
primeras raíces; este es el ejercicio más efectivo para poder puntualizar los
puntos de giro en donde se comenzaron a degenerar las formas de concebir el
todo y la nada que existen hoy en día; en detrimento de importantes sectores de
la humanidad: Los cuerpos leídos como disidentes, en primera e histórica
instancia.
Karen Armstrong establece que fue el ser
humano primitivo, conocido como “hombre de Neanderthal”, el primero que acuñó
una visión de una realidad sublime más allá del mundo material, aludiendo a su
desesperación ante la agonía de la muerte como el vehículo que lo llevó a crear
historias de gran imaginación, para lidiar con la problemática de su
existencia, ubicándose en este mundo a través de lecciones que le indicaban
cómo debía de comportarse.[5]
Se afirma que nuestro viaje espiritual,
miles de años antes de las primeras gotas que fueron conformando el río del
cristianismo aparecieran en la palestra social, inició con la idea de un Dios
que escapaba a cualquier definición de lo que hoy en día podíamos categorizar
como “género”, a pesar de que se le atribuía la capacidad de ejercer la
maternidad. Para la autora, fue precisamente con el surgimiento de la
agricultura en el período neolítico (8.000~4.000 a.c.)
que el ser humano experimentó los albores de un despertar espiritual, pues
afloró en las conciencias un sentir religioso al reconocerse en la relación
dadora y protectora de la tierra, una energía divina que nutría toda
existencia.[6]
El establecimiento de un vínculo
cognitivo entre los frutos otorgados por la tierra tras recibir la semilla y el
ciclo de la vida y la reproducción humana, conllevaron al entendimiento
primordial de la tierra como una especie de gran útero viviente, hecho que
sirve de base para el surgimiento paulatino de las civilizaciones por cuanto
esto implica el ordenamiento social en torno a los ciclos de la tierra, del
clima y la necesidad de asentamiento donde pudiesen prosperar los cultivos.
Esta idea de “útero”, proveedor de vida, es un concepto ajeno al género como se
concibe hoy en día. Sería una irresponsabilidad anacrónica afirmar que el
concepto de “tierra como útero” es un hecho que alude a la feminidad y a la
cognición, al menos primitiva, de la existencia de diosas mujeres o deidades
masculinas. La sexualidad y la reproducción eran hechos que ocurrían ajenos a
la comprensión integral de roles de género y mucho menos de su
complementariedad.
Paul Beatriz Preciado, en su Manifiesto
Contrasexual, refiere desde su concepto de “contrasexualidad”
a la necesidad de superar esta indelicadeza anacrónica que permea las lecturas
sobre las religiones de la Antigüedad, refiriéndolas como “de diosas y de
dioses” al manifestar, explícitamente, lo que implica, fuera de esta noción, la
función reproductiva o satisfactoria del ejercicio de la sexualidad allende la
noción del género:
El dildo antecede al
pene. Es el origen del pene. La contrasexualidad
recurre a la noción de «suplemento» tal como ha sido formulada por Jacques
Derrida (1967); e identifica el dildo como el
suplemento que produce aquello que supuestamente debe completar. La contrasexualidad afirma que el deseo, la excitación sexual
y el orgasmo no son sino los productos retrospectivos de cierta tecnología
sexual que identifica los órganos reproductivos como órganos sexuales, en
detrimento de una sexualización de la totalidad del cuerpo. Es tiempo de dejar
de estudiar y de describir el sexo como si formara parte de la historia natural
de las sociedades humanas. La «historia de la humanidad» saldría beneficiada al
rebautizarse como «historia de las tecnologías», siendo el sexo y el género
aparatos inscritos en un sistema tecnológico complejo. Esta «historia de las
tecnologías» muestra que «La Naturaleza Humana» no es sino un efecto de
negociación permanente de las fronteras entre humano y animal, cuerpo y máquina
(Donna Haraway, 1995), pero también entre órgano y
plástico.[7]
Cabe preguntarse, entonces, si la noción
espiritual imperante en la Antigüedad carecía de una identificación genérica
como dispositivo de control social; ¿cómo y por qué, y en qué momento del
camino? La hegemonía espiritual viró tanto hasta convertirse en el principal
yugo opresor de los cuerpos y las realidades de las personas fuera de la
heteronorma. La existencia de una relación entre las ideologías de supremacía
masculina, su vinculación con la construcción de la cultura occidental y la
religión como dispositivo de control social, exige una mirada crítica a la
regulación y censura de las prácticas tradicionales, espirituales y culturales
de las personas ajenas a la heteronorma incipiente de las épocas pasadas.
Recuperando el aterrizaje cronológico
previamente establecido, en él “hace miles de años”, las religiones descritas
por Manuel Guerra Gómez como “telúricas”, es decir, aquellas vinculadas con la
tierra, los animales y la relación del ser humano con el medio natural, se
caracterizaban por su matrifocalidad.[8]
Muchas de las historias cosmogónicas
giraban en torno a los cuerpos gestantes, y hacían reverencia a lo que
consideraban era su poder primal. El poder de dar y nutrir era considerado
supremacía, y las sociedades se desarrollaban en torno a un principio comunitario
de construcción colectiva. Existen evidencias simbólicas que dan sustento
teórico a postulados como éstos; las obras de arte humanas más antiguas
encontradas muestran en su mayoría características exclusivamente femeninas.[9]
Es durante el período neolítico que el
colectivo humano toma conciencia de una energía creadora que invadía todo el
cosmos, con una creciente tendencia hacia un misticismo que terminó por
personificar la adoración al medio natural envolvente, y de este modo, la
tierra, los afectos, el ciclo de la vida y todo aquello relacionado con la
nutrición y evolución de la cotidianidad humana se terminó por convertir en
Diosa Madre.[10]
La mitología neolítica coloca en el centro de la fórmula humana la intersección
entre la labranza de los campos, la sustentación de los medios de vida y los
peligros de la maternidad, dando como primacía lógica a la capacidad de las
mujeres de asegurar la continuidad de las sociedades tribales.[11]
Incluso, en estas culturas, los valores
imperantes que predominaban tendían hacia lo simbólico y lo vindicativo en
torno a los valores posteriormente considerados como maternales; la fertilidad,
la estética y la cooperación colectiva. Las divinidades telúricas no llevaban
ornamentos bélicos ni ningún otro indicio que pudiera dar recuento de una
organización jerárquica que diera especial énfasis a la guerra, la conquista, o
la tenencia de territorios; tampoco existen evidencias arquitectónicas que den
recuento de la confinación de lo sagrado a un solo espacio físico, en su lugar,
las evidencias muestran que el sentido espiritual de estos pueblos giraba en
torno a la naturaleza y la sacralidad de la vida.[12]
¿En qué punto, entonces, suscita
intempestivamente un cambio radical en la escala de valores espirituales de la
humanidad? Un cambio llevado a la sectarización, a
las jerarquías determinadas según la lectura de la corporalidad hecha desde una
mirada ajena, y a las relaciones de dominación y sublevación a partir del
desprecio en contra de aquellas personas identificadas como detractoras de una
norma estética y relacional.
Allí, en ese período en el cual se puede
afirmar que se dieron las primeras condiciones que permitieron posteriormente
el ascenso del cristianismo a la hegemonía social, cultural y religiosa de la
sociedad occidental, la inequívoca interacción entre la interpretación del
medio espiritual y el ansia por sostener una idea de control de lo que sucede
en el entorno de las personas es el punto de encuentro entre lo divino y lo
político. El viaje espiritual de la humanidad ha evolucionado e involucionado
tantas veces, formando tantos espirales laberínticos e inacabables, que es de
sorprenderse la forma en que transcurren los ríos de lo sagrado y lo divino en
la actualidad. Pero para efectos de este ensayo, permitámonos enfocar
exclusivamente en una de tantas de sus afluentes. Una relativamente reciente,
pero caudalosa y embravecida afluente invernal, es la del cristianismo.
Partiendo de la hegemonía del
cristianismo como un hecho reciente, si consideramos la inconmensurable
extensión de la historia de la humanidad, Teresa Forcades i Vila aterriza
precisamente en su análisis, e intenta establecer un origen y una explicación de
la flagrante misoginia y violencia contra los cuerpos disidentes extendida en
el hilvanado teológico, histórico y sociocultural que se ha venido
desarrollando como una ola incólume, que consume los tiempos que le han
precedido, y se ha establecido como la norma incuestionable desde hace ya
múltiples generaciones.[13]
Para ello, Forcades parte del análisis de
otros códigos religioso-legales del mundo antiguo, así como concepciones de la
vivencia de la espiritualidad desde otras vertientes culturales, identificando
también en éstas, prácticas tan remotas como contemporáneas, que se ven
atravesadas por posicionamientos de exclusión e invalidación de las mujeres
como sujetas de derecho y de acceso a la participación en la vida religiosa de
las comunidades.
Por esa razón, se puede afirmar con
propiedad que la forma en que la mayoría de códigos religioso-legales de la
antigüedad niegan a las mujeres derechos básicos de autodeterminación, puesto
que la subjetividad y libertad de las mujeres no se ven reconocidas en tales
artículos legales.[14]
Es importante señalar el cómo, así como la legalidad de los parámetros de
actividad humana crean y fortalecen actitudes que a su vez devienen en
comportamientos, los principios de ordenamiento religioso también generan
cultura y delimitan la sociedad. Una vertiente importante de la predominancia
social que ejerce la jerarquía de lo masculino sobre lo femenino, y ni qué
decir, por encima de los cuerpos que escapan a la categoría binaria de género,
aparece desde el cristianismo medieval y se mantiene fortalecida hoy en día
gracias al carácter incuestionable que ha agenciado para sí, de manera
histórica y recursiva, el aparato eclesial.
En este sentido, Gabriela Miranda García
indica que esta jerarquía se puede rastrear claramente de la siguiente forma:
En el cristianismo medieval se construyó un
sistema de ordenamiento binario excluyente, basado en la oposición de alma/
cuerpo, bajo el entendimiento de que una de las partes es inferior a la otra,
lo que motivó la degradación y subordinación corporal. A diferencia del
dualismo gnóstico que separa alma/cuerpo, el cristianismo medieval agregará un
desafortunado elemento: la subordinación de uno al otro y la irrelevancia del
cuerpo ante el alma. Por lo tanto, este sistema cristiano medieval no sólo
justifica las diferencias sino las asimetrías, es decir que las partes que lo
componen son opuestas y a la vez subordinada una a otra, por lo tanto, sus
partes se complementan sólo asimétricamente. Bajo esta clasificación binaria
asimétrica se colocan muchos otros componentes que terminaran por ser
socializadores. Así en esta lógica encontramos binarios opuestos asimétricos
como blanco/ negro, arriba/abajo, adentro/afuera, mente/cuerpo, trascendente/
efímero, etc. Recalcamos que estos elementos son socializadores asimétricos y
agregamos que esta lógica clasificatoria, al mantener un sistema de
opresión/subordinación, es artificial y arbitraria y además impuesta, lo que
implica que dicho sistema se mantenga a merced de relaciones de violencia.[15]
La autora también brinda claves para
comprender de qué manera esta clasificación subordinada de las mujeres por
debajo de los hombres tenía una finalidad orientada a consolidar el proyecto de
salvación que iban a mediatizar y con el que lucrarían, por una buena parte de
su historia, para ejercer no sólo control sobre las riquezas y sobre la
política de los imperios y los gobiernos, si no también, sobre los destinos y
la obediencia de las personas:
Bajo la promoción de esta clasificación
artificial, las mujeres a lo largo de gran parte de la historia occidental y
aún de otras sociedades, han sido entendidas como seres meramente corporales,
mientras que los varones son entendidos como seres más que corporales, lo cual
deriva en una naturalización de la dominación masculina y la subordinación
femenina. Esta diferenciación parte de la idea de que Dios es macho, y por lo
tanto es el hombre el que está creado a su imagen y semejanza y no así la
mujer. Pero a la vez esta misma idea de afirmar a Dios como macho, viene del
establecimiento de la supremacía masculina. La clasificación binaria de hombres
sobre mujeres asigna determinados atributos para cada género, mismos que están
formulados para mantener un determinado tipo de relaciones y que a la vez son
animados desde las relaciones asimétricas de género. Bajo la idea de la
dominación del alma sobre el cuerpo o de la trascendencia sobre la inmanencia,
a las mujeres se las acusará de concupiscentes, seductoras, atolondradas,
puesto que su “naturaleza femenina” distinta y distante de la divina no les
permite el control de sus cuerpos y sus expresiones, deseos y necesidades.[16]
Aunque tal vez no sea inmediatamente
correcto establecer como consecuencia de disposiciones eclesiales la
exclusividad en la propagación de conceptos misóginos entre las sociedades
tempranas, si es inequívoca una interrelación sólida entre ambas. Forcades,
citando a Engels en El Origen de la Familia, la propiedad privada y el Estado
(1884) estipula en la sociedad moderna occidental, como punto de inflexión
tiempo-espacial, el establecimiento de la propiedad privada como punto de
partida para la propagación y naturalización de las desigualdades y la
misoginia.
Quizás se podría afirmar que, para el
cristianismo y su influencia como expresión de la política y el control social,
la condena y la persecución de los cuerpos disidentes haya tenido, y continúe
teniendo, una finalidad ulterior, la cual ha estado orientada a la expiación,
el sacrificio como catarsis social.
Este respecto lo aborda Miranda, al
afirmar que el cristianismo ha dotado a la sociedad de sujetos para el
sacrificio con el fin de mantener una dinámica social específica:
El sacrificio sustituye a otro culpable, que
es la colectividad entera por la que la víctima es ofrecida; esta víctima que
sufre violencia carga con toda la violencia que podría recaer sobre la propia
comunidad, de ahí que el sacrificio es leído como necesario y expiatorio. Esta
violencia “salva” o “limpia” de su propia violencia a la comunidad y mantiene
la exigencia del sacrificio. El sacrificio entonces restituye un orden, un
orden que exige sacrificios y que por lo tanto mantiene relaciones de dominación/opresión;
como mantiene este tipo de relaciones entonces preserva la unidad (impuesta) de
la comunidad.[17]
La necesidad de sacrificio responde
entonces a una especie de necesidad de catarsis comunitaria que solo puede ser
subsanada cuando se estipula un enemigo en común que sacie el hambre de una
mayoría en detrimento de una minoría. Un ejemplo de ello podrían constituirlo,
precisamente, las que en épocas medievales fueron perseguidas por la práctica
de la brujería. Es importante vislumbrar las características de las mujeres que
se constituían como sospechosas de practicarla. Según Morgan Stringer, la cacería apuntó principalmente a las mujeres
solteras, sexualmente activas, de mayor edad, viudas, de clase baja, así como
también a aquellas con acceso a saberes y conocimientos específicos y no
regulados por la hegemonía social y cultural de la época.[18]
Es posible afirmar entonces que las
mujeres eran perseguidas en razón de su sexualidad y de sus saberes propios. La
persecución, intrínsecamente ligada con la vigilancia y el castigo a la
desviación de la norma son los principios fundamentales de una sociedad donde
el castigo público como medio de expiación se convierte en normativa. La
jerarquía de género se pone de manifiesto en la gestación misma de estos
elementos. Los orígenes de estas prácticas sacrificiales responden a
elaboraciones sustentadas teológicamente y, posteriormente, adoptadas por el
positivismo criminológico tan presente en la idea de tratamiento que aplican
las penitenciarías en occidente, elementos muy presentes a la hora de exigir
confesiones y consistencia en actos de verdad.
En una reflexión que Reinaldo Giraldo
Díaz hace sobre Michel Foucault, señala que Foucault ha denominado a estos
procedimientos como “tecnología penitenciaria” y los concibe como aquellas
prácticas que han suplantado al “verdugo” por “técnicos” (vigilantes, médicos,
curas, pastores, psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales y educadores) y
cuyo objetivo ya no es el dolor, sino el encierro (para su vigilancia). Esto,
como bien explica Foucault, se justifica en una pedagogía del castigo o
violencia pedagógica. Es decir, la detención penal tiene como función la
transformación del comportamiento.[19]
Esto ha cargado a la operación penal de
elementos no jurídicos para evitar que el castigo sea puramente legal, y para
disculpar al juez de ser únicamente él quien castiga. La justicia penal
funciona y se justifica por esta perpetua referencia a algo diferente de sí
misma; así, un saber, unas técnicas, ciertos discursos “científicos” se forman
y entrelazan con la práctica del poder de castigar. De acuerdo a esto, la
justificación de la pena es la re-adaptación social
(cuestión que figura en los sistemas normativos occidentales), y en ella
subyace la justificación del castigo. Sacrificar “brujas”, fueran mujeres u
otras formas de acuerpar la disidencia, entonces, representó la norma en un
momento de control social sobre los cuerpos que se apartaban de las normas
religiosas, sexuales, legales y médicas.
Hasta el momento, la mayor parte del
abordaje realizado de manera retrospectiva continúa retratando el proyecto de
la heteronorma como uno que afecta a las mujeres en cuantía, desde su
establecimiento como inferiores dentro de la jerarquía patriarcal, pero es
escasa o escueta la ocasión en que también se refieren a los embates del
sistema en contra de las personas disidentes, ajenas a la clasificación binaria
del género que tradicionalmente se maneja en la palestra social.
Esto responde a la invisibilización
histórica de la existencia de personas acuerpadoras
de la disidencia, así como de la mayor parte de su participación en la epopeya
de la humanidad. En los anales del ser humano, será difícil encontrar historias
que den primacía a la existencia y el florecimiento de tales seres,
precisamente porque su erradicación histórica, semántica y semiótica
corresponden a uno de los principales objetivos del sistema machista y
patriarcal.
Ciertamente, lo que no se menciona, no
existe, y en este ámbito podemos apreciar el poder de la palabra como un hecho
intrínseco del aparato eclesial y religioso. La religión y el lenguaje se
encuentran en correlación. El lenguaje, al igual que la religión, es una de las
formas de expresión más preponderante en la historia de la humanidad. Lluis Duch hace una aproximación
a la construcción de las imágenes y la semántica como parte del proceso de la
invención de las religiones.[20]
Se denota, a partir de lo que establece, la ambigüedad radical de la palabra
humana. El ser humano se construye a partir del lenguaje, para identificar por
medio del mismo, en las relaciones interpersonales, aspectos de la moralidad,
en las que se generan vínculos de confianza y de desconfianza y se definen
comportamientos. En consecuencia, la religión se fundamenta en la construcción
expresiva y gramatical de los seres humanos:
A partir de aquí, como indica Paul Tillich, puede afirmarse que “Todas las palabras humanas
están fundamentalmente abiertas a convertirse en ‘palabra de Dios’”, porque
Dios no está vinculado a un lenguaje especifico, ni a las posibilidades
expresivas de una cultura determinada, ni a una supuesta ‘elección’ preferente
de un pueblo o una cultura determinados.[21]
En ese sentido, Dios es entonces un
concepto que se interpela mediante el lenguaje, pero no hay un solo lenguaje
relacionado a la figura de Dios. Es por ello que cualquier persona puede
decirse “portadora de la palabra de Dios”, y utilizar este recurso para
comunicar cualquier estructura lingüística como “la verdad absoluta” de “la
palabra de Dios”.
Es así como se puede afirmar que la
historia de la palabra es la historia de la humanidad misma. Y por ello la
palabra es una abstracción de imágenes y conceptos, que dan una idea de una
figura abstracta como “Dios”. Por ejemplo, en la religión cristiana Dios es
concebido bajo la figura de un hombre, representado además por palabras como
“padre”, “señor”, qué además implícita que tipo de hombre, bajo la estructura
de una paternidad que contiene una cuota de poder, expresada además por la
palabra por medio de conceptos como: “creador”, “todopoderoso”, “ser supremo”.
Entonces, a pesar de que Dios es una
abstracción, bajo esas categorías Dios no puede ser entendido como una mujer o
como un cuerpo disidente, o no necesariamente se comprende de esta manera desde
el imaginario colectivo. Se requiere delimitar el ámbito de lo pensable a
través del análisis de lo decible, porque no hay ninguna realidad alingüística. Entonces la realidad se estructura por medio
de la lengua, y las maneras de expresarla, lo que se conoce como giro
lingüístico, el cual es uno de los factores más importantes para las
humanidades y las ciencias sociales, para comprender la palabra, y, por tanto,
la construcción de la humanidad.
El corpus de nociones que componen
¿conceptualmente? aquello a lo que llaman “ideología de género”, referencia a
los avances en derechos humanos y garantías sociales para las personas fuera de
la heteronorma como ataques directos al estilo de vida dentro de la
heteronorma, conformado por un supuesto lobby de confabulación que
pretende subvertir el orden establecido, destruir la armonía del statu quo e
implantar un nuevo orden mundial, donde las personas favorecidas por el
patriarcado se verán exterminadas u oprimidas por el simple hecho de existir.
Denota un miedo colectivo a que exista,
ciertamente, un cambio de polaridad en el paradigma de la opresión, en el cual
los y las sujetas hoy en día desfavorecidos y desempoderados
por el sistema hegemónico ejercerán una dominación perversa en contra de
quienes hoy en día escriben las normas de la superestructura.
Boehler señala que, precisamente, el resultado de luchas y articulaciones
de los movimientos feministas en pos de la
reivindicación y la centralidad de la vida de los cuerpos leídos como
“disidentes” surge como respuesta a esta amenaza por parte de voceros del poder
político y el religioso, los cuales han sostenido durante toda la historia del
cristianismo proyectos de conquistas, regímenes esclavistas, explotaciones
económicas, así como la sumisión y las violaciones de las mujeres.[22]
La articulación, una vez más, de estas
dos columnas primarias del sistema patriarcal en contra de los alcances que a
través de los siglos se han ido obteniendo en favor de las disidencias de
género y sexuales, se ha convertido en un discurso movilizador de masas
espetado a partir de figuras de alcance politiquero y religioso tales como
pastores de iglesias pentecostales y neo-pentecostales, quienes,
hacen del término “ideología de género” un
cuadro semántico con significantes vacíos y adaptables, que puede abarcar un
amplio espectro de demandas tales como el derecho al aborto, la orientación
sexual y la identidad de género, las familias diversas y homoparentales, la
educación en género y la sexualidad, la prevención del VIH y el trabajo sexual,
temáticas que pueden adaptarse a variados contextos. Curiosamente en sus
discursos fascistas y excluyentes, logran “construir analogías poco comunes
entre el feminismo, la teoría queer y el comunismo”, valiéndose de ellos para
sus plataformas electoreras y sensacionalistas.[23]
La utilización laxa de un concepto sin
una definición conceptual real y que alude a algo que ciertamente no existe,
sin embargo, moviliza de maneras considerables el descontento social y la
inconformidad de los sectores conservadores en todas las esferas sociales, deja
muy en claro la forma en que el lenguaje se constituye en un artificio de uso
político que sirve como disparador de sectores, de casilleros metafóricos en
los cuales se colocan estratégicamente personas, vidas y destinos y
difícilmente se logra salir de esos cajones.
La funcionalidad política del neologismo
“ideología de género” queda de manifiesto de diferentes formas; la
meticulosidad propia de las palabras que utilizan los detractores de los
derechos humanos de los cuerpos disidentes les permite pintar escenarios fatalistas
realmente aterradores en los imaginarios de personas que ya de por sí acataban
sus disposiciones por miedo a una idea de un Dios castigador, a la intervención
de fuerzas demoniacas en sus vidas, y a la idea general del infierno. La
estrategia de demonizar permite deshumanizar, por lo que, para estas personas
que han asumido el discurso de un lobby ideologista
que busca subvertir el statu quo en detrimento del mundo que conocen,
las personas que encarnan la disidencia difícilmente pueden ser consideradas
como personas per se, existen como una noción ambigua cubiertos por una estela
de miedo e incomprensión.
Esta perversión del lenguaje que se pone
en manifiesto en los argumentos en contra de la “ideología de género” se pueden
entender desde la lógica Orwelliana del neolenguaje, una herramienta linguística de degeneración de la realidad para enaltecer
el fervor de las y los convencidos y eliminar toda posibilidad de disidencia.[24] La neolengua de Orwell es una estrategia que elimina todas las
palabras que puedan servir para pensar de una manera que no convenga al poder
soberano, y, en este sentido, el espacio de las congregaciones pentecostalistas
y neo-pentecostalistas es un sub-mundo con sus propias reglas devenidas de una
alter-soberanía estructural que gobierna sobre este sector de la población.[25]
Ésta es una táctica para destruir la
libertad de pensamiento y el espíritu crítico que son tan peligrosos para
cualquier realidad despótica, pues ciertamente, la operacionalización neolinguística conlleva la normalización de la violencia, y por ende, a su justificación.
Las personas que acuerpan alguna
disidencia con respecto a la heteronorma se enfrentan a una serie de
cuestionamientos a la hora de intentar integrar su fe y su identidad de género.
Muchas denominaciones cristianas se valen de citar pasajes bíblicos para
excluir a las personas disidentes de sus comunidades de fe, haciéndoles ver,
desde sus interpretaciones caprichosas, que su estilo de vida es incompatible
con la fe cristiana. Algunos pasajes bíblicos utilizados con este fin son los
siguientes: “Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo
creó; varón y hembra los creó” (Gn 1:27, NRV) y “No
vestirá la mujer ropa de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer, porque
abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que hace esto” (Dt
22:5, NRV).
Por ello, es común que muchas personas
disidentes que profesan el cristianismo busquen el establecimiento de una
relación individualizada con su idea de Dios, al tiempo que buscan experimentar
un sentido de identidad que se sienta verdadero e íntegramente en armonía con sus
experiencias espirituales.[26]
Según Denise L. Levy y Jessica R. Lo, las personas disidentes que se permiten
explorar y reconciliar su identidad de género con su profesión de fe, a pesar
del rechazo y los mensajes contrarios que suelen recibir de parte del medio
eclesial, a partir de esta búsqueda individual por mantener una relación
personal con Dios, mantienen a pesar de todas sus creencias cristianas
nucleares. Las autoras afirman que la conclusión a la que se permiten llegar es
que su identidad de género disidente de la heteronorma les fue concedida por
Dios, con un propósito ulterior, y con un logos que en gran medida se
encuentran en el proceso de identificar.[27]
En consecuencia, la apropiación del
discurso de que Dios nos hace a la perfección, a su imagen y semejanza, y que
Dios nos ama tal y como somos, son utilizados como una manera solapada de
condenar a alguien que se siente inconforme con el género asignado al nacer o
la orientación sexual restrictiva que esto conlleva y, por lo tanto, la
capacidad apropiativa que demuestran las personas disidentes a partir de estos
discursos ambiguos les llevan a reconfigurarlos como una aserción más de que su
identidad es aceptada por Dios y merecedora de su amor incondicional. En este
sentido, se puede determinar que la experiencia de la fe descolgada de un
colectivo organizado lleva a las personas disidentes a resolver el conflicto
entre el género y la profesión del cristianismo al apuntar su mirada hacia una
trascendencia de la religión organizada, decantándose por una espiritualidad no
denominacional.[28]
El tránsito hacia una teología individual
que mantenga sus creencias nucleares es, por tanto, una estrategia poderosa a
la hora de armonizar el conflicto que genera el vivir en paralelo su disidencia
de género o de orientación del deseo sexual junto con su profesión del
cristianismo.
Otra estrategia de resignificación y
reencuentro con una profesión de fe liberadora y no castigadora es la relectura
de los textos bíblicos desde la óptica que ofrece la teología queer, para
posibilitar una comprensión cercana a las realidades de las personas disidentes
que les permita sentir acuerpamiento y aceptación a
partir de su existencia. Esta es una forma de “purificar el veneno” que los
principales grupos detractores utilizan en su contra para generar conflicto
entre su existencia y la posibilidad de profesar una fe facultadora
de la promesa redentora; estos grupos se valen de instrumentalizar los textos
bíblicos como un arma para, a través de exégesis e interpretaciones
caprichosas, hacer ver la aparente inconformidad de Dios ante lo que ellos
tildan de pecaminoso.
La teología queer permite una diálisis de
esta herramienta castigadora y la convierte en logos para las personas
disidentes: Desde el reforzamiento de la existencia de una persona fuera de la
heteronormatividad con pasajes bíblicos que desmitifican el miedo a estar
incurriendo en una contravención a la ley divina simplemente por existir o por
amar, y reafirman el amor incondicional de Dios como medida universal que
direcciona la brújula moral de todas las personas en el camino indicado, libre
de juicios y de asignaciones condenatorias.
Tomás Hanks se
refiere particularmente a “El Cantar de los Cantares” como un texto bíblico que
posibilita el reencuentro de aquellos que reivindican su existencia y su
posibilidad de disfrutar de toda su dimensión humana con el amor de Dios:
Además del énfasis en la bondad y el sumo
placer del amor sexual humano, Cantares respeta la libertad humana y se limita
a insistir en el gran poder del amor como expresión del mismo ser de Dios (8:6,
la “llama viva” del Amante Yahveh), tan misterioso como el inefable nombre
divino. Por lo tanto, no nos sorprende que la sexualidad de cada ser humano
también sea algo único y misterioso. La identificación del amor erótico como
“llama de Yah[veh]”
(Cantares 8:6) anticipa las afirmaciones en 1 Juan 4:8 y 16 que “Dios es amor”
y éstas señalan el camino a la integración del amor erótico y la
espiritualidad. Obviamente, si Dios es amor y el amor humano viene de Dios (1
Juan 4:7; Romanos 5:5), no debemos pensar en la sexualidad humana como algo
sucio o pecaminoso, ni crear dicotomías platónicas entre el cuerpo y el alma,
ni pensar en el cuerpo humano (creado por Dios) como algo inferior al espíritu.
Por lo tanto, aunque las alegorías judías y cristianas (sobre el amor de Dios
para Israel o el amor de Cristo para la Iglesia) están equivocadas como interpretaciones
del Cantar de los cantares, son acertadas como aplicaciones que nos
enseñan otras esferas, además de la sexualidad, donde el amor de Dios se
manifiesta en la vida humana.[29]
Otro pasaje bíblico que trastoca la
experiencia del nacer de nuevo que muchas personas disidentes experimentan,
especialmente si se trata de personas que disienten del género asignado al
nacer, es Juan 3:3, “Jesús respondió: “De cierto os digo que nadie puede ver el
reino de Dios a menos que nazca de nuevo”. (Nueva Reina-Valera, Jn 3:3) ¿Qué significa volver a nacer para una persona que
decide reunir el coraje que exige vivir su identidad y su expresión de género a
pesar de la imposibilidad de hacerlo en plena libertad? Entender que parte de
su llamado es entender su identidad de género y su proceso de transición como
una expresión del amor de Dios.
Volver a nacer también puede apelar a la
connotación del desprenderse de conceptos problemáticos asumidos al haber sido
distribuidos como verdades de la norma hegemónica, y permitirse la experiencia
de transitar hacia nuevas formas de comprender las realidades, tanto la
individual como las de los demás, hacia un paradigma de comprensión integral
impulsado por el amor, la aceptación y la posibilidad de entender a Dios como
un Verbo que se encarna en todo tipo de cuerpos, en todo tipo de contextos y
expresa su amor en una infinidad de maneras allende la heterosexualidad. Tal y
como lo establecen Hugo Córdova Quero et al.:
Lo corporal y la sexualidad representan
espacialidades donde se manifiesta la trascendencia, o sea, donde actúa un
locus de manifestación de lo divino —la revelación, en términos cristianos
tradicionales— pero también como una espacialidad donde el encuentro con el
otro —en el «toque» o roce concreto de la piel— imprime la «materialidad» de la
fe (Rivera, 2007: 83-97). Desde esta perspectiva, también existen diversos
símbolos y discursos propios de la tradición cristiana que son releídos a la
luz de una reconceptualización de/l(os) cuerpo(s), como son el sentido de
encarnación cristológica y el significado del «cuerpo de Cristo» (Rivera,
2012).
De esta manera, en las teologías queer, el/los cuerpo(s) se transforma(n) en el locus epistémico y
teológico desde donde se cuestionan y descolonizan las dinámicas de poder que
por siglos han anquilosado y mantenido no solo la corporalidad como algo
sospechoso y pasible de rebeldía sino a la misma divinidad dentro de un closet teo(ideo)lógico. Esto se ha producido debido a un proceso
de hegemonización de compresiones desencarnadas que
niegan el basamento mismo de la religión cristiana.[30]
Es así como la teología queer busca
enfocar la lectura hacia una corporalización de la
experiencia de los sujetos dentro del quehacer teológico, abandonar el repudio
al cuerpo y la predilección por el alma y brindar primacía a lo que sucede en
el ámbito terrenal, humano, sexuado y difuso, retando todo fundamentalismo con
relación a las ideologías preponderantes en el cristianismo, desafiando los
regímenes de lo normal en la interpretación cristiana, re-apropiándose
del espacio religioso, revisitando y deconstruyendo aspectos de la fe cristiana
que han sido considerados parte de la sacralidad que refuerza la hegemonía
heteronormativa.
Así las cosas, El Verbo era y continúa
siendo un excelente navegante de anacronismos, y de esta forma es cómo se le ha
asumido históricamente. Pero, ¿no es cierto también que, al encarnarse El
Verbo, el mundo no le conoció? El Verbo vino a lo suyo, y los suyos no lo
recibieron. Aquel verbo habitó entre nosotros, y nosotros le rechazamos. ¿Y ese
verbo, qué color tenía su piel? ¿Qué características poseía esa carne, a qué
imagen nos hacía recordar? ¿Se parecía más a él? ¿A ella? ¿A nadie?
Encontrar, de alguna manera, la
encarnación del Verbo en la cotidianidad, es el reto al que nos invita una
aproximación socio-religiosa a la teología queer, especialmente en aquellos que
permanecen al margen de las comunidades de fe tradicionales, aquellas personas
que han sido excluidas del canon y de los anales de la historia del ser humano
y la de su viaje espiritual.
Al llegar a lo que de momento aparenta
ser el término del laberinto proverbial al que nos invita un análisis
socio-religioso de cualquier naturaleza, una pregunta prevalece sin respuesta:
Desde que el verbo se hizo carne, ¿faltará aún mucho tiempo para que esta carne
se libere a sí misma en su relación pasiva con la divinidad?
Cuando las libertades espirituales se
convierten en normas de fe que enclavan a las personas en paradigmas rígidos de
género, éstas dejan de ser liberadoras y pasan a ser culpabilizantes.
El sistema religioso se precipita en un cargo de conciencia monstruosamente
tendiente hacia la asignación de culpabilidades en quienes se atreven a escapar
del modelo imperante, y no busca subsanarlas sino más bien hacerlas
universales, para hacerla entrar por la fuerza en la conciencia y, finalmente,
sobre todo, para implicar a Dios en esta culpabilidad a fin de que él mismo sea
la condena y la salvación.
Para los sectores políticos y/o
religiosos de corte conservador, a los que se agrega también el sentido
tradicionalmente común de la población, manejada por discursos alienantes, todo
lo que se pueda concebir como liberador y potenciador de la autarquía significa
libertinaje y perversión, pasando a significar una amenaza para las personas y
no una protección o una liberación.
Un reto sempiterno no solo de cara al
siglo XXI si no haciendo un recuento histórico del papel que la religión ha
jugado en la historia de la humanidad, la importancia de enfatizar que la
religión es un sistema humano que puede estar libre de dogmas, potencializar la
posibilidad de que exista una comunidad abierta al cuestionamiento, y permitir
observar con criticidad las diferentes vivencias y contradicciones que,
particularmente, dentro del cristianismo perviven, especialmente aquellas
aunadas a las diferencias entre realidades de género y de sexualidad, para
desenmascarar un “disfraz religioso” que oculta intereses particulares que
utilizan el credo inquebrantable e incuestionable de las masas para legitimar
sus intenciones individuales.
A partir del control de los cuerpos y las
corporalidades es que el aparato eclesial y su entronque con el capitalismo y
el patriarcado mantienen el control social. Y este control está adjunto al
carácter religioso, como institución formadora. Por eso, es sumamente necesario
entender que los procesos históricos de persecución en contra de las
disidencias y los rezagos de aquella moral condenadora han perdurado por
siglos, se transforman y se adaptan de acuerdo a la cultura.
Lo cierto es que El Verbo continúa
encarnándose aún hoy en nuestros días. En carnes silenciadas, invisibilizadas.
Hablar de una Dios que se corporaliza, que busca
existir en un cuerpo doble, triple, cuatro veces silenciado, y vino de nuevo a
prometer el Reino de Dios a los desconsolados, a los tristes, a los
inconformes, a los abandonados, a los expulsados de las iglesias y de sus
hogares.
El Reino de los Cielos que está aquí,
oculto bajo un mundo donde dejamos de dolernos los unos a los otros, lxs unxs a lxs otrxs, y regresará a la
Tierra para convertir el agua en el embriagante vino de la rabia, una rabia que
proviene del dolor, y cuyo delirante sopor florece del amor incondicional por
los prójimos desechables, cuando finalmente, en el día de su resurrección, albergando
la fuerza del mismísimo creador del universo, El Verbo salga por las calles en
sus ropajes extravagantes y maquillaje exagerado, o quizás experimentando la
euforia de verse en el espejo y finalmente encontrarse a sí mismo, porque el
amor de Dios le permitió reunir el coraje de transitar hacia donde siempre supo
que debía llegar: Un cuerpo tan amado que se transforma sin miedo en lo que
sabe que es, una verdad tan latente, pulsante, expansiva e inconmensurable,
como la verdad del mismo Dios y la voluntad del gran universo.
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Sobre el autor
Reside en Costa Rica, donde es académico en el Instituto de Estudios de la Mujer de la Universidad Nacional. Su enfoque profesional es en los estudios de género. Cuenta con una maestría en Estudios Sociorreligiosos, Géneros y Diversidades, así como una maestría en Psicoterapia Integral.
Correo del autor: pedro.chaverri.mata@una.cr
Artículo aprobado el 24 de mayo de 2024
Artículo recibido el 13 de marzo de 2024
[1] “Calladito y en la oscuridad.
Heteronormatividad y clóset, los recursos de la biopolítica”, Culturales 3, núm. 2 (diciembre de 2015): 165.
[2] “Orden sexual y alteridad: la
homofobia masculina en el espejo”, Nueva Antropología.
Revista de Ciencias Sociales, núm. 61 (2002): 79–97.
[3] Serrato Guzmán y Balbuena Bello,
“Calladito y en la oscuridad”, en Granados Cosme, “Orden sexual y alteridad”.
[4] “Teorías, Teologías, Género e
Ideologías”, Vida y Pensamiento 38, núm. 1 (2018):
72.
[5] Autora citada por Ignacio Aristimuño
en la reseña que hace a su libro: “Breve historia del mito, de Karen Armstrong.
Ediciones Salamandra, Barcelona, 2006; 160 pp.”, Cuadernos
CANELA, núm. 19 (2007): 138.
[6] Cf. Aristimuño, 138.
[7] Manifiesto
contrasexual, trad. Julio Díaz y Carolina Meloni
(Barcelona: Anagrama, 2011), 15.
[8] Historia de las
religiones, Serie de Manuales de Teología 21 (Madrid: Biblioteca Autores
Cristianos, 1999), 91.
[9] Cf. Guerra Gómez, 97.
[10] Cf. Guerra Gómez, 98.
[11] Cf. Guerra Gómez, 100.
[12] Cf. Guerra Gómez, 100.
[13] Cf. La teología
feminista en la historia, trad. Julia Argemí,
Fragmentos 3 (Barcelona: Fragmenta Editorial, 2011).
[14] Cf. Forcades i Vila, 45.
[15] Gabriela Miranda García, “Mujeres
sacrificadas y violencia religiosa: una discusión sobre el martirio y la
religión patriarcal”, en Género y religión: sospechas y
aportes para la reflexión, ed. Mireya Baltodano y Gabriela Miranda
García (San José, Costa Rica: Sebila, 2009), 43.
[16] Miranda García, 45.
[17] Miranda García, 48.
[18] Cf. “A War on Women? The Malleus Maleficarum
and the Witch-Hunts in Early Modern Europe” (Tesis de
la Facultad Historia para optar
al Sally McDonnell Barksdale Honors College, Mississippi, University of
Mississippi, 2015).
[19] Cf. “Prisión y sociedad
disciplinaria”, Entramado 4, núm. 1 (2008): 83s.
[20] Cf. La religión
en el siglo XXI (Madrid: Siruela, 2012).
[21] Duch, 92.
[22] Cf. “Teorías, Teologías, Género e
Ideologías”, 56.
[23] Boehler,
63s.
[24] Cf. Samuel Toledano Buendía, “La neolengua de Orwell en la prensa actual. La literatura
profetiza la manipulación mediática del lenguaje”, Revista
Latina de Comunicación Social, núm. 61 (el 7 de enero de 2006): 7s.
[25] Cf. Boehler,
“Teorías, Teologías, Género e Ideologías”, 65.
[26] Cf.
Vanessa Sheridan, Crossing over: Liberating the Transgendered Christian (Cleveland,
Ohio: Pilgrim Press, 2001), 103; Justin Edward Tanis, Trans-Gendered:
Theology, Ministry, and Communities of Faith (Cleveland, Ohio: Pilgrim
Press, 2003), 38.
[27] Cf.
“Transgender, Transsexual, and Gender Queer Individuals with a Christian
Upbringing: The Process of Resolving Conflict Between Gender Identity and
Faith”, Journal of Religion & Spirituality in Social
Work: Social Thought 32, núm. 1 (enero de 2013): 77.
[28] Cf. Levy y Lo, 78.
[29] “Cantar de los cantares: ‘Negra soy —y
hermosa’ (1:5). ¿Integración de sexualidad y espiritualidad?”, Vida y Pensamiento 30, núm. 1 (2010): 10.
[30] “La realidad de la carne: nuevos
discursos teológicos y prácticas pastorales queer en el Sur Global”, Conexión Queer 1, núm. 1 (el 8 de junio de 2018): 7.