Vida  y

Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

Volumen 36 Número 2  -  Segundo Semestre 2016  -  San José, Costa Rica

La promesa de la herencia

 

 

 

 

El grito, lo inolvidable:

sobre la herencia de teologías latinoamericanas de la liberación

pp. 67-82

 

 

JONATHAN PIMENTEL CHACÓN

 

 

 

Resumen: El trabajo propone una forma de abordar la herencia de las teologías latinoamericanas de la liberación. Se concentra en la importancia de experiencias límites para expresar el fondo radical de este modo de pensamiento.

Abstract: The article proposes a way to approach the heritage of the Latin American liberation theologies. It concentrates on the importance of defining experiences to express the radical foundation of this way of thinking.

Palabras claves: Teologías latinoamericanas de la liberación, Pensamiento latinoamerica- no, Centroamérica, Óscar Arnulfo Romero, Grito.

Keywords: Latin American liberation theologies, Latin American thought, Central America, Oscar Arnulfo Romero.

 

 

 

 

Yo busco una muerta, un lugar en el mapa.

Rodolfo Walsh, Esa mujer.

El título de este trabajo es una evocación de una breve homilía de Monseñor Romero (1917-1980) en la misa exequial del Padre Alfonso Navarro el 12 de mayo de 1977.[1] El título de la homilía es “Un ideal que no muere”. Mi intención no es sugerir, a partir de esa meditación de Romero, una especie de inmortalidad para las teologías latinoamericanas de la liberación. Mi solidaridad con esa intervención se dona a su carácter de grito implícito, de suspensión de la oración y  del agradecimiento; en su fondo es un grito ante un cadáver y, el grito del cadáver que resuena en Romero, su grito vinculado tensamente con el grito del asesinado. ¿No somos todos, al fin y al cabo, resonancias de los tiempos, espacios y carnes que nos habitan? ¿Acaso no está el cadáver de ese otro que hemos sido interpelándonos permanentemente? ¿No cargamos más muertes y más vidas de las que podemos dar cuenta?

Ha sido Agustín (354-430), en el Libro I de Las Confesiones, quien ha expresado, a propósito de su infancia, que el otro soy yo y que yo soy una interrogante para mismo; que la alteridad no está afuera de y, al mismo, que nuestra mismidad está en el exterior. Desde un fantasmagórico suelo, Juan Rulfo (1917-1986), en su Pedro Páramo, ha hecho de la proximidad con la muerte el motivo de toda salida de uno mismo, hacia la interrogación del tiempo y la memoria. Estar de cara al cadáver, ese debilitamiento de nuestra posibilidad de poder, esa fragilidad, es la nota fundamental de la utopía ecuménica evangélica: una comunidad de frágiles y vulnerables potentes que se reconocen y ofrecen mutuamente cuidado.

¿No es acaso reconocernos frágiles y necesitados la principal contradicción en la que podemos incurrir con las exigencias de una vida sin fisuras ni descanso? ¿No es el reconocimiento de nuestra común carnalidad la que nos puede liberar de lo cerrado del mundo? A la “Barbarie”, que no es lo anterior a la civilización sino su rasgo extremo, es necesario oponerle una política del cuidado en la que recurramos a lo más hondo, a lo más denso  y suave, a lo que nos hace ser en situación y relación: nuestra carne. El poeta lo ha expresado con intensidad “cuando el cielo os absorba las entrañas… volved los ojos hacia los ojos mismos. Con eso basta. Y cuando el viento os quiera avergonzar comparando sus manos infinitas con vuestras dos sencillas, tiernas manos, hundid las manos en el amor, echadlas a madurar en pura sangre humana. Echad las manos entre las manos mismas. Con eso basta.”[2] Una política del cuidado es aquella que reconoce que sin la existencia de la carne no hay porvenir, Lutero decía que “un Dios sin carne no me sirve para nada”. Un mundo sin carne no nos sirve para nada. Sólo la afirmación de la carne nos deja en la posibilidad de plantear las condiciones prácticas en las que cada quien, al interior del complejo universo de sus relaciones sociales y culturales, puede desplegarse, diferenciadamente, como humano. Toda política inicia en la carne y termina en la carne.

Permítanme, entonces, evocar esta homilía de Romero en tanto meditación sobre la potencia del grito del cadáver y, también, como punto de apoyo para reflexión acerca de lo que puede ser herencia de las teologías latinoamericanas de la liberación y cómo la herencia está relacionada con la locura, lo inolvidable y la carne. La opción por acoger el grito del cadáver, una expresión de tenerse a uno mismo como valioso, es la opción por los empobrecidos asumida en toda su exigencia y escándalo. Esta opción es una profanación porque procura restituir el derecho de los asesinados y no dejarlos separados, en el olvido. En la homilía de Romero, además, se expresa la opción de un empobrecido por sí mismo; antes de ser asesinado, cuenta Romero, Alfonso Navarro comienza una oración en la que ofrece perdón a sus asesinos. ¿Qué significa esta oración? Que Navarro tiene, hasta el final y en el final, aprecio por sí mismo; que no ha desistido de sí, que no se ha abandonado a sus verdugos. Esta es una oración por la oración; una forma de decir “heme aquí” me abro plenamente, salgo a lo abierto, como invita el poema de Hölderlin (1770-1843) o el poema “Hijos”[3] del costarricense Jorge Debravo (1938-1967), para procurar que la oración sea un evento; una ruptura, testimonio de algo nuevo.

Cuando los empobrecidos –y todos lo somos de diferentes formas– optan por sí mismos nos hacen un llamado a dejarnos afectar por la confluencia de sus gritos ¡No matarás! Este es, también, el núcleo del llamado de Jesús cuando dice estén en el mundo, pero no sean del mundo. Esto significa que nuestro deseo, que nuestra carne, no sea capturada por el deseo de matar, aunque esto no resulte sencillo. De esta forma la oración, la fe religiosa cristiana se torna radicalmente alternativa. Precisamente porque quiebra con la lógica de la venganza, del homicidio y del irreconocimiento. Si se piensa como acogida del grito del cadáver la práctica teológica latinoamericana es una forma de sustracción que pretende suspender la separación entre esferas separadas: vida y muerte. Este tipo de separaciones, o los usos que se hacen de ellas, forman parte, para América Latina, de la conquista interminable.

Una de las separaciones fundamentales de nuestras sociedades es con respecto al cadáver; al que se aísla y esconde mediante una serie de dispositivos e interdicciones. ¿Qué significa profanar esa separación con el cadáver? Se trata de acoger su grito, aprender de él, de las tensiones que han quedado marcadas en su cuerpo, de dar lugar al uso de la palabra que proviene de la opacidad y la atrocidad. Esta profanación es una posibilidad para un nuevo nacimiento, posibilidad del sí, yo puedo, heme aquí. Al mismo tiempo es una rebelión contra lo infranqueable del asesinato, una rebelión que ama “lo que aún en los muertos sigue nutriendo razas” (Debravo). Agustín preguntaba “¿Qué amo cuando amo a Dios?” y, respondía, con algo de temor que, a pesar de todo, cuando amaba a su Dios, amaba alguna luz y voz[4]; aquí yo sostengo que cuando amamos a Dios amamos el grito del cadáver, un grito que, cuando lo amamos, no se lo lleva el tiempo, sino que, hace tiempo, le da textura a nuestro tiempo. Pone, en fin, en entredicho nuestro tiempo. ¿Cómo se puede amar lo que se ama? Descubriéndolo y no cubriéndolo, como repetía Circe Maia (n. 1932), abrirse es dejarse tocar, ser generosos.

1.   El grito: “Como sino” y “yo puedo”

Creo que en su expresión más radical teologías latinoamericanas de la liberación deben ser consideradas confluencias de gritos. Desde mi perspectiva el grito posee, al menos, tres características y está constituido por una tensión. Es la tensión que se da entre el “como sino” y el “sí, yo puedo, heme aquí”. Las tres características a las que haré referencia son: a) el grito como ruptura con el Padre, b) como locura en el sentido que aparece en Pablo o en De carne Christi de Tertuliano y, finalmente, c) quiero proponer el grito como una forma de acogida de la carne del cadáver y, para nosotros, como herencia.

El grito proviene de un “como sino” en el que cada lágrima es un oceáno inabarcable, de una suspensión de la resurrección; de un reconocimiento de la pérdida total, de lo irreparable, de la imposibilidad de sustitutos para quien se ha ido. El “como sino” que constituye el grito afronta toda la densidad de la muerte sin cancelar de inmediato su peso al remitirla a lo imposible. Estar ante el cadáver como sino hubiera resurrección, ni sustitutos, ni posibilidad de apropiación o representación es aceptar que algo nos ha sido arrebatado. De esta forma el cadáver no constituye una mediación, algo que nos ayuda a conocer mejor a Dios u otra cosa; es, más bien, una interrupción en el orden anterior, algo que nos sucede. ¿Qué es lo que nos sucede? Somos relevados de la ley. No hay ninguna ley que, ante el cadáver, podamos cumplir para hacernos humanos. Estamos ante la posibilidad del comienzo. El como sino nos da libertad ante la phronesis y, desde esta libertad, proviene el sí, yo puedo, heme aquí que en ningún sentido es un paso hacia delante del como sino. Nada solventa, nada sobrepasa el suelo desde el que surge el como sino; por eso la resurrección es un exceso, una promesa que llevamos en vasijas de barro (2 Cor. 4,7). El grito nos acerca a la desolación, no nos aleja de ella o la deforma a través de alguna teodicea, desde el exceso, algo que, por su radicalidad, quiebra toda expectativa; se trata de una irrupción mesiánica. Este sí, yo puedo, heme aquí es algo que ocurre, que nos ocurre débilmente y podemos expresarlo, únicamente, en la lucha social y política, en y desde la comunidad desnuda[5], no tiene prestigio y su única fuerza es lo que declara; aquí no hay pruebas, ni cálculos, ni milagros, sólo testimonio desnudo que se acoge a la posibilidad dentro de lo imposible.

a.                 El grito como ruptura con el Padre

El grito es liminal para el testimonio evangélico; la misma historia del Dios cristiano está remitida inexorablemente a un grito: “¿Padre por qué me has abandonado? (Salmo 22, 2a)”. Y el Salmo 22 que Jesús cita, según los evangelios, dice además “por qué estás tan lejos de mi clamor y de mis gritos”. Esta remisión, este grito al Padre ausente o lejano es el debilitamiento, (¿o la explicitación de la ausencia provisional de ese gran Otro?), de todo Padre, lo que surge del silencio es el último Dios, aquel que ya no puede poder, que es extranjero en cada espacio y cuyo tiempo se agota con nuestro tiempo. Este último Dios nos libera de la eternidad al haberse hecho tiempo. La encarnación consiste precisamente en la temporalización de la eternidad y no en la eternización del tiempo. La explicitación de la ausencia del gran Otro no lleva al nihilismo, conduce a la crítica radical de lo que Romero denominó idolatría.

El grito de Jesús en la cruz traspasa el “como sino” y lo transforma en vacío. El grito no expresa un mensaje, es el mensaje. Es un mensaje nuevo en el que precisamente por ser la referencia el hijo nos prescribe que ya no confiemos más en ningún ecónomo. Esta desconfianza, incluye también, la idea de una teleología, dirigida por Dios mismo, aun cuando esta pueda resultar “ordenadora”. El heme aquí no posee este fundamento, ni esta certeza, no cree en la verdad sino en hacer lo verdadero. La ausencia de un gran Otro nos pone en marcha la búsqueda de lo que es el ser humano; se trata de una búsqueda sin interrogación puesto que no tenemos una respuesta; es la búsqueda como respuesta a un llamado a algo desconocido. Aeso llaman los sectores populares latinoamericanos, a que emprendamos una búsqueda de lo desnocido, que atendamos a esa con-vocación que nos sobrepasa. En un mundo regido por la lógica del capital ya no tenemos espacio para salir a lo desconocido, para una aventura porque parece que ya todo está descubierto, que ya no hay, en sentido fuerte, alternativas. Por eso, y lo comentaré adelante, resulta fundamental lo invisible.

b.                 El grito, locura

Deseo mostrar ahora una tensión: entre grito y teología. Esta distinción es, como en Pablo y Tertuliano, epistémica y no heurística; el grito es religioso, separa, quiebra y radicaliza, no pretende explicar sino abrir espacio y tiempo a la elocuencia de la locura. De esta forma el grito no es, como he dicho anteriormente, postración o resignación ante la muerte es un “yo puedo” sin fundamento en la capacidad de la intención, sin certeza de lo que vendrá, ni conocimiento pleno de lo que se dice, se trata de la apertura a lo imposible, al acontecimiento. La locura proviene del fondo o raíz del grito sí, yo puedo, del heme aquí, el logos filosófico o Imperial, según Pablo, no puede declararlo; las burocracias eclesiásticas no pueden declararlo.

El grito, en cuanto es tal, pone a la lengua en un punto muerto, desafía los regímenes de verdad. En este punto muerto es locura para el discurso griego, que es un discurso de una forma de razón; es escándalo para el discurso que pide un signo de la fuerza divina, y no ve en Cristo sino abyección, debilidad y precariedad. La situación en la que surge el sí, yo puedo, el heme aquí impone la invención de un nuevo discurso, y de un modo de habitar el mundo que no se remite al cumplimiento de obligaciones. Eso es, precisamente, lo que significa el bautismo; antes que un inicio es la muerte. La muerte en mí de un lenguaje, de un régimen de verdad, de la cosmética del mundo. Quien se bautiza no inicia sino que muere, quien participa de la eucaristía pone su carne en riesgo, eso muestra la sangre de los que aún hoy son buscados y que nos buscan; los inolvidables. La teología tiende a querer probar, hacer inteligible, comprensible y honorable lo que es residuo, vasija de barro, creo que la teología debe procurar dar paso al escándalo. No explicar sino decir eso es lo que viene después, es el mundo que viene. Dejar que los cadáveres interpelen, que la carne interpele los imperios.

c.                 El grito, acogida de la carne del cadáver

El grito espera, recoge y carga lo imposible.[6] ¿Qué significa recoger? Recoger lo despreciado, humillado y asesinado es acoger la carne. Quien recoge no se apropia de quien ha sido asesinado, no rompe con la alteridad, se abre a su asedio. No existe una separación, y este es el núcleo de la martyria cristiana, entre ideal y carne, entre testimonio y testigo. La carne es, de esta forma, topoi, eutopia para lo nuevo. Recoger lo imposible es hacerle justicia, hacer justicia a las que han procurado lo imposible; recoger comporta, asimismo, un enfrentamiento, cuya raíz es la metanoia, con los que desprecian y matan la carne. El grito se organiza sub ratione carni, al lado de los cadáveres, con sus sueños goteando enrojecidos en nuestra espalda, ese es el lugar que da verdad, que hace verdad, que nos ayuda a saber vivir. Recoger, el cadáver es don, ausencia e imposibilidad de retribución, crítica de la razón calculadora. Al acoger el cadáver desisto de organizar mi casa, vigilar mis negocios, de preparar mi porvenir. Desistir no significa destruir, significa colocar la economía o los tiempos del mundo en un lugar en el que se fractura irremediablemente la posibilidad del cálculo.

2.   La Carne y el cadáver

Ante el cadáver queda suspendido nuestro carácter de sujetos, si aceptamos que este carácter proviene de no matar o no permitir que maten al otro; entonces ¿qué queda ante la imposibilidad de ser sujeto que ocurre cuando estoy ante el asesinado? ¿Cómo somos entre los cadáveres? O es que ¿No han muerto los cadáveres? Los cadávares han muerto y no es su muerte lo que trae redención, ellos exigen, eso sí, que se abra la pregunta por la redención. Esto es la pregunta ¿de dónde vendrá? ¿En qué consiste la redención? Lo que viene es lo invisible y la destrucción. Lo invisible trae consigo lo inútil, la "ausencia del producto". Superar la viscocidad de la cosa para re-encontrar la textura áspera de la sangre que se amalgama con el lodo. La aniquilación de lo invisible por la hegemonía de la cosa conduce a la instrumentalización y la cosificación. Retroceder ante esta situación, desinstalarla, supone una contención de los objetos. Al culto del objeto - lo que Marx denomina fetichismo de la mercancía - no debe oponérsele un objeto superior; sino la densidad de lo invisible. ¿No viene acaso lo fundamental de la vida en muchas culturas de lo invisible? ¿No es el abrazo del hijo efímero y sin embargo invisiblemente permanece? Lo invisible no es un recurso sino un decurso, la posibilidad del quiebre y la escisión con este mundo que nos satura de objetos. Unicamente la suspensión del objeto puede realizar el trabajo. Unicamente la realización del trabajo hace del objeto creación. Que el trabajador pueda ser creador y ofrecer su actividad sensorial para el "engrandecimiento de su casa", es un proyecto destructivo.

La disputa entre objetos lleva al hastío y al asesinato. Pero lo invisible no es un calmante; es el re-encuentro violento con una finitud que se mueve hacia la infinitud (pensar en lo invisible nos ayuda a comprender aquello de que finitum capax infinitum). Lo invisible no es elíptico, no representa nada ni coloca una esencia ante nosotros. Lo invisible, o lo vuelto invisible en el culto al objeto o al producto, no podía ser recuperado sin un acto de fe. La fe en lo que, antes o ahora o mañana, no puede verse. Sin la recuperación de lo invisible la poesía y la praxis decepcionan. A veces la decepción destruye la paciencia. Entonces, quizá, estemos cerca de la furia que nos ayude a movilizarnos para poblarnos de nuevas bellezas. Sólo la furia puede producir esperanza.

3.   Lo inolvidable y el cadáver

¿Cómo algo pasado podría sustraerse por principio al olvido, sino en la medida en que no pasase y no estuviese superado? Esta es la razón por la que la palabra griega alastos, que significa inolvidable, se aplica casi de forma exclusiva al padecimiento, a la pérdida, al sufrimiento y los define en su raíz. El cádaver, el llegar a ser cadáver, constituye, por ello, lo inolvidable. Puesto que ante ello no tenemos poder alguno de desplazarnos o rehuir. Lo inolvidable me atañe de tal forma que posibilita mi porvenir. Olvidarlo cancelaría nuestra posibilidad de futuro. Es por lo inolvidable que, como señala Romero, se hace posible pensar.[7] En otra parte de su homilía dice Romero “no olvidemos…la familia de Luisito – un niño que muere al lado de Navarro (J.P)- desde este cadáver también inocente, el grito de protesta contra la violencia”[8] esto remite a lo que podemos denominar el llamado a pensar desde lo que ha sido brutalmente cortado o cercenado.

Una definición común de teologías latinoamericanas de la liberación afirma que son reflexión sobre la praxis de liberación, pero si pensamos estas teologías desde el cadáver de un niño serían una respuesta al llamado (Apocalipsis 3, 20) de lo que no ha sido plenamente, una meditación sobre lo que nunca ha sido. Si con cada nacimiento se abre la posibilidad de lo radicalmente nuevo, el asesinato de los niños es clausura. Ante el cadáver del niño asesinado asistimos a nuestro último día. O como dice el sueco Stig Dagerman (1923-1954) el asesinato del niño hace que “todo después sea demasiado tarde”. Y creo que sí, es demasiado tarde y, sin embargo, por ese niño o por esa niña decimos heme aquí. Algo me ha pasado al decir heme aquí, y creo que es fundamental, se trata del debilitamiento o fisura de la conjunción "y". Suspendida la potencia separadora de la conjunción aparece la cuestión de: uno el animal, no de uno y el animal. La animalidad del humano viviente. La emergencia de la animalidad.

La conjución "y", en la frase uno y el animal, corta, aleja, escinde o, más precisamente, mata. Entre el animal y yo existe no una distancia sino una dimensión ontológica insuperable. La conjución, no obstante, es transparente; permite el conocimiento de la existencia del animal en su completa diferencia. Esta radical diferencia, gramaticalmente posible por la "y", posee unas raíces específicas. Una de ellas se encuentra en la distinción ideológica entre la naturaleza y lo nómico (ámbito de la ley). Una política del cuidado supone un "regreso a la naturaleza". Éste regreso es un duro proceso de destrucción "de las ataduras", y no una sedimentación de alguna esencia, de un doble código de moralidad que reclama y justifica "la sujeción de mujeres y hombres" como condición para el gobierno de la ley. Una "moralidad de la protesta" o una práctica política carnal tienen como condición de posibilidad y necesidad trastocar la "y" en uno y el otro y la otra. Trastocar es perturbar; tener mala voluntad con la distancia que faculta para la aniquilación redentora o "lúdica" hoy hay personas que pagan grandes sumas de dinero para divertirse simulando asesinar. Esta perturbación no supone la cancelación de la distancia; sino la apertura al cuidado y al ensanchamiento -urgente- de la comunidad a la que se debe responder.

Pero, ¿el animal y los animales? ¿No están los animales y nosotros como una forma particular de animal siempre a disposición del verdugo? Es decir, ¿somos pura "sangre para multiplicaciones" (García Lorca)? La "y" es la (falsa) garantía de la ausencia de animal en nosotros. La introducción de una forma quebrada de enfrentarse a la realidad. El humano viviente está en el mundo primariamente como animal. Es la animalidad, asumida como realidad, la que nos fuerza al grito, la rebelión, la intelección, el arte, la religión y la política. El hambre, el frío, la desnudez, el desamparo, la con- vivencia y la vocación de hacer vivir hacen necesarias nuestras mediaciones. En la raíz del sujeto - el humano que se co-ocupa de su situación - está el animal. El animal en nosotros y que somos es el intruso que no quisiéramos recibir, que no quisieramos aceptar y que, sin embargo, nos da manantiales y sequedades sin las cuales no hay parajes que nos maravillen. El niño asesinado nos pone frente a una pérdida total. Tener pérdidas totales es posible para este animal que somos. Ante los niños asesinados, torturados, lisiados y banalizados no vale nada ser obispos, arzobispos o teólogos, quizá resta, únicamente, presentarnos en cuanto cuerpo animal. Presentarnos así es exponernos, todo cuerpo animal es exposición, ante la comunidad de los asesinados.

4.   Herencia: grito y creación

En el grito se afirma la distancia entrañable que nos permite   el extrañamiento, la proyección, la poesía o hechura misma  del mundo que habitamos y nos habita. Gritar, que ahora me recuerda a pregnancia y periplo, tiene en el ámbito de teologías latinoamericanas de la liberación un carácter bautismal. Es decir, el grito reúne creación y destrucción; es trabajo carnal que crea, hace de la extensión espacios que resisten nuestra presencia. Estamos preñados de posibilidades creadoras, creamos siempre en travesía, gastándonos. Gritar es la condición que permite abrir una grieta en el fondo mítico, que no solo en algunos de sus motivos, desde el que pensamos. La creación no es el resultado de la continuidad entre palabra y evento, como en Génesis, sino de la tensión o cesura entre naturaleza y trabajo, persona y realidad, lenguaje y dolor. Y, está claro, es resultado también de la discontinuidad misma de la naturaleza; que es una fuerza que se ensancha sin hacer posible su plena aprehensión. Este corte, cuyo carácter hace imposible la sutura pero no la exacerbación de simulacros, es la marca  de la creación humana. La voz creadora hace fluir las aguas y resplandecer el firmamento, su voluntad puede ser el mundo; de ahí que la creación provenga de la oclusión de toda interrogante.

Un aspecto destacable contenido en los actos creadores del Génesis es que se instituyen y llaman a mismos desde un fondo incognoscible y señalan a la inconmensurabilidad. La huella del desgaste efectuado en la creación cede, el evento creador se limita a exteriorización apática. Se trata de una creación sin carne de autor, no es poesía ni praxis. Es aparición mesurada de lo intemporal. Desde esta proveniencia la intervención de Romero introduce el trabajo creador. Sea, aquella obra en la que la fruición es posible en el uso y gasto de uno mismo sin los que no podríamos ser habitantes, o sea vida viviéndose. Crear es desgastar el sustrato mismo de lo que nos permite cristalizar nuestras energías; habitar es un modo de destrucción. El trabajo creador apetece lo infinito, que es siempre refractario; de ahí que sea pensable una herida infinita o vida eterna. Lo que en latencia podría resultarnos propio no está culminado; y únicamente desde la carestía es que es dable procurar su culminación. Nos es propia la labor de cuidar lo carente, que es lo único que nos contiene y desde lo que nos desplegamos. Lo impropio no es nuestro, sea que no nos pertenece, pero es la condición de toda comunidad. Lo común se hace desde la indeterminación de nosotros mismos. Una política comunista exacerba lo impropio para cuidar lo común. ¿Cómo crear sin que la destrucción lo colme todo y se deforeste el trabajo concreto? ¿Cómo hacer para que la labor creadora se realice como proyecto común de cuidado de lo herido? La labor creadora no puede saciar su apetito, usamos y gastamos nuestra carne, enfrentamos así al monarca creador que descansa satisfecho o inseguro. Desde la insatisfacción, que no ha de confundirse con bucólica tristeza, viene el peso de la pregunta.

En el mito narrado en Génesis, el creador instituye un mundo que se abre a nosotros sólo como evento de devastación, que no de la nada. La obertura de la tierra implica un resquebrajamiento que es matriz de lo animal. Si el humano es imagen del creador, en quien voluntad y acto confluyen, la imagen resquebrajada, lo más íntimo y terrible, es la condición animal de lo humano. Cuidar lo humano es, por encima de toda exigencia, atender la animalidad indómita[9]. Que consiste en darse nombres o persona y, ardua condición, recibir nombres. Así, pensar es aprender a nacer en cuanto animal, aquel que es nombrado. El grito refiere siempre a lo más hondo, la piel, la sangre y el llanto. Lo hondo es la inmanencia que se yergue para buscar su procedencia. Y buscar aquí implica que la hondura no es nuestra; la piel, primigenia colindancia, no está bajo el control impávido de una voluntad gélida. Para teologías latinoamericanas de la liberación constituyen problema la relación con el cuerpo, las pasiones, la imaginación, la memoria y los vínculos más básicos, la economía en fin; el “hombre lockeano”, dispuesto a apropiarse de lo abierto a partir del pleno dominio e inventario de sí, resulta una presencia sin tremor ni sublimidad. Ser uno para uno mismo, extenderse para someter “lo externo”, tiene en el en la tradición de teologías latinoamericanas de la liberación un contexto que hace agónico el contacto con “las simples cosas naturales”[10]. La homilía de Romero, ese grito que proviene de no sustraerse del cadáver, es una herencia, o la herencia que ahora entiendo como promesa de teologías latinoamericanas de la liberación.

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Dr. Jonathan Pimentel Chacón, costarricense, es profesor de teología en la Universidad Bíblica Latinoamericana y la Universidad Nacional de Costa Rica. Apartado 775-2050 San Pedro, San José, Costa Rica.

j.pimentel@ubl.ac.cr

Recibido: 15 de junio de 2016

Aprobado: 24 de agosto de 2016

 

 

 



[1] Monseñor Óscar A. Romero, Homilías, ed. Miguel Cavada Díaz, Tomo I. Ciclo C (San Salvador: UCA, 2005), 73-76.

[2]    Jorge Debravo, “Prevalecer”.

[3] Por la hija que ríe estoy doliente,

por el hijo que llora estoy en pena,

porque los dos me han puesto la colmena

del alma toda abierta y toda ardiente.

Porque los dos han hecho que ese diente

con que la vida muerde y envenena,

me clave más veneno entre la vena

y me vuelva el espanto incandescente.

Porque los dos son chorros de esperanza.

Porque los dos me pedirán mañana

un mendrugo de paz que no se alcanza.

Porque tendré que darles la campana

de la muerte, del odio y la venganza.

     y nutrirles la voz con sangre humana.

[4]    Confesiones X, 6, 2.

[5]    Romero, “Un ideal que no muere”, 77.

[6]   Homilías, 73. “Un sacerdote, acribillado por las balas, que muere perdonando, que muere rezando, dice a todos los que a esta hora nos reunimos para su sepelio, su mensaje que nosotros queremos recoger”.

[7]    Creo que este es el sentido de la frase “Sobre un calvario de sangre una resurrección de esperanza” (74).

[8]    Ibid.

[9]    Lo que Maimónides denominó bestialidad. Ver Moses Maimonides, The Guide of the Perplexed, Vol. 1, trans. Sholom Pines (Chicago and London: Chicago University Press, 1963), 14.

[10]   G.W.F Hegel, Phenomenology of Spirit, trans. A.V. Miller (Oxford: Oxford University Press, 1977 [1807]), 201.