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Vida y Pensamiento Revista Teológica de la
Universidad Bíblica Latinoamericana Volumen 36 Número 2 - Segundo
Semestre 2016 - San José, Costa Rica La promesa de la
herencia |
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El grito, lo inolvidable: sobre la herencia de teologías latinoamericanas de la liberación pp. 67-82 JONATHAN PIMENTEL CHACÓN |
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Resumen: El trabajo propone una forma de abordar la herencia
de las teologías latinoamericanas de la liberación. Se concentra en la
importancia de experiencias límites para expresar el fondo radical de este
modo de pensamiento. Abstract: The article proposes a way to approach the heritage
of the Latin American liberation theologies. It concentrates on the
importance of defining experiences to express the radical foundation of this
way of thinking. Palabras claves: Teologías latinoamericanas de la liberación,
Pensamiento latinoamerica- no, Centroamérica, Óscar Arnulfo Romero, Grito. Keywords: Latin American liberation
theologies, Latin American thought, Central America, Oscar Arnulfo Romero. |
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Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Rodolfo
Walsh, Esa mujer. El título de este trabajo es una evocación de una breve homilía de
Monseñor Romero (1917-1980) en la misa exequial del Padre
Alfonso Navarro el 12 de mayo de 1977.[1] El título de la homilía es
“Un ideal que no muere”. Mi intención no es sugerir, a partir de esa
meditación de Romero, una especie
de inmortalidad para las teologías latinoamericanas
de la liberación. Mi solidaridad con esa intervención se dona a su carácter
de grito implícito, de suspensión de la oración y del agradecimiento; en su fondo es un grito
ante un cadáver y, el grito del
cadáver que resuena en Romero, su
grito vinculado tensamente con el grito del asesinado.
¿No somos todos, al fin y al cabo, resonancias de los tiempos, espacios y carnes
que nos habitan? ¿Acaso no
está el cadáver de ese otro que hemos sido interpelándonos permanentemente? ¿No cargamos más muertes
y más vidas de las que podemos dar cuenta? Ha sido Agustín (354-430), en el
Libro I de
Las Confesiones, quien
ha expresado, a propósito de su infancia, que el otro
soy yo y que
yo soy una interrogante para mí mismo;
que la alteridad no está afuera de
mí y, al mismo, que nuestra mismidad está en el
exterior. Desde un fantasmagórico suelo, Juan Rulfo (1917-1986), en su
Pedro
Páramo, ha hecho
de la proximidad con la muerte el motivo de toda
salida de uno mismo, hacia la interrogación del tiempo y la memoria. Estar de
cara al cadáver, ese debilitamiento de nuestra posibilidad de poder, esa fragilidad, es
la nota fundamental de la utopía ecuménica evangélica: una comunidad de frágiles y vulnerables potentes que se reconocen
y ofrecen mutuamente cuidado. ¿No es acaso reconocernos frágiles y necesitados la principal
contradicción en la que podemos incurrir con las exigencias de una vida sin
fisuras ni descanso? ¿No es el reconocimiento de nuestra común
carnalidad la que nos puede
liberar de lo cerrado del mundo? A la “Barbarie”, que
no es lo anterior a la civilización sino su rasgo extremo, es
necesario oponerle una política del cuidado en la que recurramos a lo más hondo, a lo más denso y suave,
a lo que nos hace ser en situación y relación: nuestra carne. El poeta
lo ha expresado con intensidad “cuando el cielo os absorba las entrañas… volved los
ojos hacia los
ojos mismos. Con
eso basta. Y cuando
el viento os quiera avergonzar comparando sus
manos infinitas con
vuestras dos sencillas, tiernas manos, hundid las manos en el
amor, echadlas a madurar en
pura sangre humana. Echad las manos entre las manos
mismas. Con eso basta.”[2] Una política del cuidado es aquella que reconoce que sin la existencia
de la carne no hay
porvenir, Lutero decía
que “un Dios
sin carne no me sirve para
nada”. Un mundo sin carne no nos sirve para nada. Sólo la afirmación de la carne
nos deja en la posibilidad de plantear las condiciones prácticas en las
que cada quien, al interior del complejo universo de sus relaciones sociales y culturales, puede desplegarse, diferenciadamente,
como humano. Toda política inicia en la carne y
termina en la carne. Permítanme, entonces, evocar esta homilía de Romero en tanto meditación sobre
la potencia del
grito del cadáver y, también, como punto de apoyo para
reflexión acerca de
lo que puede
ser herencia de las
teologías latinoamericanas de la
liberación y cómo
la herencia está relacionada con la locura, lo
inolvidable y la carne. La opción por acoger el grito del cadáver, una
expresión de tenerse a uno mismo como valioso, es la opción
por los empobrecidos asumida en toda su exigencia y escándalo. Esta
opción es una
profanación porque procura restituir el derecho de
los asesinados y no dejarlos separados, en el olvido. En la homilía de Romero, además, se expresa la opción de
un empobrecido por sí mismo; antes de ser asesinado, cuenta
Romero, Alfonso
Navarro comienza una oración
en la que
ofrece perdón a
sus asesinos. ¿Qué
significa esta oración? Que
Navarro tiene, hasta
el final y en el
final, aprecio por sí mismo; que no ha desistido de
sí, que no se ha abandonado a sus verdugos. Esta es una oración por la
oración; una forma de decir “heme aquí”
me abro plenamente, salgo a lo abierto, como invita el poema de Hölderlin
(1770-1843) o el poema “Hijos”[3] del costarricense Jorge Debravo (1938-1967), para procurar que la oración sea un evento;
una ruptura, testimonio de algo nuevo. Cuando los empobrecidos –y todos lo
somos de diferentes formas– optan por sí mismos nos hacen un llamado a dejarnos
afectar por la confluencia de sus gritos
¡No matarás! Este
es, también, el núcleo del
llamado de Jesús
cuando dice estén
en el mundo, pero no
sean del mundo. Esto
significa que nuestro
deseo, que nuestra carne, no sea capturada por el
deseo de matar, aunque esto no resulte sencillo. De esta forma
la oración, la fe religiosa cristiana se torna radicalmente alternativa. Precisamente
porque quiebra con la lógica de la venganza, del homicidio y
del irreconocimiento. Si se
piensa como acogida del grito del
cadáver la práctica teológica latinoamericana es una forma de sustracción que
pretende suspender la separación entre esferas separadas: vida y muerte. Este tipo de
separaciones, o los
usos que se
hacen de ellas, forman parte, para América
Latina, de la conquista interminable. Una de las separaciones fundamentales de nuestras sociedades es con respecto al cadáver; al que se aísla y esconde
mediante una serie de dispositivos e interdicciones. ¿Qué
significa profanar esa separación con el cadáver? Se trata de acoger su grito, aprender de él, de las tensiones que
han quedado marcadas en su cuerpo, de dar lugar al uso de la palabra que
proviene de la opacidad y la atrocidad. Esta profanación es una posibilidad
para un nuevo nacimiento,
posibilidad del sí, yo puedo, heme
aquí. Al mismo tiempo es una rebelión contra
lo infranqueable del asesinato, una rebelión que ama “lo
que aún en
los muertos sigue
nutriendo razas”
(Debravo). Agustín preguntaba “¿Qué amo cuando amo a Dios?” y, respondía, con algo de
temor que, a pesar de todo, cuando amaba a su Dios, amaba
alguna luz y voz[4]; aquí yo sostengo que cuando amamos a Dios amamos
el grito del
cadáver, un grito
que, cuando lo amamos, no se lo
lleva el tiempo, sino que, hace tiempo, le da textura a
nuestro tiempo. Pone, en
fin, en entredicho nuestro tiempo. ¿Cómo se puede amar lo que se ama?
Descubriéndolo y no cubriéndolo, como repetía Circe
Maia (n. 1932),
abrirse es dejarse tocar,
ser generosos. 1. El grito: “Como sino” y “yo puedo” Creo que en su expresión más radical teologías latinoamericanas de la liberación deben ser consideradas
confluencias de gritos. Desde mi perspectiva el grito posee,
al menos, tres
características y está constituido por una tensión. Es la tensión que se da entre el “como sino” y el “sí,
yo puedo, heme aquí”. Las tres características a las que haré
referencia son: a) el grito como ruptura con el Padre, b) como locura en el sentido que aparece en Pablo o en De carne Christi de Tertuliano y, finalmente, c) quiero proponer el grito como una forma de acogida de la carne
del cadáver y, para nosotros, como herencia. El grito proviene de un “como sino” en el que cada lágrima es un oceáno
inabarcable, de una suspensión de la resurrección; de un reconocimiento de la pérdida total, de lo irreparable,
de la imposibilidad de sustitutos para quien se ha ido. El “como sino” que constituye el grito afronta
toda la densidad de la muerte sin
cancelar de inmediato su peso al remitirla a lo imposible. Estar ante el cadáver como
sino hubiera resurrección, ni sustitutos, ni posibilidad de apropiación o
representación es aceptar que algo nos ha sido arrebatado. De esta forma el
cadáver no constituye una mediación, algo
que nos ayuda
a conocer mejor
a Dios u otra
cosa; es, más bien,
una interrupción en el orden
anterior, algo que nos sucede. ¿Qué es
lo que nos
sucede? Somos relevados de la ley.
No hay ninguna ley que, ante
el cadáver, podamos
cumplir para hacernos
humanos. Estamos ante la posibilidad del comienzo. El como sino
nos da libertad ante la phronesis y, desde
esta libertad, proviene el sí, yo puedo,
heme aquí que en ningún
sentido es un paso
hacia delante del como sino. Nada solventa, nada sobrepasa el suelo desde el
que surge el
como sino; por eso
la resurrección es un
exceso, una promesa que llevamos en vasijas de barro (2 Cor. 4,7). El grito nos acerca a la desolación, no nos aleja
de ella o la
deforma a través de alguna
teodicea, desde el
exceso, algo
que, por su radicalidad, quiebra toda expectativa; se trata de
una irrupción mesiánica.
Este sí, yo puedo, heme aquí es
algo que ocurre, que nos ocurre
débilmente y podemos
expresarlo, únicamente, en la lucha social y política, en
y desde la
comunidad desnuda[5], no tiene
prestigio y su única fuerza es lo que
declara; aquí no
hay pruebas, ni cálculos, ni milagros, sólo
testimonio desnudo que
se acoge a
la posibilidad dentro de lo imposible. a.
El grito como ruptura con el Padre El grito es
liminal para el
testimonio evangélico; la
misma historia del Dios
cristiano está remitida inexorablemente a un grito: “¿Padre por
qué me has
abandonado? (Salmo 22,
2a)”. Y el
Salmo 22 que Jesús
cita, según los
evangelios, dice además “por qué estás tan lejos de mi clamor y de mis gritos”. Esta
remisión, este grito al Padre ausente o lejano es
el debilitamiento, (¿o
la explicitación de la
ausencia provisional de ese gran Otro?), de todo Padre, lo que surge del silencio es el último Dios, aquel que
ya no puede poder, que es extranjero en cada espacio y cuyo tiempo
se agota con nuestro tiempo. Este último Dios nos libera de la eternidad al haberse hecho tiempo. La encarnación consiste precisamente en la temporalización de
la eternidad y no en
la eternización del
tiempo. La explicitación de
la ausencia del
gran Otro no
lleva al nihilismo, conduce a la crítica radical de lo que Romero
denominó idolatría. El grito de
Jesús en la cruz traspasa el “como sino”
y lo transforma en vacío. El
grito no expresa un mensaje, es el mensaje. Es un mensaje nuevo
en el que
precisamente por ser
la referencia el
hijo nos prescribe que
ya no confiemos más en ningún ecónomo. Esta
desconfianza, incluye también, la idea de una teleología, dirigida por Dios mismo, aun cuando esta pueda resultar
“ordenadora”. El heme aquí
no posee este fundamento, ni esta certeza, no cree en la
verdad sino en hacer lo verdadero. La ausencia de un gran Otro nos pone
en marcha la búsqueda de lo que
es el ser
humano; se trata de
una búsqueda sin
interrogación puesto que
no tenemos una respuesta; es la búsqueda como respuesta a un llamado a algo
desconocido. Aeso llaman los
sectores populares latinoamericanos, a que
emprendamos una búsqueda de lo desnocido, que atendamos a esa
con-vocación que nos
sobrepasa. En un
mundo regido por
la lógica del capital ya no tenemos espacio para salir
a lo desconocido, para una aventura porque parece que ya
todo está descubierto, que ya no hay, en sentido fuerte,
alternativas. Por eso,
y lo comentaré adelante, resulta fundamental lo invisible. b.
El grito, locura Deseo mostrar ahora una tensión: entre grito y teología. Esta distinción es, como
en Pablo y Tertuliano, epistémica y
no heurística; el grito es
religioso, separa, quiebra y radicaliza, no pretende explicar sino
abrir espacio y tiempo a la elocuencia de la locura. De esta forma el grito no
es, como he dicho
anteriormente, postración
o resignación ante la muerte es un “yo puedo” sin fundamento en la capacidad
de la intención, sin certeza de lo que vendrá, ni conocimiento pleno
de lo que se dice,
se trata de la apertura a lo imposible, al acontecimiento. La
locura proviene del
fondo o raíz del grito sí, yo
puedo, del
heme aquí, el
logos filosófico o Imperial, según Pablo, no
puede declararlo; las
burocracias eclesiásticas no pueden declararlo. El grito, en cuanto es tal, pone a la lengua en un punto muerto, desafía los regímenes de verdad. En este punto
muerto es locura para el discurso griego, que es un
discurso de una
forma de razón; es escándalo para el discurso
que pide un signo de la fuerza divina, y no
ve en Cristo sino
abyección, debilidad y precariedad.
La situación en la que
surge el sí, yo puedo, el heme aquí
impone la invención de un nuevo discurso, y de un modo de habitar
el mundo que no se remite
al cumplimiento de obligaciones. Eso es, precisamente, lo
que significa el
bautismo; antes que
un inicio es la muerte. La
muerte en mí de un lenguaje, de un régimen
de verdad, de la
cosmética del mundo. Quien se bautiza no
inicia sino que muere, quien participa de la
eucaristía pone su carne en riesgo, eso muestra la sangre de los que aún hoy son buscados y que nos buscan; los inolvidables. La
teología tiende a querer probar, hacer inteligible, comprensible y honorable lo que es residuo, vasija de barro, creo
que la teología debe procurar dar
paso al escándalo. No explicar sino
decir eso es lo que
viene después, es el mundo
que viene. Dejar que
los cadáveres interpelen, que la carne
interpele los imperios. c.
El grito, acogida de la carne del
cadáver El grito espera, recoge y carga lo imposible.[6] ¿Qué significa recoger? Recoger lo despreciado, humillado y asesinado es
acoger la carne. Quien
recoge no se apropia de quien ha sido asesinado, no rompe con la alteridad, se
abre a su asedio. No existe una
separación, y este
es el núcleo de la martyria cristiana, entre ideal y carne, entre testimonio y
testigo. La carne
es, de esta forma, topoi, eutopia para lo nuevo.
Recoger lo imposible es hacerle justicia, hacer justicia a las que han procurado lo imposible; recoger comporta, asimismo, un enfrentamiento, cuya
raíz es la metanoia,
con los que desprecian y matan la
carne. El grito
se organiza sub ratione carni, al lado de los cadáveres, con sus sueños
goteando enrojecidos en nuestra espalda, ese es el lugar que
da verdad, que hace verdad, que nos
ayuda a saber
vivir. Recoger, el cadáver es
don, ausencia e imposibilidad de retribución, crítica de la razón
calculadora. Al acoger el cadáver desisto de organizar mi casa, vigilar mis negocios, de preparar mi porvenir.
Desistir no significa destruir, significa colocar la economía o
los tiempos del
mundo en un
lugar en el
que se fractura irremediablemente la posibilidad del cálculo. Ante el cadáver queda suspendido nuestro carácter de sujetos, si aceptamos que este carácter proviene
de no matar o no permitir que maten al otro; entonces ¿qué queda ante
la imposibilidad de ser
sujeto que ocurre cuando estoy
ante el asesinado? ¿Cómo somos entre los
cadáveres? O es
que ¿No han
muerto los cadáveres? Los cadávares han muerto y no es
su muerte lo
que trae redención, ellos exigen, eso sí,
que se abra
la pregunta por la redención. Esto es la pregunta ¿de dónde vendrá? ¿En qué consiste la redención? Lo
que viene es lo invisible y la destrucción. Lo invisible trae consigo lo inútil, la "ausencia del
producto". Superar la
viscocidad de la
cosa para re-encontrar la textura áspera
de la sangre que se amalgama
con el lodo. La
aniquilación de lo
invisible por la
hegemonía de la cosa conduce a la instrumentalización y la cosificación. Retroceder ante esta situación, desinstalarla, supone una
contención de los objetos. Al culto del objeto - lo que Marx denomina
fetichismo de la mercancía - no debe
oponérsele un objeto
superior; sino la densidad de lo invisible. ¿No viene acaso
lo fundamental de la vida en muchas culturas de
lo invisible? ¿No
es el abrazo del hijo efímero y sin embargo invisiblemente permanece? Lo invisible no es un recurso sino un decurso, la posibilidad del
quiebre y la
escisión con este mundo
que nos satura
de objetos. Unicamente la suspensión del
objeto puede realizar el trabajo. Unicamente la realización del trabajo hace del objeto
creación. Que el trabajador pueda
ser creador y ofrecer su actividad sensorial para el "engrandecimiento de su
casa", es un proyecto destructivo. La disputa entre objetos lleva al hastío y al asesinato. Pero lo invisible
no es un calmante; es el re-encuentro violento con una finitud que se mueve
hacia la infinitud (pensar en lo invisible nos ayuda a comprender aquello de que finitum capax
infinitum). Lo
invisible no es elíptico, no representa nada
ni coloca una
esencia ante nosotros. Lo invisible, o lo vuelto invisible en el culto
al objeto o al producto, no podía ser recuperado sin un acto de fe. La fe en
lo que, antes o ahora o mañana, no puede verse. Sin la recuperación de lo invisible la poesía y la praxis
decepcionan. A veces la
decepción destruye la paciencia. Entonces, quizá, estemos
cerca de la furia que nos ayude
a movilizarnos para poblarnos de nuevas bellezas. Sólo la furia puede
producir esperanza. 3. Lo inolvidable y el cadáver ¿Cómo algo pasado
podría sustraerse por
principio al olvido, sino en la medida en que no
pasase y no estuviese superado? Esta es la razón por la que
la palabra griega
alastos, que significa inolvidable, se aplica casi de forma
exclusiva al padecimiento, a la pérdida, al sufrimiento y los define en su
raíz. El cádaver, el llegar a ser cadáver,
constituye, por ello, lo inolvidable. Puesto
que ante ello no
tenemos poder alguno
de desplazarnos o rehuir.
Lo inolvidable me atañe de
tal forma que posibilita mi porvenir. Olvidarlo cancelaría nuestra posibilidad de futuro. Es por lo
inolvidable que, como
señala Romero, se hace posible
pensar.[7] En otra parte de su homilía dice Romero “no olvidemos…la familia de Luisito – un niño que muere al lado de Navarro (J.P)- desde este cadáver también inocente, el grito de protesta contra la
violencia”[8] esto remite a lo que podemos denominar el llamado a pensar desde
lo que ha sido brutalmente cortado o
cercenado. Una definición común de teologías latinoamericanas de la liberación afirma
que son reflexión sobre la praxis de
liberación, pero si pensamos estas teologías desde
el cadáver de un niño
serían una respuesta al llamado (Apocalipsis 3, 20) de lo que no ha sido
plenamente, una meditación sobre lo que nunca ha sido. Si con cada nacimiento se abre la posibilidad de lo radicalmente nuevo, el asesinato
de los niños es clausura. Ante el cadáver del niño asesinado asistimos a
nuestro último día. O como dice el sueco Stig Dagerman (1923-1954) el asesinato del niño hace que “todo después sea demasiado tarde”. Y creo que
sí, es demasiado tarde y, sin
embargo, por ese
niño o por
esa niña decimos heme aquí. Algo me ha pasado al decir heme aquí, y
creo que es fundamental, se trata del
debilitamiento o fisura
de la conjunción "y". Suspendida
la potencia separadora de la conjunción aparece la cuestión de: uno el animal, no de uno
y el animal. La animalidad del humano
viviente. La emergencia de la animalidad. La conjución "y", en la frase
uno y el animal, corta,
aleja, escinde o, más precisamente, mata. Entre el
animal y yo
existe no una
distancia sino una dimensión ontológica insuperable. La conjución, no
obstante, es transparente; permite el conocimiento de la existencia del animal en su completa
diferencia. Esta radical diferencia, gramaticalmente posible por la "y", posee
unas raíces específicas. Una de ellas se encuentra
en la distinción ideológica entre la naturaleza y lo nómico (ámbito de la
ley). Una política del cuidado
supone un "regreso a la naturaleza". Éste regreso es un duro
proceso de destrucción "de las
ataduras", y no
una sedimentación de alguna esencia, de un doble
código de moralidad que reclama y justifica "la sujeción de
mujeres y hombres" como condición para el gobierno de la ley.
Una "moralidad de
la protesta" o una práctica política carnal
tienen como condición de posibilidad y necesidad
trastocar la "y" en uno
y el otro y la otra. Trastocar es perturbar;
tener mala voluntad con la distancia que faculta para la aniquilación redentora o "lúdica" – hoy hay
personas que pagan
grandes sumas de dinero para divertirse simulando asesinar. Esta perturbación no supone la cancelación de la distancia; sino la apertura al cuidado y al ensanchamiento -urgente- de la comunidad a la que se debe responder. Pero, ¿el animal y los animales? ¿No están los
animales y nosotros como una forma particular de
animal siempre a disposición del verdugo? Es decir, ¿somos pura "sangre
para multiplicaciones" (García Lorca)? La "y" es
la (falsa) garantía de la ausencia de animal en nosotros. La introducción de una forma
quebrada de enfrentarse a la realidad. El humano viviente está en el
mundo primariamente como
animal. Es la animalidad, asumida como realidad, la que nos fuerza
al grito, la rebelión, la intelección, el arte, la religión y la
política. El hambre,
el frío, la desnudez, el desamparo, la con-
vivencia y la vocación de hacer vivir hacen necesarias nuestras mediaciones. En la raíz
del sujeto - el humano
que se co-ocupa de su situación - está el
animal. El animal
en nosotros y
que somos es el
intruso que no
quisiéramos recibir, que
no quisieramos aceptar y que, sin embargo, nos da manantiales y sequedades sin
las cuales no hay parajes
que nos maravillen. El niño asesinado nos pone frente a una pérdida total. Tener
pérdidas totales es posible para este animal que somos. Ante los
niños asesinados, torturados, lisiados y banalizados no vale nada ser
obispos, arzobispos o teólogos, quizá resta,
únicamente, presentarnos en cuanto cuerpo animal. Presentarnos así es
exponernos, todo cuerpo animal es exposición, ante la comunidad de los asesinados. En el grito se afirma la distancia entrañable que nos permite el extrañamiento, la proyección, la poesía
o hechura misma del mundo que
habitamos y nos habita. Gritar, que ahora me recuerda a pregnancia y periplo, tiene en el ámbito de teologías
latinoamericanas de la liberación un carácter bautismal. Es decir, el grito reúne creación y
destrucción; es trabajo carnal que crea,
hace de la extensión espacios que resisten nuestra presencia. Estamos preñados de posibilidades creadoras, creamos siempre en
travesía, gastándonos. Gritar es la condición que permite abrir
una grieta en el fondo mítico,
que no solo en algunos
de sus motivos, desde el que pensamos. La creación no es el
resultado de la continuidad
entre palabra y evento,
como en Génesis, sino
de la tensión o cesura entre naturaleza y trabajo, persona y realidad, lenguaje y dolor. Y,
está claro, es resultado también
de la discontinuidad misma de la
naturaleza; que es una fuerza que se ensancha sin hacer posible su plena
aprehensión. Este corte, cuyo carácter hace imposible la sutura pero no la
exacerbación de simulacros, es la marca
de la creación humana. La voz creadora hace fluir las aguas y
resplandecer el firmamento, su voluntad puede
ser el mundo;
de ahí que la creación provenga de la oclusión de toda interrogante. Un aspecto destacable contenido en los actos creadores del Génesis
es que se instituyen y llaman a sí mismos
desde un fondo incognoscible y señalan a la inconmensurabilidad. La huella del desgaste efectuado en la
creación cede, el
evento creador se limita a exteriorización apática. Se trata de una creación sin carne de autor,
no es poesía ni praxis. Es aparición mesurada de lo intemporal. Desde esta
proveniencia la intervención de Romero introduce el trabajo creador. Sea,
aquella obra en la que la fruición es posible en el
uso y gasto de uno mismo sin los que no podríamos ser habitantes, o sea vida
viviéndose. Crear es desgastar el sustrato mismo de
lo que nos
permite cristalizar nuestras energías; habitar
es un modo de destrucción. El trabajo creador apetece lo infinito, que es siempre refractario; de
ahí que sea pensable una herida infinita o vida eterna. Lo que en latencia
podría resultarnos propio no está culminado; y únicamente desde
la carestía es que
es dable procurar su culminación. Nos es propia
la labor de
cuidar lo carente, que es lo único que nos contiene y desde lo que nos
desplegamos. Lo impropio no es nuestro, sea que no
nos pertenece, pero es la condición de toda comunidad. Lo común se hace desde la indeterminación de nosotros mismos. Una política comunista exacerba lo impropio para cuidar lo común. ¿Cómo
crear sin que la destrucción lo colme todo y se
deforeste el trabajo concreto?
¿Cómo hacer para
que la labor
creadora se realice como proyecto
común de cuidado de lo
herido? La labor
creadora no puede
saciar su apetito, usamos y gastamos nuestra carne, enfrentamos así al monarca creador que descansa
satisfecho o inseguro. Desde la insatisfacción, que no ha de confundirse con
bucólica tristeza, viene el peso de la pregunta. En el mito narrado en
Génesis, el
creador instituye un
mundo que se abre
a nosotros sólo
como evento de devastación, que no de la
nada. La obertura de la
tierra implica un
resquebrajamiento que es matriz de lo animal. Si el humano es imagen del
creador, en quien voluntad y acto confluyen, la imagen resquebrajada, lo más íntimo y terrible, es la
condición animal de
lo humano. Cuidar lo
humano es, por
encima de toda
exigencia, atender la
animalidad indómita[9]. Que consiste en darse
nombres o persona y, ardua
condición, recibir nombres. Así,
pensar es aprender a nacer en
cuanto animal, aquel que
es nombrado. El grito
refiere siempre a lo más
hondo, la piel, la sangre y el llanto. Lo hondo es
la inmanencia que
se yergue para buscar su procedencia. Y buscar aquí
implica que la hondura
no es nuestra; la piel,
primigenia colindancia, no
está bajo el
control impávido de una
voluntad gélida. Para teologías latinoamericanas de la liberación constituyen problema la
relación con el
cuerpo, las pasiones, la imaginación, la memoria y los vínculos más básicos, la economía en fin; el
“hombre lockeano”, dispuesto a apropiarse de lo abierto a partir del pleno dominio
e inventario de sí, resulta una presencia sin tremor
ni sublimidad. Ser
uno para uno
mismo, extenderse para someter “lo externo”, tiene
en el en
la tradición de teologías latinoamericanas de la liberación un contexto que hace
agónico el contacto con “las
simples cosas naturales”[10]. La homilía de Romero, ese
grito que proviene de no sustraerse del cadáver, es una herencia, o la herencia que ahora entiendo como promesa de teologías latinoamericanas de la liberación. ¨¨¨ Dr. Jonathan Pimentel Chacón, costarricense, es profesor de teología en la Universidad Bíblica
Latinoamericana y la Universidad Nacional de Costa Rica. Apartado 775-2050
San Pedro, San José, Costa Rica. Recibido: 15 de junio
de 2016 Aprobado:
24 de agosto de 2016 |
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[1] Monseñor
Óscar A. Romero, Homilías, ed.
Miguel Cavada Díaz,
Tomo I. Ciclo C (San
Salvador: UCA, 2005), 73-76.
[2] Jorge
Debravo, “Prevalecer”.
[3] Por la hija que ríe
estoy doliente,
por el hijo que llora estoy en pena,
porque los dos me han puesto la colmena
del alma toda abierta y toda ardiente.
Porque los dos han hecho que ese diente
con que la vida muerde y envenena,
me clave más veneno entre la vena
y me vuelva el espanto incandescente.
Porque los dos son chorros de esperanza.
Porque los dos me pedirán mañana
un mendrugo de paz que no se alcanza.
Porque tendré que darles la campana
de la muerte,
del odio y la venganza.
y
nutrirles la voz con sangre humana.
[4] Confesiones X, 6, 2.
[5] Romero,
“Un ideal que no muere”, 77.
[6] Homilías,
73. “Un sacerdote, acribillado por las balas, que muere perdonando, que muere
rezando, dice a todos los que a esta hora nos reunimos para su sepelio, su
mensaje que nosotros queremos recoger”.
[7] Creo que este es el sentido
de la frase “Sobre un calvario de sangre una resurrección
de esperanza” (74).
[8] Ibid.
[9] Lo que Maimónides denominó
bestialidad. Ver Moses Maimonides, The Guide
of the Perplexed, Vol. 1, trans. Sholom
Pines (Chicago and
London: Chicago University Press, 1963), 14.
[10] G.W.F Hegel, Phenomenology of Spirit, trans.
A.V. Miller (Oxford: Oxford University Press, 1977 [1807]), 201.