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Vida y Pensamiento Revista Teológica de la
Universidad Bíblica Latinoamericana Volumen 36 Número 2 - Segundo
Semestre 2016 - San José, Costa Rica La promesa de la
herencia |
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Vestigios de teología política I: Doctrina
social, lucha popular y ser de la nación costarricense[1] pp. 83-130 DIEGO A. SOTO MORERA |
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Resumen: En este artículo me ocupo de analizar la
historiografía tradicional que ha racionalizado los alcances y legado de la
doctrina social de la Iglesia Católica al interior de la historia social en
Costa Rica. Se estudian los trabajos de tres autores característicos de este
enfoque que difieren en sus modos de interpretación y enfoque del problema,
pero que coinciden en sus conclusiones sobre el lugar del cristianismo en la
conformación de un alma nacional. El propósito de este tipo de aproximaciones
consiste en comprender los trasfondos históricos de modos de interpretación
del lugar del cristianismo en la esfera pública aún vigentes. Abstract: In this paper it
is analyzed the traditional historiography that has rationalized the legacy
and scopes of the social doctrine of the Catholic Church within the social
history of Costa Rica. It will be studied three authors whose studies are
characteristic of the traditional historiography that, besides their
different frames of interpretation and delimitation of the object of study,
share common conclusions on the role of Christianity in the conformation of
the national soul. The broader aim of this study is to comprehend the
historical backgrounds of current analytical frames from which it is
interpreted the location of Christianism in the public sphere. Palabras clave: Historiografía tradicional. Doctrina Social.
Catolicismo. Costa Rica. Key words: Traditional historiography. Social doctrine.
Catholicism. Costa Rica. |
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1. El alma de un pueblo:
doctrina social y la vía costarricense Víctor Manuel Sanabria Martínez, Monseñor, sabía que los eventos
de julio del año 1884
dejaban al descubierto no pocos rasgos del
carácter propio del pueblo costarricense.[2] Este saber
no constituía una
hipótesis explicativa o de
construcción,[3] sino que se
trataba más bien de un dato consignado, un criterio de partida. El carácter
costarricense, impreso en el alma de la población, dejaba huellas por descifrar
en el desenvolvimiento del acontecer político.
El ser histórico del costarricense se proponía como una condición
dada,[4] que resultaba preciso
saber interpretar en cada episodio, usualmente, mediante una descripción de lo que potenciaba su cauce natural, frente a aquello que lo
contenía o desviaba. Para los alcances de este artículo interesa analizar esas
formas de aproximación académica, posteriores a Sanabria, que han
racionalizado las políticas de impresión del alma nacional, pero más aún, que
han pensado la
localización de la constante religiosa al interior de ese proceso de impresión. Se trata de un régimen
de historicidad que ha contribuidoa pensar unasociedad decimonónica (y posterior) profundamente imbuida de catolicismo. Según esta perspectiva,
el ser histórico del costarricense fue moldeado a torno sobre
el eje religioso, en unos talleres clericales. Para
estos pensadores, la religión católica ha introducido las coordenadas
mínimas de posibilidad de cualquier modelo civil a la tica. No hay que reservar el término “historia religiosa” para las
aproximaciones que, en su diversidad, coinciden en este
supuesto. El historiador Juan Rafael Quesada
Camacho acuñó esta noción
para referirse a un género
de producción historiográfica, anterior a la década de los cincuenta del siglo pasado, desarrollado principalmente por
“hombres de iglesia o seglares profundamente religiosos”,[5] que concentran su trabajo en
la Iglesia Católica como institución, o en aspectos relacionados con la religión
católica como “biografías edificantes” de sus principales figuras. Para Quesada Camacho, además
del influjo compartido con la “vieja historia” (episódica y descriptiva,
focalizada en grandes personajes y sus obras,
carente de una
comprensión de totalidad, valle centralismo, entre
otros), la “historia religiosa” se caracterizó por un gesto peculiar y predominante: “el tono aleccionador.” Al interior de esta perspectiva no sólo se narran sucesos de los grandes héroes, sus conquistas, sus obras,
o sobre la Iglesia y sus hechos; lo característico de la
“historia religiosa” consiste en propiciar una lección para señalar a las almas
el camino correcto y la apología. La conclusión de Quesada Camacho es que,
mediante su producción historiográfica, la
Iglesia Católica despliega una labor pastoral. Con tono más simpático lo habría dicho antes Constantino Láscaris, también con respecto a Sanabria: “en
él domina el
canonista sobre el teólogo
y el apologeta sobre el historiador.”[6] Si reducimos este
primer enfoque a la “historia religiosa”, tal como la entiende Quesada Camacho, perderíamos de vista que,
más allá de un
pictórico gesto moralizante, hay un intento de formalización
de la teología política en la historia costarricense. Se trata
de un conjunto de acercamientos
que proponen ubicar las claves que harían
inteligible el vínculo
profundo entre la religión (católica) y el alcance político del «ser histórico de la nación costarricense». Son trabajos que se encargaron de proponer la
racionalización del trasfondo religioso presente en el proceso ontogenético
del sujeto civil nacional, donde el núcleo no lo constituye la labor
moralizante de la religión, salvo como efecto de otro aspecto mucho más
nuclear, a saber,
la doctrina social de
la Iglesia Católica. Es la conclusión básica de
varios pensadores al interior de esta perspectiva: en el corazón mismo del
ser histórico de la nación costarricense,
la doctrina social
introduce la veta
del justo medio como coordenada básica del sujeto de la política nacional. Ahora bien, la locación del vector de la doctrina social como núcleo básico del sujeto político no es una
cuestión resuelta de manera unívoca, al menos no en la determinación de sus efectos. En la década de los ochenta
del siglo anterior podemos ubicar, inicialmente, dos formas de comprensión de
este núcleo del supuesto ser histórico costarricense. Uno
que atiende mucho
más al vínculo entre doctrina social y una
suerte de homeóstasis ideológica del
ser costarricense; frente a otro que enfatiza la cuestión social de la
Iglesia Católica como la chispa que encendió (o al menos, encauzó) el movimiento o la resistencia popular en
Costa Rica, toda vez que
clama por justicia socioeconómica. Ambos modelos serán analizados, a partir de textos representativos, en
este primer apartado. 2. Mater et Magistra: voluntad
colectiva y homeóstasis Durante sus programas de televisión (1983), luego publicados en varias ocasiones, Daniel Oduber afirmó que “la doctrina social de la Iglesia es consubstancial con la forma
de ser costarricense y con la forma como los
costarricenses hemos visto nuestra sociedad desarrollarse por etapas.”[7] Esta condición del ser
costarricense explicaba los eventos ocurridos un siglo antes
(a la vez que respondía al contexto de enunciación del expresidente),
donde se enfrentaron liberales y conservadores-clericales, pues,
según Oduber, el trasfondo del enfrentamiento fue la lucha
de la Iglesia Católica por los desamparados. Este rasgo ontológico del costarricense se traducía, en la explicación del
expresidente, en un gesto político característico: “ni los liberales eran demasiados
liberales, ni los conservadores y clericales eran
tales.” Se trataba
de una suerte de carácter homeostático, que procura siempre el equilibrio político (“armonía social,” según
la denomina Oduber).
Este factor «a la tica», según esta perspectiva, previene de excesos ideológicos extremos, o bien, al menos, opera
como atenuante. La formulación de esta peculiar tesis es anterior al expresidente Oduber. Ya su texto
señala la obra de Eugenio Rodríguez Vega[8] como
antecedente inmediato. No obstante, los inicios de esta interpretación han
sido ubicados varias décadas atrás. La
historiografía que descubrió un alma nacional caracterizada por la igualdad socioeconómica (minifundios) y
el gesto homeostático que evita el
exceso ideológico (pacifismo), se remonta a la década de los treinta del siglo XX.
Iván Molina (autor que ha señalado in
extenso diversas limitaciones de la historiografía tradicional y otras)[9] la ubicó en los orígenes
mismos de la historiografía socialdemócrata,[10] particularmente en un texto
fundacional de Carlos Monge.[11] Se trata de una perspectiva
muy características de lo que ha
sido nominado historiografía tradicional (1890-1970) en
Costa Rica, donde han coincidido, además del socialdemócrata, otros enfoques historiográficos. No obstante, la academia que
localizó el lugar
de la doctrina social de la Iglesia Católica al interior de esta historia de
la originaria igualdad costarricense es
producto de muchas décadas de trabajo. Me interesa aquí un texto que intentó racionalizar aquello que el expresidente Oduber
asume como dato, esto es, el proceso de consolidación del alma
nacional en torno a la doctrina social de
la Iglesia Católica. Se trata
de un trabajo que asume la pregunta: ¿a través de cuáles
procesos históricos un alma nacional fue conformada a la sazón de una
doctrina católica? La tesis de licenciatura del
filósofo Gustavo A. Soto Valverde,[12] escrita en
un período de disputa por
la progenitura de las garantías sociales,[13] ha marcado una referencia obligada para el estudio de la Iglesia Católica en Costa Rica.
El capítulo primero
de la segunda sección del primer tomo de su
trabajo se titula: “El cristianismo
y el ser de la nacionalidad costarricense”, donde Gustavo Soto procura
analizar cómo el cristianismo, y particularmente, su doctrina social,
ha ayudado a configurar “una
voluntad colectiva de ser
nación”.[14] Aquello que
caracterizó al periodo colonial, según esta perspectiva, fue la forma
en la cual
el catolicismo logró articular una identidad
colectiva en torno a la pobreza, lo cual, aunado al “asentamiento del español
en Costa Rica”, configuró una sociedad igualitaria sin
grupos “excesivamente privilegiados”, más bien
conformada por “minifundios”[15] y prácticas caritativas. De esta forma, la Iglesia Católica, según Soto Valverde, figura como factor determinante de la voluntad colectiva, la cual, presenta tres características fundamentales: “la
cordialidad, el carácter fraternal y la convicción
religiosa”. Esta última imprimió en el alma nacional una tendencia “al cumplimiento de las normas morales,”[16] así como una apertura a la práctica de
la caridad. De
esta forma: “el cristianismo [en realidad, el catolicismo] fue
el crisol en el
que, junto a los factores señalados anteriormente, se modeló el carácter modesto y sentido del costarricense.”[17] El alma nacional, en la tesis de Soto Valverde, es producida principalmente por la Iglesia Católica, y está vinculada, principalmente, con el
carácter pacifista y conciliador. ¿Qué proceso social permitió la conformación de esta peculiar voluntad
de ser nación en Costa Rica?
Según explica Soto
Valverde, la causa principal que permitió a la Iglesia Católica ocupar tal
posición dentro del desarrollo del “alma de la nación” fue el “vínculo
orgánico” entre religión y Educación: “se puede afirmar que la educación fue
en Costa Rica
producto de la influencia de
la Iglesia en la formación
del ser nacional, ya sea ésta de modo directo o indirecto”[18]. No sólo el
púlpito o el
confesionario, también el
aula. Según esta tesis, el catolicismo estaba vinculado con la
formación espiritual de
los costarricenses, no
sólo mediante la
observancia de la práctica religiosa, sino a
través de la
instrucción pública. La
Iglesia Católica habría desempañado dentro de la historia costarricense una gestión (incluso implícita) de las prácticas educativas, con lo cual habría constituido, desde
su cimiente, el
alma de la nación. Varias limitaciones se han señalado a las investigaciones que siguen una línea
similar a la propuesta de Soto Valverde.[19]
La crítica básica ha sido planteada por la nueva historiografía, en términos de una
focalización en el campo institucional incapaz de identificar la recepción de los
productos institucionales (alta cultura) por parte de la población. En
palabras de Iván Molina no se repara en “el vínculo
entre los productos culturales y el universo de los
distintos sectores sociales.”[20] De esta
forma, al hablar del vínculo orgánico entre
educación y religión
católica, se supone
una relación institucional que
no aborda las
prácticas pedagógicas o educativas
concretas. Por ejemplo, el
argumento del “vínculo orgánico” entre
religión y educación en Costa
Rica, planteado por Soto Valverde
(e investigaciones similares), no repara sobre
el bajo porcentaje de acceso a la educación pública por parte de la población, tanto urbana como rural, aún en las primeras décadas del
siglo XX.[21] Se trataría, vista desde esta
primera perspectiva, de
una influencia reducía en porcentajes y tardía en la historia nacional. No obstante, la crítica al vínculo orgánico entre educación y catolicismo
no puede reducirse al bajo porcentaje de asistencia o acceso a la instrucción
pública. De esta condición no se predica
la ausencia de
injerencia/influencia de la Iglesia Católica en la determinación de la instrucción pública. ¿Acaso asistimos, desde los inicios de la
enseñanza formal en Costa Rica, a una profundización del vínculo
orgánico al que
se refiere Soto
Valverde? El más reciente trabajo de
Iván Molina sobre
la educación en
Costa Rica nos obligaría a poner esta
última pregunta en
una perspectiva mucho más
amplia.[22]
Las reformas borbónicas (s. XVIII)
incluían entre sus esfuerzos desafiar la injerencia de la Iglesia Católica en la educación. Para el siglo dieciocho el financiamiento de la educación en Costa Rica fue asumido por los municipios, y de los maestros
contratados entre 1714
y 1797, sólo
una minoría eran sacerdotes;
aunque ciertamente existía presencia de contenidos católicos en la agenda educativa y los métodos pedagógicos. No obstante, para el
momento de vida
independiente, se manifiesta con mayor rigor una tendencia a la secularización
de la educación, así como una
diversificación de la
enseñanza, que se
ocupó de ampliar (a partir de 1822)
los contenidos y textos empleados. Esta reforma no se
frenó con el concordato de 1850. El proceso de centralización de la
educación, iniciado en 1869, significó una limitación a la presencia de la Iglesia Católica en la educación, en un ambiente caracterizado por la
circulación escrita y diversificación de las corrientes de pensamiento en el
ámbito nacional (positivismo, masonería, espiritismo, ciencias ocultas, entre otros). Molina Jiménez muestra cómo la reforma educativa de 1886
logra proponer un sistema
educativo caracterizado por un enfoque secular y positivista, donde la religión no
formaba parte del currículo. Si bien esta reforma educativa fue confrontada
desde diversos ángulos, y modificada (por ejemplo, el retorno de la educación religiosa como materia opcional según decretos de
1890 y 1892), la resistencia a sus alcances fue limitada: “La participación
del clero en el proceso fue fundamental, tanto en términos de denunciar la reforma de 1886 como
de instar a las comunidades a que la resistieran; pese a eso, el
llamado de los
eclesiásticos a no enviar a los niños a las escuela
públicas no fue acogido por una
proporción considerable de la población, como se desprende a la matrícula total consignada.”[23] Luego, los
intentos del clero
por resistir y transformar una larga tendencia a la secularización de
la instrucción pública en Costa Rica, tuvo efectos reducidos, al menos hasta
mediados del siglo XX. En este sentido, para el período de estudio, no es posible afirmar un vínculo orgánico entre religión católica y educación en Costa
Rica; más bien, parece el escenario de una serie
de disputas, muy tempranas, por incluir un carácter mucho
más secularizado en la
instrucción pública, según
las aspiraciones liberales y positivista de la época. A pesar de estas observaciones, se podría indicar que el vínculo
profundo entre educación e Iglesia Católica en Costa Rica no prima en las
aulas, en la esfera pública, sino
que se trata de una formación que acontece en el seno mismo de la intimidad, en lo
privado-familiar. Aún este
argumento no repera sobre las diversas resistencias que la instrucción católica recibió en diversas zonas,
sobre todo rurales, del territorio nacional. En este sentido, el texto de Soto Valverde narra
una historia done
el alma nacional se
imprimió de manera homogénea sobre toda la población, sin especificidades, y sobre todo sin resistencias ni
fricciones. De nuevo, se
asume la perspectiva desde arriba, como si los
sectores populares no ofrecieran resistencias a los productos de la alta cultura. Por mencionar un ejemplo, entre
otros posibles, Elizabeth Fonseca, Patricia Alvarenga y Juan
Carlos Solórzano[24] muestran
que los diversos intentos de los franciscanos por evangelizar a las
poblaciones en la región de Talamanca, encontraron mucha oposición en las
comunidades, al punto de solicitar el apoyo
de las fuerzas militares coloniales (movilizadas por intereses en la mano de obra aborigen). Estas
cruzadas católicas en suelo nacional encontraron no
pocas sublevaciones. Y
en varios casos, el sometimiento de las
poblaciones aborígenes respondía a decisiones
estratégicas, debido al peligro que representaban piratas y otros invasores ingleses o franceses para los pueblos autóctonos. De este modo, desde diversos
ángulos, la historiografía más reciente ha señalado que la afirmación de un vínculo orgánico, casi espontáneo, entre educación e Iglesia Católica, resulta al menos cuestionable, si se contrasta con
el desarrollo de las prácticas educativas
del siglo XIX,
tanto a nivel
institucional, como a
nivel comunitario-rural. Sin dejar de lado estas
observaciones, me interesa avanzar en el planteamiento de Soto Valverde para repasar su consideración
sobre el enfrentamiento en torno a las (así llamadas) leyes anticlericales. En la
perspectiva de este
autor, un rasgo
particular de esta voluntad católica de ser nación
es que en tiempos de conflicto
sus matices se acentúan; sobre todo en presencia de tendencias exógenas. De
ahí que resulta significativo para mi
trabajo ocuparse de las
observaciones de Soto Valverde sobre
este conflicto en particular. De acuerdo a Soto Valverde la
coyuntura política de finales del siglo XIX, sobre
todo las últimas dos décadas, donde
acontecen una serie de tensiones entre
el Estado y la Iglesia Católica, debe ser leída
sobre el trasfondo de un alma nacional enfrentada con una ideología foránea. De ahí que el problema no es ni siquiera entre liberalismo y catolicismo, sino entre un
liberalismo no-autóctono y el
catolicismo costarricense. Aquí
Soto Valverde sigue una tesis consolidada por
Rodrigo Facio (a quien cita
ampliamente), según la cual,
existe, un liberalismo costarricense, “sui generis”[25] (se le ha
llamado criollo), que fue
“seducido” a finales del siglo XIX
por un liberalismo importado: El liberalismo
propiamente costarricense, afán espontáneo de mejoramiento colectivo de las líneas
de igualdad, el respeto y la
tolerancia, tendencia nacida en las propias entrañas de nuestro ser social, va forjando la nacionalidad, modelando las instituciones,
educando al pueblo. El liberalismo
doctrinario europeo lo acompaña en su labor, a veces aclarándole el camino, a
veces desviándolo del mismo con injustificados estallidos radicales […] El
anticlericalismo, por ejemplo, fue una tendencia superficial, adventicia, de importación, no justificada por
la realidad nacional. Porque la Iglesia no fue nunca en Costa Rica una institución
reaccionaria en el sentido social del término.[26] Según la lectura de Facio, seguida
por Soto Valverde, se puede
sostener que el final del siglo XIX fue testigo del surgimiento de un
liberalismo ajeno a “nuestro ser social”, cuyos embates anticlericales son
explicables debido a
la “proyección del
fulminante anticlericalismo guatemalteco”[27] de Rufino
Barrios. La intromisión de este “liberalismo entendido al modo guatemalteco”[28], quebró el carácter homeostático[29] del ser costarricense, condensado en la homogeneidad y el espíritu
caritativo de pequeños propietarios,
así como en el carácter no reaccionario de
la Iglesia Católica. Esta ruptura produjo roces
“excesivos” con las
autoridades eclesiásticas,
donde privó el carácter anticlerical y
sobre todo antijesuita: “llegó a identificarse su consolidación o expulsión [de los jesuitas] del territorio con la
derrota o el
triunfo del partido liberal”[30]. Expulsar a los jesuitas, según esta tesis, constituía un
ritual político del liberalismo centroamericano, principalmente guatemalteco.[31] A partir de
estas consideraciones, es
posible mostrar que
la lectura de Soto Valverde está interesada, no exactamente
en mostrar una serie de tensiones políticas, sino en explicar, a través de un
recuento de eventos, un exceso indebido que rompió el carácter homeostático del ser de la nación
costarricense. La idea
central es que
la influencia de un liberalismo foráneo, específicamente guatemalteco
y de tendencia masónica,[32] desequilibró esa
condición de “respeto y la tolerancia” que
caracteriza al alma nacional, de
modo que el ataque no fue sólo al clero: “el liberalismo que, en su versión guatemalteca, se dejó sentir en
la historia patria en las últimas décadas del siglo
pasado, fueron
un rudo golpe
contra la Iglesia, contra el catolicismo, y por
ende, contra la propia nacionalidad costarricense”.[33] Atacar al catolicismo es
atacar al pueblo costarricense, en la
región más íntima
y profunda de su ser social. De esta manera, el lugar
que juega la
doctrina social de la
Iglesia en el ser histórico de la nación costarricense, no se
reduce estrictamente a la
búsqueda de la justicia socioeconómica (que Soto Valverde vincula con el aspecto caritativo), sino
que afecta también
la resolución de conflictos
sociales: la vía costarricense, según esta lectura, es la conciliación de los
extremos, la mesura, la homeóstasis, el
control del exceso
ideológico. La forma
en que la
Iglesia Católica combatió
este decimonónico y foráneo exceso, según
la tesis de Soto Valverde, no fue el refugio “en un
silencio cobarde” sino que consistió en la defensa de sus ideales sociales, principalmente
mediante la defensa del justo salario de los trabajadores (volveré sobre este punto más adelante). El recurso a la
doctrina social permite el retorno al medio justo. Un
alcance central de la doctrina social, tal parece ser la
tesis de fondo, es que la búsqueda de la justicia socioeconómica está mediada
por el control del exceso político y la procura de un justo centro. En este punto se inscribe la cuestión
social al interior del sujeto
político nacional, a saber, como
contrapeso que permite el retorno al equilibrio característico del
alma nacional. La doctrina social es la base de la resolución de conflictos a la tica, donde
siempre priva el justo medio por
encima de posiciones extremistas. Finalmente,
el trabajo de Soto Valverde,[34] en
todo lo que tiene de valioso, no se limita únicamente a reafirmar un
ser histórico de la nación costarricense.
Es un intento por racionalizar el
peso de la
doctrina social de la Iglesia Católica en la constitución del sujeto político,
en tanto sujeto
de decisión, donde,
según la tradición que piensa la teología política, está el
problema central de la soberanía.[35] Para Gustavo Soto esta condición
constituye una cimiente de la cual es posible apartarse, pero no renegar. Un enfoque que,
a la luz de los acontecimientos más recientes en
el ámbito político nacional, estamos lejos de poder superar. 3. Vox populi: resistencia popular y lucha contra el Estado gendarme Toda vez que se
menciona la doctrina social de la
Iglesia Católica se forma un vínculo espontáneo con las reformas de la administración Calderón Guardia
(1940-1944), ante todo, con
algunos de sus personajes más relevantes. Esto
resulta comprensible a la sombra de múltiples esfuerzos
académicos que se han ocupado con pasión de trazar
la «correcta» genealogía (más bien, patrología) de la doctrina social
en Costa Rica:
Bernardo A. Thiel, Jorge
Volio, Víctor
M. Sanabria y el doctor Calderón Guardia son
los referentes infaltables (e individuales) de una herencia política.[36] Asimismo, diversos estudios se han
ocupado de señalar las limitaciones, teóricas y metodológicas, de estos acercamientos.[37] No obstante, para los efectos
de mi trabajo, resulta fundamental leer con detenimiento una
forma de comprensión de la doctrina social
de la Iglesia Católica inscrita dentro
de los enfoques aludidos arriba, donde se le asume como factor de la
historia de lucha popular costarricense. Esta
tendencia ha pensado la doctrina social de la Iglesia Católica como el lugar
de consolidación, al menos,
crisálida, de la
resistencia popular o de la
lucha por la
justicia social. No se trata, para esta corriente, de enfatizar el sujeto político que decide bajo un criterio homeostático, sino de mostrar cómo
en Costa Rica los
movimientos populares se han organizado, incluso originado, en torno a un centro clerical. Miguel Picado Gatjens[38] y Arnoldo Mora Rodríguez[39] publicaron,
respectiva y casi simultáneamente, dos libros que intentaron interpretar una
herencia política de la Iglesia Católica en Costa Rica: la
resistencia popular que
reclama justicia socioeconómica. Ambos trabajos pertenecen a una tradición que procuró trazar, a través de la historia de la doctrina social en Costa
Rica, el legado eclesiástico en las resistencias
populares de carácter social, no necesariamente en términos de su génesis,
pero al menos como vehículo que encauza la resistencia popular en un
movimiento coherente. Los trabajos de Picado Gatjens y Mora Rodríguez
responden a un contexto donde
la doctrina social
de la Iglesia Católica había
retornado al debate
público en Costa
Rica.[40]
Luego de un
período de “silencio” en materia socioeconómica posterior a la
fundación de la segunda república (con algunas excepciones),[41] la cuestión social fue retomada con
beligerancia por el clero a finales de la década de los setenta del siglo anterior.[42] Varios
elementos de ese contexto explican las preocupaciones donde se circunscriben los textos de Picado Gatjens y Mora Rodríguez: (a) Una fase crítica de la economía nacional (1979-1983) impactó negativamente a la población
(contracción del PIB, elevada
inflación, abrupta devaluación del colón, aumento del precio del petróleo, recesión de mercados
internacionales, incremento de la deuda interna y externa, retiro del crédito
internacional, drástica elevación en el desempleo, encarecimiento de la canasta
básica, entre otros), y tuvo como
desenlace los acuerdos de ajuste
estructural negociados con
la administración Reagan.[43] El regreso a la
doctrina social se
daba, entonces, en medio del
descontento y malestar de
la población. Álvaro Fernández González ha destacado que
para este período,
la feligresía católica expresaba una diversificación de demandas en
torno al capital religioso durante la década de los ochenta.[44] Fernández González, siguiendo la idea
de la lógica popular de E. Laclau, afirma que, al recurrir al acervo de la doctrina
social durante este período, la Iglesia Católica no sólo respondía a una coyuntura
sociopolítica, además le fue posible articular, en una cadena equivalencial, una serie de descontentos diferenciados al interior de sus estructuras eclesiásticas. (b) El contexto centroamericano, además de la crisis económica que lo atravesaba, estaba
marcado por un crudo enfrentamiento armado:
guerras civiles en
El Salvador[45] y Guatemala[46], así como
el desarrollo de guerra
de baja intensidad implementada por EEUU contra el gobierno sandinista en
Nicaragua.[47] Estos procesos de violencia sistemática en Centroamérica se extendían, con
sus respectivas distinciones, en
los distintos países Latinoamericanos ocupados
por la Doctrina de
Seguridad Nacional.[48] En el caso particular del proceso
centroamericano, la Iglesia Católica costarricense tuvo una participación en términos de apoyo al Plan para la Paz de Oscar Arias.[49] (c) Asimismo, los trabajos de Picado Gatjens y Mora Rodríguez se aproximan a una corriente
desplegada por el Episcopado Latinoamericano
que reformuló, según
las líneas trazadas por el Concilio Vaticano II,
el lugar que
la Iglesia Católica debía ocupar ante
la situación política, económica y militar de la región.[50] En este contexto, surgió una corriente
teológica que se ocupó de pensar el significado y grado de transformación metodológica
requerido por estas
circunstancias sociohistóricas: las Teologías Latinoamericanas de la
Liberación[51] (tanto Picado Gatjens
como Mora Rodríguez colaboraron con una de los principales instituciones de
análisis en torno a esta corriente teológica: el Departamento Ecuménico de
Investigación (DEI), institución que publicó los trabajos que analizamos aquí). (d) Finalmente, se puede establecer una
preocupación en la discusión académica a la cual responden los trabajos de
Picado Gatjens y Mora Rodríguez. Se trata de una
disputa en torno a la correcta interpretación del legado de la doctrina social en Costa Rica y su aporte
a la consolidación de las
reformas sociales de
inicios de los cuarenta del siglo anterior.[52] Los textos que
estudiaremos a continuación, intentan enfatizar que el antecedente común
que no puede ser
obviado por ninguna perspectiva histórica de la reforma social de mediados del
siglo XX en
Costa Rica es
la doctrina social de la Iglesia Católica. Me interesa, al igual que
se realizó con el texto
de Soto Valverde,
valorar la aproximación de Picado Gatjens y
Mora Rodríguez a los eventos de finales del siglo XIX donde la doctrina
social de la Iglesia ingresa al escenario político nacional, en medio
de las disputas políticas entre liberales y católico-conservadores. El presbítero e historiador Miguel Picado Gatjens
indica que resulta limitado, cuando menos, interpretar los acontecimientos de las últimas dos
décadas decimonónicas en términos de una prolongación anticlerical de la política
internacional de Rufino Barrios, pues considera que los sucesos de 1884 deben
explorarse principalmente a partir de factores políticos internos y no como resultado de una presión liberal guatemalteca. En
este punto,
Picado Gatjens avanza con
respecto a la hipótesis del
influjo del liberalismo guatemalteco (sostenida
por historiadores de la Iglesia Católica como Soto Valverde y Segura Blanco), la cual no reparó en las rupturas políticas entre los gobiernos de Costa Rica y Guatemala durante este período.[53] Miguel Picado asegura que dos hipótesis de lectura podrían ayudar a explicar “la violencia de los liberales en 1884”, a
saber, (i) la necesidad de “crear
un Estado moderno, para lo que
era forzoso independizarlo
de la Iglesia”; es decir, se trata de un período donde el Estado intenta
reclamar y centralizar el gobierno de la población; y ante todo, (ii) que “el avance del capitalismo en la economía
costarricense no armonizaba con una Iglesia fuerte y libre a la que acudirían
de manera espontánea los campesinos desposeídos de sus tierras”[54]; es decir, la
Iglesia Católica aparecía como un potencial y “peligroso
rival” en materia social, como aliada de los más vulnerados por la política económica liberal. Se trata, en realidad, de una única hipótesis de trabajo, a saber, el
proceso de consolidación de un Estado liberal, basado en el desarrollo de una
economía capitalista, precisaba restringir el alcance público de la Iglesia
Católica como principal opositor en materia social. La Iglesia Católica, en la explicación de Miguel Picado,
sería la institución que ofrecería resistencia al proyecto liberal, tanto
en la figura
del segundo obispo
de Costa Rica
como en “el amenazante éxito de Unión Católica” (el partido político
de la Iglesia[55]).
Esto se explica, según Picado Gatjens, porque los
sectores más vulneradosy abandonados por las
políticas liberales buscarían abrigo y amparo en la Iglesia Católica. Esta
última, al escuchar este clamor,
tendría que ofrecer
oposición al modelo político liberal, y se
convertiría en su
mayor detractor. Las leyes anticlericales, según esta tesis, fueron
una suerte de guerra
preventiva contra un potencial enemigo. En la explicación de Miguel
Picado, la Iglesia Católica enfrentó al liberalismo de manera estratégica, no en el campo tradicional de dirección moral de la población, sino en “el ámbito económico- social, donde el liberalismo
finisecular mostraba ya sus debilidades.”[56] Según esta
aproximación, el proyecto liberal obligó a la
Iglesia Católica a desviar su
campo de acción
tradicional/colonial, centrado en el encauzamiento de las conductas individuales, para
localizarse en el terreno de crítica estructural de la producción de vulnerabilidad socioeconómica. De
manera que, a
diferencia de su énfasis en lo moral, que tendía a
distanciarlo del pueblo y lo ponía en una situación desventajosa frente a las potestades que asumía
el Estado liberal, con la
crítica de la economía capitalista la Iglesia
estrechaba sus lazos con el pueblo. El caso más emblemático, según
Picado Gatjens, se
muestra en la Trigésima Carta
Pastoral (1893) donde:
“Mons. Thiel se abstiene
de reflexiones moralizantes, no achaca la
gravedad de la situación
a pecados individuales […] no comete el error de afirmar que
los problemas sociales se derivan todos de deficiencias de la ética
personal. El Segundo Obispo de San
José reconoce plenamente la existencia de los problemas sociales como algo
independiente de los problemas morales individuales”.[57] En esta
carta en particular, según el criterio de
Picado Gatjens, Bernardo A. Thiel
se abstiene de una
reflexión moralizante, que entiende la condición
socioeconómica como reflejo de una estructura ontológica individualizante
(pecado), sino que ataca un sistema social que produce empobrecidos. Thiel combatía al Estado liberal, no en un pulso por el control
moral de los individuos, sino en una crítica a políticas económicas de tipo capitalista. Picado Gatjens reconoce que esta crítica a la
economía del liberalismo obedeció a una coyuntura histórica particular y
puntual, donde el clero se vio obligado a tomar partido y dejar atrás su zona
de neutralidad política. Esto implicó que, cuando las condiciones políticas volvieron a ser favorables, la Iglesia no siguió la línea establecida por la Trigésima Carta
Pastoral, con lo cual, volvió a la
cómoda y neutral línea caritativa “que
no conlleva peligro para
el sistema social”. Es decir, la
Iglesia Católica habría retornado al discurso cultural-moralizante, que ya no se ocupaba de diagnosticar “los problemas como originados en
una estructura social contraria al plan de Dios”[58]; sino que se
limitó a la crítica de las prácticas y pecados individuales. No obstante, una
tesis básica en
el trabajo de
Picado Gatjens (que sostiene aún), consiste en
enfatizar que el
enfrentamiento de finales del siglo XIX entre
liberales y la Iglesia Católica mostró la capacidad del clero para articular una
serie de demandas socioeconómicas
de los sectores más vulnerables, y encauzarlas en una resistencia coherente a las políticas económicas que producen vulnerabilidad social. De esta
forma, la Iglesia Católica costarricense respondía a su deber
histórico, de la
misma forma en
que asumiría esta
misma postura en muchas luchas venideras. El filósofo Arnoldo
Mora Rodríguez sigue
muy de cerca
la línea de Picado Gatjens en lo que respecta a los acontecimientos de
finales del siglo XIX, aunque
el texto del filósofo ahonda
mucho más en las
doctrinas, encíclicas y la teología patrística que subyace en los textos de Bernardo A. Thiel. Coincide plenamente con Picado Gatjens
cuando indica que el enfrentamiento del Estado con la Iglesia, inicialmente
planteado en “el ámbito de control ideológico de la sociedad civil” por parte
de las autoridades estatales (principalmente
a través del control de la educación y del
registro civil), pasó
a localizarse en el terreno de la crítica de la política
económica por parte del clero: Como el enfrentamiento se planteó en
el terreno puramente político-ideológico y no en
el económico, la respuesta de la Iglesia se situará en ese terreno, dando
origen a un compromiso político del clero que lo llevará incluso al intento
fallido de un proyecto teocrático […] la Iglesia se verá obligada a recurrir al
apoyo popular para lo cual
deberá asumir, al menos
parcialmente, los intereses de los sectores populares más explotados (peones y jornaleros), dando
así origen, sin pretenderlo, al nacimiento del enfrentamiento
ideológico de clases que conlleva el
cuestionamiento mismo de la
naturaleza del Estado liberal.[59] Si bien saltan a la luz algunas
imprecisiones históricas, que discutiré
más adelante, resulta oportuno señalarque Mora
Rodríguez coincide con Picado Gatjens, sobre el lugar
que estratégicamente asumió la Iglesia Católica durante este conflicto donde, no sólo se
posicionó al lado del
pueblo, sino
que asumió, al
menos coyunturalmente, su deber histórico: “constituirse en presencia profética, es decir,
crítica frente a las injusticias sociales y defensores real de la dignifica
humana, especialmente, de los sectores medios.”[60] Nuevamente,
la Iglesia Católica en Costa
Rica se movió,
hacia el final
del siglo XIX, entre
un modelo de cristiandad (espiritualista-moralista) y lo que Mora considera como
su verdadero deber histórico: constituirse en voz profética de los más
vulnerados por las
políticas económicas, y en
el caso puntual de Thiel, como fermento del
movimiento y lucha popular en
Costa Rica. Para Mora Rodríguez, a diferencia de lo que nos planteaba arriba Picado Gatjens, el
“cristianismo social” de B. A. Thiel, no se limita a la Trigésima
Carta Pastoral (1893), sino que el núcleo
de la crítica social
se ubica ya en cuatro
cartas pastorales presentadas en el año 1891. Estos documentos, a
criterio del autor, condensan “mejor que cualquier otro documento el pensamiento teológico- político del Obispo, convertido entonces en líder y
fundador de un movimiento político de ámbito nacional que proyectaba asumir el poder mismo del Estado.”[61]
Lo específico de estas cartas, para Mora, es que se inscriben dentro del principio liberal de
libre discusión de las ideas, con lo cual,
la Iglesia Católica comenzó a participar
de la producción de opinión pública. Dentro de este principio de opinión
pública asumido por el clero a
través de su máxima autoridad, se comienza a debatir sobre
el lugar de la dimensión axiológica y el tipo
de educación requerido la joven república. En este
mismo año (1891) el obispo de San José también
arremete en contra del liberalismo como doctrina política que procura la
secularización del Estado y de la vida pública de la nación. Asimismo, aunado
a esta crítica al liberalismo, Thiel proponía aquellos elementos que la religión podía
poner al servicio del
Estado, los puntos
de contacto que
podrían beneficiar a ambas instituciones. De esta manera,
según Mora Rodríguez, el clero propició una crítica de
la organización política de la cuestión pública por parte del Estado
liberal, a partir de una reflexión sistemática y argumentos de orden antropológico, donde pensaba
discutir los principios liberales en su propio
campo. Sin embargo, será hasta la aparición de la Trigésima Carta
Pastoral (1893) cuando, según Mora Rodríguez, Thiel ofrecerá el documento de mayor trascendencia histórica, incluso “precursor de la teología de la liberación o teología latinoamericana.”[62] La carta,
tal como lo indicó antes Picado Gatjens, critica la raíz estructural del Estado liberal, al
señalar la necesidad de intervenir la
economía con el
fin de garantizar las
condiciones de existencia de los trabajadores y, a su
vez, llama a éstos últimos a organizarse a través de
asociaciones de trabajadores para luchar por sus derechos. Con esta
carta, de acuerdo al filósofo, el prelado ofreció
su mayor aproximación a su deber histórico: la denuncia de las condiciones socioeconómicas que producen
pobreza. Finalmente, para Mora
Rodríguez, el desarrollo del cristianismo
social decimonónico es un momento histórico en realidad breve, comprendido entre
1891 y 1893,
que podría reducirse a un grupo no
mayor a cinco documentos (cartas pastorales) escritas por el segundo obispo
de San José. Posterior a 1894, y
el fracaso electoral de Unión Católica, Bernardo A. Thiel más
bien retrocede a un régimen de cristiandad, cuyo énfasis pastoral recae en el control
moralizante de la población: “Thiel debe
ser considerado entonces como el ideólogo y
estratega de la
formación del régimen de nueva
cristiandad en nuestro medio,”[63]
el cual procurará instaurar, una vez subsanadas las asperezas con el Estado
liberal, una “cristiandad de facto”. Luego de este breve e inspirador período, donde el clero costarricense se
reencontró con su deber histórico, la Iglesia Católica siguió una estrategia venida de Roma,
que procuraba la armonización con el Estado moderno. Esto
explicaría el giro en la pastoral de Bernardo A.
Thiel: “El tono
de sus cartas pastorales cambió, se hizo más “espiritual” y con frecuencia
se limitó a reproducir en nuestro medio las encíclicas del Papa, a celebrar
el jubileo de León XIII, a fomentar devociones y participar activamente en
academias científicas, donde adquirió una verdadera reputación de sabio.”[64] Mora Rodríguez comprende
este período como una domesticación del obispo, incluso lo califica como
un momento de “soledad existencial” del obispo,[65] cuando la iglesia vuelve a
ocupar un lugar cómodo dentro del ámbito público costarricense. 4.
Capital
humano y teología política en Costa Rica: perspectivas de estudio No pocas críticas se han planteado al tipo de aproximación propuesto por
Gustavo A. Soto
Valverde, Miguel
Picado Gatjens y Arnoldo Mora Rodríguez, en torno al
lugar de la
Iglesia Católica en el
desarrollo histórico de
la política costarricense. Al interior de
mi trabajo resulta oportuno discutir una tensión básica que establecen estos dos últimos trabajos
entre la crítica “propiamente” social frente
a los alcances más “espiritualistas” de la Iglesia
Católica a finales del siglo XIX. Se trata
de la tensión entre que establecen Picago Gatjens y Mora Rodríguez
entre la focalización clerical en la “ética personal” frente a su opción
radical por una “ética social.” Se trata de aquello que ambos autores asumen
como el deber histórico de la
Iglesia junto al
pueblo, frente a su alienación como agencia social del status quo (cristiandad). Esta tensión se puede localizar, inicialmente, en tres grandes
campos temáticos: los intereses electorales vinculados a
la transformación de
la legislación anti-clerical; el desarrollo del movimiento
campesino-obrero y sus mecanismos de articulación y lucha; y finalmente, una hipótesis
de trabajo básica en los
textos de Miguel Picado y Arnoldo Mora, a saber, la ausencia de intervención del Estado liberal
en materia social correlativa a una suspensión o desplazamiento de la ética
personal, una vez
desplegada la doctrina social de la
Iglesia Católica. (a) Picado Gatjens y
Mora Rodríguez insisten en que Bernardo A. Thiel
realizó una crítica estructural del modelo económico liberal de su tiempo, en
procura de señalar las transformaciones
políticas necesarias para
garantizar la justicia social con los más
vulnerados. Con esta acción del segundo obispo de San José la Iglesia Católica rompió con el modelo de cristiandad,
y puso la primera piedra de la doctrina social. El regreso posterior a las
temáticas moralizantes, dicen estos dos autores, muestra a una Iglesia que,
una vez asegurado su lugar social, se conforma con las condiciones dadas. Es la tensión básica que ambos
autores describen al considerar los eventos de finales del
siglo XIX entre una Iglesia crítica de
la política económica liberal, y el
retorno de un (colonial)
modelo de cristiandad. Tanto Picado Gatjens como Mora
Rodríguez, se ocupan de mostrar que, pese a las
circunstancias históricas que obligaron al clero a aliarse con
las causas de los más
necesitados, no se podría
negar que la trigésima carta pastoral del obispo Thiel
introdujo un elemento de crítica económica de profundas repercusiones para la historia posterior
de luchas sociales. De ahí que ambos autores minimizan el interés electoral
que la circulación de este
documento podía tener
en los comicios de 1893, si
se lo analiza en términos de su alcance a largo plazo
en la historia costarricense. No obstante, la historiografía posterior pone en una perspectiva
diferente la relación entre la trigésima carta pastoral de Bernardo A. Thiel y la coyuntura electoral del momento. El historiador Iván Molina, por ejemplo, muestra que el texto
del segundo obispo
de San José,
más allá de sus efectos
en las papeletas de votación, no tuvo
ningún otro alcance social en el contexto de su publicación, ni en las décadas posteriores: La carta
pastoral de Thiel, el primer documento que logró
proyectar de manera
decisiva en la esfera pública la problemática de la
creciente diferenciación social
y de la pobreza […]
su emisión se explica, ante todo, por
un trasfondo electoral específico, cual es
el interés de que campesinos y artesanos votaran por Unión Católica en la
campaña política de 1893. El obispo consiguió su propósito, ya que ese
partido ganó la primera vuelta de los comicios presidenciales […] La
preocupación de la jerarquía eclesiástica
por la cuestión social fue, sin
embargo, limitada en
su práctica y en su formulación.[66] La estrategia básica alrededor de la Trigésima
Carta Pastoral (1893), según Molina
Jiménez, fue emplear el mismo recurso que la Rerum Novarum había desempeñado en diversos países
europeos donde “fortaleció al catolicismo social en su afán por
competir con los partidos socialistas y socialdemócratas por el apoyo obrero.”[67] Es decir,
la cuestión social
fue, a finales
del siglo XIX y
durante primeras tres
décadas del XX, un recurso para sostener el apoyo obrero en disputa con otros bandos
políticos. En el caso costarricense, se trataba de alimentar aún más la oposición
al autoritarismo del gobierno de José Joaquín Rodríguez (1890- 1894), el cual,
a finales de
su gestión comenzaba a perder el
apoyo popular conseguido con la colaboración de la Iglesia Católica.[68] Desde esta última perspectiva, difícilmente se podría sostener que la
Iglesia Católica, a través de una serie de documentos de Bernardo A. Thiel, abandonó aquello que tanto Picado Gatjens como Mora Rodríguez denominan catolicismo moralizante (cris- tiandad), interesado
principalmente en mantener su hegemonía institucional. El recurso a la
doctrina social de la Iglesia, analizado en el mediano plazo
de su surgimiento muestra que “la
preocupación de la jerarquía eclesiástica por la cuestión social, originada en
el cálculo electoral a corto plazo, fue
limitada en su práctica y en su formulación.”[69] Las prácticas
filantrópicas, caritativas y de beneficencia, donde efectivamente participó
la Iglesia Católica, no confrontaban el modelo político liberal, más bien lo apoyaba en términos de control social
(volveré sobre esto en el siguiente apartado). En su práctica y
en discurso la Iglesia Católica seguía
gravitando en torno
a los intereses propios de un modelo de cristiandad. De esta forma, si se analiza el documento de Bernardo A. Thiel en su mediano y largo alcance, se advierte que el
tono de confrontación con las políticas liberales responde a una tensión
coyuntural, cuyo principal interés consistió en pelear el apoyo obrero, artesano y campesino, tanto a liberales como comunistas,
con el fin de impulsar a aquellos políticos (partidos o individuos) interesados en
derogar o transformar las leyes anticlericales. Incluso la gran victoria de
la doctrina social de la Iglesia Católica a inicios de los años cuarenta del siglo
anterior, tuvo como antesala la eliminación
de varios puntos
de las leyes
de 1884 (principalmente, en lo
concerniente a la
educación religiosa en
la enseñanza pública y privada, así como
la derogación de
la prohibición de
las órdenes monásticas).[70] (b) Ante la observación anterior se podría
plantear que, indepen- dientemente de la discusión sobre
el cálculo electoral, resulta más
complicado cuestionar la relación entre
los sectores populares y la Iglesia Católica, principalmente en términos del apoyo
social. Se trata de una afirmación constante en los trabajos de Picado
Gatjens y Mora
Rodríguez, según la cual, los sectores populares acudirían “espontáneamente” a
la Iglesia Católica en busca de justicia social. Sin
embargo, ¿por qué
tendría la Iglesia Católica que pelear electoralmente a otros movimientos (comunistas) el apoyo
obrero, artesano y
campesino, si parecía suyo por naturaleza? Esto nos lleva a la siguiente cuestión. Picado Gatjens y Mora Rodríguez sostienen una
tesis, más bien esencialista, según
la cual, los trabajadores lesionados por las políticas económicas liberales,
buscarían el abrigo de la Iglesia Católica,
su único y principal refugio. Miguel
Picado afirma que
la Iglesia era la institución donde
“acudirían de manera
espontánea los campesinos desposeídos de sus tierras”. De modo que,
la crítica la economía capitalista representaba el frente idóneo
para luchar contra el
liberalismo, dado el
carácter de contrapeso político de la Iglesia Católica al lado
de los pobres
a finales del
siglo XIX. Sin embargo, ya para el tiempo en el cual se escriben/publican ambos
textos (1988 y 1989 respectivamente), circulaba una investigación historiográfica que mostraba las
limitaciones de los marcos de interpretación que
emplearon Picado Gatjens y Arnoldo
Mora para elaborar sus perspectivas sobre las interacciones entre política
económica liberal, movimiento popular e Iglesia Católica a finales del siglo XIX.
Estos marcos de interpretación
estaban dados, principalmente, por los trabajos de Vladimir de la Cruz[71] y Carlos Luis Fallas Monge.[72] En artículos de Rodrigo
Quesada[73]
y Edwin Mora[74] se evidenciaban las flaquezas de esas
investigaciones, debido a las limitaciones teóricas y metodológicas, así como el interés por
parte de De la Cruz y Fallas Monge por utilizar
fuentes primarias para justificar, anacrónicamente, sus posturas ideológicas.
Picado Gatjens y Mora Rodríguez no se refieren a
estas críticas. Asimismo, un texto de Iván Molina, publicado también a mediados de
los ochentas (1986), muestra que en el período 1825- 1850, la organización y la lucha
campesina en Valle Central, que se dada ya desde mediados del siglo XVIII,
no estaba vinculada “espontáneamente” con la
Iglesia Católica. Las organizaciones tenían
más bien un
carácter de asamblea pública y los
apoderados que representaban los procesos ante las alcaldías, eran en
su mayoría laicos y se entendían directamente con las oficinas municipales
competentes o sus representantes.[75] Ciertamente el motivo religioso estuvo presente en
las luchas de
los movimientos campesinos
de este período, pero no porque la
Iglesia Católica ocupara un lugar
central en la articulación de demandas sociales, sino porque diversas comunidades luchaban por adquirir bienes religiosos, incluso algunas de sus asambleas proponían cambiar a los sacerdotes de sus comunidades. Para el período que nos ocupa, finales del siglo XIX, la orga- nización campesina no era una práctica extraña, tenía más de un
siglo y se había desarrollado, principalmente, a través
de medios institucionalizados
y de acuerdo a los cambios políticos de la época. De modo que, a través de
mecanismos institucionales, los movimientos campesinos habrían logrado generar y canalizar una
serie de descontentos y demandas comunitarias, donde la participación de
la Iglesia Católica no fue nuclear en la articulación de sus fuerzas o proyección de sus intereses. Más bien, el motivo
religioso, era objeto de algunas de
sus demandas: “La
comunidad, que luchaba por
disfrutar del servicio religioso, nunca se sometía,
mansamente, a todo
lo que el sacerdote hiciera”.[76] De esta
forma, el clero no tenía un carácter rector
(ni de fermento) al interior de las luchas sociales campesinas. Si, por otro
lado, consideramos al movimiento obrero-artesano el panorama no es distinto, pues
la relación entre
el clero y los obrero- artesanos durante el período de
estudio fue conflictiva. La Iglesia
Católica no se mostraba como la institución donde los obreros acudían
“espontáneamente” para canalizar sus descontentos y angustias. Por el contrario, los
trabajadores que procuran mejorar sus condiciones laborales y situación económica más bien debían asociarse a pesar
de la Iglesia Católica costarricense de
finales del siglo XIX. Esta
es la tesis que demuestra un estudio publicado, también a mediados de los ochentas del siglo pasado, por Mario
Oliva: “Si alguien se
opuso a las
organizaciones de los
trabajadores durante el período, ya
fuera en su
forma mutualista, cooperativista o de
clubes políticos, así
como a su
prensa, fue la
Iglesia Católica.”[77] Es decir, la organización obrera decimonónica no encontró en la
Iglesia Católica un aliado espontáneo, sino, por el contrario, uno de sus contrincantes. Desde inicios de la década de los ochenta del siglo XIX, según muestra Oliva, ya en El Mensajero del Clero se
condena a través de editoriales las sociedades de
obreros y artesanos, y para la última década de ese siglo, la Iglesia Católica ingresa en una campaña enardecida en
contra de las publicaciones que servían de formación a los obreros y
artesanos. La organización obrera estaba bien conformada, incluso en términos
de circulación de publicaciones para la formación de bases: “en
la década de 1880, empezó a circular una prensa obrera
que emuló el procedimiento
de difundir obras por entregas.”[78] Luego, para el tiempo en
que escriben Picado Gatjens y Mora Rodríguez, no se puede
postular algo como la
ausencia total del
movimiento obrero decimonónico, ni tan siquiera, su desarticulación o acción desorganizada. A partir de los estudios de Iván Molina
y Mario Oliva, publicados previo a los libros de
Picado Gatjens y Mora Rodríguez, no era posible
sostener la tesis de la Iglesia Católica como contrapeso exclusivo por su
crítica a la política económica, y por su lugar “espontáneo” de agente de
conglomeración y articulación del movimiento campesino-obrero. El movimiento
campesino, obrero y artesanal tenía ya una
larga historia de
luchas en el
país, y su
organización y mecanismos de acción no
estaban determinados ni
asociados a la Iglesia Católica. Más bien, habría que señalar, a partir de la
investigación histórica producida a mediados de los ochentas del siglo
XX en Costa Rica, que la Iglesia
Católica aprovechó una estructura ya conformada de
movimiento popular para legitimar su propia lucha
contra el Estado
liberal. Esto nos permite tomar una distancia con respecto a la tesis defendida por los autores comentados en este
apartado, sobre la crítica a la política económica por parte
del clero decimonónico. La denuncia de la
cúpula católica a
la política económica en la última década del siglo XIX no acontece en ausencia o desorganización
del movimiento obrero-campesino. Más bien, este tipo de organización se daba
ya desde finales del siglo XVIII en Costa Rica. Asimismo, la publicación de las cartas
de Bernardo A. Thiel responde a un contexto particular (electoral), donde el lugar de la
Iglesia Católica en la esfera
pública fue significativamente limitado, y buscó el apoyo de un movimiento
obrero-campesino que le precedía, en formación y organización, en la crítica
del tipo de política económica impulsada por el proyecto liberal. (c) Los textos de Picado Gatjens
y Mora Rodríguez comparten un criterio de lectura derivado de su comprensión de la doctrina social de la Iglesia Católica.[79] Un principio básico
de esta doctrina establece la
necesidad de conformar un sólido contexto jurídico al
interior de la política económica, el cual garantice que el modelo económico adoptado esté al
servicio de “la libertad humana integral” y procure la efectiva satisfacción
de las necesidades fundamentales, así como
una equitativa distribución de los bienes y acceso igualitario al
mercado. Dicho en breve, se trata
de la integración de la ética (de lo posible) a la determinación de las
políticas económicas, donde grupos religiosos, entre otros sectores sociales, estarían llamados a aportar sus criterios de
justicia social. Desde esta
perspectiva, los textos de Picado Gatjens y Mora
Rodríguez sostienen que,
a pesar de las eventualidades electorales y circunstanciales del momento histórico, es
innegable que el segundo obispo de San José introdujo un criterio ausente (o más bien, restringido y reprimido) en la economía liberal decimonónica:
el componente ético que procura la justicia social (en términos de equitativa distribución y acceso igualitario a la
riqueza). Según estos autores, la pastoral de
Bernardo A. Thiel, ahí
donde asume la doctrina social de la Iglesia, responde a una ruptura entre política
social y política económica liberal
en el siglo
XIX, propia de un
Estado gendarme. Esta idea fue difundida (no por primera vez) en la academia costarricense a inicios de
la década de
los ochenta del
siglo anterior, en un texto de Francisco
A. Pacheco Fernández (ampliamente citado por Gustavo A. Soto Valverde), donde
explicaba: La bandera del
liberalismo es, en este caso,
disminuir la intervención del Estado
[…] Este planteamiento se caracteriza a menudo como el de Estado “gendarme”, puesto que toda
la vida estatal, según se
pensaba, debería quedar reducida a funciones similares a las que ejerce un
policía, sin excederse en nada, y por supuesto, sin intervenir casi en
ninguna de las actividades económicas que se desenvuelven libremente.[80] Pacheco Fernández, sin embargo, entendía el conflicto entre Estado
liberal e Iglesia Católica en términos de libertad/censura en “la expresión de las ideas,
en las lecturas, en la conducta”. Arrebatar el espacio público a la Iglesia
Católica fue pensado por Pacheco Fernández a partir del
binomio expansión-restricción de
la libertad de expresión
los individuos. Picado Gatjens y Mora Rodríguez,
por su parte, ponen su atención en el carácter “gendarme” del Estado liberal,
e intentan demostrar que la Iglesia Católica fue un factor de contrapeso, no
en materia de libre expresión, sino, por su misma misión
histórica, en materia de crítica de la política económica. La tesis básica de lectura de Picado Gatjens y
Mora Rodríguez es que las circunstancias e intereses históricos (electorales,
por ejemplo) no pueden
desviarnos de lo fundamental: los textos de Bernardo A. Thiel reaccionaron ante
la ausencia de una ética
social al interior del
modelo de gobierno liberal decimonónico (incluso un historiador de la economía
en Costa Rica como Rodrigo Quesada, afirma que esta ausencia de “economía moral”
se extiende hasta
inicios del siglo
XXI en Costa
Rica).[81]
Sin embargo, este criterio de partida, que
sostiene una ausencia de política social al interior del modelo
de gobierno liberal a finales del
siglo XIX debe ser
revisado, para
los efectos de este apartado, en dos niveles: (i) la validez de la hipótesis, es decir, la efectiva ausencia de una política social al interior del
proyecto liberal decimonónico; y (ii) el tipo
de la relación del componente ético-religioso de
la pastoral de Bernardo A. Thiel con el modelo político desarrollado por los liberales. Picado Gatjens y
Mora Rodríguez afirman que el modelo
político liberal del siglo XIX se caracterizó por la ausencia de
política social, es decir,
se restringió al criterio de dejar hacer, dejar
pasar. Este criterio de partida es,
cuando menos, impreciso. Tal como
ha mostrado el
historiador Steven Palmer, los
gobiernos liberales no
propiciaron un Estado gendarme que descuidaba la política social.[82] Por el contrario, si bien no
es posible hablar
de un Estado benefactor o un Estado
de seguridad social, ciertamente el Estado liberal no fue gendarme. Steven Palmer
caracteriza al Estado de finales del
siglo XIX como uno ético o
educador en un sentido
gramsciano,
el cual “tiene
como una de sus principales funciones la de elevar a la gran masa del
pueblo a un cierto nivel
cultural y moral
por medio de actividades educativas.”[83] Consiste en un Estado que, para ocuparse propia- mente
de la cuestión económica, debía desplegar un amplio proyecto civilizatorio, para lo cual
era necesario el desarrollo de una
política social (principalmente educativa, aunque abarcó
también aspectos como salud,
control sanitario y profiláctico, regulación de las prácticas médicas y científicas, control del delito, entre
otros). Esta tesis fue
planteada muchos años
antes (1941), aunque sin un
desarrolla de sus consecuencias, por Rodrigo Facio. Al comentar
la reforma liberal de la educación (1896), Facio indicó: “Con la Ley
de Educación Común
se trata, dentro
de las inspiraciones más bien intelectualistas de
la época, de
perfeccionar y hacer
más apto el capital humano de la nación.”[84] Es decir,
Facio comprendía bien que
las políticas económicas de los liberales a finales del
siglo XIX, presuponían como condición de posibilidad la creación y
consolidación de un capital
humano capaz de soportar y desplegar,
en sus cuerpos y a través de sus capacidades, las formas sociales requeridas por el modelo
económico capitalista. Esta proyección social del liberalismo decimonónico en Costa Rica no se caracterizó por su éxito,
consolidación institucional o amplio alcance. Por el contrario, más bien se trató de un proceso fracturado y atravesado por
diversas limitaciones.[85] Asimismo, y tal como veremos en el apartado siguiente, esta política social del
liberalismo (dirigida a la educación, higiene, vagancia, salud,
entre otros) se inscribió dentro de procesos de control de la población en distintos estratos
sociales. Es decir, son técnicas del buen encauzamiento, dirigidas a
controlar la desviación de la norma social requerida por el nuevo modelo productivo. Sin embargo, a pesar
de estas observaciones, no es posible
hablar de ausencia de política social en el
período liberal sino, por el
contrario, de una presencia de política social
que resultaba excesiva (aún con sus limitaciones) en comparación con
etapas anteriores. La
Iglesia Católica costarricense reaccionó ante este exceso
de política social, algo que no había
enfrentado en la colonia, al menos no con este nivel de intensidad. Frente a este panorama, no es posible
afirmar que la pastoral de Bernardo A. Thiel
confrontó al gobierno liberal en el flanco de una ausencia de política
social. Por el contrario, a pesar
de las limitaciones del Estado, el
clero afrontó un exceso de política social, un intento estatal de dominio
capilar de la vida social de la
población. Esto supone un registro de preguntas distinto al planteado por los
autores. Durante las décadas finales del siglo XIX, la administración estatal de la cosa
pública se extendió a la vida de la población, lo cual desafió una de las potestades que el
clero asumía como propias. En este punto se podría
albergar la impresión de que la
confrontación entre Iglesia Católica y liberales se
dio exclusivamente en el plano de una ética
social. Una tesis
básica, común a
Picado Gatjens y
Mora Rodríguez, sugiere que
la focalización clerical en una ética personal, característica intrínseca
del modelo de cristiandad colonial, fue desplazada por la adscripción del clero a una ética social
(1891- 1893) enfocada en
señalar los aspectos estructurales que producían vulnerabilidad económica en la clase
trabajadora. De modo
que el retorno posterios de Bernardo A. Thiel a cuestiones de ética personal
reflejan, según ambos
autores, el abandono de la doctrina social de la Iglesia Católica, y su
refugio en un
modelo de cristiandad. Aquí se condensa la
tensión aludida al inicio de este apartado entre ética personal y social
enfatizada en los trabajos analizados. Sin embargo, esta
división entre ética personal y social
no repara en un aspecto central de la doctrina
social de la Iglesia Católica: la
ética personal no se suspende, sino que debe ser inscrita en el proyecto social
de justa producción y distribución de la riqueza. Esta integración se advierte en el concepto mismo de justo salario según lo desarrolla Víctor
M. Sanabria (quien representa, tanto para Picado Gatjens
como para Mora Rodríguez, la cúspide de la cuestión social en Costa Rica).
Sanabria señala tres aspectos fundamentales
que lesionaban el
justo salario, incluso cuando hay
justicia distributiva y patronal: “el lujo y vana ostentación en los vestidos, el
abuso de las
bebidas alcohólicas y el juego,
y el abuso de los espectáculos y diversiones innecesarias.”[86] En relación a esto último, no sólo se lesiona el
bien patrimonial familiar, además se “malgasta” tiempo. Tiempo que podría
ser utilizado, luego
de restituir las fuerzas corporales, en actividades que contribuyan a incrementar el
patrimonio: “Pensamos, aun más [sic], que a muchos de nuestros trabajadores les quedan muchas horas libres,
quizás demasiadas horas libres, que no aprovechan como bien podrían hacerlo, en ninguna industria personal
que les permita mejorar su suerte, antes bien las
malgastan en menesteres inútiles o pecaminosos”[87]. En uno de los
documentos considerados fundamentales en la historia de la doctrina social en Costa
Rica, existe una ética personal que debe ser
integrada en el
proyecto social, donde el individuo (sobre
todo el obrero)
debe hacer de sí mismo un ecónomo, un administrador de sus energías y de su tiempo, de modo que logre desplegar efectivamente su industria personal y contribuya así al
incremento del patrimonio familiar y de la
nación. De esta forma, cuando se
dividen las cartas pastorales de Bernardo A. Thiel, entre espiritualizadas (dirigidas a la ética
personal) frente a otras de
honda preocupación social, se pierde de vista que ambas apuntan a un elemento
común en términos económicos: una apropiada administración de sí mismo
que permita desplegar las capacidades físicas y
mentales, de modo que sea posible maximizar
el aporte individual al proyecto productivo nacional. Resulta necesario analizar la forma en
la cual un
mismo programa o proyecto de administración de la república recorre las distintas cartas
pastorales de Bernardo Augusto Thiel, aún aquellas
que Picado Gatjens y Mora Rodríguez critican como espiritualizadas. Sólo a través de
esta última forma de lectura se podría advertir que, en lugar de una ruptura
insalvable entre política social y económica, entre Estado liberal e Iglesia Católica, el final del
siglo XIX fraguó los ajustes de nuevas formas de encabalgamientos
entre dos matrices de poder
dirigidas a la
adecuada administración de
los nervios de una población. Bibliografía Blanco, Ricardo. 1884. El Estado, la Iglesia y las reformas liberales, San José:
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Editorial Costa Rica, 1971. Bonilla,
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y Palmer, Steven. (eds.), El paso
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en Costa Rica 1821-1882, San José: EUCR, 2002. Oduber, Daniel. Raíces del partido Liberación Nacional. Notas para una evaluación
histórica, San José: EUNED, 1994. Oliva, Mario. Artesanos y obreros costarricenses 1880-1914, San José:
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1982. Salazar, Orlando. El apogeo de la República liberal en Costa
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José: EUCR, 2003 [1990]. Sanabria, Víctor. Bernardo Augusto Thiel. Segundo Obispo de
Costa Rica (Apuntamientos históricos), San José: Lehmann; 1941. Soto, Gustavo. El pensamiento social y político de Monseñor Bernardo Augusto Thiel, San José: Litografía Lil, 2014. Soto, Gustavo. La Iglesia
Costarricense y la cuestión social. Antecedentes y análisis de la reforma social
de 1940-43, dos tomos, Tesis de Licenciatura en Filosofía, San José: UCR, 1984. ¨¨¨ Diego A. Soto Morera es Master en Estudios Teológicos,
Universidad Nacional de Costa Rica. Profesor de la Escuela Ecuménica de
Ciencias de la Religión (UNA). Recibido: 15 de junio
de 2016 Aprobado: 24 de agosto
de 2016 |
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[1] Este artículo
es una parte del trabajo de investigación de pasantía doctoral en el Instituto de Investigaciones Sociales
de la Universidad de Costa
Rica, durante el primer
ciclo lectivo del año 2016. Ahí se me brindó
la amable y grata posibilidad de participar de las
sesiones de discusión del programa Culturas,
instituciones y subjetividades, donde
tuve ocasión de presentar unas notas iniciales de este texto y recibir una
importante retroalimentación de parte del equipo de investigadores.
[2] El obispo señaló: “El ochenta y cuatro es un movimiento de carácter colectivo, una oposición entre dos entidades públicas,
la Iglesia y el Estado,
entre dos ideologías distintas, la liberal y la católica, pero oposición en que privan
no pocas de las características de la idiosincrasia costarricense”, (Víctor M. Sanabria; Bernardo Augusto
Thiel. Segundo Obispo
de Costa Rica (Apuntamientos históricos), (San José: Lehmann; 1941), 117 (sección de Libros
Antiguos y Especiales, colección Banco Central de Costa Rica, Biblioteca Joaquín
García Monge, UNA).
[3] Una de las principales críticas de un autor como Ciro Cardoso
(referente de la nueva
historiografía costarricense) al modelo denominado “historia tradicional” es la (falsa) ausencia de formulación de hipótesis. Ver Ciro Cardoso, Introducción al trabajo de la
investigación histórica. Conocimiento, método e historia, (Barcelona: Crítica, 1981),135-151.
[4] Esta temática
ha sido ampliamente discutida por Alexander Jiménez
Matarrita quien
ubica a una generación de filósofos que a mediados
del siglo anterior
trabajaron a partir de
la hipótesis de un nacionalismo étnico
metafísico (ver Alexander Jiménez, El imposible país
de los filósofos: el discurso filosófico y la invención de Costa Rica, (San José: EUCR;
2005).
[5] Juan R. Quesada,
Historia de la historiografía costarricense, 1821-1940, (San José: EUCR, 2003), 362.
[6] Constantino Láscaris, Desarrollo de las ideas en Costa Rica, 2da. ed., (San José: Editorial Costa Rica; 1975 [1964]), 236.
[7] Daniel Oduber, Raíces del partido Liberación Nacional. Notas para una evaluación histórica, (San José: EUNED,
1994), 67.
[8] Eugenio Rodríguez, Siete ensayos
políticos. Fuentes de la democracia social de Costa Rica, (San José: CEDAL; 1982), 75-76, 123-167 y
241-278.
[9] La amplia
obra de Iván Molina Jiménez
será citada en este apartado
principalmente para considerar las críticas formuladas a la
historiografía tradicional. En otro trabajo resulta necesario ofrecer una
serie de perspectivas que permiten, a su vez,
señalar nuestra distancia con
respecto al tipo de aproximación propuesta por autores como Molina Jiménez.
[10] Iván Molina,
“Los jueces y los juicios
del legado colonial
del Valle Central de Costa
Rica”, Ciencias Sociales 32 (1986): 99-117.
[11] Carlos
Monge, “Conceptos sobre la evolución de Costa Rica en el siglo XVIII,” Revista del Colegio
Superior de Señoritas 2 y 3 (junio, 1937):
47-68. El texto
de Mario Sancho Costa Rica, Suiza centroamericana (1935) ya proponía la idea de una
ausencia o mínima aristocracia en Costa Rica (para una crítica de este texto
y un análisis del contexto
de su publicación ver Iván Molina,
“El telón descorrido: Clemente Marroquín y Mario Sancho en la Costa Rica de 1935”, en Iván Molina, La estela de la pluma. Cultura
impresa e intelectuales en Centroamérica durante los siglos XIX y XX,
(Heredia: EUNA, 2004), 279-293). El texto
de Sancho fue de gran importancia para el Centro para el Estudio de los
problemas Nacionales (CEPN) y su proyecto
(ver David Díaz, Crisis social y memora en lucha: guerra civil en Costa Rica,
1940-1948, (San José: EUCR, 2015),
120-142). El impacto
de esta obra en el CEPN se puede advertir aún en el prólogo de Alberto Cañas a una reedición del texto
de Mario Sancho
(ver Alberto Cañas,
“El porqué de este libro,” en Mario Sancho y Luis Paulino Vargas, Costa Rica, dos visiones: Costa Rica, Suiza centroamericana (1935);
Costa Rica hoy, una sociedad
en crisis, (San José: EUNED, 2009), vii-ix).
[12] Gustavo Soto,
La Iglesia Costarricense y la cuestión
social. Antecedentes y análisis de la reforma social de 1940-43, Tomo I, Tesis de grado Licenciatura en Filosofía, (San José: UCR; 1984).
[13] El director
de la tesis de Gustavo
A. Soto Valverde fue Guillermo Malavassi, quien había propuesto dejar claro
el lugar que ocupa la Doctrina Social
al interior de la nación costarricense: “El cristianismo constituye la médula de la nacionalidad costarricense. La vigencia de esta doctrina
orienta las realizaciones personales de la mayoría de los
costarricenses y ha formado parte principal de la vida institucional de Costa
Rica.” El propósito de Malavassi con su publicación,
según indica, consistía en ofrecer una interpretación que hiciera un contrapeso
de la historia socialdemócrata y comunista
sobre el surgimiento de las reformas sociales
de inicios de los años cuarenta del siglo
XX: “Con la reforma social,
que ha significado la tarea más importante del siglo XX en
Costa Rica, ha ocurrido que muchos han querido ser sus progenitores. Los comunistas y quienes
han pretendido arrebatarle el mérito histórico
al Reformador Social
de Costa Rica.” (ver Guillermo Malavassi, ed., Los principios cristianos de justicia social
y la realidad histórica de Costa Rica, (San José: Trejos, 1977),
7-17.
[14] Gustavo Soto, La iglesia costarricense y la cuestión
social, 143.
[15] La idea
del minifundismo e igualitarismo socioeconómico es tomada del texto de Rodrigo Facio, “Breve estudio sobre la evolución económica de Costa Rica”, en Obras de
Rodrigo Facio.
Historia sobre economía
costarricense, tomo I, (San José:
Editorial Costa Rica; 1972), 39-50. Sin embargo, antes
que Facio, ya en la década de los
treinta del siglo anterior fue necesario sostener esta hipótesis de la homogeneidad minifundista caritativa como uno de los pilares
utilizados por la alianza Estado-Iglesia para combatir al comunismo
(ver Iván Molina, Anticomunismo
reformista. Competencia electoral y la cuestión social en Costa Rica (1931-1948), (San José: Editorial Costa Rica; 2009),
73-74). Tal como señalamos arriba, Iván Molina ha ubicado el texto de Carlos Monge Alfaro de 1937 como aquel
que inauguró la interpretación “socialdemócrata” de la historia
costarricense (ver Iván Molina, “Labriegos sencillo y comerciantes en el Valle Central.
Una interpretación del legado colonial de Costa
Rica,” en Víctor
Acuña e Iván Molina, El desarrollo económico y social de Costa Rica:
de la colonia a la crisis de 1930, (San José: Alma Máter; 1986),
3).
[16] Gustavo Soto, La iglesia costarricense y la cuestión
social, 165.
[17] Ibídem.,
169. Paréntesis mío D. S.
[18] Ibídem.,
174.
[19] Para una
lectura crítica del trabajo (tesis y libro) de Gustavo A. Soto Valverde ver Iván Molina, Los pasados de la memoria.
El origen de la reforma
social en Costa Rica (1938-1943), (Heredia: UNA, 2008), 159-168.
Una de las omisiones que señala Molina al trabajo
de Soto, es la ausencia de una consideración de los intereses electorales y de reforma de la
legislación anticlerical existente que atraviesan el apoyo de la Iglesia
Católica al gobierno de Calderón Guardia en torno a
las garantías sociales.
[20] Iván Molina,
“Los caminos de la historia cultural en Costa
Rica,” en Museo
Histórico y Cultural Juan
Santa María, Familia,
vida cotidiana y mentalidades en México y Costa Rica.
Siglos XVIII-XIX, (Alajuela: Museo de Historia
y Cultura Juan Santamaría: 1995),
74.
[21] Soto Valverde no considera que los niveles
de acceso a la educación
en Costa Rica eran bajos a finales
del siglo XIX. Para 1892 tan sólo el 8% tenía acceso
a la instrucción pública, inferior con respecto a otros países
latinoamericanos (Iván Molina,
“El mundo que Alsina
contribuyó a edificar”, en Iván Molina y Steven Palmer,
La voluntad radiante.
Cultura impresa, magia
y medicina en Costa Rica (1897-1932), (San José: EUNED, 2004),
25. Para cifras comparativas del mundo rural y urbano, así como la
distinción de género con respecto al acceso a la educación ver Iván Molina y
Steven Palmer, Educando a Costa Rica. Alfabetización popular, formación docente y
género (1880-1950), (San José: EUNED, 2003), 1-128).
Asimismo, el trabajo
de Soto Valverde tampoco
consideró los conflictos municipales en torno a la educación, ni siquiera los problemas de financiamiento público de la educación que ocupó muy
bajos porcentajes del presupuesto anual del Estado hasta las últimas décadas
del siglo XIX (Ileana Muñoz,
Educación y régimen municipal en Costa Rica 1821-1882, (San José: EUCR, 2002), 153-228). De esta manera,
plantear el condicionamiento católico
del “alma nacional” a través de la educación, implicaría un acceso limitado
y tardío a la mayoría
de la población costarricense.
[22] Iván Molina,
La educación en Costa Rica de la época colonial al presente, (San José: PEN, EDUPUC; 2016), 1-184.
[23] Iván
Molina, La educación en Costa Rica,
183.
[24] Elizabeth
Fonseca, Patricia Alvarenga y Juan Carlos Solórzano, Costa Rica en el siglo XVIII, (San José: EUCR, 2000), 349-401.
[25] La
expresión pertenece a Ricardo Blanco Segura, específicamente un texto que
comparte las tesis centrales del trabajo de Soto Valverde, y que fue publicado casi al mismo tiempo
(ver Ricardo Blanco,
1884. El Estado, la Iglesia y las reformas liberales, (San
José: Editorial Costa
Rica; 1983), 122).
El ejercicio que propongo aquí,
se pudo realizar, con algunos matices, a partir del libro de Segura Blanco.
[26] Rodrigo Facio, “La universidad de Santo Tomás de Costa Rica”,
en Rodrigo Facio,
Obras de Rodrigo Facio. Obras Históricas, políticas y
poéticas, tomo IV, (San José:
Editorial Costa Rica; 1982) 401-402. Un referente más cercano temporalmente al texto de Soto
Valverde sostenía, a mediados
de los ochenta del siglo
anterior, esta misma
perspectiva (ver Eugenio Rodríguez, “Nuestros liberales y sus retadores,” en Carmen Lila Gómez
et al., Las instituciones costarricenses del siglo XIX, (San José: Editorial
Costa Rica, 1985), 203-219).
[27] Ibídem., 402. Se trata de una tesis que expresa, en términos casi idénticos, Abelardo Bonilla (ver Abelardo Bonilla,
Historia de la literatura costarricense, (San José:
EDUCA, 1981), 81).
[28] Gustavo Soto, La iglesia costarricense y la cuestión
social, 205.
[29] Susanne Jonas Bodenheimer ha señalado que
la consolidación de esta “mitología política” del carácter homeostático de la
nación fue legitimada a través del discurso político que está en los orígenes
del partido Liberación Nacional. Esta mitología vendría a promover como
universal un “alma nacional” caracterizada por una vida democrática que evita los extremos políticos y procura
la homeóstasis del
centro (ver Susanne Jonas, La ideología demócrata en Costa
Rica, Mario Ramírez
(trad.), (San José:
EDUCA; 1984).
[30] Gustavo Soto, La iglesia costarricense y la cuestión
social, 204.
[31] Roberto
Marín Guzmán realizó una interesante investigación sobre los jesuitas, donde muestran
las diversas luchas
e intereses locales
y centroamericanos en torno a la
cuestión jesuita, de modo que
no se podría sostener una
posición unívoca y homogénea.
Propone además la interesante hipótesis de que no se han considerado con detenimiento
los intereses bancarios de los gobiernos liberales, como otro elemento
del contexto que ayuda
a explicar lo sucedido a finales del
siglo XIX. Ver Roberto
Marín, El primer intento de entrada de los jesuitas a Costa Rica (1872) y el inicio
de la controversia entre el Dr. Lorenzo Montúfar y el P. León Tornero, S. I.,
(San José: EUCR, 2011).
[32] Para un
estudio del lugar ocupado por la masonería al interior este conflicto ver Tomás Arias, 150 años de historia
de la masonería en Costa Rica: biografía histórica del presbítero Dr. Francisco C. Calvo,
(San José: Editorial Costa Rica, 2015); Miguel Guzmán-Stein,
“Masonería, Iglesia Católica y Estado: las relaciones entre el poder civil y el
poder eclesiástico y las formas asociativas”, REHMLAC 1, 1 (Mayo-Nov. 2009),
100-134; Esteban Sánchez, “La identificación del desarticulador del mundo católico: el liberalismo,
la masonería y el protestantismo en la prensa católica en Costa Rica
(1880-1900)”, REHMLAC 2, 2 (Dic.
2010-Abril 2011), 34-52; Ricardo Martínez, “Documentos y discursos católicos antimasónicos en Costa
Rica (1865-1899)”, REHMLAC 1, 1 (Mayo- Nov. 2009), 135-154.
[33] Gustavo Soto, La iglesia costarricense y la cuestión
social, 215.
[34] Resulta oportuno
observar que Gustavo
Soto Valverde no modificó,
con el tiempo, sus tesis básicas con respecto a los enfrentamientos
entre liberalismo y catolicismo en Costa Rica a finales del Siglo XIX. En su
estudio sobre “El entorno histórico y biográfico de Monseñor Thiel” (en una valiosa obra donde compilan muchas de las
cartas pastorales de Bernardo A. Thiel), Soto Valverde ha defendido sus posiciones de mediados de los ochenta
frente a los estudios posteriores que critican su acercamiento
(ver Gustavo Soto, El pensamiento social
y político de Monseñor Bernardo
Augusto Thiel, (San José: Litografía Lil,
2014), 30-37).
[35] Carl Schmitt,
Teología política, Francisco Conde y Jorge Navarro (trad.),
(Madrid: Trotta, 2009).
[36] Ricardo
Blanco, Monseñor Sanabria (apuntes
biográficos), 2da. ed., (San José: Editorial Costa Rica, 1971), 115-121. La
segunda edición añade un capítulo donde se
rastrean los orígenes de la doctrina
social en Costa Rica hasta Bernardo A. Thiel; Constantino
Láscaris, Desarrollo
de las ideas en Costa
Rica, Óp. Cit., 126-128
y 225-239; Marina
Volio, Jorge Volio y el Partido
Reformista, 4a. ed., (San José: EUNED, 1983), 261-265;
Luis Barahona, El pensamiento político
de Costa Rica, (San José: Fernández-Arce, 1970); Luis Barahona, Las ideas políticas de Costa Rica,(San José: Departamento de Publicaciones MEP, 1977),
87-91 y 147-167; Guillermo
Malavassi,
ed., Los principios cristianos de justicia social
y la realidad histórica de Costa Rica, Óp. Cit.; Santiago Arrieta,
El pensamiento político social de Monseñor
Sanabria, (San José: EDUCA,
1982); Luis Demetrio Tinoco, “El pensamiento socialcristiano,” en
Eugenio Rodríguez y Luis Demetrio Tinoco, eds., El pensamiento contemporáneo costarricense,
Tomo
I, (San José:
Editorial Costa Rica,
1980), 205-221; Vladimir
de la Cruz, Las luchas
sociales en Costa Rica: 1870-1930, (San José: EUCR;
2004 [1980]), 35-41;
Miguel Picado, La
palabra social de los obispos
costarricenses, (San José:
DEI, 1982); 9-24; Carlos Luis Fallas,
El movimiento obrero en Costa
Rica1830-1902, (San José: EUNED, 1983),
345-353 y 388-393; Javier Solís, La herencia
de Sanabria: análisis político de la Iglesia costarricense, (San José: DEI,
1983); Andrés Opazo, Costa Rica: la Iglesia católica
y el orden social, (San José: DEI, 1987).
[37] James Becker,
La Iglesia y el sindicalismo en Costa Rica, (San José: Editorial Costa Rica, 1974); Philip
Williams, The Catholic Church and Politics in Nicaragua
and Costa Rica, (New York: Palgrave Mc Millan; 1989), 107-120;
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Cortés a Calderón
Guardia, (San José: Editorial Costa
Rica: 1994); Iván Molina, Los
pasados de la memoria, Óp. Cit.,
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Rica (1931-1948), (San José: Editorial
Costa Rica, 2009); Jorge Mario Salazar, Crisis liberal
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Manuel Solís Avendaño, La institucionalidad ajena. Los años cuarenta
y el fin de siglo, (San José: EUCR, 2008), 89-108;
David Díaz, Crisis social
y memorias en lucha: guerra civil en Costa Rica, 1940-1948, (San José: EUCR, 2015), xxiv, 7-18; Rafael Sánchez, Estado de bienestar, crisis económica, ajuste
estructural en Costa Rica, (San José:
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[38] Miguel Picado,
La iglesia costarricense: entre Dios y el César, 2ª. ed., (San José: DEI; 1989
[1988]).
[39] Arnoldo Mora, Las fuentes del cristianismo social
en Costa Rica, 2ª ed., (San José: EUNED; 2006 [1989]).
[40] Para una recopilación de la opinión
pública en torno
a este retorno ver Pablo
Richard, ed., La pastoral social
en Costa Rica.
Documentos y comentarios acerca de la polémica entre
la Iglesia Católica y el periódico La Nación, (San José: DEI, 1987).
[41] Jorge A. Chaves,
La Iglesia Católica y el proceso
de producción material
en Costa Rica: una
invitación al análisis del período
1940-1978, (Heredia: EUNA, 1978); Jorge
A. Chaves, La Iglesia Católica: los pequeños
productores cafetaleros y el desarrollo del capitalismo en la agricultura
costarricense 1940-1960, (Heredia: EUNA,
1982).
[42] Ver Álvaro Fernández, Iglesia Católica y conflicto social en Costa Rica, 1979-1989, Tomo I, Tesis
de Maestría, (San José: Universidad de Costa Rica, 1990), 3-126.
[43] Para una
visión de conjunto sobre este período de la economía ver Jorge León et al, Historia económica de Costa Rica en el siglo XX: crecimiento de políticas económicas, Tomo I, (San
José: EUCR, 2014), 188-340.
[44] Álvaro Fernández, “Iglesia Católica y ajuste estructural: dilemas y conflictos”, Ciencias Sociales 61 (setiembre 1993),87-95.
[45] Comisión de Verdad
para El Salvador, De la locura a la esperanza. La guerra de los doce años en El Salvador, (San Salvador: UN, 1992);
Ignacio Martín Baró, comp., Psicología social de la guerra: trauma
y terapia, (San Salvador: UCA, 2000), 24-40 y 66-87.
[46] Dirk Kruijt, Guerrilla:
guerra y paz en Centroamérica, (Ciudad de Guatemala: F&G, 2009); Victoria Stanford, Violencia y genocidio en Guatemala,
(Ciudad de Guatemala: F&G, 2003);
Arzobispado de Guatemala
(Oficina de Derechos Humanos),
Guatemala Nunca Más,
(Ciudad de Guatemala: Informe del Proyecto
Interdiocesano, 1998); Jonathan Pimentel,
“La mano de Dios, la voz del General: introducción a la lectura
de la economía política de la
carne de Efraín
Ríos Montt”, Vida y Pensamiento 35, 1 (primer semestre 2015), 79-112.
[47] Héctor
Pérez Brignolli, Breve
historia de Centroamérica, 2ª ed., 1ª reimp.,
(Madrid: Alianza, 2010), 181-230.
[48] José Comblin, “La Doctrina de la Seguridad
Nacional,” en José Comblin y Alberto Methol
Ferré, Dos Ensayos sobre Seguridad Nacional,
(Santiago: Arzobispado de Santiago- Vicaria de la Solidaridad; 1979). El texto fue publicado
primero en francés:
José Comblin,
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L’ideologie
de la securite nationel, (París: J.-P. Delarge; 1977).
[49] Álvaro Fernández, Iglesia Católica
y conflicto social
en Costa Rica,
Óp. Cit., 49-92.
[50] Samuel Silva
Gotay, El pensamiento cristiano revolucionario en América
Latina y el Caribe.
Implicaciones de la teología de la liberación para la sociología de la religión, (Puerto Rico: Ediciones Huracán, 1981).
[51] Para una discusión sobre
el carácter plural
del término en relación con el desarrollo de estas teologías ver:
Jonathan Pimentel, “Teologías latinoamericanas de la liberación,” en Jonathan
Pimentel, ed., Teologías latinoamericanas
de la liberación: pasión, crítica y
esperanza, (Heredia: SEBILA; 2010), 7-46; Helio Gallardo, “Trabajo político
y teología latinoamericana de la liberación,” en Ibídem., 47-80. Asimismo, ver las indicaciones sobre Teología latinoamericana de la liberación en Helio Gallardo. Crítica social
del evangelio que mata.
Introducción al pensamiento de Juan Luis Segundo, (Heredia: EECR, 2009), 17-54. Para un
desarrollo histórico: Enrique
Dussel, Teología de la liberación. Un panorama de su desarrollo, (México: Potrerillos; 1995); para una valoración crítica:
Michael Löwy. The War of Gods:
Religion and Politics in Latin America, (London: Verso; 1996) y Jonathan Pimentel, “El
espejo roto (I): Michael Lôwy y los cristianismos liberacionistas latinoamericanos,” Siwô’ 1 (2008), 217-266.
[52] Iván Molina,
Los pasados de la memoria, Óp. Cit., 143-168.
[53] Orlando Salazar,
El apogeo de la República liberal
en Costa Rica 1870-1914, (San José:
EUCR, 2003 [1990]), 27-44.
[54] Miguel
Picado, La iglesia costarricense: entre
Dios y el César, 58.
[55] Para un
análisis del partido Unión Católico y su impacto en la historia política
costarricense ver Clara Luca, “Partido Unión Católica, primer partido
ideológico de Costa Rica”, Tesis Licenciatura en Historia, (San José: UCR, 1973); Gustavo
Soto, “Tres partidos políticos y un ideario:
génesis de los partidos políticos
de inspiración cristiana en Costa Rica”, Acta Académica 20 (mayo 1997).
[56] Miguel
Picado, La iglesia costarricense: entre
Dios y el César, 59-60.
[57] Ibídem., 63.
[58] Ibídem.,
67.
[59] Arnoldo Mora,
Las fuentes del cristianismo social en Costa Rica, 45.
[60] Ibídem.,
93. La afirmación de una Iglesia Católica aliada a las clases medias
decimonónica resulta, cuando menos, imprecisa. Según la investigación de George
García, para finales del siglo
XIX apenas comenzaba a configurarse la concentración de capitales que daría paso a la emergencia de la clase media en Costa Rica, la cual se constata
plenamente hasta el siglo XX (ver George
García, Formación de la clase media en Costa Rica.
Economía, sociabilidades y discursos políticos (1890-1950), (San José:
Arlekín, 2014), 81-190).
[61] Ibídem., 69.
[62] Ibídem., 83.
[63] Ibídem., 60.
[64] Ibídem.,
91.
[65] Con la figura de Monseñor Bernardo Augusto Thiel, Arnoldo Mora
cae en una forma
de “ensayismo histórico”, que tiene a poner atención en la figura o personaje histórico, en una especia de “culto al
individuo”. Ya esto lo había
observado Iván Molina con respecto a otro texto de Arnoldo Mora publicado en
1988 (Los orígenes del pensamiento
socialista en Costa Rica), donde, además, el filósofo incurre
en una serie de imprecisiones históricas que se repiten
en el texto que estamos
revisando (ver Iván
Molina, “El desafío de los historiadores, a propósito de un libro de Arnoldo
Mora”, Revista de Historia
18, (1998), 245-255).
[66] Iván
Molina, “Cuestión social, literatura y dinámica electoral en Costa Rica (1880-
1914)”, en Ronny Viales (ed.), Pobreza e historia en Costa Rica. Determinantes estructurales y representaciones sociales del siglo XVII a 1950,
(San José: EUCR; 2009), 195.
[67] Iván
Molina, Anticomunismo reformista, 21-22.
[68] Para un análisis de la participación del clero en los procesos
electorales 1889, 1892
y 1894 ver Edgar Solano, “La participación del clero en las campañas
políticas de 1889 y
1894”, Diálogos. Revista Electrónica de Historia 11, 2 (2014). Según Solano, esta participación
obedecía a tres objetivos particulares: restituir la educación religiosa en las
escuelas financiadas por el Estado, devolver el clero “el libre ejercicio” en la administración de los sacramentos y, finalmente, reivindicar la presencia de las órdenes
monásticas en el país.
[69] Iván
Molina, Anticomunismo reformista, 23.
Para un trabajo minucioso sobre los
intereses electorales del clero en el contexto de publicación de la carta sobre
el justo salario ver Esteban
Sánchez Solano, La participación político partidista de la Iglesia:
el partido Unión Católica
y sus estrategias de movilización política en el marco del conflicto entre
la Iglesia Católica y el Estado Liberal
en Costa Rica
(1889-1898), Tesis
de maestría en historia centroamericana, (San José: Universidad
de Costa Rica, 2013).
[70] Ibídem.,
121-134; Jorge Mario Salazar, Crisis
liberal y Estado reformista, 192-195; David Díaz, Crisis social y memorias en lucha, 55-61.
[71] Vladimir
De la Cruz, “Apuntes para la historia
del movimiento obrero y sindical centroamericano”, Revista Estudios
Laborales 2- 3 (1979), 5-30;
Vladimir De la Cruz, Las
luchas sociales en Costa Rica 1870-1930, (San José: EUCR,
1980).
[72] Carlos Luis Fallas,
El movimiento obrero en Costa Rica1830-1902, Óp. Cit.
[73] Rodrigo Quesada, “El movimiento
obrero en Costa Rica visto por los historiadores”, Aportes 21 (Set-Oct, 1984),
27-37.
[74] Edwin Mora,
“¿Obreros de la historia o historia de los obreros?”, Revista de Historia
11 (1985), 163-169.
[75] Iván
Molina, “Organización y lucha campesina en el Valle
Central de Costa Rica (1825-1850)”, Avances de investigación del Centro de Investigaciones Históricas, N. 19, (San José: Universidad de Costa Rica; 1986).
[76] Ibídem.,
12.
[77] Mario Oliva, Artesanos
y obreros costarricenses 1880-1914, (San José: Editorial Costa
Rica; 1985), 91. El texto de Oliva Medina
fue galardono con el premio
de ensayo histórico de la Editorial Costa
Rica de 1984.
Este trabajo fue presentado originalmente como tesis para optar
por el grado
de licenciatura en la Universidad Nacional de Costa
Rica, bajo la dirección del historiador Rodrigo Quesada.
[78] Iván Molina,
“El mundo del libro que Alisna contribuyó a edificar”, en Iván Molina y
Steven Palmer (eds.),
La voluntad radiante, Óp. Cit., 27.
[79] Jesús Iribarren y José Luis Gutiérrez, Los Papas y la cuestión
social. Ocho grandes
mensajes, (Madrid: BAC, 1974).
[80] Francisco Pacheco, Introducción a la teoría
del Estado, (San
José: EUNED, 2013 [1980]), 140.
[81] Rodrigo
Quesada, Ideas económicas en Costa Rica
(1850-2005), (San José: EUNED, 2008), 221-226.
Esta discusión del autor responde al proceso de discusión y aprobación
el Tratado de Libre Comercio
con EEUU en Costa Rica.
El autor no considera dentro de su discusión la amplia producción sobre esta temática
al interior de la Cátedra
Víctor Sanabria de la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión
de la Universidad Nacional,
ni de su coordinador Jorge Arturo Chaves,
sólo por citar un ejemplo.
[82] Steven Palmer, “Adiós Laissez-Faire: La
política social en Costa Rica (1880-1940)”,
Revista de Historia de América 124 (enero-junio
2004), 99-117.
[83] Steven Palmer, “Sociedad
anónima, cultura oficial:
inventando la nación en Costa Rica 1848-1900”, en Iván Molina y Steven Palmer
(eds.), Héroes al gusto y libros
de moda. Sociedad y cambio cultural
en Costa Rica (1750-1900), (San José: EUNED;
2004), 281.
[84] Rodrigo Facio, “Breve
estudio sobre la evolución económica de Costa Rica”,
Óp. Cit., 66. El subrayado no pertenece al original.
[85] Iván
Molina ha señalado que, si bien el propósito de esta política social era forjar
una población acorde al proyecto de un Estado liberal, esto no significó que
sus objetivos se concretaron: “en un contexto
de alfabetización creciente y de expansión de la producción impresa,
el sensacionalismo periodístico, impulsado por la competencia
entre los medios, abrió espacios
para revalorizar las culturas populares urbanas y rurales, bajo ataque por la cruzada civilizatoria de los políticos e intelectuales liberales
desde la década de 1880. El aprendizaje de leer y escribir, en vez de simplemente secularizar a campesinos, artesanos y otros trabajadores e identificarlos con
la ideología del progreso
–en su sentido capitalista y positivista–, facilitó que los nuevos lectores y
lectoras reforzaran consumos tradicionales (literatura religiosa) o emprendieran otros nuevos,
pero alejados (novelas de aventuras y del corazón, textos anarquistas y socialistas) de las
expectativas de quienes
impulsaron la reforma
educativa de 1886”, (Iván Molina,
“El paso del cometa
Halley por la cultura costarricense de 1910,” en Iván Molina
y Steven Palmer (eds.),
El paso del cometa.
Estado, política social
y culturas populares
en Costa Rica (1800-
1950), (San José: EUNED; 2005), 235).
[86] Víctor Sanabria,
Carta Pastoral: Sobre el justo salario, 29 de junio de 1941, (San José:
Lehmann, 1941), 16. Sección del Banco Central de
Costa Rica en Libro Antiguo y Espaciales, Biblioteca Joaquín
García Monge, Universidad Nacional.
[87] Ídem.