Vida  y

Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

Volumen 36 Número 2  -  Segundo Semestre 2016  -  San José, Costa Rica

La promesa de la herencia

 

 

 

 

Vestigios de teología política I:

Doctrina social, lucha popular y ser de la nación costarricense[1]

pp. 83-130

 

 

DIEGO A. SOTO MORERA

 

 

 

Resumen: En este artículo me ocupo de analizar la historiografía tradicional que ha racionalizado los alcances y legado de la doctrina social de la Iglesia Católica al interior de la historia social en Costa Rica. Se estudian los trabajos de tres autores característicos de este enfoque que difieren en sus modos de interpretación y enfoque del problema, pero que coinciden en sus conclusiones sobre el lugar del cristianismo en la conformación de un alma nacional. El propósito de este tipo de aproximaciones consiste en comprender los trasfondos históricos de modos de interpretación del lugar del cristianismo en la esfera pública aún vigentes.

Abstract: In this paper it is analyzed the traditional historiography that has rationalized the legacy and scopes of the social doctrine of the Catholic Church within the social history of Costa Rica. It will be studied three authors whose studies are characteristic of the traditional historiography that, besides their different frames of interpretation and delimitation of the object of study, share common conclusions on the role of Christianity in the conformation of the national soul. The broader aim of this study is to comprehend the historical backgrounds of current analytical frames from which it is interpreted the location of Christianism in the public sphere.

Palabras clave: Historiografía tradicional. Doctrina Social. Catolicismo. Costa Rica.

Key words: Traditional historiography. Social doctrine. Catholicism. Costa Rica.

 

 

 

1.      El alma de un pueblo: doctrina social y la vía costarricense

Víctor Manuel Sanabria Martínez, Monseñor, sabía que los eventos de julio del año 1884 dejaban al descubierto no pocos rasgos del carácter propio del pueblo costarricense.[2] Este saber no constituía una hipótesis explicativa o de construcción,[3] sino que se trataba más bien de un dato consignado, un criterio de partida. El carácter costarricense, impreso en el alma de la población, dejaba huellas por descifrar en el desenvolvimiento del acontecer político. El ser histórico del costarricense se proponía como una condición dada,[4] que resultaba preciso saber interpretar en cada episodio, usualmente, mediante una descripción de lo que potenciaba su cauce natural, frente a aquello que lo contenía o desviaba.

Para los alcances de este artículo interesa analizar esas formas de aproximación académica, posteriores a Sanabria, que han racionalizado las políticas de impresión del alma nacional, pero más aún, que han pensado la localización de la constante religiosa al interior de ese proceso de impresión. Se trata de un régimen de historicidad que ha contribuidoa pensar unasociedad decimonónica (y posterior) profundamente imbuida de catolicismo. Según esta perspectiva, el ser histórico del costarricense fue moldeado a torno sobre el eje religioso, en unos talleres clericales. Para estos pensadores, la religión católica ha introducido las coordenadas mínimas de posibilidad de cualquier modelo civil a la tica.

No hay que reservar el término “historia religiosa” para las aproximaciones que, en su diversidad, coinciden en este supuesto. El historiador Juan Rafael Quesada Camacho acuñó esta noción para referirse a un género de producción historiográfica, anterior a la década de los cincuenta del siglo pasado, desarrollado principalmente por “hombres de iglesia o seglares profundamente religiosos”,[5] que concentran su trabajo en la Iglesia Católica como institución, o en aspectos relacionados con la religión católica como “biografías edificantes” de sus principales figuras.

Para Quesada Camacho, además del influjo compartido con la “vieja historia” (episódica y descriptiva, focalizada en grandes personajes y sus obras, carente de una comprensión de totalidad, valle centralismo, entre otros), la “historia religiosa” se caracterizó por un gesto peculiar y predominante: “el tono aleccionador.” Al interior de esta perspectiva no sólo se narran sucesos de los grandes héroes, sus conquistas, sus obras, o sobre la Iglesia y sus hechos; lo característico de la “historia religiosa” consiste en propiciar una lección para señalar a las almas el camino correcto y la apología. La conclusión de Quesada Camacho es que, mediante su producción historiográfica, la Iglesia Católica despliega una labor pastoral. Con tono más simpático lo habría dicho antes Constantino Láscaris, también con respecto a Sanabria: “en él domina el canonista sobre el teólogo y el apologeta sobre el historiador.”[6]

Si reducimos este primer enfoque a la “historia religiosa”, tal como la entiende Quesada Camacho, perderíamos de vista que, más allá de un pictórico gesto moralizante, hay un intento de formalización de la teología política en la historia costarricense. Se trata de un conjunto de acercamientos que proponen ubicar las claves que harían inteligible el vínculo profundo entre la religión (católica) y el alcance político del «ser histórico de la nación costarricense». Son trabajos que se encargaron de proponer la racionalización del trasfondo religioso presente en el proceso ontogenético del sujeto civil nacional, donde el núcleo no lo constituye la labor moralizante de la religión, salvo como efecto de otro aspecto mucho más nuclear, a saber, la doctrina social de la Iglesia Católica. Es la conclusión básica de varios pensadores al interior de esta perspectiva: en el corazón mismo del ser histórico de la nación costarricense, la doctrina social introduce la veta del justo medio como coordenada básica del sujeto de la política nacional.

Ahora bien, la locación del vector de la doctrina social como núcleo básico del sujeto político no es una cuestión resuelta de manera unívoca, al menos no en la determinación de sus efectos. En la década de los ochenta del siglo anterior podemos ubicar, inicialmente, dos formas de comprensión de este núcleo del supuesto ser histórico costarricense. Uno que atiende mucho más al vínculo entre doctrina social y una suerte de homeóstasis ideológica del ser costarricense; frente a otro que enfatiza la cuestión social de la Iglesia Católica como la chispa que encendió (o al menos, encauzó) el movimiento o la resistencia popular en Costa Rica, toda vez que clama por justicia socioeconómica. Ambos modelos serán analizados, a partir de textos representativos, en este primer apartado.

2.      Mater et Magistra: voluntad colectiva y homeóstasis

Durante sus programas de televisión (1983), luego publicados en varias ocasiones, Daniel Oduber afirmó que “la doctrina social de la Iglesia es consubstancial con la forma de ser costarricense y con la forma como los costarricenses hemos visto nuestra sociedad desarrollarse por etapas.”[7] Esta condición del ser costarricense explicaba los eventos ocurridos un siglo antes (a la vez que respondía al contexto de enunciación del expresidente), donde se enfrentaron liberales y conservadores-clericales, pues, según Oduber, el trasfondo del enfrentamiento fue la lucha de la Iglesia Católica por los desamparados. Este rasgo ontológico del costarricense se traducía, en la explicación del expresidente, en un gesto político característico: “ni los liberales eran demasiados liberales, ni los conservadores y clericales eran tales.” Se trataba de una suerte de carácter homeostático, que procura siempre el equilibrio político (“armonía social,” según la denomina Oduber). Este factor «a la tica», según esta perspectiva, previene de excesos ideológicos extremos, o bien, al menos, opera como atenuante.

La formulación de esta peculiar tesis es anterior al expresidente Oduber. Ya su texto señala la obra de Eugenio Rodríguez Vega[8] como antecedente inmediato. No obstante, los inicios de esta interpretación han sido ubicados varias décadas atrás. La historiografía que descubrió un alma nacional caracterizada por la igualdad socioeconómica (minifundios) y el gesto homeostático que evita el exceso ideológico (pacifismo), se remonta a la década de los treinta del siglo XX. Iván Molina (autor que ha señalado in extenso diversas limitaciones de la historiografía tradicional y otras)[9] la ubicó en los orígenes mismos de la historiografía socialdemócrata,[10] particularmente en un texto fundacional de Carlos Monge.[11] Se trata de una perspectiva muy características de lo que ha sido nominado historiografía tradicional (1890-1970) en Costa Rica, donde han coincidido, además del socialdemócrata, otros enfoques historiográficos.

No obstante, la academia que localizó el lugar de la doctrina social de la Iglesia Católica al interior de esta historia de la originaria igualdad costarricense es producto de muchas décadas de trabajo. Me interesa aquí un texto que intentó racionalizar aquello que el expresidente Oduber asume como dato, esto es, el proceso de consolidación del alma nacional en torno a la doctrina social de la Iglesia Católica. Se trata de un trabajo que asume la pregunta: ¿a través de cuáles procesos históricos un alma nacional fue conformada a la sazón de una doctrina católica?

La tesis de licenciatura del filósofo Gustavo A. Soto Valverde,[12] escrita en un período de disputa por la progenitura de las garantías sociales,[13] ha marcado una referencia obligada para el estudio de la Iglesia Católica en Costa Rica. El capítulo primero de la segunda sección del primer tomo de su trabajo se titula: “El cristianismo y el ser de la nacionalidad costarricense”, donde Gustavo Soto procura analizar cómo el cristianismo, y particularmente, su doctrina social, ha ayudado a configurar “una voluntad colectiva de ser nación”.[14] Aquello que caracterizó al periodo colonial, según esta perspectiva, fue la forma en la cual el catolicismo logró articular una identidad colectiva en torno a la pobreza, lo cual, aunado al “asentamiento del español en Costa Rica”, configuró una sociedad igualitaria sin grupos “excesivamente privilegiados”, más bien conformada por “minifundios”[15] y prácticas caritativas.

De esta forma, la Iglesia Católica, según Soto Valverde, figura como factor determinante de la voluntad colectiva, la cual, presenta tres características fundamentales: “la cordialidad, el carácter fraternal y la convicción religiosa”. Esta última imprimió en el alma nacional una tendencia “al cumplimiento de las normas morales,”[16] así como una apertura a la práctica de la caridad. De esta forma: “el cristianismo [en realidad, el catolicismo] fue el crisol en el que, junto a los factores señalados anteriormente, se modeló el carácter modesto y sentido del costarricense.”[17] El alma nacional, en la tesis de Soto Valverde, es producida principalmente por la Iglesia Católica, y está vinculada, principalmente, con el carácter pacifista y conciliador.

¿Qué proceso social permitió la conformación de esta peculiar voluntad de ser nación en Costa Rica? Según explica Soto Valverde, la causa principal que permitió a la Iglesia Católica ocupar tal posición dentro del desarrollo del “alma de la nación” fue el “vínculo orgánico” entre religión y Educación: “se puede afirmar que la educación fue en Costa Rica producto de la influencia de la Iglesia en la formación del ser nacional, ya sea ésta de modo directo o indirecto”[18]. No sólo el púlpito o el confesionario, también el aula. Según esta tesis, el catolicismo estaba vinculado con la formación espiritual de los costarricenses, no sólo mediante la observancia de la práctica religiosa, sino a través de la instrucción pública. La Iglesia Católica habría desempañado dentro de la historia costarricense una gestión (incluso implícita) de las prácticas educativas, con lo cual habría constituido, desde su cimiente, el alma de la nación.

Varias limitaciones se han señalado a las investigaciones que siguen una línea similar a la propuesta de Soto Valverde.[19] La crítica básica ha sido planteada por la nueva historiografía, en términos de una focalización en el campo institucional incapaz de identificar la recepción de los productos institucionales (alta cultura) por parte de la población. En palabras de Iván Molina no se repara en “el vínculo entre los productos culturales y el universo de los distintos sectores sociales.”[20] De esta forma, al hablar del vínculo orgánico entre educación y religión católica, se supone una relación institucional que no aborda las prácticas pedagógicas o educativas concretas. Por ejemplo, el argumento del “vínculo orgánico” entre religión y educación en Costa Rica, planteado por Soto Valverde (e investigaciones similares), no repara sobre el bajo porcentaje de acceso a la educación pública por parte de la población, tanto urbana como rural, aún en las primeras décadas del siglo XX.[21] Se trataría, vista desde esta primera perspectiva, de una influencia reducía en porcentajes y tardía en la historia nacional.

No obstante, la crítica al vínculo orgánico entre educación y catolicismo no puede reducirse al bajo porcentaje de asistencia o acceso a la instrucción pública. De esta condición no se predica la ausencia de injerencia/influencia de la Iglesia Católica en la determinación de la instrucción pública. ¿Acaso asistimos, desde los inicios de la enseñanza formal en Costa Rica, a una profundización del vínculo orgánico al que se refiere Soto Valverde?

El más reciente trabajo de Iván Molina sobre la educación en Costa Rica nos obligaría a poner esta última pregunta en una perspectiva mucho más amplia.[22] Las reformas borbónicas (s. XVIII) incluían entre sus esfuerzos desafiar la injerencia de la Iglesia Católica en la educación. Para el siglo dieciocho el financiamiento de la educación en Costa Rica fue asumido por los municipios, y de los maestros contratados entre 1714 y 1797, sólo una minoría eran sacerdotes; aunque ciertamente existía presencia de contenidos católicos en la agenda educativa y los métodos pedagógicos. No obstante, para el momento de vida independiente, se manifiesta con mayor rigor una tendencia a la secularización de la educación, así como una diversificación de la enseñanza, que se ocupó de ampliar (a partir de 1822) los contenidos y textos empleados. Esta reforma no se frenó con el concordato de 1850. El proceso de centralización de la educación, iniciado en 1869, significó una limitación a la presencia de la Iglesia Católica en la educación, en un ambiente caracterizado por la circulación escrita y diversificación de las corrientes de pensamiento en el ámbito nacional (positivismo, masonería, espiritismo, ciencias ocultas, entre otros).

Molina Jiménez muestra cómo la reforma educativa de 1886 logra proponer un sistema educativo caracterizado por un enfoque secular y positivista, donde la religión no formaba parte del currículo. Si bien esta reforma educativa fue confrontada desde diversos ángulos, y modificada (por ejemplo, el retorno de la educación religiosa como materia opcional según decretos de 1890 y 1892), la resistencia a sus alcances fue limitada: “La participación del clero en el proceso fue fundamental, tanto en términos de denunciar la reforma de 1886 como de instar a las comunidades a que la resistieran; pese a eso, el llamado de los eclesiásticos a no enviar a los niños a las escuela públicas no fue acogido por una proporción considerable de la población, como se desprende a la matrícula total consignada.”[23] Luego, los intentos del clero por resistir y transformar una larga tendencia a la secularización de la instrucción pública en Costa Rica, tuvo efectos reducidos, al menos hasta mediados del siglo XX.

En este sentido, para el período de estudio, no es posible afirmar un vínculo orgánico entre religión católica y educación en Costa Rica; más bien, parece el escenario de una serie de disputas, muy tempranas, por incluir un carácter mucho más secularizado en la instrucción pública, según las aspiraciones liberales y positivista de la época.

A pesar de estas observaciones, se podría indicar que el vínculo profundo entre educación e Iglesia Católica en Costa Rica no prima en las aulas, en la esfera pública, sino que se trata de una formación que acontece en el seno mismo de la intimidad, en lo privado-familiar. Aún este argumento no repera sobre las diversas resistencias que la instrucción católica recibió en diversas zonas, sobre todo rurales, del territorio nacional. En este sentido, el texto de Soto Valverde narra una historia done el alma nacional se imprimió de manera homogénea sobre toda la población, sin especificidades, y sobre todo sin resistencias ni fricciones. De nuevo, se asume la perspectiva desde arriba, como si los sectores populares no ofrecieran resistencias a los productos de la alta cultura. Por mencionar un ejemplo, entre otros posibles, Elizabeth Fonseca, Patricia Alvarenga y Juan Carlos Solórzano[24] muestran que los diversos intentos de los franciscanos por evangelizar a las poblaciones en la región de Talamanca, encontraron mucha oposición en las comunidades, al punto de solicitar el apoyo de las fuerzas militares coloniales (movilizadas por intereses en la mano de obra aborigen). Estas cruzadas católicas en suelo nacional encontraron no pocas sublevaciones. Y en varios casos, el sometimiento de las poblaciones aborígenes respondía a decisiones estratégicas, debido al peligro que representaban piratas y otros invasores ingleses o franceses para los pueblos autóctonos.

De este modo, desde diversos ángulos, la historiografía más reciente ha señalado que la afirmación de un vínculo orgánico, casi espontáneo, entre educación e Iglesia Católica, resulta al menos cuestionable, si se contrasta con el desarrollo de las prácticas educativas del siglo XIX, tanto a nivel institucional, como a nivel comunitario-rural.

Sin dejar de lado estas observaciones, me interesa avanzar en el planteamiento de Soto Valverde para repasar su consideración sobre el enfrentamiento en torno a las (así llamadas) leyes anticlericales. En la perspectiva de este autor, un rasgo particular de esta voluntad católica de ser nación es que en tiempos de conflicto sus matices se acentúan; sobre todo en presencia de tendencias exógenas. De ahí que resulta significativo para mi trabajo ocuparse de las observaciones de Soto Valverde sobre este conflicto en particular.

De acuerdo a Soto Valverde la coyuntura política de finales del siglo XIX, sobre todo las últimas dos décadas, donde acontecen una serie de tensiones entre el Estado y la Iglesia Católica, debe ser leída sobre el trasfondo de un alma nacional enfrentada con una ideología foránea. De ahí que el problema no es ni siquiera entre liberalismo y catolicismo, sino entre un liberalismo no-autóctono y el catolicismo costarricense. Aquí Soto Valverde sigue una tesis consolidada por Rodrigo Facio (a quien cita ampliamente), según la cual, existe, un liberalismo costarricense, “sui generis”[25] (se le ha llamado criollo), que fue “seducido” a finales del siglo XIX por un liberalismo importado:

El liberalismo propiamente costarricense, afán espontáneo de mejoramiento colectivo de las líneas de igualdad, el respeto y la tolerancia, tendencia nacida en las propias entrañas de nuestro ser social, va forjando la nacionalidad, modelando las instituciones, educando al pueblo. El liberalismo doctrinario europeo lo acompaña en su labor, a veces aclarándole el camino, a veces desviándolo del mismo con injustificados estallidos radicales […] El anticlericalismo, por ejemplo, fue una tendencia superficial, adventicia, de importación, no justificada por la realidad nacional. Porque la Iglesia no fue nunca en Costa Rica una institución reaccionaria en el sentido social del término.[26]

Según la lectura de Facio, seguida por Soto Valverde, se puede sostener que el final del siglo XIX fue testigo del surgimiento de un liberalismo ajeno a “nuestro ser social”, cuyos embates anticlericales son explicables debido a la “proyección del fulminante anticlericalismo guatemalteco”[27] de Rufino Barrios. La intromisión de este “liberalismo entendido al modo guatemalteco”[28], quebró el carácter homeostático[29] del ser costarricense, condensado en la homogeneidad y el espíritu caritativo de pequeños propietarios, así como en el carácter no reaccionario de la Iglesia Católica. Esta ruptura produjo roces “excesivos” con las autoridades eclesiásticas, donde privó el carácter anticlerical y sobre todo antijesuita: “llegó a identificarse su consolidación o expulsión [de los jesuitas] del territorio con la derrota o el triunfo del partido liberal”[30]. Expulsar a los jesuitas, según esta tesis, constituía un ritual político del liberalismo centroamericano, principalmente guatemalteco.[31]

A partir de estas consideraciones, es posible mostrar que la lectura de Soto Valverde está interesada, no exactamente en mostrar una serie de tensiones políticas, sino en explicar, a través de un recuento de eventos, un exceso indebido que rompió el carácter homeostático del ser de la nación costarricense. La idea central es que la influencia de un liberalismo foráneo, específicamente guatemalteco y de tendencia masónica,[32] desequilibró esa condición de “respeto y la tolerancia” que caracteriza al alma nacional, de modo que el ataque no fue sólo al clero: “el liberalismo que, en su versión guatemalteca, se dejó sentir en la historia patria en las últimas décadas del siglo pasado, fueron un rudo golpe contra la Iglesia, contra el catolicismo, y por ende, contra la propia nacionalidad costarricense”.[33] Atacar al catolicismo es atacar al pueblo costarricense, en la región más íntima y profunda de su ser social.

De esta manera, el lugar que juega la doctrina social de la Iglesia en el ser histórico de la nación costarricense, no se reduce estrictamente a la búsqueda de la justicia socioeconómica (que Soto Valverde vincula con el aspecto caritativo), sino que afecta también la resolución de conflictos sociales: la vía costarricense, según esta lectura, es la conciliación de los extremos, la mesura, la homeóstasis, el control del exceso ideológico. La forma en que la Iglesia Católica combatió este decimonónico y foráneo exceso, según la tesis de Soto Valverde, no fue el refugio “en un silencio cobarde” sino que consistió en la defensa de sus ideales sociales, principalmente mediante la defensa del justo salario de los trabajadores (volveré sobre este punto más adelante). El recurso a la doctrina social permite el retorno al medio justo. Un alcance central de la doctrina social, tal parece ser la tesis de fondo, es que la búsqueda de la justicia socioeconómica está mediada por el control del exceso político y la procura de un justo centro.

En este punto se inscribe la cuestión social al interior del sujeto político nacional, a saber, como contrapeso que permite el retorno al equilibrio característico del alma nacional. La doctrina social es la base de la resolución de conflictos a la tica, donde siempre priva el justo medio por encima de posiciones extremistas. Finalmente, el trabajo de Soto Valverde,[34] en todo lo que tiene de valioso, no se limita únicamente a reafirmar un ser histórico de la nación costarricense. Es un intento por racionalizar el peso de la doctrina social de la Iglesia Católica en la constitución del sujeto político, en tanto sujeto de decisión, donde, según la tradición que piensa la teología política, está el problema central de la soberanía.[35] Para Gustavo Soto esta condición constituye una cimiente de la cual es posible apartarse, pero no renegar. Un enfoque que, a la luz de los acontecimientos más recientes en el ámbito político nacional, estamos lejos de poder superar.

3.      Vox populi: resistencia popular y lucha contra el Estado gendarme

Toda vez que se menciona la doctrina social de la Iglesia Católica se forma un vínculo espontáneo con las reformas de la administración Calderón Guardia (1940-1944), ante todo, con algunos de sus personajes más relevantes. Esto resulta comprensible a la sombra de múltiples esfuerzos académicos que se han ocupado con pasión de trazar la «correcta» genealogía (más bien, patrología) de la doctrina social en Costa Rica: Bernardo A. Thiel, Jorge Volio, Víctor M. Sanabria y el doctor Calderón Guardia son los referentes infaltables (e individuales) de una herencia política.[36] Asimismo, diversos estudios se han ocupado de señalar las limitaciones, teóricas y metodológicas, de estos acercamientos.[37]

No obstante, para los efectos de mi trabajo, resulta fundamental leer con detenimiento una forma de comprensión de la doctrina social de la Iglesia Católica inscrita dentro de los enfoques aludidos arriba, donde se le asume como factor de la historia de lucha popular costarricense. Esta tendencia ha pensado la doctrina social de la Iglesia Católica como el lugar de consolidación, al menos, crisálida, de la resistencia popular o de la lucha por la justicia social. No se trata, para esta corriente, de enfatizar el sujeto político que decide bajo un criterio homeostático, sino de mostrar cómo en Costa Rica los movimientos populares se han organizado, incluso originado, en torno a un centro clerical.

Miguel Picado Gatjens[38] y Arnoldo Mora Rodríguez[39] publicaron, respectiva y casi simultáneamente, dos libros que intentaron interpretar una herencia política de la Iglesia Católica en Costa Rica: la resistencia popular que reclama justicia socioeconómica. Ambos trabajos pertenecen a una tradición que procuró trazar, a través de la historia de la doctrina social en Costa Rica, el legado eclesiástico en las resistencias populares de carácter social, no necesariamente en términos de su génesis, pero al menos como vehículo que encauza la resistencia popular en un movimiento coherente.

Los trabajos de Picado Gatjens y Mora Rodríguez responden a un contexto donde la doctrina social de la Iglesia Católica había retornado al debate público en Costa Rica.[40] Luego de un período de “silencio” en materia socioeconómica posterior a la fundación de la segunda república (con algunas excepciones),[41] la cuestión social fue retomada con beligerancia por el clero a finales de la década de los setenta del siglo anterior.[42] Varios elementos de ese contexto explican las preocupaciones donde se circunscriben los textos de Picado Gatjens y Mora Rodríguez:

(a)  Una fase crítica de la economía nacional (1979-1983) impactó negativamente a la población (contracción del PIB, elevada inflación, abrupta devaluación del colón, aumento del precio del petróleo, recesión de mercados internacionales, incremento de la deuda interna y externa, retiro del crédito internacional, drástica elevación en el desempleo, encarecimiento de la canasta básica, entre otros), y tuvo como desenlace los acuerdos de ajuste estructural negociados con la administración Reagan.[43] El regreso a la doctrina social se daba, entonces, en medio del descontento y malestar de la población.

Álvaro Fernández González ha destacado que para este período, la feligresía católica expresaba una diversificación de demandas en torno al capital religioso durante la década de los ochenta.[44] Fernández González, siguiendo la idea de la lógica popular de E. Laclau, afirma que, al recurrir al acervo de la doctrina social durante este período, la Iglesia Católica no sólo respondía a una coyuntura sociopolítica, además le fue posible articular, en una cadena equivalencial, una serie de descontentos diferenciados al interior de sus estructuras eclesiásticas.

(b)  El contexto centroamericano, además de la crisis económica que lo atravesaba, estaba marcado por un crudo enfrentamiento armado: guerras civiles en El Salvador[45] y Guatemala[46], así como el desarrollo de guerra de baja intensidad implementada por EEUU contra el gobierno sandinista en Nicaragua.[47] Estos procesos de violencia sistemática en Centroamérica se extendían, con sus respectivas distinciones, en los distintos países Latinoamericanos ocupados por la Doctrina de Seguridad Nacional.[48] En el caso particular del proceso centroamericano, la Iglesia Católica costarricense tuvo una participación en términos de apoyo al Plan para la Paz de Oscar Arias.[49]

(c)  Asimismo, los trabajos de Picado Gatjens y Mora Rodríguez se aproximan a una corriente desplegada por el Episcopado Latinoamericano que reformuló, según las líneas trazadas por el Concilio Vaticano II, el lugar que la Iglesia Católica debía ocupar ante la situación política, económica y militar de la región.[50] En este contexto, surgió una corriente teológica que se ocupó de pensar el significado y grado de transformación metodológica requerido por estas circunstancias sociohistóricas: las Teologías Latinoamericanas de la Liberación[51] (tanto Picado Gatjens como Mora Rodríguez colaboraron con una de los principales instituciones de análisis en torno a esta corriente teológica: el Departamento Ecuménico de Investigación (DEI), institución que publicó los trabajos que analizamos aquí).

(d)  Finalmente, se puede establecer una preocupación en la discusión académica a la cual responden los trabajos de Picado Gatjens y Mora Rodríguez. Se trata de una disputa en torno a la correcta interpretación del legado de la doctrina social en Costa Rica y su aporte a la consolidación de las reformas sociales de inicios de los cuarenta del siglo anterior.[52] Los textos que estudiaremos a continuación, intentan enfatizar que el antecedente común que no puede ser obviado por ninguna perspectiva histórica de la reforma social de mediados del siglo XX en Costa Rica es la doctrina social de la Iglesia Católica.

Me interesa, al igual que se realizó con el texto de Soto Valverde, valorar la aproximación de Picado Gatjens y Mora Rodríguez a los eventos de finales del siglo XIX donde la doctrina social de la Iglesia ingresa al escenario político nacional, en medio de las disputas políticas entre liberales y católico-conservadores.

El presbítero e historiador Miguel Picado Gatjens indica que resulta limitado, cuando menos, interpretar los acontecimientos de las últimas dos décadas decimonónicas en términos de una prolongación anticlerical de la política internacional de Rufino Barrios, pues considera que los sucesos de 1884 deben explorarse principalmente a partir de factores políticos internos y no como resultado de una presión liberal guatemalteca. En este punto, Picado Gatjens avanza con respecto a la hipótesis del influjo del liberalismo guatemalteco (sostenida por historiadores de la Iglesia Católica como Soto Valverde y Segura Blanco), la cual no reparó en las rupturas políticas entre los gobiernos de Costa Rica y Guatemala durante este período.[53]

Miguel Picado asegura que dos hipótesis de lectura podrían ayudar a explicar “la violencia de los liberales en 1884”, a saber, (i) la necesidad de “crear un Estado moderno, para lo que era forzoso independizarlo de la Iglesia”; es decir, se trata de un período donde el Estado intenta reclamar y centralizar el gobierno de la población; y ante todo, (ii) que “el avance del capitalismo en la economía costarricense no armonizaba con una Iglesia fuerte y libre a la que acudirían de manera espontánea los campesinos desposeídos de sus tierras”[54]; es decir, la Iglesia Católica aparecía como un potencial y “peligroso rival” en materia social, como aliada de los más vulnerados por la política económica liberal.

Se trata, en realidad, de una única hipótesis de trabajo, a saber, el proceso de consolidación de un Estado liberal, basado en el desarrollo de una economía capitalista, precisaba restringir el alcance público de la Iglesia Católica como principal opositor en materia social. La Iglesia Católica, en la explicación de Miguel Picado, sería la institución que ofrecería resistencia al proyecto liberal, tanto en la figura del segundo obispo de Costa Rica como en “el amenazante éxito de Unión Católica” (el partido político de la Iglesia[55]). Esto se explica, según Picado Gatjens, porque los sectores más vulneradosy abandonados por las políticas liberales buscarían abrigo y amparo en la Iglesia Católica. Esta última, al escuchar este clamor, tendría que ofrecer oposición al modelo político liberal, y se convertiría en su mayor detractor. Las leyes anticlericales, según esta tesis, fueron una suerte de guerra preventiva contra un potencial enemigo.

En la explicación de Miguel Picado, la Iglesia Católica enfrentó al liberalismo de manera estratégica, no en el campo tradicional de dirección moral de la población, sino en “el ámbito económico- social, donde el liberalismo finisecular mostraba ya sus debilidades.”[56] Según esta aproximación, el proyecto liberal obligó a la Iglesia Católica a desviar su campo de acción tradicional/colonial, centrado en el encauzamiento de las conductas individuales, para localizarse en el terreno de crítica estructural de la producción de vulnerabilidad socioeconómica. De manera que, a diferencia de su énfasis en lo moral, que tendía a distanciarlo del pueblo y lo ponía en una situación desventajosa frente a las potestades que asumía el Estado liberal, con la crítica de la economía capitalista la Iglesia estrechaba sus lazos con el pueblo.

El caso más emblemático, según Picado Gatjens, se muestra en la Trigésima Carta Pastoral (1893) donde: “Mons. Thiel se abstiene de reflexiones moralizantes, no achaca la gravedad de la situación a pecados individuales […] no comete el error de afirmar que los problemas sociales se derivan todos de deficiencias de la ética personal. El Segundo Obispo de San José reconoce plenamente la existencia de los problemas sociales como algo independiente de los problemas morales individuales”.[57] En esta carta en particular, según el criterio de Picado Gatjens, Bernardo A. Thiel se abstiene de una reflexión moralizante, que entiende la condición socioeconómica como reflejo de una estructura ontológica individualizante (pecado), sino que ataca un sistema social que produce empobrecidos. Thiel combatía al Estado liberal, no en un pulso por el control moral de los individuos, sino en una crítica a políticas económicas de tipo capitalista.

Picado Gatjens reconoce que esta crítica a la economía del liberalismo obedeció a una coyuntura histórica particular y puntual, donde el clero se vio obligado a tomar partido y dejar atrás su zona de neutralidad política. Esto implicó que, cuando las condiciones políticas volvieron a ser favorables, la Iglesia no siguió la línea establecida por la Trigésima Carta Pastoral, con lo cual, volvió a la cómoda y neutral línea caritativa “que no conlleva peligro para el sistema social”. Es decir, la Iglesia Católica habría retornado al discurso cultural-moralizante, que ya no se ocupaba de diagnosticar “los problemas como originados en una estructura social contraria al plan de Dios”[58]; sino que se limitó a la crítica de las prácticas y pecados individuales.

No obstante, una tesis básica en el trabajo de Picado Gatjens (que sostiene aún), consiste en enfatizar que el enfrentamiento de finales del siglo XIX entre liberales y la Iglesia Católica mostró la capacidad del clero para articular una serie de demandas socioeconómicas de los sectores más vulnerables, y encauzarlas en una resistencia coherente a las políticas económicas que producen vulnerabilidad social. De esta forma, la Iglesia Católica costarricense respondía a su deber histórico, de la misma forma en que asumiría esta misma postura en muchas luchas venideras.

El filósofo Arnoldo Mora Rodríguez sigue muy de cerca la línea de Picado Gatjens en lo que respecta a los acontecimientos de finales del siglo XIX, aunque el texto del filósofo ahonda mucho más en las doctrinas, encíclicas y la teología patrística que subyace en los textos de Bernardo A. Thiel. Coincide plenamente con Picado Gatjens cuando indica que el enfrentamiento del Estado con la Iglesia, inicialmente planteado en “el ámbito de control ideológico de la sociedad civil” por parte de las autoridades estatales (principalmente a través del control de la educación y del registro civil), pasó a localizarse en el terreno de la crítica de la política económica por parte del clero:

Como el enfrentamiento se planteó en el terreno puramente político-ideológico y no en el económico, la respuesta de la Iglesia se situará en ese terreno, dando origen a un compromiso político del clero que lo llevará incluso al intento fallido de un proyecto teocrático […] la Iglesia se verá obligada a recurrir al apoyo popular para lo cual deberá asumir, al menos parcialmente, los intereses de los sectores populares más explotados (peones y jornaleros), dando así origen, sin pretenderlo, al nacimiento del enfrentamiento ideológico de clases que conlleva el cuestionamiento mismo de la naturaleza del Estado liberal.[59]

Si bien saltan a la luz algunas imprecisiones históricas, que discutiré más adelante, resulta oportuno señalarque Mora Rodríguez coincide con Picado Gatjens, sobre el lugar que estratégicamente asumió la Iglesia Católica durante este conflicto donde, no sólo se posicionó al lado del pueblo, sino que asumió, al menos coyunturalmente, su deber histórico: “constituirse en presencia profética, es decir, crítica frente a las injusticias sociales y defensores real de la dignifica humana, especialmente, de los sectores medios.”[60] Nuevamente, la Iglesia Católica en Costa Rica se movió, hacia el final del siglo XIX, entre un modelo de cristiandad (espiritualista-moralista) y lo que Mora considera como su verdadero deber histórico: constituirse en voz profética de los más vulnerados por las políticas económicas, y en el caso puntual de Thiel, como fermento del movimiento y lucha popular en Costa Rica.

Para Mora Rodríguez, a diferencia de lo que nos planteaba arriba Picado Gatjens, el “cristianismo social” de B. A. Thiel, no se limita a la Trigésima Carta Pastoral (1893), sino que el núcleo de la crítica social se ubica ya en cuatro cartas pastorales presentadas en el año 1891. Estos documentos, a criterio del autor, condensan “mejor que cualquier otro documento el pensamiento teológico- político del Obispo, convertido entonces en líder y fundador de un movimiento político de ámbito nacional que proyectaba asumir el poder mismo del Estado.”[61] Lo específico de estas cartas, para Mora, es que se inscriben dentro del principio liberal de libre discusión de las ideas, con lo cual, la Iglesia Católica comenzó a participar de la producción de opinión pública.

Dentro de este principio de opinión pública asumido por el clero a través de su máxima autoridad, se comienza a debatir sobre el lugar de la dimensión axiológica y el tipo de educación requerido la joven república. En este mismo año (1891) el obispo de San José también arremete en contra del liberalismo como doctrina política que procura la secularización del Estado y de la vida pública de la nación. Asimismo, aunado a esta crítica al liberalismo, Thiel proponía aquellos elementos que la religión podía poner al servicio del Estado, los puntos de contacto que podrían beneficiar a ambas instituciones. De esta manera, según Mora Rodríguez, el clero propició una crítica de la organización política de la cuestión pública por parte del Estado liberal, a partir de una reflexión sistemática y argumentos de orden antropológico, donde pensaba discutir los principios liberales en su propio campo.

Sin embargo, será hasta la aparición de la Trigésima Carta Pastoral (1893) cuando, según Mora Rodríguez, Thiel ofrecerá el documento de mayor trascendencia histórica, incluso “precursor de la teología de la liberación o teología latinoamericana.”[62] La carta, tal como lo indicó antes Picado Gatjens, critica la raíz estructural del Estado liberal, al señalar la necesidad de intervenir la economía con el fin de garantizar las condiciones de existencia de los trabajadores y, a su vez, llama a éstos últimos a organizarse a través de asociaciones de trabajadores para luchar por sus derechos. Con esta carta, de acuerdo al filósofo, el prelado ofreció su mayor aproximación a su deber histórico: la denuncia de las condiciones socioeconómicas que producen pobreza.

Finalmente, para Mora Rodríguez, el desarrollo del cristianismo social decimonónico es un momento histórico en realidad breve, comprendido entre 1891 y 1893, que podría reducirse a un grupo no mayor a cinco documentos (cartas pastorales) escritas por el segundo obispo de San José. Posterior a 1894, y el fracaso electoral de Unión Católica, Bernardo A. Thiel más bien retrocede a un régimen de cristiandad, cuyo énfasis pastoral recae en el control moralizante de la población: Thiel debe ser considerado entonces como el ideólogo y estratega de la formación del régimen de nueva cristiandad en nuestro medio,”[63] el cual procurará instaurar, una vez subsanadas las asperezas con el Estado liberal, una “cristiandad de facto”.

Luego de este breve e inspirador período, donde el clero costarricense se reencontró con su deber histórico, la Iglesia Católica siguió una estrategia venida de Roma, que procuraba la armonización con el Estado moderno. Esto explicaría el giro en la pastoral de Bernardo A. Thiel: “El tono de sus cartas pastorales cambió, se hizo más “espiritual” y con frecuencia se limitó a reproducir en nuestro medio las encíclicas del Papa, a celebrar el jubileo de León XIII, a fomentar devociones y participar activamente en academias científicas, donde adquirió una verdadera reputación de sabio.”[64] Mora Rodríguez comprende este período como una domesticación del obispo, incluso lo califica como un momento de “soledad existencial” del obispo,[65] cuando la iglesia vuelve a ocupar un lugar cómodo dentro del ámbito público costarricense.

4.      Capital humano y teología política en Costa Rica: perspectivas de estudio

No pocas críticas se han planteado al tipo de aproximación propuesto por Gustavo A. Soto Valverde, Miguel Picado Gatjens y Arnoldo Mora Rodríguez, en torno al lugar de la Iglesia Católica en el desarrollo histórico de la política costarricense. Al interior de mi trabajo resulta oportuno discutir una tensión básica que establecen estos dos últimos trabajos entre la crítica “propiamente” social frente a los alcances más “espiritualistas” de la Iglesia Católica a finales del siglo XIX. Se trata de la tensión entre que establecen Picago Gatjens y Mora Rodríguez entre la focalización clerical en la “ética personal” frente a su opción radical por una “ética social.” Se trata de aquello que ambos autores asumen como el deber histórico de la Iglesia junto al pueblo, frente a su alienación como agencia social del status quo (cristiandad). Esta tensión se puede localizar, inicialmente, en tres grandes campos temáticos: los intereses electorales vinculados a la transformación de la legislación anti-clerical; el desarrollo del movimiento campesino-obrero y sus mecanismos de articulación y lucha; y finalmente, una hipótesis de trabajo básica en los textos de Miguel Picado y Arnoldo Mora, a saber, la ausencia de intervención del Estado liberal en materia social correlativa a una suspensión o desplazamiento de la ética personal, una vez desplegada la doctrina social de la Iglesia Católica.

(a)  Picado Gatjens y Mora Rodríguez insisten en que Bernardo A. Thiel realizó una crítica estructural del modelo económico liberal de su tiempo, en procura de señalar las transformaciones políticas necesarias para garantizar la justicia social con los más vulnerados. Con esta acción del segundo obispo de San José la Iglesia Católica rompió con el modelo de cristiandad, y puso la primera piedra de la doctrina social. El regreso posterior a las temáticas moralizantes, dicen estos dos autores, muestra a una Iglesia que, una vez asegurado su lugar social, se conforma con las condiciones dadas. Es la tensión básica que ambos autores describen al considerar los eventos de finales del siglo XIX entre una Iglesia crítica de la política económica liberal, y el retorno de un (colonial) modelo de cristiandad.

Tanto Picado Gatjens como Mora Rodríguez, se ocupan de mostrar que, pese a las circunstancias históricas que obligaron al clero a aliarse con las causas de los más necesitados, no se podría negar que la trigésima carta pastoral del obispo Thiel introdujo un elemento de crítica económica de profundas repercusiones para la historia posterior de luchas sociales. De ahí que ambos autores minimizan el interés electoral que la circulación de este documento podía tener en los comicios de 1893, si se lo analiza en términos de su alcance a largo plazo en la historia costarricense.

No obstante, la historiografía posterior pone en una perspectiva diferente la relación entre la trigésima carta pastoral de Bernardo A. Thiel y la coyuntura electoral del momento. El historiador Iván Molina, por ejemplo, muestra que el texto del segundo obispo de San José, más allá de sus efectos en las papeletas de votación, no tuvo ningún otro alcance social en el contexto de su publicación, ni en las décadas posteriores:

La carta pastoral de Thiel, el primer documento que logró proyectar de manera decisiva en la esfera pública la problemática de la creciente diferenciación social y de la pobreza […] su emisión se explica, ante todo, por un trasfondo electoral específico, cual es el interés de que campesinos y artesanos votaran por Unión Católica en la campaña política de 1893. El obispo consiguió su propósito, ya que ese partido ganó la primera vuelta de los comicios presidenciales […] La preocupación de la jerarquía eclesiástica por la cuestión social fue, sin embargo, limitada en su práctica y en su formulación.[66]

La estrategia básica alrededor de la Trigésima Carta Pastoral (1893), según Molina Jiménez, fue emplear el mismo recurso que la Rerum Novarum había desempeñado en diversos países europeos donde “fortaleció al catolicismo social en su afán por competir con los partidos socialistas y socialdemócratas por el apoyo obrero.”[67] Es decir, la cuestión social fue, a finales del siglo XIX y durante primeras tres décadas del XX, un recurso para sostener el apoyo obrero en disputa con otros bandos políticos. En el caso costarricense, se trataba de alimentar aún más la oposición al autoritarismo del gobierno de José Joaquín Rodríguez (1890- 1894), el cual, a finales de su gestión comenzaba a perder el apoyo popular conseguido con la colaboración de la Iglesia Católica.[68]

Desde esta última perspectiva, difícilmente se podría sostener que la Iglesia Católica, a través de una serie de documentos de Bernardo A. Thiel, abandonó aquello que tanto Picado Gatjens como Mora Rodríguez denominan catolicismo moralizante (cris- tiandad), interesado principalmente en mantener su hegemonía institucional. El recurso a la doctrina social de la Iglesia, analizado en el mediano plazo de su surgimiento muestra que “la preocupación de la jerarquía eclesiástica por la cuestión social, originada en el cálculo electoral a corto plazo, fue limitada en su práctica y en su formulación.”[69] Las prácticas filantrópicas, caritativas y de beneficencia, donde efectivamente participó la Iglesia Católica, no confrontaban el modelo político liberal, más bien lo apoyaba en términos de control social (volveré sobre esto en el siguiente apartado). En su práctica y en discurso la Iglesia Católica seguía gravitando en torno a los intereses propios de un modelo de cristiandad.

De esta forma, si se analiza el documento de Bernardo A. Thiel en su mediano y largo alcance, se advierte que el tono de confrontación con las políticas liberales responde a una tensión coyuntural, cuyo principal interés consistió en pelear el apoyo obrero, artesano y campesino, tanto a liberales como comunistas, con el fin de impulsar a aquellos políticos (partidos o individuos) interesados en derogar o transformar las leyes anticlericales. Incluso la gran victoria de la doctrina social de la Iglesia Católica a inicios de los años cuarenta del siglo anterior, tuvo como antesala la eliminación de varios puntos de las leyes de 1884 (principalmente, en lo concerniente a la educación religiosa en la enseñanza pública y privada, así como la derogación de la prohibición de las órdenes monásticas).[70]

(b)  Ante la observación anterior se podría plantear que, indepen- dientemente de la discusión sobre el cálculo electoral, resulta más complicado cuestionar la relación entre los sectores populares y la Iglesia Católica, principalmente en términos del apoyo social. Se trata de una afirmación constante en los trabajos de Picado Gatjens y Mora Rodríguez, según la cual, los sectores populares acudirían “espontáneamente” a la Iglesia Católica en busca de justicia social. Sin embargo, ¿por qué tendría la Iglesia Católica que pelear electoralmente a otros movimientos (comunistas) el apoyo obrero, artesano y campesino, si parecía suyo por naturaleza? Esto nos lleva a la siguiente cuestión.

Picado Gatjens y Mora Rodríguez sostienen una tesis, más bien esencialista, según la cual, los trabajadores lesionados por las políticas económicas liberales, buscarían el abrigo de la Iglesia Católica, su único y principal refugio. Miguel Picado afirma que la Iglesia era la institución donde “acudirían de manera espontánea los campesinos desposeídos de sus tierras”. De modo que, la crítica la economía capitalista representaba el frente idóneo para luchar contra el liberalismo, dado el carácter de contrapeso político de la Iglesia Católica al lado de los pobres a finales del siglo XIX.

Sin embargo, ya para el tiempo en el cual se escriben/publican ambos textos (1988 y 1989 respectivamente), circulaba una investigación historiográfica que mostraba las limitaciones de los marcos de interpretación que emplearon Picado Gatjens y Arnoldo Mora para elaborar sus perspectivas sobre las interacciones entre política económica liberal, movimiento popular e Iglesia Católica a finales del siglo XIX. Estos marcos de interpretación estaban dados, principalmente, por los trabajos de Vladimir de la Cruz[71] y Carlos Luis Fallas Monge.[72] En artículos de Rodrigo Quesada[73] y Edwin Mora[74] se evidenciaban las flaquezas de esas investigaciones, debido a las limitaciones teóricas y metodológicas, así como el interés por parte de De la Cruz y Fallas Monge por utilizar fuentes primarias para justificar, anacrónicamente, sus posturas ideológicas. Picado Gatjens y Mora Rodríguez no se refieren a estas críticas.

Asimismo, un texto de Iván Molina, publicado también a mediados de los ochentas (1986), muestra que en el período 1825- 1850, la organización y la lucha campesina en Valle Central, que se dada ya desde mediados del siglo XVIII, no estaba vinculada “espontáneamente” con la Iglesia Católica. Las organizaciones tenían más bien un carácter de asamblea pública y los apoderados que representaban los procesos ante las alcaldías, eran en su mayoría laicos y se entendían directamente con las oficinas municipales competentes o sus representantes.[75] Ciertamente el motivo religioso estuvo presente en las luchas de los movimientos campesinos de este período, pero no porque la Iglesia Católica ocupara un lugar central en la articulación de demandas sociales, sino porque diversas comunidades luchaban por adquirir bienes religiosos, incluso algunas de sus asambleas proponían cambiar a los sacerdotes de sus comunidades.

Para el período que nos ocupa, finales del siglo XIX, la orga- nización campesina no era una práctica extraña, tenía más de un siglo y se había desarrollado, principalmente, a través de medios institucionalizados y de acuerdo a los cambios políticos de la época. De modo que, a través de mecanismos institucionales, los movimientos campesinos habrían logrado generar y canalizar una serie de descontentos y demandas comunitarias, donde la participación de la Iglesia Católica no fue nuclear en la articulación de sus fuerzas o proyección de sus intereses. Más bien, el motivo religioso, era objeto de algunas de sus demandas: “La comunidad, que luchaba por disfrutar del servicio religioso, nunca se sometía, mansamente, a todo lo que el sacerdote hiciera”.[76] De esta forma, el clero no tenía un carácter rector (ni de fermento) al interior de las luchas sociales campesinas.

Si, por otro lado, consideramos al movimiento obrero-artesano el panorama no es distinto, pues la relación entre el clero y los obrero- artesanos durante el período de estudio fue conflictiva. La Iglesia Católica no se mostraba como la institución donde los obreros acudían “espontáneamente” para canalizar sus descontentos y angustias. Por el contrario, los trabajadores que procuran mejorar sus condiciones laborales y situación económica más bien debían asociarse a pesar de la Iglesia Católica costarricense de finales del siglo XIX. Esta es la tesis que demuestra un estudio publicado, también a mediados de los ochentas del siglo pasado, por Mario Oliva: “Si alguien se opuso a las organizaciones de los trabajadores durante el período, ya fuera en su forma mutualista, cooperativista o de clubes políticos, así como a su prensa, fue la Iglesia Católica.”[77] Es decir, la organización obrera decimonónica no encontró en la Iglesia Católica un aliado espontáneo, sino, por el contrario, uno de sus contrincantes.

Desde inicios de la década de los ochenta del siglo XIX, según muestra Oliva, ya en El Mensajero del Clero se condena a través de editoriales las sociedades de obreros y artesanos, y para la última década de ese siglo, la Iglesia Católica ingresa en una campaña enardecida en contra de las publicaciones que servían de formación a los obreros y artesanos. La organización obrera estaba bien conformada, incluso en términos de circulación de publicaciones para la formación de bases: “en la década de 1880, empezó a circular una prensa obrera que emuló el procedimiento de difundir obras por entregas.”[78] Luego, para el tiempo en que escriben Picado Gatjens y Mora Rodríguez, no se puede postular algo como la ausencia total del movimiento obrero decimonónico, ni tan siquiera, su desarticulación o acción desorganizada.

A partir de los estudios de Iván Molina y Mario Oliva, publicados previo a los libros de Picado Gatjens y Mora Rodríguez, no era posible sostener la tesis de la Iglesia Católica como contrapeso exclusivo por su crítica a la política económica, y por su lugar “espontáneo” de agente de conglomeración y articulación del movimiento campesino-obrero. El movimiento campesino, obrero y artesanal tenía ya una larga historia de luchas en el país, y su organización y mecanismos de acción no estaban determinados ni asociados a la Iglesia Católica. Más bien, habría que señalar, a partir de la investigación histórica producida a mediados de los ochentas del siglo XX en Costa Rica, que la Iglesia Católica aprovechó una estructura ya conformada de movimiento popular para legitimar su propia lucha contra el Estado liberal.

Esto nos permite tomar una distancia con respecto a la tesis defendida por los autores comentados en este apartado, sobre la crítica a la política económica por parte del clero decimonónico. La denuncia de la cúpula católica a la política económica en la última década del siglo XIX no acontece en ausencia o desorganización del movimiento obrero-campesino. Más bien, este tipo de organización se daba ya desde finales del siglo XVIII en Costa Rica. Asimismo, la publicación de las cartas de Bernardo A. Thiel responde a un contexto particular (electoral), donde el lugar de la Iglesia Católica en la esfera pública fue significativamente limitado, y buscó el apoyo de un movimiento obrero-campesino que le precedía, en formación y organización, en la crítica del tipo de política económica impulsada por el proyecto liberal.

(c)  Los textos de Picado Gatjens y Mora Rodríguez comparten un criterio de lectura derivado de su comprensión de la doctrina social de la Iglesia Católica.[79] Un principio básico de esta doctrina establece la necesidad de conformar un sólido contexto jurídico al interior de la política económica, el cual garantice que el modelo económico adoptado esté al servicio de “la libertad humana integral” y procure la efectiva satisfacción de las necesidades fundamentales, así como una equitativa distribución de los bienes y acceso igualitario al mercado. Dicho en breve, se trata de la integración de la ética (de lo posible) a la determinación de las políticas económicas, donde grupos religiosos, entre otros sectores sociales, estarían llamados a aportar sus criterios de justicia social. Desde esta perspectiva, los textos de Picado Gatjens y Mora Rodríguez sostienen que, a pesar de las eventualidades electorales y circunstanciales del momento histórico, es innegable que el segundo obispo de San José introdujo un criterio ausente (o más bien, restringido y reprimido) en la economía liberal decimonónica: el componente ético que procura la justicia social (en términos de equitativa distribución y acceso igualitario a la riqueza). Según estos autores, la pastoral de Bernardo A. Thiel, ahí donde asume la doctrina social de la Iglesia, responde a una ruptura entre política social y política económica liberal en el siglo XIX, propia de un Estado gendarme.

Esta idea fue difundida (no por primera vez) en la academia costarricense a inicios de la década de los ochenta del siglo anterior, en un texto de Francisco A. Pacheco Fernández (ampliamente citado por Gustavo A. Soto Valverde), donde explicaba:

La bandera del liberalismo es, en este caso, disminuir la intervención del Estado […] Este planteamiento se caracteriza a menudo como el de Estado “gendarme”, puesto que toda la vida estatal, según se pensaba, debería quedar reducida a funciones similares a las que ejerce un policía, sin excederse en nada, y por supuesto, sin intervenir casi en ninguna de las actividades económicas que se desenvuelven libremente.[80]

Pacheco Fernández, sin embargo, entendía el conflicto entre Estado liberal e Iglesia Católica en términos de libertad/censura en “la expresión de las ideas, en las lecturas, en la conducta”. Arrebatar el espacio público a la Iglesia Católica fue pensado por Pacheco Fernández a partir del binomio expansión-restricción de la libertad de expresión los individuos. Picado Gatjens y Mora Rodríguez, por su parte, ponen su atención en el carácter “gendarme” del Estado liberal, e intentan demostrar que la Iglesia Católica fue un factor de contrapeso, no en materia de libre expresión, sino, por su misma misión histórica, en materia de crítica de la política económica.

La tesis básica de lectura de Picado Gatjens y Mora Rodríguez es que las circunstancias e intereses históricos (electorales, por ejemplo) no pueden desviarnos de lo fundamental: los textos de Bernardo A. Thiel reaccionaron ante la ausencia de una ética social al interior del modelo de gobierno liberal decimonónico (incluso un historiador de la economía en Costa Rica como Rodrigo Quesada, afirma que esta ausencia de “economía moral” se extiende hasta inicios del siglo XXI en Costa Rica).[81] Sin embargo, este criterio de partida, que sostiene una ausencia de política social al interior del modelo de gobierno liberal a finales del siglo XIX debe ser revisado, para los efectos de este apartado, en dos niveles: (i) la validez de la hipótesis, es decir, la efectiva ausencia de una política social al interior del proyecto liberal decimonónico; y (ii) el tipo de la relación del componente ético-religioso de la pastoral de Bernardo A. Thiel con el modelo político desarrollado por los liberales.

Picado Gatjens y Mora Rodríguez afirman que el modelo político liberal del siglo XIX se caracterizó por la ausencia de política social, es decir, se restringió al criterio de dejar hacer, dejar pasar. Este criterio de partida es, cuando menos, impreciso. Tal como ha mostrado el historiador Steven Palmer, los gobiernos liberales no propiciaron un Estado gendarme que descuidaba la política social.[82] Por el contrario, si bien no es posible hablar de un Estado benefactor o un Estado de seguridad social, ciertamente el Estado liberal no fue gendarme.

Steven Palmer caracteriza al Estado de finales del siglo XIX como uno ético o educador en un sentido gramsciano, el cual “tiene como una de sus principales funciones la de elevar a la gran masa del pueblo a un cierto nivel cultural y moral por medio de actividades educativas.”[83] Consiste en un Estado que, para ocuparse propia- mente de la cuestión económica, debía desplegar un amplio proyecto civilizatorio, para lo cual era necesario el desarrollo de una política social (principalmente educativa, aunque abarcó también aspectos como salud, control sanitario y profiláctico, regulación de las prácticas médicas y científicas, control del delito, entre otros). Esta tesis fue planteada muchos años antes (1941), aunque sin un desarrolla de sus consecuencias, por Rodrigo Facio. Al comentar la reforma liberal de la educación (1896), Facio indicó: “Con la Ley de Educación Común se trata, dentro de las inspiraciones más bien intelectualistas de la época, de perfeccionar y hacer más apto el capital humano de la nación.”[84] Es decir, Facio comprendía bien que las políticas económicas de los liberales a finales del siglo XIX, presuponían como condición de posibilidad la creación y consolidación de un capital humano capaz de soportar y desplegar, en sus cuerpos y a través de sus capacidades, las formas sociales requeridas por el modelo económico capitalista.

Esta proyección social del liberalismo decimonónico en Costa Rica no se caracterizó por su éxito, consolidación institucional o amplio alcance. Por el contrario, más bien se trató de un proceso fracturado y atravesado por diversas limitaciones.[85] Asimismo, y tal como veremos en el apartado siguiente, esta política social del liberalismo (dirigida a la educación, higiene, vagancia, salud, entre otros) se inscribió dentro de procesos de control de la población en distintos estratos sociales. Es decir, son técnicas del buen encauzamiento, dirigidas a controlar la desviación de la norma social requerida por el nuevo modelo productivo. Sin embargo, a pesar de estas observaciones, no es posible hablar de ausencia de política social en el período liberal sino, por el contrario, de una presencia de política social que resultaba excesiva (aún con sus limitaciones) en comparación con etapas anteriores. La Iglesia Católica costarricense reaccionó ante este exceso de política social, algo que no había enfrentado en la colonia, al menos no con este nivel de intensidad.

Frente a este panorama, no es posible afirmar que la pastoral de Bernardo A. Thiel confrontó al gobierno liberal en el flanco de una ausencia de política social. Por el contrario, a pesar de las limitaciones del Estado, el clero afrontó un exceso de política social, un intento estatal de dominio capilar de la vida social de la población. Esto supone un registro de preguntas distinto al planteado por los autores. Durante las décadas finales del siglo XIX, la administración estatal de la cosa pública se extendió a la vida de la población, lo cual desafió una de las potestades que el clero asumía como propias.

En este punto se podría albergar la impresión de que la confrontación entre Iglesia Católica y liberales se dio exclusivamente en el plano de una ética social. Una tesis básica, común a Picado Gatjens y Mora Rodríguez, sugiere que la focalización clerical en una ética personal, característica intrínseca del modelo de cristiandad colonial, fue desplazada por la adscripción del clero a una ética social (1891- 1893) enfocada en señalar los aspectos estructurales que producían vulnerabilidad económica en la clase trabajadora. De modo que el retorno posterios de Bernardo A. Thiel a cuestiones de ética personal reflejan, según ambos autores, el abandono de la doctrina social de la Iglesia Católica, y su refugio en un modelo de cristiandad. Aquí se condensa la tensión aludida al inicio de este apartado entre ética personal y social enfatizada en los trabajos analizados.

Sin embargo, esta división entre ética personal y social no repara en un aspecto central de la doctrina social de la Iglesia Católica: la ética personal no se suspende, sino que debe ser inscrita en el proyecto social de justa producción y distribución de la riqueza. Esta integración se advierte en el concepto mismo de justo salario según lo desarrolla Víctor M. Sanabria (quien representa, tanto para Picado Gatjens como para Mora Rodríguez, la cúspide de la cuestión social en Costa Rica). Sanabria señala tres aspectos fundamentales que lesionaban el justo salario, incluso cuando hay justicia distributiva y patronal: “el lujo y vana ostentación en los vestidos, el abuso de las bebidas alcohólicas y el juego, y el abuso de los espectáculos y diversiones innecesarias.”[86] En relación a esto último, no sólo se lesiona el bien patrimonial familiar, además se “malgasta” tiempo. Tiempo que podría ser utilizado, luego de restituir las fuerzas corporales, en actividades que contribuyan a incrementar el patrimonio: “Pensamos, aun más [sic], que a muchos de nuestros trabajadores les quedan muchas horas libres, quizás demasiadas horas libres, que no aprovechan como bien podrían hacerlo, en ninguna industria personal que les permita mejorar su suerte, antes bien las malgastan en menesteres inútiles o pecaminosos”[87]. En uno de los documentos considerados fundamentales en la historia de la doctrina social en Costa Rica, existe una ética personal que debe ser integrada en el proyecto social, donde el individuo (sobre todo el obrero) debe hacer de mismo un ecónomo, un administrador de sus energías y de su tiempo, de modo que logre desplegar efectivamente su industria personal y contribuya así al incremento del patrimonio familiar y  de la nación.

De esta forma, cuando se dividen las cartas pastorales de Bernardo A. Thiel, entre espiritualizadas (dirigidas a la ética personal) frente a otras de honda preocupación social, se pierde de vista que ambas apuntan a un elemento común en términos económicos: una apropiada administración de mismo que permita desplegar las capacidades físicas y mentales, de modo que sea posible maximizar el aporte individual al proyecto productivo nacional. Resulta necesario analizar la forma en la cual un mismo programa o proyecto de administración de la república recorre las distintas cartas pastorales de Bernardo Augusto Thiel, aún aquellas que Picado Gatjens y Mora Rodríguez critican como espiritualizadas. Sólo a través de esta última forma de lectura se podría advertir que, en lugar de una ruptura insalvable entre política social y económica, entre Estado liberal e Iglesia Católica, el final del siglo XIX fraguó los ajustes de nuevas formas de encabalgamientos entre dos matrices de poder dirigidas a la adecuada administración de los nervios de una población.

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Diego A. Soto Morera es Master en Estudios Teológicos, Universidad Nacional de Costa Rica. Profesor de la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión (UNA).

soto1984@gmail.com

 

Recibido: 15 de junio de 2016

Aprobado: 24 de agosto de 2016

 

 

 

 



[1]   Este artículo es una parte del trabajo de investigación de pasantía doctoral en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad de Costa Rica, durante el primer ciclo lectivo del año 2016. Ahí se me brindó la amable y grata posibilidad de participar de las sesiones de discusión del programa Culturas, instituciones y subjetividades, donde tuve ocasión de presentar unas notas iniciales de este texto y recibir una importante retroalimentación de parte del equipo de investigadores.

[2]   El obispo señaló: “El ochenta y cuatro es un movimiento de carácter colectivo, una oposición entre dos entidades públicas, la Iglesia y el Estado, entre dos ideologías distintas, la liberal y la católica, pero oposición en que privan no pocas de las características de la idiosincrasia costarricense”, (Víctor M. Sanabria; Bernardo Augusto Thiel. Segundo Obispo de Costa Rica (Apuntamientos históricos), (San José: Lehmann; 1941), 117 (sección de Libros Antiguos y Especiales, colección Banco Central de Costa Rica, Biblioteca Joaquín García Monge, UNA).

[3]   Una de las principales críticas de un autor como Ciro Cardoso (referente de la nueva historiografía costarricense) al modelo denominado “historia tradicional” es la (falsa) ausencia de formulación de hipótesis. Ver Ciro Cardoso, Introducción al trabajo de la investigación histórica. Conocimiento, método e historia, (Barcelona: Crítica, 1981),135-151.

[4]   Esta temática ha sido ampliamente discutida por Alexander Jiménez Matarrita quien ubica a una generación de filósofos que a mediados del siglo anterior trabajaron a partir de la hipótesis de un nacionalismo étnico metafísico (ver Alexander Jiménez, El imposible país de los filósofos: el discurso filosófico y la invención de Costa Rica, (San José: EUCR; 2005).

[5]   Juan R. Quesada, Historia de la historiografía costarricense, 1821-1940, (San José: EUCR, 2003), 362.

[6]   Constantino Láscaris, Desarrollo de las ideas en Costa Rica, 2da. ed., (San José: Editorial Costa Rica; 1975 [1964]), 236.

[7]   Daniel Oduber, Raíces del partido Liberación Nacional. Notas para una evaluación histórica, (San José: EUNED, 1994), 67.

[8]   Eugenio Rodríguez, Siete ensayos políticos. Fuentes de la democracia social de Costa Rica, (San José: CEDAL; 1982), 75-76, 123-167 y 241-278.

[9]   La amplia obra de Iván Molina Jiménez será citada en este apartado principalmente para considerar las críticas formuladas a la historiografía tradicional. En otro trabajo resulta necesario ofrecer una serie de perspectivas que permiten, a su vez, señalar nuestra distancia con respecto al tipo de aproximación propuesta por autores como Molina Jiménez.

[10] Iván Molina, “Los jueces y los juicios del legado colonial del Valle Central de Costa Rica”, Ciencias Sociales 32 (1986): 99-117.

[11] Carlos Monge, “Conceptos sobre la evolución de Costa Rica en el siglo XVIII,” Revista del Colegio Superior de Señoritas 2 y 3 (junio, 1937): 47-68. El texto de Mario Sancho Costa Rica, Suiza centroamericana (1935) ya proponía la idea de una ausencia o mínima aristocracia en Costa Rica (para una crítica de este texto y un análisis del contexto de su publicación ver Iván Molina, “El telón descorrido: Clemente Marroquín y Mario Sancho en la Costa Rica de 1935”, en Iván Molina, La estela de la pluma. Cultura impresa e intelectuales en Centroamérica durante los siglos XIX y XX, (Heredia: EUNA, 2004), 279-293). El texto de Sancho fue de gran importancia para el Centro para el Estudio de los problemas Nacionales (CEPN) y su proyecto (ver David Díaz, Crisis social y memora en lucha: guerra civil en Costa Rica, 1940-1948, (San José: EUCR, 2015), 120-142). El impacto de esta obra en el CEPN se puede advertir aún en el prólogo de Alberto Cañas a una reedición del texto de Mario Sancho (ver Alberto Cañas, “El porqué de este libro,” en Mario Sancho y Luis Paulino Vargas, Costa Rica, dos visiones: Costa Rica, Suiza centroamericana (1935); Costa Rica hoy, una sociedad en crisis, (San José: EUNED, 2009), vii-ix).

[12] Gustavo Soto, La Iglesia Costarricense y la cuestión social. Antecedentes y análisis de la reforma social de 1940-43, Tomo I, Tesis de grado Licenciatura en Filosofía, (San José: UCR; 1984).

[13] El director de la tesis de Gustavo A. Soto Valverde fue Guillermo Malavassi, quien había propuesto dejar claro el lugar que ocupa la Doctrina Social al interior de la nación costarricense: “El cristianismo constituye la médula de la nacionalidad costarricense. La vigencia de esta doctrina orienta las realizaciones personales de la mayoría de los costarricenses y ha formado parte principal de la vida institucional de Costa Rica.” El propósito de Malavassi con su publicación, según indica, consistía en ofrecer una interpretación que hiciera un contrapeso de la historia socialdemócrata y comunista sobre el surgimiento de las reformas sociales de inicios de los años cuarenta del siglo XX: “Con la reforma social, que ha significado la tarea más importante del siglo XX en Costa Rica, ha ocurrido que muchos han querido ser sus progenitores. Los comunistas y quienes han pretendido arrebatarle el mérito histórico al Reformador Social de Costa Rica.” (ver Guillermo Malavassi, ed., Los principios cristianos de justicia social y la realidad histórica de Costa Rica, (San José: Trejos, 1977), 7-17.

[14] Gustavo Soto, La iglesia costarricense y la cuestión social, 143.

[15] La idea del minifundismo e igualitarismo socioeconómico es tomada del texto de Rodrigo Facio, “Breve estudio sobre la evolución económica de Costa Rica”, en Obras de Rodrigo Facio. Historia sobre economía costarricense, tomo I, (San José: Editorial Costa Rica; 1972), 39-50. Sin embargo, antes que Facio, ya en la década de los treinta del siglo anterior fue necesario sostener esta hipótesis de la homogeneidad minifundista caritativa como uno de los pilares utilizados por la alianza Estado-Iglesia para combatir al comunismo (ver Iván Molina, Anticomunismo reformista. Competencia electoral y la cuestión social en Costa Rica (1931-1948), (San José: Editorial Costa Rica; 2009), 73-74). Tal como señalamos arriba, Iván Molina ha ubicado el texto de Carlos Monge Alfaro de 1937 como aquel que inauguró la interpretación “socialdemócrata” de la historia costarricense (ver Iván Molina, “Labriegos sencillo y comerciantes en el Valle Central. Una interpretación del legado colonial de Costa Rica,” en Víctor Acuña e Iván Molina, El desarrollo económico y social de Costa Rica: de la colonia a la crisis de 1930, (San José: Alma Máter; 1986), 3).

[16] Gustavo Soto, La iglesia costarricense y la cuestión social, 165.

[17] Ibídem., 169. Paréntesis mío D. S.

[18] Ibídem., 174.

[19] Para una lectura crítica del trabajo (tesis y libro) de Gustavo A. Soto Valverde ver Iván Molina, Los pasados de la memoria. El origen de la reforma social en Costa Rica (1938-1943), (Heredia: UNA, 2008), 159-168. Una de las omisiones que señala Molina al trabajo de Soto, es la ausencia de una consideración de los intereses electorales y de reforma de la legislación anticlerical existente que atraviesan el apoyo de la Iglesia Católica al gobierno de Calderón Guardia en torno a las garantías sociales.

[20] Iván Molina, “Los caminos de la historia cultural en Costa Rica,” en Museo Histórico y Cultural Juan Santa María, Familia, vida cotidiana y mentalidades en México y Costa Rica. Siglos XVIII-XIX, (Alajuela: Museo de Historia y Cultura Juan Santamaría: 1995), 74.

[21] Soto Valverde no considera que los niveles de acceso a la educación en Costa Rica eran bajos a finales del siglo XIX. Para 1892 tan sólo el 8% tenía acceso a la instrucción pública, inferior con respecto a otros países latinoamericanos (Iván Molina, “El mundo que Alsina contribuyó a edificar”, en Iván Molina y Steven Palmer, La voluntad radiante. Cultura impresa, magia y medicina en Costa Rica (1897-1932), (San José: EUNED, 2004), 25. Para cifras comparativas del mundo rural y urbano, así como la distinción de género con respecto al acceso a la educación ver Iván Molina y Steven Palmer, Educando a Costa Rica. Alfabetización popular, formación docente y género (1880-1950), (San José: EUNED, 2003), 1-128). Asimismo, el trabajo de Soto Valverde tampoco consideró los conflictos municipales en torno a la educación, ni siquiera los problemas de financiamiento público de la educación que ocupó muy bajos porcentajes del presupuesto anual del Estado hasta las últimas décadas del siglo XIX (Ileana Muñoz, Educación y régimen municipal en Costa Rica 1821-1882, (San José: EUCR, 2002), 153-228). De esta manera, plantear el condicionamiento católico del “alma nacional” a través de la educación, implicaría un acceso limitado y tardío a la mayoría de la población costarricense.

[22] Iván Molina, La educación en Costa Rica de la época colonial al presente, (San José: PEN, EDUPUC; 2016), 1-184.

[23] Iván Molina, La educación en Costa Rica, 183.

[24] Elizabeth Fonseca, Patricia Alvarenga y Juan Carlos Solórzano, Costa Rica en el siglo XVIII, (San José: EUCR, 2000), 349-401.

[25] La expresión pertenece a Ricardo Blanco Segura, específicamente un texto que comparte las tesis centrales del trabajo de Soto Valverde, y que fue publicado casi al mismo tiempo (ver Ricardo Blanco, 1884. El Estado, la Iglesia y las reformas liberales, (San José: Editorial Costa Rica; 1983), 122). El ejercicio que propongo aquí, se pudo realizar, con algunos matices, a partir del libro de Segura Blanco.

[26] Rodrigo Facio, “La universidad de Santo Tomás de Costa Rica”, en Rodrigo Facio, Obras de Rodrigo Facio. Obras Históricas, políticas y poéticas, tomo IV, (San José: Editorial Costa Rica; 1982) 401-402. Un referente más cercano temporalmente al texto de Soto Valverde sostenía, a mediados de los ochenta del siglo anterior, esta misma perspectiva (ver Eugenio Rodríguez, “Nuestros liberales y sus retadores,” en Carmen Lila Gómez et al., Las instituciones costarricenses del siglo XIX, (San José: Editorial Costa Rica, 1985), 203-219).

[27] Ibídem., 402. Se trata de una tesis que expresa, en términos casi idénticos, Abelardo Bonilla (ver Abelardo Bonilla, Historia de la literatura costarricense, (San José: EDUCA, 1981), 81).

[28] Gustavo Soto, La iglesia costarricense y la cuestión social, 205.

[29] Susanne Jonas Bodenheimer ha señalado que la consolidación de esta “mitología política” del carácter homeostático de la nación fue legitimada a través del discurso político que está en los orígenes del partido Liberación Nacional. Esta mitología vendría a promover como universal un “alma nacional” caracterizada por una vida democrática que evita los extremos políticos y procura la homeóstasis del centro (ver Susanne Jonas, La ideología demócrata en Costa Rica, Mario Ramírez (trad.), (San José: EDUCA; 1984).

[30] Gustavo Soto, La iglesia costarricense y la cuestión social, 204.

[31] Roberto Marín Guzmán realizó una interesante investigación sobre los jesuitas, donde muestran las diversas luchas e intereses locales y centroamericanos en torno a la cuestión jesuita, de modo que no se podría sostener una posición unívoca y homogénea. Propone además la interesante hipótesis de que no se han considerado con detenimiento los intereses bancarios de los gobiernos liberales, como otro elemento del contexto que ayuda a explicar lo sucedido a finales del siglo XIX. Ver Roberto Marín, El primer intento de entrada de los jesuitas a Costa Rica (1872) y el inicio de la controversia entre el Dr. Lorenzo Montúfar y el P. León Tornero, S. I., (San José: EUCR, 2011).

[32] Para un estudio del lugar ocupado por la masonería al interior este conflicto ver Tomás Arias, 150 años de historia de la masonería en Costa Rica: biografía histórica del presbítero Dr. Francisco C. Calvo, (San José: Editorial Costa Rica, 2015); Miguel Guzmán-Stein, “Masonería, Iglesia Católica y Estado: las relaciones entre el poder civil y el poder eclesiástico y las formas asociativas”, REHMLAC 1, 1 (Mayo-Nov. 2009), 100-134; Esteban Sánchez, “La identificación del desarticulador del mundo católico: el liberalismo, la masonería y el protestantismo en la prensa católica en Costa Rica (1880-1900)”, REHMLAC 2, 2 (Dic. 2010-Abril 2011), 34-52; Ricardo Martínez, “Documentos y discursos católicos antimasónicos en Costa Rica (1865-1899)”, REHMLAC 1, 1 (Mayo- Nov. 2009), 135-154.

[33] Gustavo Soto, La iglesia costarricense y la cuestión social, 215.

[34] Resulta oportuno observar que Gustavo Soto Valverde no modificó, con el tiempo, sus tesis básicas con respecto a los enfrentamientos entre liberalismo y catolicismo en Costa Rica a finales del Siglo XIX. En su estudio sobre “El entorno histórico y biográfico de Monseñor Thiel” (en una valiosa obra donde compilan muchas de las cartas pastorales de Bernardo A. Thiel), Soto Valverde ha defendido sus posiciones de mediados de los ochenta frente a los estudios posteriores que critican su acercamiento (ver Gustavo Soto, El pensamiento social y político de Monseñor Bernardo Augusto Thiel, (San José: Litografía Lil, 2014), 30-37).

[35] Carl Schmitt, Teología política, Francisco Conde y Jorge Navarro (trad.), (Madrid: Trotta, 2009).

[36] Ricardo Blanco, Monseñor Sanabria (apuntes biográficos), 2da. ed., (San José: Editorial Costa Rica, 1971), 115-121. La segunda edición añade un capítulo donde se rastrean los orígenes de la doctrina social en Costa Rica hasta Bernardo A. Thiel; Constantino Láscaris, Desarrollo de las ideas en Costa Rica, Óp. Cit., 126-128 y 225-239; Marina Volio, Jorge Volio y el Partido Reformista, 4a. ed., (San José: EUNED, 1983), 261-265; Luis Barahona, El pensamiento político de Costa Rica, (San José: Fernández-Arce, 1970); Luis Barahona, Las ideas políticas de Costa Rica,(San José: Departamento de Publicaciones MEP, 1977), 87-91 y 147-167; Guillermo Malavassi, ed., Los principios cristianos de justicia social y la realidad histórica de Costa Rica, Óp. Cit.; Santiago Arrieta, El pensamiento político social de Monseñor Sanabria, (San José: EDUCA, 1982); Luis Demetrio Tinoco, “El pensamiento socialcristiano,” en Eugenio Rodríguez y Luis Demetrio Tinoco, eds., El pensamiento contemporáneo costarricense, Tomo I, (San José: Editorial Costa Rica, 1980), 205-221; Vladimir de la Cruz, Las luchas sociales en Costa Rica: 1870-1930, (San José: EUCR; 2004 [1980]), 35-41; Miguel Picado, La palabra social de los obispos costarricenses, (San José: DEI, 1982); 9-24; Carlos Luis Fallas, El movimiento obrero en Costa Rica1830-1902, (San José: EUNED, 1983), 345-353 y 388-393; Javier Solís, La herencia de Sanabria: análisis político de la Iglesia costarricense, (San José: DEI, 1983); Andrés Opazo, Costa Rica: la Iglesia católica y el orden social, (San José: DEI, 1987).

[37] James Becker, La Iglesia y el sindicalismo en Costa Rica, (San José: Editorial Costa Rica, 1974); Philip Williams, The Catholic Church and Politics in Nicaragua and Costa Rica, (New York: Palgrave Mc Millan; 1989), 107-120; Theodore Creedman, El gran cambio. De León Cortés a Calderón Guardia, (San José: Editorial Costa Rica: 1994); Iván Molina, Los pasados de la memoria, Óp. Cit., 143-168; Iván Molina, Anticomunismo reformista. Competencia electoral y cuestión social en Costa Rica (1931-1948), (San José: Editorial Costa Rica, 2009); Jorge Mario Salazar, Crisis liberal y Estado reformista. Análisis político-electoral (1914-1949), (San José: EUCR, 2003), 187-195; Manuel Solís Avendaño, La institucionalidad ajena. Los años cuarenta y el fin de siglo, (San José: EUCR, 2008), 89-108; David Díaz, Crisis social y memorias en lucha: guerra civil en Costa Rica, 1940-1948, (San José: EUCR, 2015), xxiv, 7-18; Rafael Sánchez, Estado de bienestar, crisis económica, ajuste estructural en Costa Rica, (San José: EUNED, 2004), 37-50.

[38] Miguel Picado, La iglesia costarricense: entre Dios y el César, 2ª. ed., (San José: DEI; 1989 [1988]).

[39] Arnoldo Mora, Las fuentes del cristianismo social en Costa Rica, ed., (San José: EUNED; 2006 [1989]).

[40] Para una recopilación de la opinión pública en torno a este retorno ver Pablo Richard, ed., La pastoral social en Costa Rica. Documentos y comentarios acerca de la polémica entre la Iglesia Católica y el periódico La Nación, (San José: DEI, 1987).

[41] Jorge A. Chaves, La Iglesia Católica y el proceso de producción material en Costa Rica: una invitación al análisis del período 1940-1978, (Heredia: EUNA, 1978); Jorge A. Chaves, La Iglesia Católica: los pequeños productores cafetaleros y el desarrollo del capitalismo en la agricultura costarricense 1940-1960, (Heredia: EUNA, 1982).

[42] Ver Álvaro Fernández, Iglesia Católica y conflicto social en Costa Rica, 1979-1989, Tomo I, Tesis de Maestría, (San José: Universidad de Costa Rica, 1990), 3-126.

[43] Para una visión de conjunto sobre este período de la economía ver Jorge León et al, Historia económica de Costa Rica en el siglo XX: crecimiento de políticas económicas, Tomo I, (San José: EUCR, 2014), 188-340.

[44] Álvaro Fernández, “Iglesia Católica y ajuste estructural: dilemas y conflictos”, Ciencias Sociales 61 (setiembre 1993),87-95.

[45] Comisión de Verdad para El Salvador, De la locura a la esperanza. La guerra de los doce años en El Salvador, (San Salvador: UN, 1992); Ignacio Martín Baró, comp., Psicología social de la guerra: trauma y terapia, (San Salvador: UCA, 2000), 24-40 y 66-87.

[46] Dirk Kruijt, Guerrilla: guerra y paz en Centroamérica, (Ciudad de Guatemala: F&G, 2009); Victoria Stanford, Violencia y genocidio en Guatemala, (Ciudad de Guatemala: F&G, 2003); Arzobispado de Guatemala (Oficina de Derechos Humanos), Guatemala Nunca Más, (Ciudad de Guatemala: Informe del Proyecto Interdiocesano, 1998); Jonathan Pimentel, “La mano de Dios, la voz del General: introducción a la lectura de la economía política de la carne de Efraín Ríos Montt”, Vida y Pensamiento 35, 1 (primer semestre 2015), 79-112.

[47] Héctor Pérez Brignolli, Breve historia de Centroamérica, 2ª ed., 1ª reimp., (Madrid: Alianza, 2010), 181-230.

[48] José Comblin, “La Doctrina de la Seguridad Nacional,” en José Comblin y Alberto Methol Ferré, Dos Ensayos sobre Seguridad Nacional, (Santiago: Arzobispado de Santiago- Vicaria de la Solidaridad; 1979). El texto fue publicado primero en francés: José Comblin, Le pouvoir militaire en Amerique Latine: L’ideologie de la securite nationel, (París: J.-P. Delarge; 1977).

[49] Álvaro Fernández, Iglesia Católica y conflicto social en Costa Rica, Óp. Cit., 49-92.

[50] Samuel Silva Gotay, El pensamiento cristiano revolucionario en América Latina y el Caribe. Implicaciones de la teología de la liberación para la sociología de la religión, (Puerto Rico: Ediciones Huracán, 1981).

[51] Para una discusión sobre el carácter plural del término en relación con el desarrollo de estas teologías ver: Jonathan Pimentel, “Teologías latinoamericanas de la liberación,” en Jonathan Pimentel, ed., Teologías latinoamericanas de la liberación: pasión, crítica y esperanza, (Heredia: SEBILA; 2010), 7-46; Helio Gallardo, “Trabajo político y teología latinoamericana de la liberación,” en Ibídem., 47-80. Asimismo, ver las indicaciones sobre Teología latinoamericana de la liberación en Helio Gallardo. Crítica social del evangelio que mata. Introducción al pensamiento de Juan Luis Segundo, (Heredia: EECR, 2009), 17-54. Para un desarrollo histórico: Enrique Dussel, Teología de la liberación. Un panorama de su desarrollo, (México: Potrerillos; 1995); para una valoración crítica: Michael Löwy. The War of Gods: Religion and Politics in Latin America, (London: Verso; 1996) y Jonathan Pimentel, “El espejo roto (I): Michael Lôwy y los cristianismos liberacionistas latinoamericanos,” Siwô1 (2008), 217-266.

[52] Iván Molina, Los pasados de la memoria, Óp. Cit., 143-168.

[53] Orlando Salazar, El apogeo de la República liberal en Costa Rica 1870-1914, (San José: EUCR, 2003 [1990]), 27-44.

[54] Miguel Picado, La iglesia costarricense: entre Dios y el César, 58.

[55] Para un análisis del partido Unión Católico y su impacto en la historia política costarricense ver Clara Luca, “Partido Unión Católica, primer partido ideológico de Costa Rica”, Tesis Licenciatura en Historia, (San José: UCR, 1973); Gustavo Soto, “Tres partidos políticos y un ideario: génesis de los partidos políticos de inspiración cristiana en Costa Rica”, Acta Académica 20 (mayo 1997).

[56] Miguel Picado, La iglesia costarricense: entre Dios y el César, 59-60.

[57] Ibídem., 63.

[58] Ibídem., 67.

[59] Arnoldo Mora, Las fuentes del cristianismo social en Costa Rica, 45.

[60] Ibídem., 93. La afirmación de una Iglesia Católica aliada a las clases medias decimonónica resulta, cuando menos, imprecisa. Según la investigación de George García, para finales del siglo XIX apenas comenzaba a configurarse la concentración de capitales que daría paso a la emergencia de la clase media en Costa Rica, la cual se constata plenamente hasta el siglo XX (ver George García, Formación de la clase media en Costa Rica. Economía, sociabilidades y discursos políticos (1890-1950), (San José: Arlekín, 2014), 81-190).

[61] Ibídem., 69.

[62] Ibídem., 83.

[63] Ibídem., 60.

[64] Ibídem., 91.

[65] Con la figura de Monseñor Bernardo Augusto Thiel, Arnoldo Mora cae en una forma de “ensayismo histórico”, que tiene a poner atención en la figura o personaje histórico, en una especia de “culto al individuo”. Ya esto lo había observado Iván Molina con respecto a otro texto de Arnoldo Mora publicado en 1988 (Los orígenes del pensamiento socialista en Costa Rica), donde, además, el filósofo incurre en una serie de imprecisiones históricas que se repiten en el texto que estamos revisando (ver Iván Molina, “El desafío de los historiadores, a propósito de un libro de Arnoldo Mora”, Revista de Historia 18, (1998), 245-255).

[66] Iván Molina, “Cuestión social, literatura y dinámica electoral en Costa Rica (1880- 1914)”, en Ronny Viales (ed.), Pobreza e historia en Costa Rica. Determinantes estructurales y representaciones sociales del siglo XVII a 1950, (San José: EUCR; 2009), 195.

[67] Iván Molina, Anticomunismo reformista, 21-22.

[68] Para un análisis de la participación del clero en los procesos electorales 1889, 1892 y 1894 ver Edgar Solano, “La participación del clero en las campañas políticas de 1889 y 1894”, Diálogos. Revista Electrónica de Historia 11, 2 (2014). Según Solano, esta participación obedecía a tres objetivos particulares: restituir la educación religiosa en las escuelas financiadas por el Estado, devolver el clero “el libre ejercicio” en la administración de los sacramentos y, finalmente, reivindicar la presencia de las órdenes monásticas en el país.

[69] Iván Molina, Anticomunismo reformista, 23. Para un trabajo minucioso sobre los intereses electorales del clero en el contexto de publicación de la carta sobre el justo salario ver Esteban Sánchez Solano, La participación político partidista de la Iglesia: el partido Unión Católica y sus estrategias de movilización política en el marco del conflicto entre la Iglesia Católica y el Estado Liberal en Costa Rica (1889-1898), Tesis de maestría en historia centroamericana, (San José: Universidad de Costa Rica, 2013).

[70] Ibídem., 121-134; Jorge Mario Salazar, Crisis liberal y Estado reformista, 192-195; David Díaz, Crisis social y memorias en lucha, 55-61.

[71] Vladimir De la Cruz, “Apuntes para la historia del movimiento obrero y sindical centroamericano”, Revista Estudios Laborales 2- 3 (1979), 5-30; Vladimir De la Cruz, Las luchas sociales en Costa Rica 1870-1930, (San José: EUCR, 1980).

[72] Carlos Luis Fallas, El movimiento obrero en Costa Rica1830-1902, Óp. Cit.

[73] Rodrigo Quesada, “El movimiento obrero en Costa Rica visto por los historiadores”, Aportes 21 (Set-Oct, 1984), 27-37.

[74] Edwin Mora, “¿Obreros de la historia o historia de los obreros?”, Revista de Historia 11 (1985), 163-169.

[75] Iván Molina, “Organización y lucha campesina en el Valle Central de Costa Rica (1825-1850)”, Avances de investigación del Centro de Investigaciones Históricas, N. 19, (San José: Universidad de Costa Rica; 1986).

[76] Ibídem., 12.

[77] Mario Oliva, Artesanos y obreros costarricenses 1880-1914, (San José: Editorial Costa Rica; 1985), 91. El texto de Oliva Medina fue galardono con el premio de ensayo histórico de la Editorial Costa Rica de 1984. Este trabajo fue presentado originalmente como tesis para optar por el grado de licenciatura en la Universidad Nacional de Costa Rica, bajo la dirección del historiador Rodrigo Quesada.

[78] Iván Molina, “El mundo del libro que Alisna contribuyó a edificar”, en Iván Molina y Steven Palmer (eds.), La voluntad radiante, Óp. Cit., 27.

[79] Jesús Iribarren y José Luis Gutiérrez, Los Papas y la cuestión social. Ocho grandes mensajes, (Madrid: BAC, 1974).

[80] Francisco Pacheco, Introducción a la teoría del Estado, (San José: EUNED, 2013 [1980]), 140.

[81] Rodrigo Quesada, Ideas económicas en Costa Rica (1850-2005), (San José: EUNED, 2008), 221-226. Esta discusión del autor responde al proceso de discusión y aprobación el Tratado de Libre Comercio con EEUU en Costa Rica. El autor no considera dentro de su discusión la amplia producción sobre esta temática al interior de la Cátedra Víctor Sanabria de la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión de la Universidad Nacional, ni de su coordinador Jorge Arturo Chaves, sólo por citar un ejemplo.

[82] Steven Palmer, “Adiós Laissez-Faire: La política social en Costa Rica (1880-1940)”, Revista de Historia de América 124 (enero-junio 2004), 99-117.

[83] Steven Palmer, “Sociedad anónima, cultura oficial: inventando la nación en Costa Rica 1848-1900”, en Iván Molina y Steven Palmer (eds.), Héroes al gusto y libros de moda. Sociedad y cambio cultural en Costa Rica (1750-1900), (San José: EUNED; 2004), 281.

[84] Rodrigo Facio, “Breve estudio sobre la evolución económica de Costa Rica”, Óp. Cit., 66. El subrayado no pertenece al original.

[85] Iván Molina ha señalado que, si bien el propósito de esta política social era forjar una población acorde al proyecto de un Estado liberal, esto no significó que sus objetivos se concretaron: “en un contexto de alfabetización creciente y de expansión de la producción impresa, el sensacionalismo periodístico, impulsado por la competencia entre los medios, abrió espacios para revalorizar las culturas populares urbanas y rurales, bajo ataque por la cruzada civilizatoria de los políticos e intelectuales liberales desde la década de 1880. El aprendizaje de leer y escribir, en vez de simplemente secularizar a campesinos, artesanos y otros trabajadores e identificarlos con la ideología del progreso –en su sentido capitalista y positivista–, facilitó que los nuevos lectores y lectoras reforzaran consumos tradicionales (literatura religiosa) o emprendieran otros nuevos, pero alejados (novelas de aventuras y del corazón, textos anarquistas y socialistas) de las expectativas de quienes impulsaron la reforma educativa de 1886”, (Iván Molina, “El paso del cometa Halley por la cultura costarricense de 1910,” en Iván Molina y Steven Palmer (eds.), El paso del cometa. Estado, política social y culturas populares en Costa Rica (1800- 1950), (San José: EUNED; 2005), 235).

[86] Víctor Sanabria, Carta Pastoral: Sobre el justo salario, 29 de junio de 1941, (San José: Lehmann, 1941), 16. Sección del Banco Central de Costa Rica en Libro Antiguo y Espaciales, Biblioteca Joaquín García Monge, Universidad Nacional.

[87] Ídem.