Vida  y

Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

Volumen 37 Número 1 y 2  -  Cátedra de Teología Latinoamericana UBL

19-20 de abril, 2017 - San José, Costa Rica

La Reforma y las reformas

Aportes inter-contextuales desde América Latina

 

 

De la Sola Scriptura a la Sola Experientia

Protestantismo y ciencia en la naciente Modernidad

(Apuntes a partir de la filosofía de la ciencia de Paul Feyerabend)

 pp. 23-40

 

Manuel Ortega Álvarez

 

 

 

Resumen: En su Classical empiricism, Paul Feyerabend compara el principio protestante Sola Scriptura con el concepto de experiencia en la ciencia moderna. En ambos casos denuncia una epistemología y una metodología fundamentalistas. Se busca explicar y analizar críticamente la argumentación de Feyerabend y rescatar la perspectiva pluralista de Feyerabend para la construcción de una teología contemporánea.

Abstract: In his Classical empiricism, Paul Feyerabend compares the Protestant principle Sola Scriptura with the concept of experience in modern science. In both cases he denounces a fundamentalist epistemology and methodology. This article explains and analyzes Feyerabend’s arguments and recovers Feyerabend’s pluralistic perspective for the construction of a contemporary theology.

Palabras claves: epistemología, protestantismo, filosofía de la ciencia, fundamentalismo.

Keywords: epistemology, Protestantism, philosophy of science, fundamentalism.

 

 

 

 

Introducción: Filosofía, ciencia y religión en la Era Secular

El inicio de la Modernidad traza el perfil de un proceso de ilustración al que un entusiasta Kant comparaba con la mayoría de edad de Europa[1]. Al mismo tiempo, ese espíritu de la época allana el camino para el nacimiento de la ciencia moderna, el establecimiento de sus primeros constructos teóricos y su metodología, que se plasmarán posteriormente en su implementación tecnológica.

Pero, además, en la configuración de la Europa moderna juegan también un papel fundamental los cambios ocurridos en el terreno religioso. Así las cosas, filosofía, ciencia y religión (principalmente el protestantismo) aparecen frecuentemente entrelazados como elementos estructuradores de eso que Charles Taylor denominó la “era secular”. En lo que respecta a la Reforma luterana —señala Taylor— su importancia radica en que ella representa el último fruto de un espíritu reformista que sacudió a Europa a finales de la Edad Media y que se caracterizó, entre otras cosas, por una “profunda insatisfacción con el equilibrio jerárquico que existía entre la vida laica y las vocaciones renunciantes”, así como por “una tendencia a llevar a toda la sociedad a niveles más elevados” (Taylor 2007, 110 y 112)[2].

Las relaciones entre filosofía, ciencia y religión al inicio de la Modernidad han sido estudiadas, en el ámbito de la filosofía de la ciencia, por Paul K. Feyerabend (1924-1994). Dos textos, en especial, son necesarios para ponderar las reflexiones de Feyerabend sobre el tema: “Classical empiricism” (1981) y “En torno al mejoramiento de las ciencias y las artes y la identidad entre ellas” (1976). En ambos, Feyerabend asegura que la regla protestante de fe Sola Scriptura no difiere significativamente de la estructura lógica y de la metodología de la ciencia moderna, específicamente la baconiana, cuya culminación será, tiempo después, la física de Newton. Desde este punto de vista, el puesto de privilegio que ocupa la experiencia en la ciencia moderna presenta sorprendentes coincidencias (y tenga quizás posibles vínculos) con el papel preponderante de las Escrituras en el protestantismo.

Conviene aclarar, antes de seguir adelante, que el interés que impulsa a Feyerabend a estudiar la religión y la ciencia en la temprana modernidad no es teológico. La filosofía feyerabendiana habría que ubicarla en línea con Robert Merton, Alexandre Koyré y Thomas Kuhn, entre otros, quienes conciben la ciencia como un quehacer indefectiblemente social e histórico, y como tal, relacionado con otras empresas humanas, entre ellas la religión. Esta manera de acercarse a la ciencia —externalista, según Bunge (1998, 15ss)[3]  difiere del positivismo lógico y del racionalismo crítico; mientras estos pretenden, a partir de un esclarecimiento metodológico, trazar una línea demarcatoria entre la ciencia y la pseudociencia, aquella establece que comprender la ciencia involucra necesariamente recorrer las formas históricas en que ella surge y se desarrolla.

¿Qué es la experiencia, según la ciencia moderna?

La religión y la ciencia se consolidan sobre firmes fundamentos: la Escritura, en lo que respecta al protestantismo; la experiencia, en el caso de la ciencia (Feyerabend 1981, 38). Si en el plano religioso Lutero y Calvino sostienen que la Biblia es el basamento sólido de todo cristianismo posible, en el terreno científico Bacon exhorta al rechazo de los falsos conocimientos (“ídolos”) a favor del conocimiento genuino que provee la experiencia empírica. Ingresar al reino del conocimiento científico supone, al igual que en la conversión religiosa, una especie de nuevo nacimiento. Del mismo modo, si la religión exige reverencia hacia las Escrituras, la ciencia hace lo suyo con la experiencia; en ambos casos “se promete el éxito y una clara visión de una entidad (Dios, la naturaleza) que abarca todas las cosas, y se expresa todo esto con términos muy elevados y casi idénticos” (Feyerabend 1976, 107)[4].

Se debe diferenciar el “empirismo clásico” (así llama Feyerabend al empirismo moderno) del aristotélico; mientras éste se fundamenta en una adecuada concepción de la experiencia sensible, aquél es una esquizofrénica combinación de ideología y criticismo. Aristóteles, cuya epistemología puede con seguridad ser calificada como empirismo ingenuo, tiene claro el papel que desempeñan los sentidos y la percepción en el proceso de conocimiento. Si su empirismo es ingenuo, lo es solamente porque se fundamenta en la experiencia tal como ella ocurre en lo que podríamos llamar "circunstancias normales" (una luz adecuada, unos sentidos en buen funcionamiento y ninguna interferencia en el proceso perceptivo). Sin embargo, Aristóteles sabe que estas condiciones no siempre están presentes. Por eso su filosofía de la naturaleza, lejos de atenerse a la infalibilidad de la experiencia sensible, es un estructurado y complejo edificio en el que se combinan astronomía, física, biología, matemática, política, arte, sociología e historia (Feyerabend 2013, 223ss).

La doble condición —ideológica y crítica— que padece el empirismo clásico queda en evidencia cuando se comprueba que, aunque acepta la revisión de alguna de sus partes —siempre que esta revisión coincida con su particular concepción de la experiencia—, sostiene a la vez la desaparición de contradicciones hipotéticas, o bien su incorporación en una teoría que las abarque. Las evidencias significativas o los contraejemplos quedan entonces circunscritos al dominio de lo empíricamente verificable. La construcción de hipótesis ad hoc funciona bajo la misma perspectiva, en tanto las irregularidades dentro de la teoría son vistas no como contradicciones, sino como fenómenos aún desconocidos que encuentran explicación y verificación en versiones ampliadas y más sofisticadas de la teoría original (Feyerabend 1981, 34).[5]

Uno de los problemas de la experiencia, tal como es concebida en la ciencia moderna, es que su base empírica descansa en resultados experimentales previamente preparados a los que se les llama “fenómenos”. En la ciencia newtoniana, por ejemplo, un fenómeno es el resultado de un proceso experimental que se concibe, se prepara y se desarrolla dentro de una teoría ya establecida. En él “se usan los términos de la teoría que se está revisando” (Feyerabend 1976, 108). Los fenómenos son, en realidad, experimentos “seleccionados e idealizados, cuyas características corresponden, punto por punto, a las peculiaridades de la teoría que se quiere probar” (Feyerabend 1976, 109). Pero, además, los datos que nos arroja la experiencia así concebida constituyen una porción de la teoría que termina por convertirse en su fundamento mismo, en primer lugar —como se acaba de mencionar— seleccionando los experimentos bajo los cuales aparecerán los fenómenos estudiados, y posteriormente, señalando que estos fenómenos ilustran y verifican la teoría (109).

Tres elementos, cada uno en un nivel distinto, conforman la metodología de la ciencia newtoniana: los fenómenos, las teorías y las leyes. Newton ha señalado que estos niveles están separados y así deben permanecer. Las hipótesis no se mezclan con los fenómenos ni se deben utilizar para proponer o elaborar leyes. El interés del científico se concentra en pasar de los fenómenos del movimiento a investigar las fuerzas y las leyes de la naturaleza, para después demostrar los demás fenómenos del ámbito físico a partir de esas fuerzas naturales. Desde esta perspectiva, el sistema de mundo que propone Newton se fundamenta en una ciencia  que se cierra sobre sí misma y que se caracteriza por no fingir hipótesis[6].

Pero no contento con lo que hasta aquí ha logrado construir, Newton erige un bastión infranqueable a partir de sus “Reglas para filosofar”, especialmente la número IV, la cual establece que

En filosofía experimental debemos recoger proposiciones verdaderas o muy aproximadas inferidas por inducción general a partir de fenómenos, prescindiendo de cualesquiera hipótesis contrarias, hasta que se produzcan otros fenómenos capaces de hacer más precisas esas proposiciones sujetas a excepciones (Newton 1997, 463).

Los fenómenos de la ciencia newtoniana, aunque aparenten lo contrario, funcionan como paradigmas que aceptan solamente de manera parcial el criticismo. Los mismos descubrimientos que suceden en el ámbito científico se convierten en hipótesis ad hoc “que protegen las teorías basadas en ellos frente a los hechos hostiles” (Feyerabend 1976, 113). Detrás de estos movimientos que pretenden blindar a las teorías frente a cualquier ataque lo que existe en realidad es una línea de partido.

¿Qué ha ocurrido para que la experiencia de los sentidos, tal como fue comprendida en la ciencia antigua y medieval, se haya transformado en el concepto de experiencia de la ciencia moderna?; ¿qué elementos se conjugaron en la construcción del aparato teórico de las ciencias modernas y contemporáneas? Feyerabend dedicó muchos de sus textos al esclarecimiento de este problema. En La conquista de la abundancia, libro publicado póstumamente, afirma que el mundo posee una abundancia ilimitada; cada fenómeno que en él ocurre no puede estar circunscrito a los límites que les imponen las especializaciones. En el desarrollo de su pensamiento y su ciencia, occidente ha sometido a la abigarrada realidad —abrumadora por diversa e inabarcable— a una serie de procesos de abstracción que, aunque en principio son necesarios para hacer de la naturaleza un lugar más habitable, han desembocado en toscas generalizaciones que recortan y desechan grandes porciones de la experiencia humana en el mundo, sean estas las antiguas tradiciones religiosas, o incluso la misma experiencia sensible de los sucesos habituales y cotidianos (Feyerabend 2001, 23ss)[7].

La especialización del conocimiento, que en la Modernidad es potencializada por el surgimiento de las ciencias, ha representado también una pérdida importante de racionalidad. El esfuerzo antiguo y medieval por comprender el entramado de la realidad desde diversas perspectivas: religiosas, filosóficas, históricas, entre otras, es sustituido por una ciencia que coloca en compartimentos estancos las diversas dimensiones de la vida humana y que, a partir de generalizaciones y abstracciones, con el apoyo de un tipo de experimentación previamente construida y validada por esa misma comprensión científica, busca distinguir lo real de lo aparente.

Tenemos, entonces, que la regla de fe del empirismo clásico opera bajo el presupuesto de que se acepte previamente la concepción científica del mundo. A partir de esta evidente petición de principio, Feyerabend lanza un agudo ataque contra los fundamentos de la ciencia moderna. Pero también encuentra inquietantes similitudes entre el proceder de las ciencias modernas y el naciente protestantismo. 

Escritura y Experiencia: un complejo cruce de caminos

Si Aristóteles elabora un complejísimo entramado filosófico para comprender el mundo, en el plano de la religión el catolicismo, tal como existía en la época de la Reforma, “era un sistema complejo con muchas partes relacionadas entre sí” (Feyerabend 1976, 102). Esta complejidad —asevera Feyerabend— fue vista por los reformadores como un signo evidente del rechazo a la palabra de Dios, que ha sido sustituida por opiniones humanas (Feyerabend 1976, 103)[8]. Por eso llegaron a introducir un fundamento último, a saber, la Sagrada Escritura, y declararon al mismo tiempo que solamente deberían creerse aquellas cosas que podían ser verificadas con su autoridad.

En este punto Feyerabend echa mano de un argumento elaborado en el siglo XVII por el jesuita François Véron, del colegio de la Flèche, según el cual la regla protestante de fe —y Feyerabend diría que también la regla de fe del empirismo— carece de consistencia y puede ser atacada en tanto que: a) es una regla vacua, es decir “no permite la derivación de una sola afirmación significativa” y b) su vacuidad opera solamente en el plano lógico, no en el plano psicológico (Feyerabend 1981, 35-36).

Feyerabend tiene en mente, como bien ha señalado Van Fraassen, a las posiciones científicas y epistemológicas fundacionalistas, mientras que el argumento del religioso tiene como blanco de sus ataques al protestantismo, específicamente a un tipo particular de protestantismo al que Van Fraassen llama fundamentalista (1997, 385)[9]. Desde esta perspectiva, la regla de fe del protestantismo y la experiencia, tal y como es comprendida en la ciencia moderna, constituyen posiciones epistémicas fundacionalistas (386).

Que la norma de fe (o la experiencia de las ciencias modernas) es vacua significa, como se acaba de señalar, que no es posible a partir de ella derivar tan siquiera una sola afirmación significativa. Esto quiere decir, en primer lugar, que la regla de fe no nos permite identificar qué puede ser considerado como Escritura inspirada y qué no. No se puede argumentar desde la Biblia cuáles son los textos inspirados divinamente, ni puede ella misma autoafirmarse como palabra de Dios, ya que proceder de este modo sería cometer una escandalosa petición de principio. Y, sin embargo, en otro plano, esa misma falacia —sostiene Feyerabend— opera subrepticiamente en el terreno científico. Ya se vio que la experiencia, tal como es concebida en la ciencia moderna, difiere de la experiencia del sentido común y de la cotidianidad. Pues bien, el concepto moderno de experiencia, que a su vez valida la investigación científica, se sustenta en el marco teórico que surge de la concepción científica del mundo, la cual por su parte establece qué puede ser considerado experiencia y qué no, y con ello se valida a sí misma como único conocimiento significativo del mundo.

En segundo lugar, aunque asumiéramos que efectivamente sabemos y confiamos cuáles textos deben ser considerados Escritura, o bien tomáramos como válida la experiencia, necesitamos una tradición desde la cual darles contenido y significado. Dicho en otras palabras: aunque tenemos la Escritura, no sabemos cómo interpretarla, y aunque tenemos la experiencia, ella no nos proporciona ningún medio para establecer una conexión con una lengua determinada “a no ser que uno apele nuevamente a la tradición” (Feyerabend 1976, 106). Aquí Feyerabend se remite al Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas, quien sostiene que cuando observamos, y comunicamos esas observaciones, estamos operando dentro de un marco ya establecido de elementos tradicionales, o “formas de vida”[10].

Finalmente, aún si admitiéramos que tenemos la Escritura, y poseyéramos de ella una acertada lectura, no disponemos de los medios para derivar de ello consecuencias ulteriores; por ejemplo, a partir del principio de Sola Scriptura no se podría aplicar nada del texto sagrado a los problemas contemporáneos. Una determinada manera de actuar que afirme tener como fundamento la Escritura tiene, necesariamente, que obtenerse no sobre la base de la lectura del texto sagrado sin más, sino de la interpretación que dentro de una comunidad y una tradición se haga de ella. En el plano de la experiencia científica se podría decir que “no hay manera de lograr las complejas teorías que iban a ser usadas muy pronto para corroborar el credo empirista“ (Feyerabend 1976, 106).

Ahora bien, la vacuidad de la regla de fe opera solamente en el plano de la lógica; no en el psicológico. De acuerdo con Feyerabend, detrás de los movimientos que intentan blindar al dogma empirista y a la regla de fe protestante subyacen líneas de partido. Tanto el protestantismo como el empirismo científico de la Modernidad defienden y perpetúan estas líneas. En el esfuerzo por lograr la autonomía de sus diferentes campos disciplinarios, las ciencias modernas han rechazado los antiguos sistemas por considerarlos autoritarios; pero al rechazarlos crearon un vacío que fue posteriormente asumido por una nueva autoridad, oculta debajo de esa capa de autonomía, librepensamiento y progresismo (Feyerabend 1976, 114).

No hay ningún inconveniente con que se establezcan líneas de partido. Después de todo, tanto en la religión como también en la educación científica los infantes son conducidos a aceptar la visión de mundo que desde ambos dominios se promueve. En la religión, los niños participan de la liturgia, aprenden los cantos, recitan los salmos, visten a la usanza tradicional; en la educación se les enseña acerca de Newton, Descartes, Galileo, entre otros. Las líneas de partido juegan un papel fundamental en muchas de las instituciones modernas, por eso querer erradicarlas es un error. Los problemas surgen cuando “se intenta transformar la convicción subjetiva, que hace que se mantenga firme una determinada línea de partido, en un juez infalible y objetivo, a quien le tiene sin cuidado todo criticismo y que exige que su fallo sea obedecido” (Wittgenstein 2010, 115).

Si, por el contrario, se reconoce sin ambages el carácter partidario de nuestro conocimiento, y se renuncia a las pretensiones de poseer los fundamentos últimos, se podría disfrutar con más propiedad el progreso parcial que se alcanzó tanto con la Reforma como con la ciencia; lo mismo —sostiene Feyerabend— aplica en el ámbito de la política o el arte.

Consideraciones finales

La lectura que hace Feyerabend de la regla de fe luterana resulta, cuando menos, incompleta, sobre todo si se toma en cuenta que para Lutero la autoridad de las Escrituras no descansa en aspectos de forma —en la Biblia en cuanto texto— sino en que ellas son claras y significativas porque hablan acerca de la Palabra Encarnada, que es Cristo[11]. Exceptuando al fundamentalismo, la revelación ha sido mayoritariamente comprendida en el protestantismo desde la perspectiva de una teología de la Palabra, y a la luz de una cristología del Logos, que señalan que lo que tenemos es “una realidad reveladora, no unas palabras reveladoras” (Tillich 1981, 206).[12]

De entre los múltiples sentidos que tiene el término “Palabra de Dios”[13], el caso particular de la Biblia requiere una aclaración. Al referirse con estos términos a la Escritura no se piensa con ello en la teoría del dictado como inspiración ni en el dogma monofisita que sostendría la infalibilidad del libro. La Biblia es Palabra de Dios porque es el documento de la revelación final y “participa en la revelación final de la que es el documento” (Tillich 1981, 208)[14]. El principio Sola Scriptura no hay que verlo separado de esta perspectiva más amplia, según la cual con el símbolo “Palabra de Dios” se expresa la múltiple manifestación divina en la creación, en la historia, en la Biblia, en Jesucristo, en el mensaje de la Iglesia (Tillich 1981, 209).

Ciertamente la Biblia es texto autoritativo para el protestantismo; pero su autoridad no reside en que ella sea una especie de código inequívoco o un dictado literal de la voluntad divina. No es protestante esta idea de la autoridad de la Biblia[15]. Para el protestantismo, la autoridad de la Biblia reside en que ella es “la memoria insustituible de la revelación de Dios al hombre y de la búsqueda de Dios por el hombre” (Stockell 1952, 69). En tanto que contiene la memoria y el registro de la revelación divina en Jesucristo, la Biblia es Palabra de Dios; no es, por tanto, buscada por sí misma, sino porque en ella se revela el Verbo, la Palabra Encarnada (Stockell 1952, 70).

Es evidente que Feyerabend no le hace justicia al protestantismo comprendido entre los siglos XVI y XVIII, y que su crítica podría dirigirse —por lo demás, de manera efectiva— más bien al fundamentalismo decimonónico y de inicios del siglo anterior; este, al igual que la ciencia moderna, se sostiene sobre la base de una epistemología fundacionalista que recorta y petrifica las múltiples maneras en que se vive y se percibe la realidad[16]. Ahora bien, dejando de lado la generalización en la que cae Feyerabend con respecto al protestantismo y al principio Sola Scriptura, resulta interesante, si separamos la paja del trigo y nos detenemos en el plano metodológico y epistemológico, recalcar algunos aspectos del pensamiento feyerabendiano que pueden resultar útiles para el quehacer teológico contemporáneo.

Como señala Van Fraassen, un elemento destacable de la crítica de Feyerabend a la epistemología fundacionalista —o fundamentalista— tiene que ver con el rechazo a todo conocimiento que, con el ánimo de elevar la especialización a un rango superior, olvida o simplemente deja de lado la complejidad del mundo. Esto es especialmente importante para la teología contemporánea, en cuya construcción se podrían incluir elementos heteróclitos, comprendidos desde las contradicciones y no siempre desde la búsqueda de una armoniosa convivencia de las irregularidades.

La crítica de Feyerabend a la razón absoluta y excluyente puede resultar valiosa para el quehacer teológico contemporáneo en tanto que un habla contemporánea de Dios no debería reducirse a un lenguaje fundamentalista, aprisionado en asépticos castillos conceptuales ni a una búsqueda desaforada de “claridad y distinción”, arma arrojadiza que pretende acabar con todo claroscuro y toda pluralidad. Después de todo, como apuntaba Feyerabend, las posiciones fundamentalistas y las absolutizaciones —en nuestro caso las teológicas— esconden un anhelo inconfeso de dominio.

La apertura a lo diverso, a la otredad, a lo disonante y complejo, es necesaria para articular discursos teológicos que fomenten la paz, el respeto, la fraternidad y la tolerancia. La complejidad, la contradicción, la diferencia, lejos de representar alguna especie de mal, devienen virtuosas, pues ofrecen una oportunidad para que variadas perspectivas entren en diálogo fecundo. Después de todo, insiste Feyerabend, la única manera en que se robustece cualquier discurso es por medio de la aceptación y el análisis de contraejemplos, no por la solicitud acrítica con que es aceptado.

Las formas de la teología (o más bien, las teologías) a partir del pluralismo epistemológico-metodológico de Feyerabend, posibilitan la existencia de discursos variados, cobijados siempre bajo el manto de la ignorancia mutua que con respecto al Misterio compartimos. Pero, además, su apuesta por lo concreto y particular, puede contribuir a deshacerse de la idea de un conocimiento teológico abstracto, desligado de relaciones personales profundas y realmente concretas. Como afirma Feyerabend

Hay gente que piensa que puede amar la Humanidad y que incluso escribe sobre esta extraña relación amorosa. Pero su amor se desvanece rápidamente cuando los enfrentas con caras concretas unidas a cuerpos concretos que emanan un concreto y quizá penetrante olor. Además, un amor por la humanidad jamás ha salvado a nadie de ser cruel con individuos que parecen ponerla en peligro. Guiarse por ideas abstractas es un asunto peligroso cuando éstas no están controladas por intensas relaciones personales. No hay vuelta de hoja: reaccionar al mundo es un asunto personal (de familia, de grupo) que no puede ser reemplazado ni siquiera por la más fascinante concepción del mundo[17].

Lo concreto, lo interpersonal, lo cotidiano, es el punto de arranque para todo tipo de conocimiento, sea científico, filosófico o teológico. Hacer teología sería, entonces, no la práctica solipsista de unos cuantos “profesionales de la religión” atrincherados en las paredes de la academia; sino, más bien, la oportunidad para que surjan y florezcan nuevos discursos, no siempre armónicos y coincidentes entre sí, pero vinculados a las experiencias humanas concretas.

Bibliografía

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Manuel Ortega Álvarez, Académico de la Escuela de Filosofía de la Universidad Nacional.

mortegalvarez@yahoo.es

 

Recibido: 20 de abril de 2017

Aprobado: 6 de junio de 2017

 

 

 



[1] En su opúsculo de 1784, Contestación a la pregunta ¿Qué es la Ilustración?, Kant escribe: “Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución para servirse del suyo propio sin la guía de algún otro. Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración”. (Kant 2004, 83). Itálicas en el original.

[2] La era secular sería un período de “desencantamiento” del mundo (Weber) que representa “el paso de una sociedad en la que la fe en Dios era incuestionable y, en verdad, estaba lejos de ser problemática, a una sociedad en la que se considera que esa fe es una opción entre otras, y con frecuencia no la más fácil de adoptar” (Taylor 2007, 132).

[3] Según Bunge, el externalismo sostiene que el contenido conceptual del corpus científico está determinado por su marco de referencia social.

[4] El talante religioso de esta conversion científica es evidente en el Novum Organum: “So much for the individual kinds of idols and their trappings; all of which must be rejected and renounced and the mind totally liberated and cleansed of them, so that there will be only one entrance into the kingdom of man, which is based upon the sciences, as there is into the kingdom of heaven, ‘into which, except as an infant, there is no way to enter’”, (Bacon 2000, aforism LXVIII).

[5] Véase además Feyerabend 2007, 79-80, 141-144. La hipótesis falsacionista de Popper queda, desde la óptica de Feyerabend, en entredicho, toda vez que los científicos no buscan alegremente contraejemplos que desacrediten sus hipótesis. Por el contrario —y como señaló acertadamente Kuhn— los cambios en los modelos o paradigmas científicos suelen ocurrir de forma revolucionaria, debido en parte a la acumulación insostenible de anomalías. Ejemplos de esto abundan en la historia de las ciencias, desde los epiciclos del sistema aristotélico-ptolemaico hasta la búsqueda de una teoría unificada de la física contemporánea. Una primera aproximación al falsacionismo popperiano puede verse en Popper 1991, 57-93. Para un abordaje histórico de los cambios históricos en la ciencia es ya clásico el texto de Kuhn 1971. Una muy clara exposición de la teoría de los epiciclos y su funcionamiento en el sistema cosmológico aristotélico-ptolemaico se encuentra en Koyré 1977, 76-86.

[6] De acuerdo con Newton “toda la dificultad de la filosofía parece consistir en pasar de los fenómenos de movimiento a la investigación de las fuerzas de la Naturaleza, y luego demostrar los otros fenómenos a partir de esas fuerzas” (Newton 1997, 6). Desde esta misma perspectiva hay que comprender el hypotheses non fingo del Escolio general.

[7] Detalles de la forma en que se gestó este texto —que se publicó gracias al trabajo de Grazia Borrini, viuda de Feyerabend, y Bert Terpstra, amigo que tenían en común— se encuentran en la entrevista que Feyerabend le concedió a John Horgan, poco antes de su muerte. Según Feyerabend, “ante todo, el sistema perceptivo reduce esta abundancia, pues de lo contrario no podríamos sobrevivir”. Del mismo modo —pregunta a Horgan— “¿cree usted que esa mosca de un día, ese pequeño suspiro que es el ser humano —¡según la cosmología de hoy! — puede comprenderlo todo? Eso me parece a mí una demencia” (Horgan 1998, 79-80).

[8] Según Feyerabend esta es la misma acusación, mutatis mutandis, que Bacon hace, cuando señala que la opinión humana falsea y sustituye el mensaje de los sentidos, acarreando con ello la imposibilidad de llegar a una comprensión correcta de la naturaleza.

[9] La designación de Van Fraassen es problemática, pues no toma en consideración que el término “fundamentalista” no fue usado en el protestantismo sino hasta el siglo XIX.

[10] Al respecto véase Wittgenstein 2010.

[11] Al respecto véase Hoffmann 2014, 70 y ss.  Para la lectura que Feyerabend hace de la teología luterana véase especialmente Lutero 2006, 86-154.

[12] Es interesante que Tillich hace notar, de manera similar a Feyerabend, que el conocimiento como observación distanciada que busca controlar lo que se observa no es propio de la filosofía griega sino de la Modernidad.

[13] Tillich distingue seis sentidos diferentes en los que se habla de la Palabra: 1) el principio de automanifestación divina en el fondo del ser mismo, 2) el medio de la creación, 3) la manifestación de la vida divina en la historia de la revelación, 4) la manifestación de Dios en Cristo, 5) la Biblia y 6) el mensaje de la Iglesia; véase Tillich 1981, 206-209.

[14] “Probablemente nada ha contribuido tanto a la falsa interpretación de la doctrina bíblica de la Palabra como la identificación de la Palabra con la Biblia”.

[15] El caso de Calvino requiere un tratamiento aparte, que no será desarrollado aquí. Baste por ahora señalar que según Calvino la autoridad de la Biblia antecede a la de la Iglesia, y se fundamenta en el testimonio de los profetas y los apóstoles. Las siguientes palabras son significativas al respecto: “Tengamos, pues, esto por inconcuso: que no hay hombre alguno, a no ser que el Espíritu Santo le haya instruido interiormente, que descanse de veras en la Escritura; y aunque ella lleva consigo el crédito que se le debe para ser admitida sin objeción alguna y no está sujeta a pruebas ni argumentos, no obstante alcanza la certidumbre que merece por el testimonio del Espíritu” (Calvino 1967, 34).

[16] Una epistemología fundacionalista —permítaseme remachar sobre esto—  se caracteriza por ser autorreferencial, así como por defender un exclusivo principio demarcatorio como criterio de verdad: la Biblia, en el caso del fundamentalismo y la experiencia, según los cánones científicos. Quizás toda la filosofía de Feyerabend podría comprenderse como un monumental esfuerzo por señalar la pobreza del pensamiento dogmático y fundamentalista; desde esta perspectiva el principio “todo sirve”, lejos de ser un llamado a la irracionalidad, señala, más bien, las múltiples vías con que se puede acceder metodológicamente a la realidad.

[17] Paul Feyerabend. Ambigüedad y armonía. Traducido por Antoni Beltrán y José Romo. Barcelona: Paidós, 1999, p. 43.