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Vida y Pensamiento Revista Teológica de la
Universidad Bíblica Latinoamericana Hablar de Dios desde las crisis del siglo XXI |
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Vida y Pensamiento – Volumen 41, Número 1, pp. 123-149
– Primer Semestre Año 2021 |
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Lenguaje teológico Experiencia mística, paradoja y principio de symploké Manuel
Ortega |
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Vida y Pensamiento – Volumen 41, Número 1, pp. 123-149
– Primer Semestre Año 2021 |
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Lenguaje teológico Experiencia mística, paradoja y principio de symploké Manuel Ortega Resumen: El artículo
expone las posibilidades de un lenguaje teológico articulado a partir de la
mística y la teología negativa, y que, además, sea un habla significativa de
lo Divino en el convulso mundo contemporáneo. Iniciando con la histórica
contraposición entre el Dios de la filosofía y el Dios de la experiencia
religiosa, se pasa a continuación a estudiar las posibilidades una teología
paradójica y contradictoria, que en línea con el principio de symploké considere
las continuidades y discontinuidades del mundo y de nuestra experiencia en
él. Para ello, se utilizan ejemplos tomados de la teología negativa del
Pseudo Dionisio Areopagita, Juan de la Cruz y Nicolás de Cusa, así como de la
espiritualidad latinoamericana de la liberación, representada por Pedro
Casaldáliga, José María Vigil y Gustavo Gutiérrez. Palabras
clave: Espiritualidad, mística, teología negativa, paradoja, lenguaje
teológico. Abstract: The article
exposes the possibilities of a theological language articulated from
mysticism and negative theology, and that, in addition, is a meaningful
speech of the Divine in the turbulent contemporary world. Starting with the
historical opposition between the God of philosophy and the God of religious
experience, we then proceed to study the possibilities of a paradoxical and
contradictory theology that, in line with the principle of symploké,
considers the continuities and discontinuities of the world and of our
experience in it. For this, I Take examples from the negative theology of
Pseudo Dionisio Areopagita, Juan de la Cruz and Nicolás de Cusa, as well as
the Latin American spirituality of liberation, represented by Pedro
Casaldáliga, José María Vigil and Gustavo Gutiérrez. Keywords: Spirituality,
mysticism, negative theology, paradox, theological language. |
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Introducción En las páginas que
siguen me propongo decir algo, al menos aproximativo, acerca de Dios. En
tanto reflexión filosófico-teológica, inicio con la ya conocida
contraposición entre el Dios de la experiencia religiosa y el Dios de los
filósofos, para ver, en el primero de ellos, atisbos de la teología que será
posteriormente propuesta. Busco demostrar que es posible, desde la teología
negativa, articular un discurso teológico actual que rescate lo esencial de
la tradición mística. En relación con ello, propondré que el lenguaje
teológico contemporáneo tiene en ambas tradiciones un rico acervo de
posibilidades discursivas, no encerradas en el terreno de los conceptos
claros y distintos, del cual puede echar mano. No se detallan aquí de manera
exhaustiva dichas posibilidades (no es esa mi intención); solamente señalo
probables derroteros. Para ello me serviré del lenguaje teológico y poético
de Juan de la Cruz, acuerpado por una tradición de la que también forman
parte el Pseudo Dionisio y Nicolás de Cusa, entre
otros. Finalmente, este intento de lenguaje teológico hallará sentido si
suponemos que ese Dios amoroso se muestra como acompañante nuestro en un mundo
contradictorio, atravesado por rupturas y continuidades (principio de symploké). Este último punto será importante si
reflexionamos acerca de lo Divino en una realidad lacerada por el
sufrimiento, el dolor, la enfermedad, la injusticia y la muerte[1]. 1. El Dios del Memorial pascaliano y el Dios de los filósofos El padre Pierre Guerrier relata que a pocos días de fallecer Blaise
Pascal (1623-1662), un criado suyo encontró, cosido a su chaqueta, un pequeño
pergamino que tenía dibujada una tosca cruz y unas enigmáticas oraciones
sueltas; junto al documento había un pequeño papel escrito, cuyas letras
habían sido trazadas sin duda por la misma mano que garabateó aquellas
frases. Según Guerrier, los amigos íntimos de
Pascal reconocieron en ambos textos la letra del matemático, quien
—posteriormente se comprobó— atesoraba el pequeño trozo de pergamino con gran
cuidado desde hacía ya ocho años, cosiéndolo y descosiéndolo a medida que
cambiaba de traje, y para conservar la memoria de una experiencia que, al
parecer, quería tener siempre presente. El célebre Memorial de Pascal
inicia de la siguiente manera: El año de gracia de 1654 Lunes, 23 de noviembre, día de San Clemente, papa y mártir, y otros en el Martirologio. Víspera de san Crisógono, mártir y otros. Desde aproximadamente las diez y media de la noche hasta aproximadamente medianoche y media ¡Fuego! Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y de los sabios. Certidumbre, certidumbre, conciencia, alegría, paz (Pascal, 2012, p.
638). El Memorial
ha servido desde entonces para ejemplificar una diferencia ya clásica entre
el Dios de los filósofos y el Dios de la experiencia religiosa. Heidegger,
haciendo eco de esta desigualdad, profundiza la brecha entre el Dios de la
filosofía —Causa sui y fundamento último de la metafísica occidental—
y el “Dios divino” de religión. A su parecer, al Dios de la filosofía “el
hombre no puede ni rezarle ni hacerle sacrificios. Ante la Causa sui el
hombre no puede caer temeroso de rodillas, así como tampoco puede tocar
instrumentos ni bailar ante este Dios” (Heidegger, 1988, p. 153). De este Dios
filosófico, cuyo creador habría sido Aristóteles, puede decirse que se
constituye esencialmente como motor inmóvil, eterno, uno e infinito, de
acuerdo con el libro VIII de la Física. Su actividad es pensamiento
puro, acción del entendimiento que se describe como felicidad absoluta,
perfecta y eterna. La Divinidad aristotélica, que está separada de las cosas
sensibles, no tiene partes, es decir, es indivisible; tampoco tiene magnitud
ni emociones, puesto que es inalterable, tal como lo reseña el libro
duodécimo de la Metafísica. Acto y pensamiento puro, el Dios de la
filosofía se yergue como principio necesario no solamente del mundo físico
—en tanto que en él se sustenta el movimiento eterno de las esferas cósmicas—
sino también de toda posible inteligibilidad metafísica, cuya base está
asentada en una entidad divina e inmaterial que únicamente puede pensarse a
sí misma y alrededor de la cual se mueven, por apetición,
todas las cosas. En la Academia
platónica, de la que Aristóteles formó parte durante aproximadamente veinte
años, la existencia del mundo sensible se originaba también en la actividad
de un dios, un Demiurgo que había contemplado las Formas perfectas, eternas e
inmutables, a partir de las cuales procedió a ordenar el caos de la materia,
creando un universo dotado de alma. Pero, a diferencia del mundo sempiterno
de las Formas, el universo sensible se encuentra sometido a los cambios y al
movimiento, en una “cierta imagen móvil de la eternidad” a la que Platón
llama “tiempo” (Timeo, 37c). Es decir, el
mundo sensible difiere del inteligible no solamente en cuanto a sus
características ónticas —las Formas son arquetipos
aprehensibles únicamente por el pensamiento (Santa Cruz, 1988, pp. 33-35)[2]—, sino
también porque en el mundo temporal y sensible se producen continuidades y
discontinuidades, caducidades y prolongaciones, rupturas y uniones[3]. En todo caso, no
habría que hacer un recuento histórico exhaustivo de la filosofía para
percatarse que ella difiere significativamente de la experiencia religiosa,
específicamente de aquella afincada en la tradición judeocristiana. Lo ha
señalado Gilson de manera clara: la religión
cristiana está fundada en la enseñanza de los evangelios, que se presenta
como buena nueva ante la miseria humana. El cristianismo, después de todo, es
una doctrina de la salvación. Por su parte, la filosofía se dirige sobre todo
a la inteligencia “y le dice lo que son las cosas” (Gilson,
2007, p. 12). Además, filosofía y experiencia religiosa se afincan,
respectivamente, en un necesitarismo de abolengo
griego, y un voluntarismo (metafísica de la libertad), de raigambre
judeocristiana, en el que el ser humano no está sometido a una necesidad
irrefragable, sino que es invitado a realizar su propio destino, con el
concurso divino, desde la perspectiva del amor. Por
supuesto, lo anterior no significa que pueda deslindarse la religión
cristiana de las raíces filosóficas de las que bebió a partir del siglo II de
nuestra era, al parecer, para siempre. Resultaría falaz, en todo caso, pensar
en un cristianismo purificado de la influencia griega, toda vez que las
categorías sobre las cuales se ha configurado históricamente son las propias
de la filosofía. Este proceso se solidifica sobre todo en el siglo XIII,
momento en que ha tenido la teología que habérselas con una filosofía de la
necesidad, de corte averroísta, y con la creencia en la libertad divina,
proveniente del judeocristianismo (Gilson, 2007, p.
12). El resultado de este proceso histórico es no solamente una teología que
busca creer para comprender (Anselmo), sino también una escolástica cuyo
péndulo oscila entre un intelectualismo en el que Dios puede hacer todo
aquello que no implica contradicción (Tomás de Aquino) y un voluntarismo que
no impide que la Divinidad realice, incluso, actos contrarios a los
principios lógicos (Guillermo de Ockham). Lo que hasta aquí he
escrito se enmarca en el ámbito del discurso filosófico sobre Dios. Como
acabo de señalar, resultaría ingenuo tratar de deslindar totalmente a la
teología de dicho discurso, puesto que a partir de él ha formulado la mayoría
de sus conceptos. Casi dos mil años han transcurrido desde que en el siglo II
el cristianismo se encontró con el pensamiento griego; dos mil años que no
pueden eliminarse de un plumazo. No obstante, son cada vez más frecuentes los
estudios teológicos que buscan rescatar las raíces escriturarias (tanto en el
Antiguo Testamento como en el Nuevo) de un discurso acerca de lo Divino que
lo comprende no como la clave de bóveda del orden cosmológico, sino como un
Dios escondido (Isaías 45.15) que, no obstante, camina y está presente en las
contingencias y vicisitudes de la vida humana (Éxodo 3.14),[4] y es,
ante todo, presencia amorosa (I Juan 4.8). Un Dios cuya esencia es la
paradoja, puesto que ha querido mostrarse en los rostros de los débiles, las
necesitadas, los abandonados (Mateo 25.31-46), ha confundido la sabiduría de
los sabios y se ha mostrado frágil y sufriente en la cruz, locura inaceptable
para el entendimiento (I Corintios 1.18-19). Pero, por otra parte,
mal haríamos si olvidásemos que en esa misma tradición teológica que bebe de
Grecia ha existido una rica y comúnmente olvidada veta de reflexión donde la
paradoja, que rompe con el principio de no contradicción y piensa en lo
Divino como coincidentia oppositorum, se plasma en un conocimiento negativo o
contradictorio. Me remito, pues, a una antigua tradición que, desde la Vida
de Moisés de Gregorio de Nisa, o las obras del Pseudo Dionisio, pasando por la mística del Siglo de Oro
español hasta llegar al telescopio de la noche oscura de Ernesto Cardenal,
piensa en Dios desde la contradicción, desde el conocimiento balbuciente de
quienes han sido alumbrados por sus “tinieblas luminosas” (Pseudo Dionisio) en un mundo que se experimenta como
“noche oscura” (Juan de la Cruz). Mi reflexión parte
del Dios que llevaba Pascal cosido y pegado a su pecho al momento de su
muerte. Un Dios al que se le puede hablar, que se ha revelado y que escucha;
que celebra con quienes se alegran y que sufre con quienes lloran. Al
escribir esto soy consciente que nuestra época se encuentra cubierta por las
penumbras de un “eclipse de Dios”; que esta “era secular”, como la ha
denominado Taylor (2014, p. 23), se caracteriza, en cuanto al tema de Dios,
por haber transitado de una sociedad en la que era virtualmente imposible
negar su existencia, a otra en la que la fe es apenas una mera posibilidad.
No obstante, el Dios eclipsado es justamente aquel que se ofrece a la mirada
escrutadora que busca claridad y cree en una armonía inexistente en el mundo.
Por el contrario, el
Dios de la experiencia religiosa y de la mística, que se muestra ocultándose,
nos habla desde el Crucificado y desde aquellas personas que sufren, al lado
de las cuales se coloca preferencialmente. Es el Dios paradójico de las
Escrituras y de la teología negativa[5].
Hablar teológicamente (al menos desde el cristianismo, que es el locus
del que se escriben estas letras), por lo tanto, no será otra cosa sino
referirse a ese Dios, el Dios de Jesús, tal como lo ha escrito Gutiérrez
(2009) en la introducción a la decimocuarta edición de su Teología de la
liberación: “Hablar de Dios supone vivir en profundidad nuestra condición
de discípulos de aquel que dijo precisamente que era el camino (cf. Jn. 14,6)” (p. 36).
¿Desecharemos, por
tanto, al Dios de los filósofos? Esta pregunta requiere de una respuesta
articulada en al menos dos niveles. Habría que rechazarlo, si por ese Dios
entendemos a la impasible divinidad aristotélica, que por pensarse únicamente
a sí misma permanece, sin desplegarse, aprisionada en la pura inmanencia de
su ser y en la perfección de su unidad, esto es, sin salir, sin trascender.
Un Dios con estas características es in-humano en el pleno sentido de
la palabra, en tanto en cuanto no tiene relación alguna con nosotros. Pero, por otro lado,
si hubiese una filosofía —y ciertamente la hay— en que las contradicciones
sean posibles, donde la Divinidad no perezca dislocada en el lecho de Procusto de los conceptos claros, entonces dicha
concepción filosófica puede ir de la mano con un discurso teológico en el que
Dios despliegue su apertura absoluta hacia el ser humano y hacia la creación.
Este Dios es trascendencia pura; pero no en el sentido que comúnmente
se le ha dado al término “trascendente”, que enfatiza el alejamiento
indolente de una divinidad alienígena y separada de lo humano. Por el
contrario, Dios es trascendente porque su misterio se comprende como salida
de sí mismo, como vaciamiento, como amor humano que irrumpe en nuestra
inmanencia y se ofrece en actitud kenótica, tal
como supo escribirlo Juan de la Cruz en sus inspirados versos. 2. Teología mística y teología paradojal Es difícil encontrar
alguna relación formal entre los elevados versos del Cántico espiritual
y la angustiosa experiencia de Juan de la Cruz en su encierro toledano. Ocho
meses pasó el místico encarcelado, antes de poder escapar del encierro que le
prepararon sus mismos correligionarios carmelitas. En mayo de 1578 un nuevo
carcelero se compadecerá del prisionero y, a pedido de este, le facilitará un
poco de papel y tinta. En el lúgubre encierro de la prisión de Toledo, Juan
de la Cruz escribirá el Cántico espiritual, obra cumbre de la mística
carmelitana del Siglo de Oro español. El prisionero, como apunta José María Javierre (2006), rompió a cantar en el estercolero: Misteriosa condición del ser humano. Misteriosa condición de la naturaleza: de un muladar nacen las
flores, sin que nadie pueda aclararnos la secreta transmisión de belleza
entre los pétalos y el estiércol. Así al poeta fray
Juan le brotan palabras de limpio cristal mientras los frailes le tienen el
cuerpo abismado en porquería (p. 568). Una teología hecha
desde el lenguaje de la gloria hallará en este episodio dificultades
insuperables ¿De qué manera puede alguien, encerrado en un hueco de pared que
servía como letrina de convento, escribir los versos más dulces y elevados de
la mística cristiana? Y, sin embargo, la vida y obra de Juan de la Cruz
testifican fehacientemente de una fe que cristaliza en resistencia, sin por
ello dejar de expresar la Belleza de lo Divino. Dicho de otro modo: el Dios
de Juan de la Cruz, base firme de su vigor, se muestra paradójicamente como
amor, incluso en las circunstancias más adversas. Experiencia amorosa de
Dios, que resiste y se niega a ver la vida anegada por la injusticia. Fray
Juan, tal como ha escrito Pikaza (2017): Elaboró y mantuvo, mientras avanzaban los durísimos meses
de verano de 1578, encerrado en un hueco de pared (letrina de convento), una
de las más hondas resistencias de la historia cristiana. No respondió a sus
carceleros con un discurso jurídico mejor, ni se opuso con sus leyes a las
leyes que le encerraban, sino que hizo algo mucho más hondo y efectivo: creó
y memorizó un poema, unas treinta canciones (en forma de liras) en las que
contaba y cantaba el sentido de su opción, es decir, de su verdad cristiana,
desde la perspectiva del amor a (en) Cristo (p. 30). El cautiverio de
Juan de la Cruz en Toledo ejemplifica una teología que habla de Dios desde
las contradicciones del mundo, y que al hacerlo rehúye de las definiciones
tranquilizadoras. Si bien es cierto también en la prisión fray Juan escribió
sus Romances acerca de la Trinidad, obra a veces catalogada —mutatis
mutandis— como su Suma teológica, no menos verdadero es que con
respecto a ella cabría decir lo que el Doctor Místico declaraba acerca de
toda posible interpretación de su obra poética: “los dichos de amor es mejor
dejarlos en su anchura, para que cada uno de ellos se aproveche según su modo
y caudal de espíritu”. Y para que no queden dudas de la imposibilidad de
comprender a Dios, concluye: Aunque en alguna manera se declaran, no hay para qué atarse
a la declaración; porque la sabiduría mística, la cual es por amor, de que
las presentes canciones tratan, no ha menester distintamente entenderse para
hacer efecto de amor y afición del alma, porque es a modo de la fe, en la
cual amamos a Dios sin entenderle (Juan de la Cruz, 2007, Prólogo del Cántico
espiritual). Si lo vemos desde la
perspectiva de un pensamiento que pretende expresarse en conceptos claros y
distintos, en el intento de amar a Dios sin comprenderle anida una
contradicción irresoluble. Sin embargo, desde la teología negativa —o desde
la mística— ello no implica problema alguno, toda vez que dicho discurso
tiene como base la coincidencia de los contrarios en la Divinidad, tal como
lo propone Nicolás de Cusa en su Docta Ignorancia[6]. La obra del Cusano, como señala Peña (1988), ha asumido las
contradicciones propias de su abigarrada época (el Renacimiento europeo) y
las ha plasmado en su visión de lo real y de Dios mismo. Ello supone no
solamente la aceptación de las contradicciones en el plano ontológico, sino
también en el lógico; estamos, pues, ante una lógica paraconsistente
que pareciera dinamitar, desde dentro del pensamiento mismo, el principio de
no contradicción, base firme toda la metafísica occidental, tal como objetaba
Juan de Wenk al Cusano
(Peña, 1988, p. 6). En respuesta a las objeciones aristotélicas de Wenk —prosigue Peña— Nicolás de Cusa señalará que “lo que
hace falta es, no entender, pues Dios no es entendible, pero sí elevarse a la
vivencia contradictoria de un entender no entendiendo” (Peña, 1998, p. 6).
Visto desde estas coordenadas, no habría gran diferencia entre la teología
contradictoria del Cusano y lo que poéticamente
escribe Juan de la Cruz en sus Coplas hechas sobre un éxtasis de harta
contemplación: Entréme
donde no supe, y quedéme no
sabiendo, toda ciencia trascendiendo. Yo no supe dónde estaba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda
ciencia trascendiendo (De la Cruz, 2007, p. 72). El Dios de Juan de
la Cruz no es del todo aprehensible. Sigue siendo Misterio insondable que se
despliega en las contradicciones de la vida; por eso se habla de él desde la
paradoja. En la teología sanjuanina, de manera similar a lo que ocurre en la Teología
Mística del Areopagita, la Causa-Misterio a la que llamamos Dios
permanece, allende los conceptos, oculta en la “divina tiniebla”. Para el
Areopagita, dicha Realidad Misteriosa No tiene poder ni es poder ni luz. No vive ni tiene vida.
No es sustancia, ni eternidad ni tiempo. No hay conocimiento intelectual de
Ella ni ciencia. Ni es verdad ni reino ni sabiduría, ni uno ni unidad, ni
divinidad ni bondad, ni espíritu, como lo entendemos nosotros, ni
filiación ni paternidad ni ninguna otra cosa de las conocidas por nosotros
o por cualquier otro ser. No es ninguna de las cosas que no son ni
tampoco de las que son, ni los seres la conocen como es, ni Ella conoce a los
seres como son. No hay palabras para Ella, ni nombre, ni conocimiento. No es
tinieblas ni luz, ni error ni verdad. Nada en absoluto se puede negar o
afirmar de Ella. (Pseudo Dionisio Areopagita, 2007, pp. 251-252, itálicas
añadidas). Las palabras del Pseudo Dionisio elevan al lector hasta cumbres en las que
el enrarecimiento del aire dificulta la respiración. La metáfora no es
gratuita, toda vez que la anábasis caracteriza a la
experiencia mística. Una representación de ella se aprecia en el dibujo que
Juan de la Cruz dedicó a Magdalena del Espíritu Santo y que ilustra la subida
al Monte Carmelo. Pero, como han señalado Pedro Casaldáliga
y José María Vigil, en la experiencia mística no
solamente se sube la montaña, sino que también se hace necesario bajarla por
sus laderas (Casaldáliga y Vigil,
1993, p. 9). Al respecto, el ejemplo de vida de Juan de la Cruz es
esclarecedor. Fray Juan
experimenta el Misterio de Dios no solo desde la “nube del no saber”, sino
además en las condiciones más adversas. Las sufre desde niño, cuando muere su
padre, dejándole a él, su madre y sus dos hermanos (Luis, el segundo de
ellos, murió a muy corta edad, probablemente de hambre), en absoluta pobreza.
Las vive en la cárcel, de la que escapa furtivamente, dejando claro que la
transgresión, que de ninguna manera es incompatible con la mística, es un
rasgo típico de su personalidad (Sesé, 2010, p. 194)[7]. Y las
vive también en su experiencia como enfermero en el Hospital de Nuestra
Señora de la Concepción, nosocomio de sifilíticos al que llegaban los
aquejados por los males venéreos. Para la época, Juan de Yepes (tendría en
ese entonces quince o dieciséis años) combinó los oficios de enfermero y recolector
de limosnas, para ayudar a sostener un hospital pobre que carecía de
condiciones sanitarias adecuadas. Ambos trabajos los desempeñó con probidad.
Don Alonso Álvarez de Toledo, administrador del sanatorio, da cuenta de la
abnegada labor del joven Juan, quien a la fecha asistía además a la escuela
de los Doctrinos y servía como monaguillo a las monjas agustinas de calle
Santiago (Javierre, 2006, p. 135). Bernard Sesé (2010) ha hecho las cuentas de las veces que en sus
escritos Juan de la Cruz habla de Dios en términos relacionados con la
enfermedad. Llama la atención, por ejemplo, la cantidad de apariciones de
palabras como cura (11), curación (3), llaga (3), remedio (30), medicina
(12), entre muchas otras (Sesé, 2010, p. 122). En Llama
de amor viva, para mencionar un caso específico, compara a Dios con el
cauterio que cicatriza la pústula y la herida: ¡Oh cauterio suave! ¡Oh regalada llaga! ¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado, que a vida eterna sabe, y
toda deuda paga! (De la Cruz, 2007, p. 71). La equiparación
entre padecimiento, herida y desorientación, por un lado, y ausencia de Dios
(el Amado), por el otro, aparecen también en el Cántico espiritual: ¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste
con gemido? como el ciervo huiste, habiéndome herido; salí tras ti clamando, y eras ido (…) ¿Por qué, pues has llagado aqueste
corazón, no le sanaste? Y, pues me le has robado, ¿por qué así le dejaste, y
no tomas el robo que robaste? (De la Cruz, 2007, p. 53). Pero tampoco Dios es
ajeno al dolor en la poesía sanjuanina. En su poema Un pastorcico,
es la Divinidad quien sufre y enferma, al punto incluso de morir: Un pastorcico está
penado, ajeno de placer y de contento, y en su pastora puesto el pensamiento, y el pecho del amor muy lastimado (…). Y dice el pastorcico:
¡Ay, desdichado de aquel que en mi amor ha hecho ausencia y no quiere gozar la mi presencia, y el pecho por su amor muy lastimado! Y a cabo de un gran rato se ha encumbrado sobre un árbol, do abrió sus brazos bellos, y muerto se ha quedado asido dellos, el pecho del amor muy lastimado! (De la Cruz, 2007,
p. 70). ¿Pudo su experiencia
de enfermero haberle enseñado a Juan de la Cruz a hablar de Dios en términos
de sanidad?[8] No
habría que deslizarse hacia explicaciones psicologistas
de la obra sanjuanina; pero atendiendo a los datos que someramente suministra
Sesé es una posibilidad que no cabría desechar. Y
aunque así no fuera, resulta oportuno señalar que, en un mundo afectado por
la enfermedad, el sufrimiento y el dolor, un habla simbólica de Dios (¿podría
acaso existir otra?) como acompañante amoroso de las personas sufrientes
—lenguaje que encontramos en Juan de la Cruz— se presenta con la fuerza de un
imperativo para la teología. Pero, por otro lado,
es justamente aquí, en nuestra realidad más mundana, donde se muestra,
irremediablemente unida con el dolor y el sufrimiento, la belleza del
Misterio, que pinta con evocativos colores a un mundo envuelto en
contradicciones. Juan de la Cruz lo canta con inmejorables palabras: Mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura, y, yéndolos mirando, con sola su figura vestidos los dejó de hermosura (…) Mi Amado, las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el
silbo de los aires amorosos (De la Cruz, 2007, pp. 55-56). Las montañas, los
valles, la soledad, la oscuridad, el extrañamiento y el amoroso aire forman
parte de ese abigarrado mundo del que Juan de la Cruz echa mano para
apalabrar el Misterio, para hablar de Dios. Él, que desde pequeño vivió entre
los telares de lana y seda que su padre y su madre trabajaban para asegurar
un mínimo sustento familiar, supo entrelazar los hilos con los que tejió un
discurso sobre Dios que aún hoy nos maravilla. Cuentan los biógrafos que,
ejerciendo de prior en el convento de los carmelitas de Granada, mientras
trabajaba con ahínco en la huerta, un fraile se dirige a él: “vuestra
paternidad debe ser hijo de un labrador, pues tanto gusta de la huerta”. Fray
Juan, que con sus palabras unió la urdimbre y la trama que forman el tejido (textum) de su paradójica experiencia, y que
recordaba con cariño el oficio de su padre, contéstale al fraile: “no soy
tanto como eso, que hijo soy de un pobre tejedor” (Javierre,
2006, p. 79). 3. Rupturas y continuidades El mundo de la
experiencia mística —la experiencia de Juan de la Cruz y la de todos los
místicos— está atravesado por las contradicciones: separado y discontinuo,
permanece también unido y continuo; es el mundo que se vive como ausencia del
Amado y, al mismo tiempo, el que trasluce su Belleza en las montañas, los
valles, los ríos a los que canta Fray Juan. Empédocles de
Agrigento, hipostasiando el movimiento incesante del universo, decía que el
Amor y la Discordia son las fuerzas que rigen el cambio entre lo continuo y
lo discontinuo. Y probablemente hablaba de este modo para salir del paso del
inmovilismo de Parménides, que imposibilitaba no solamente el cambio de los
entes sino también su conocimiento. Dicho de otro modo, en la dialéctica de
las fuerzas que disgregan y unen el mundo habría encontrado Empédocles una
grieta, un orificio para escapar de la esfera cerrada y asfixiante que
constituía el universo parmenídeo, cuya verdad
incontrovertible, concebida como perfecta redondez, hundía la experiencia
humana en el monismo estático. Lejos de Parménides,
yo afirmaría con Empédocles —y con Juan de la Cruz y la tradición mística—
que el conocimiento del mundo (así como la experiencia y el discurso sobre
Dios) es posible precisamente porque hay en él rupturas y continuidades por
las que asoma el Misterio. El mundo de nuestra experiencia sensible (mundus spectabilis)
está, como ya he dicho, atravesado por entrelazamientos y desconexiones. No
puede estar todo relacionado con todo; pero tampoco es posible que todo sea
desconexión. Apostar por cualquiera de estas dos opciones no solamente
imposibilita el discurso racional, sino que hace improbable el conocimiento
mismo, toda vez que conocer es ciertamente identificar, pero también
categorizar, señalar diferencias, abstraer. Esta característica
ontológica y fundamental del mundo ha sido rescatada por Gustavo Bueno, en el
así llamado principio de symploké, palabra
cuyo significado originario no remite a ningún tecnicismo filosófico, sino a
cualquier cosa que esté enlazada, trenzada o dialécticamente unida en lucha.
La symploké funciona como principio
explicativo, de acuerdo con el cual no es cierto que nada esté relacionado
con nada, pero tampoco lo es que todo esté relacionado con todo. El mundo,
según Bueno, se caracteriza por este principio ontológico y dialéctico[9]. En virtud de lo
anterior, acaece en este mundo contradictorio la experiencia de un Dios que
se nos presenta como Misterio “tremendo y fascinante” (Rudolf Otto). Lo decía
así Gustavo Gutiérrez (1984), que hablaba de una vivencia de lo Divino y un
lenguaje teológico que se gesta en la “noche oscura de la injusticia” (p.
167). Empero, incluso en las soledades de la noche hay motivos teológicos
suficientes para referirnos a esa honda experiencia de comunidad y amor, en
que vivimos, percibimos y hablamos de Dios como intimidad amorosa, profunda y
oscura (Galilea, 1987, p. 159). Ahora bien, no habría que entender estas
contradicciones como momentos yuxtapuestos: por un lado, soledad, dolor,
enfermedad y sufrimiento y, por el otro, compañía, bienestar, sanidad y
alegría. Contrariamente, todas ellas están entreveradas, o, parafraseando a
Gutiérrez (1984), se encuentran unas dentro de otras (Gutiérrez, 1984, p.
170). Las contradicciones
que forman el tejido mismo de un hablar paradójico acerca de Dios nos abisman
en la perplejidad de su presencia, que es, al mismo tiempo, ausencia. Así lo
escribe Galilea (1987): La experiencia humana nos dice que “leer” la presencia del
amor de Dios en los acontecimientos de la vida es de suyo desconcertante. No
conocemos el fondo de los designios de Dios sobre cada persona, sobre las
realidades y sobre la historia. Más aún, en relación al amor y al Reino de
Dios, la realidad es ambigua y oscura: contiene pecado, egoísmo, lujuria,
injusticias… A primera vista el Dios de la historia nos desconcierta;
experimentamos un “silencio de Dios” que nos atemoriza… La realidad es al
mismo tiempo presencia y ausencia de Dios (p. 163). Hacer teología,
entonces, tendrá que ver con encontrar el punto de unión entre experiencia y
lenguaje de un Dios que, trascendiéndose a sí mismo, atraviesa la realidad
inmanente de nuestras vidas. Su Misterio está entre nosotros (es Emanuel:
Dios con nosotros), en las personas, en los animales, en la historia, en la
naturaleza, aquí están los signos evocativos de su presencia-ausencia.
Precisamente por eso, el discurso acerca de Dios será siempre ambiguo, porque
dicho hablar se gesta en el mundo y la historia humana, ambos saturados
también de las rupturas, continuidades, ambigüedades, que permanecen
firmemente trabadas por el principio de symploké.
Conclusión El Libro de los
veinticuatro filósofos, texto místico del siglo XII, recoge aquella
definición de Dios que despertó la imaginación de Borges cuando escribió “La
esfera de Pascal”: “Dios es una esfera infinita cuyo centro se halla en todas
partes y su circunferencia en ninguna” (Lucentini,
2002, p. 47). Según Borges (1974), la identificación de Dios con la esfera
infinita, presente ya desde antiguo en los fragmentos de Jenófanes
de Colofón o en los escritos de Hermes Trismegisto,
significaría para los medievales que Dios está en todas sus criaturas, aunque
ninguna lo limita (p. 637). Tiempo después, en pleno Renacimiento, cuando
empiezan a resquebrajarse las esferas concéntricas que estructuraban al
universo geocéntrico, Giordano Bruno habría experimentado la liberación que
supone vivir en un mundo infinito, fiel reflejo de su Creador. Y para poder
comunicar la magnitud de su experiencia escribe: “podemos afirmar con
certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo está
en todas partes y la circunferencia en ninguna” (citado en Borges, 1974, p.
637). Las palabras de
Hermes Trismegisto, de los medievales y de Bruno
habrían llegado finalmente a Pascal, cuya vida desde joven se movía entre su
anhelo por el Dios de Abraham, Isaac y Jacob y el terror que le ocasionaba la
apertura de los espacios infinitos del universo copernicano. Reelaborando
aquella antigua definición —cuenta Borges— el matemático habría escrito: “la
naturaleza es una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la
circunferencia en ninguna” (citado en Borges, 1974, p. 637). Henos de nuevo, y
finalmente, en el centro de la paradoja: el Dios de la filosofía aristotélica
se levanta como refugio y quietud, como Causa última y seguro firme de un
mundo ordenado. Por el contrario, el Dios de la teología negativa, el Dios de
Abraham, Isaac y Jacob, el Dios del Pseudo Dionisio
y de Juan de la Cruz, es, como escribió Pascal en su Memorial, fuego,
certidumbre, alegría y paz, experimentado, empero, en la esfera espantosa de
la naturaleza. Hacer teología,
hablar de Dios desde las confusas circunstancias actuales, proponer nuevas
metáforas del Misterio, debería ser, en definitiva, una tarea que se realice
tomando en cuenta las contradicciones propias de la existencia, sin olvidar
al mismo tiempo que, como dice Borges, “quizá la historia universal es la
historia de unas cuantas metáforas” (Borges, 1974, p. 636). Bibliografía AA.VV. (2020) Sopa de Wuhan. Pensamiento contemporáneo en tiempos
de pandemias. Editorial ASPO (Aislamiento Social Preventivo y
Obligatorio). http://iips.usac.edu.gt/wp-content/uploads/2020/03/Sopa-de-Wuhan-ASPO.pdf Borges, Jorge Luis. (1974). Obras completas. Buenos Aires: Emecé Editores. Bueno, Gustavo. (1972). Ensayos materialistas. Madrid:
Taurus. Casaldáliga, Pedro y Vigil, José María. (1993). Espiritualidad de la
liberación. San Salvador: UCA Editores. De Cusa, Nicolás. (1984). La docta ignorancia. Traducción de
Manuel Fuentes Benot. Buenos Aires: Orbis. De la Cruz, Juan. (2007). Obras completas. Edición a cargo de
Maximiliano Ruiz. Salamanca: Sígueme (originales publicados aproximadamente
en 1586). Galilea, Segundo. (1987). El camino de la espiritualidad. Madrid:
Paulinas. Gilson, Étienne. (2007). La filosofía en la Edad Media.
Traducción den Arsenio Pacios y Salvador Caballero.
Madrid: Gredos. González de Cardenal, Olegario. (2015). Cristianismo y mística.
Madrid. Trotta. Gutiérrez, Gustavo. (1984). Beber en su propio pozo. En el
itinerario espiritual de un pueblo. Salamanca: Sígueme. __________. (2009). Teología de la liberación. Salamanca:
Sígueme. Heidegger, Martin. (1988). Identidad y diferencia. Traducción
de Helena Cortés y Arturo Leyte. Barcelona: Anthropos.
Javierre, José María (2006).
Juan de la Cruz. Un caso límite. Salamanca: Sígueme. Lennox, John. (2020). ¿Dónde
está Dios en un mundo con coronavirus? Poiema
Publicaciones. https://static1.squarespace.com/static/58a277c5bf629a87d27aeed5/t/5e8ffc43e5b08e4c70c689fe/1586494535147/D%C3%B3nde+est%C3%A1+Dios+en+un+mundo+con+Coronavirus%3F+.pdf Loza Vera, José. (2005). Éxodo. En Armando Levoratti
(director). Comentario bíblico latinoamericano. Estella:
Verbo Divino. Lucentini, Paolo. (editor)
(2002). El libro de los veinticuatro filósofos. Traducción de Cristina
Serna y Jaume Pòrtulas. Madrid: Siruela
(original publicado en el siglo XII). Pascal, Blaise. (2012). Obras. Traducción de Carlos R. de Dampiere. Madrid: Gredos (original publicado aprox.
1670). Peña, Lorenzo. (1988). La superación de la lógica aristotélica en el
pensamiento del Cusano. Ciudad de Dios: Revista
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Madrid: San Pablo. Piper, John. (2020). Coronavirus
y Cristo. Traducción a cargo de Desiring God Foundation. Poeima Publicaciones. https://poiema.co/pages/coronavirus. Pseudo Dionisio
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Martín. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos (original publicado aproximadamente
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progreso filosófico. Diánoia, LIV (62),
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Jorge Gracia (editor). Concepciones de la metafísica. Madrid: Trotta. Sesé, Bernard. (2010).
Autobiografía secreta de San Juan de la Cruz (1542-1591). En Pierre Civil y
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Internacional de Hispanistas, (pp. 118-126). Iberoamericana. https://cvc.cervantes.es/Literatura/aih/pdf/16/aih_16_2_119.pdf Taylor, Charles. (2014). La era secular. Traducción de
Ricardo García Pérez y María Gabriela Ubaldini.
Barcelona: Gedisa. Underhill, Evelyn. (2006). La
mística. Estudio de la naturaleza y desarrollo de la conciencia espiritual.
Traducción de Carlos Marín Ramírez. Madrid: Trotta.
Velasco, Juan Martín. (2009). El fenómeno místico. Madrid: Trotta. Videos de YouTube Kenneth Copeland Ministries.
(3 de abril del 2020). 2020 Virtual Victory Campaign (April 2-4): A supernatural Heat
Wave! Youtube. https://www.youtube.com/watch?v=XTX3osKtAbs&t=1922s). Juan Soria. (7 de marzo del 2020). Oración masiva en contra del
Coronavirus (covid-19). Apóstol Guillermo Maldonado-Iglesia el Rey Jesús.
YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=sadGYTRLOk0 • • • Manuel Ortega Álvarez:
Licenciado en Teología, Universidad Bíblica Latinoamericana. Académico
de la Escuela de Filosofía de la Universidad Nacional. Ha sido también
profesor en la Universidad Bíblica Latinoamericana. Artículo
recibido: 18 de abril 2021. Artículo
aprobado: 30 de abril 2021. |
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Vida y Pensamiento – Volumen 41, Número 1, pp. 123-149
– Primer Semestre Año 2021 |
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[1] Al momento de escribir
estas palabras, el mundo atraviesa el segundo año de una pandemia que a la
fecha ha matado a más de cuatro millones de personas. En estas circunstancias
pestíferas se han publicado diversos libros que pretenden decir algo acerca del
fenómeno global de la pandemia. Sopa de Wuhan (2020) —acaso el primero
de ellos— reúne artículos y ensayos periodísticos de una pléyade de verdaderas
luminarias del pensamiento contemporáneo, que entre febrero y marzo del 2020
escribieron sobre la peste del COVID-19, su avasalladora marcha, sus actuales y
futuras consecuencias sociales, políticas y económicas. Desde tiendas
religioso-teológicas resaltan dos libros: Coronavirus y Cristo (2020),
de John Piper y ¿Dónde está Dios en un mundo con coronavirus? (2020), de
John Lennox. El texto de Piper es un alegato a favor de una soberanía divina
que no solamente ha enviado la enfermedad al género humano, sino que también se
sirve del dolor para sus propósitos escatológicos. Lennox, por su parte, se
alinea en el problema clásico de la teodicea, para intentar demostrar la
compatibilidad entre la existencia del mal y un Dios amoroso. Los tres libros
están disponibles en internet.
[2] Con demasiada ligereza
se ha asumido, una y otra vez, que el mundo platónico de las Ideas es una
especie de “transmundo” compuesto de particulares perfectos. Con Santa Cruz
(1988), sostengo que las Ideas son arquetipos, entes eternos cuya existencia
posibilita la realidad ontológica del mundo sensible. Las siguientes palabras
pueden arrojar luz al respecto: “De la caracterización de las Formas como
modelos, paradigmas o arquetipos no debe inferirse que Platón las concibiera como
particulares perfectos. La Forma es un modelo o arquetipo en el sentido de una
estructura que pueden encarnar diversos particulares; un diseño que se halla en
un nivel ontológico diferente de las cosas en las que se plasma. No es un
particular sino un universal (…). Lo que suele llamarse teoría platónica de las
Formas es una teoría sobre clases o tipos. Pero parece poco adecuada la
afirmación de que esas clases o tipos pueden existir con plena independencia de
que haya cosas particulares pertenecientes a ese tipo. En este sentido, el
dualismo platónico no es tan tajante como a veces se ha presentado. Las
entidades inteligibles y las sensibles son, sin duda, de diferente naturaleza
(…) Las cosas no existen con independencia de las Formas. Dicho de otro modo,
no se trata de que Platón afirme la existencia de un «mundo» constituido por
entidades perfectas, inmutables que habitan una región celeste haya o no cosas
sensibles, como narra míticamente el Fedro. La teoría de las Formas es en
Platón una hipótesis explicativa de la posibilidad de la inteligibilidad de lo
que está sujeto a devenir” (Santa Cruz, 1998, pp. 32-33).
[3] Estas características
del mundo serán retomadas más adelante, cuando hablemos del principio de symploké.
[4] Es comúnmente aceptado
entre exégetas que la declaración de Yahvé a Moisés en el encuentro de la zarza
ardiente no es una explicitación ontológico-esencial, tal como lo creía Tomás
de Aquino al identificar al “Yo soy” con el Ser de la filosofía. Por el
contrario, las palabras Yahvé han de entenderse como una aseveración de su
presencia actuante a favor del pueblo sufriente. Al respecto véase el siguiente
comentario de Loza (2005): “Dios responde a Moisés. Su respuesta, «Yo soy el
que soy», no es negarse a responder; pero si Dios es el que verdaderamente es,
su respuesta no ha de entenderse en términos extraños al pensamiento del pueblo
del AT, como se hará luego en función de la filosofía griega. Repito, esos
términos filosóficos son extraños a la mentalidad del antiguo Israel. Aunque el
nombre de Yahvé solo se encuentra en la adición del v. 15, lo que pretende
explicar el «yo soy» es ese nombre. Así, tratándose de Dios, nosotros debemos
decir «él es»; solo él puede decir «yo soy». Ahora bien, el verbo «ser» en la
mentalidad hebrea conlleva cuanto nosotros expresaríamos mediante
«manifestarse» y «actuar». Si «ser» es manifestarse y actuar, Dios le dice a
Moisés que él es el Dios de quien se sabrá quién es por lo que hará en favor
del pueblo. Así, las dos respuestas de Dios a Moisés son en cierto modo la
misma, aunque haya una diferencia entre «yo soy (estoy) contigo» y «yo soy» a
secas: Dios va a mostrar que «es el que es», que su presencia cuenta porque él es capaz de cambiar las situaciones. Moisés experimentará
esa presencia porque él lo acompañará en su misión y le ofrecerá una ayuda
indefectible para que logre la liberación del pueblo sometido a servidumbre en
Egipto” (p. 434).
[5] “Teología negativa” y
“mística” son términos que aparecen de manera más o menos continua en este
artículo. Con el primero se designa a un tipo de discurso acerca de Dios que
afirma negando y, finalmente, acaba por negar la negación misma. Tres son los
momentos de la teología negativa: 1. La katapahasis o afirmación, propia
de la teología positiva, 2. La apophasis o negación, en que se niegan
todos los atributos a lo Divino y 3. la vía superlativa (negación de la
negación) allende la kataphasis y la apophasis. Con respecto a la
palabra mística, a pesar de lo mucho que debería decirse —más de lo que cabría
en un pie de página— señalo sucintamente que dicho término refiere a una
vivencia descrita como cognitio Dei experimentalis, una experiencia de
lo Divino, que no es un saber de conceptos y que al querer expresarse por medio
de ellos recurre inevitablemente a la intermediación de los símbolos, para, por
su medio, decir algo, si bien oblicuamente, acerca del Misterio de Dios. Al
respecto véase Redmond (2009, pp. 84-85), Velasco (2009, pp. 17-24), González
(2015, pp. 15-49), Underhill (2006, pp. 15-38).
[6] Peña (1988) subraya que
en el Cusano hay no solo una teología negativa sino, sobre todo, una teología
contradictoria. Efectivamente, para aclarar —per analogiam— cómo se dan
simultáneamente los contrarios en la Divinidad, Nicolás de Cusa se sirve de
ejemplos matemáticos y geométricos llevados al extremo de las dimensiones
infinitas. Así, por ejemplo, el triángulo y la línea son idénticos si se
extienden al máximo los ángulos del primero; en el círculo infinitamente
pequeño coinciden centro y circunferencia, y en el infinitamente grande la
tangente y la circunferencia son iguales. Finalmente, un cuerpo que se mueva a
velocidad infinita alrededor de un círculo estará siempre en movimiento y, a la
vez, estará siempre en reposo. Así las cosas, Dios, comprendido como lo máximo,
es también lo mínimo (coincidentia oppositorum), razón por la que puede
decirse de él que lo es Todo y, a la vez, es Nada. Véase De Cusa (1984, caps.
XI al XVI).
[7] Poco habla Juan de la
Cruz de él mismo. En su correspondencia, no obstante, deja ver ciertas características
de su personalidad y algunos destellos de sus vivencias. En la carta que
escribe a Catalina de Jesús, carmelita descalza, compara su escape de la
prisión de Toledo con la experiencia de Jonás al ser vomitado por el gran pez:
“más desterrado estoy yo y solo por acá; que después que me tragó aquella
ballena y me vomitó en este extraño puerto, nunca más merecí verla [a Madre
Teresa de Jesús] ni a los santos de por allá”, (De la Cruz, 2007, p. 1047).
[8] Con la frase “hablar de
Dios en términos de sanidad” no me refiero a esa especie de pensamiento mágico
al que me remito a continuación con dos ejemplos, ambos provenientes de los
Estados Unidos. En abril del 2020, en el apogeo de la pandemia del COVID-19, el
pastor y teleevangelista Kenneth Coopeland realizó, junto a un grupo de sus
colaboradores, una oración televisada para “desatar sanidad” y acabar con el
virus. Sus palabras, con tintes dramáticos de oráculo, vaticinaban una ola de
calor en todo el país, puesto que el calor “es lo que se necesita para matar a
esta cosa” [sic.]. El vídeo está disponible en YouTube: “2020 Virtual Victory
Campaign (April 2-4): A supernatural Heat Wave!” (https://www.youtube.com/watch?v=XTX3osKtAbs&t=1922s).
De manera similar, en marzo del 2020, el también pastor y evangelista hondureño
Guillermo Maldonado, en una oración masiva arremetía contra el COVID-19 y
“decretaba sanidad”. Según Maldonado, “el Señor me dijo: «decreta en la
Iglesia, como un apóstol a las naciones, con esa autoridad, para cancelar y
hacer que ese virus se muera»” [sic.]. El decreto de Maldonado avanza in
crescendo: “¡Ahora mismo ordeno que ese virus se muere, se cancela! [sic.];
¡será como polvo que se disuelve, se desintegra, ahora!”. Véase el vídeo en YouTube:
“Oración masiva en contra del Coronavirus (covid-19). Apóstol Guillermo
Maldonado-Iglesia el Rey Jesús (https://www.youtube.com/watch?v=sadGYTRLOk0).
Contrariamente a los episodios mencionados, hablar de Dios en términos de
sanidad implica acompañar a la persona enferma, sanar sus heridas, mostrar amor
abnegado, signo inconfundible de Dios, ejemplificado de manera imperecedera en
la parábola del Buen Samaritano (Luc. 10.25-37).
[9] Al respecto escribe
Bueno (1972): “Platón ha formulado, por primera vez, el principio fundamental
de la Ontología dialéctica, al afirmar que los entes del mundo, ni están unidos
todos con todos (como suponía el monismo continuista primitivo, cuyo límite es
el misticismo), ni están separados todos de todos (como suponía el atomismo
radical, o el megarismo, cuyo límite es el escepticismo), sino que los entes se
mezclan y comunican en parte, y, permanecen, en parte, incomunicados y no
mezclados. Este es el contenido del "postulado de discontinuidad",
constitutivo de la misma razón dialéctica. El concepto de symploké, en
su momento dialéctico, determina este postulado de discontinuidad: los entes,
los géneros, no sólo son diversos (y discontinuos), sino incompatibles, por un
lado, y necesariamente (sintéticamente) unidos, por otro” (p. 391). Tres
aclaraciones son necesarias con respecto a las apreciaciones de Bueno. En primer
lugar, comparto la discontinuidad ontológica (pluralismo discontinuista) que
presupone el principio de symploké, tal como lo propone Bueno. Aún más,
desde estas coordenadas, son precisamente esas fracturas y continuidades del
mundo las que, llevadas a la experiencia humana, explicarían por ejemplo la
coexistencia vivencial de los sufrimientos y las alegrías, los odios y los
amores. En segundo término, es claro que Bueno no acepta la existencia del Dios
de la ontoteología, no solamente porque el trasfondo de su filosofía es
materialista, sino además porque, de hacerlo, anularía las discontinuidades del
mundo, toda vez que habría un ser capaz de conocer la totalidad del movimiento
de los entes del mundo (el demonio de Laplace). Desde nuestra perspectiva esta
objeción de Bueno es irrebatible, si por Dios se entiende al Dios de la
filosofía, no al de la experiencia religiosa. En tercer lugar, al identificar
misticismo con monismo continuista, Bueno considera de manera errónea el
fenómeno místico, generalizando todos sus variados aspectos como una
experiencia de absorción en lo Absoluto.