Vida   y   Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

 

Hablar de Dios desde las crisis del siglo XXI

 

 

 

Vida y Pensamiento – Volumen 41, Número 1, pp. 123-149 – Primer Semestre Año 2021

 

 

 

 

 

 

 

 

Lenguaje teológico

Experiencia mística, paradoja y principio de symploké

 

 

Manuel Ortega

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vida y Pensamiento – Volumen 41, Número 1, pp. 123-149 – Primer Semestre Año 2021

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Lenguaje teológico

Experiencia mística, paradoja y principio de symploké

Manuel Ortega

Resumen: El artículo expone las posibilidades de un lenguaje teológico articulado a partir de la mística y la teología negativa, y que, además, sea un habla significativa de lo Divino en el convulso mundo contemporáneo. Iniciando con la histórica contraposición entre el Dios de la filosofía y el Dios de la experiencia religiosa, se pasa a continuación a estudiar las posibilidades una teología paradójica y contradictoria, que en línea con el principio de symploké considere las continuidades y discontinuidades del mundo y de nuestra experiencia en él. Para ello, se utilizan ejemplos tomados de la teología negativa del Pseudo Dionisio Areopagita, Juan de la Cruz y Nicolás de Cusa, así como de la espiritualidad latinoamericana de la liberación, representada por Pedro Casaldáliga, José María Vigil y Gustavo Gutiérrez.

Palabras clave: Espiritualidad, mística, teología negativa, paradoja, lenguaje teológico.

Abstract: The article exposes the possibilities of a theological language articulated from mysticism and negative theology, and that, in addition, is a meaningful speech of the Divine in the turbulent contemporary world. Starting with the historical opposition between the God of philosophy and the God of religious experience, we then proceed to study the possibilities of a paradoxical and contradictory theology that, in line with the principle of symploké, considers the continuities and discontinuities of the world and of our experience in it. For this, I Take examples from the negative theology of Pseudo Dionisio Areopagita, Juan de la Cruz and Nicolás de Cusa, as well as the Latin American spirituality of liberation, represented by Pedro Casaldáliga, José María Vigil and Gustavo Gutiérrez.

Keywords: Spirituality, mysticism, negative theology, paradox, theological language.

 

 

 

Introducción

En las páginas que siguen me propongo decir algo, al menos aproximativo, acerca de Dios. En tanto reflexión filosófico-teológica, inicio con la ya conocida contraposición entre el Dios de la experiencia religiosa y el Dios de los filósofos, para ver, en el primero de ellos, atisbos de la teología que será posteriormente propuesta. Busco demostrar que es posible, desde la teología negativa, articular un discurso teológico actual que rescate lo esencial de la tradición mística. En relación con ello, propondré que el lenguaje teológico contemporáneo tiene en ambas tradiciones un rico acervo de posibilidades discursivas, no encerradas en el terreno de los conceptos claros y distintos, del cual puede echar mano. No se detallan aquí de manera exhaustiva dichas posibilidades (no es esa mi intención); solamente señalo probables derroteros. Para ello me serviré del lenguaje teológico y poético de Juan de la Cruz, acuerpado por una tradición de la que también forman parte el Pseudo Dionisio y Nicolás de Cusa, entre otros. Finalmente, este intento de lenguaje teológico hallará sentido si suponemos que ese Dios amoroso se muestra como acompañante nuestro en un mundo contradictorio, atravesado por rupturas y continuidades (principio de symploké). Este último punto será importante si reflexionamos acerca de lo Divino en una realidad lacerada por el sufrimiento, el dolor, la enfermedad, la injusticia y la muerte[1].

1. El Dios del Memorial pascaliano y el Dios de los filósofos

El padre Pierre Guerrier relata que a pocos días de fallecer Blaise Pascal (1623-1662), un criado suyo encontró, cosido a su chaqueta, un pequeño pergamino que tenía dibujada una tosca cruz y unas enigmáticas oraciones sueltas; junto al documento había un pequeño papel escrito, cuyas letras habían sido trazadas sin duda por la misma mano que garabateó aquellas frases. Según Guerrier, los amigos íntimos de Pascal reconocieron en ambos textos la letra del matemático, quien —posteriormente se comprobó— atesoraba el pequeño trozo de pergamino con gran cuidado desde hacía ya ocho años, cosiéndolo y descosiéndolo a medida que cambiaba de traje, y para conservar la memoria de una experiencia que, al parecer, quería tener siempre presente. El célebre Memorial de Pascal inicia de la siguiente manera:

El año de gracia de 1654

Lunes, 23 de noviembre, día de San Clemente, papa

y mártir, y otros en el Martirologio.

Víspera de san Crisógono, mártir y otros.

Desde aproximadamente las diez y media de la noche hasta

aproximadamente medianoche y media ¡Fuego!

Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob,

no de los filósofos y de los sabios.

Certidumbre, certidumbre, conciencia, alegría, paz

(Pascal, 2012, p. 638).

El Memorial ha servido desde entonces para ejemplificar una diferencia ya clásica entre el Dios de los filósofos y el Dios de la experiencia religiosa. Heidegger, haciendo eco de esta desigualdad, profundiza la brecha entre el Dios de la filosofía —Causa sui y fundamento último de la metafísica occidental— y el “Dios divino” de religión. A su parecer, al Dios de la filosofía “el hombre no puede ni rezarle ni hacerle sacrificios. Ante la Causa sui el hombre no puede caer temeroso de rodillas, así como tampoco puede tocar instrumentos ni bailar ante este Dios” (Heidegger, 1988, p. 153).

De este Dios filosófico, cuyo creador habría sido Aristóteles, puede decirse que se constituye esencialmente como motor inmóvil, eterno, uno e infinito, de acuerdo con el libro VIII de la Física. Su actividad es pensamiento puro, acción del entendimiento que se describe como felicidad absoluta, perfecta y eterna. La Divinidad aristotélica, que está separada de las cosas sensibles, no tiene partes, es decir, es indivisible; tampoco tiene magnitud ni emociones, puesto que es inalterable, tal como lo reseña el libro duodécimo de la Metafísica. Acto y pensamiento puro, el Dios de la filosofía se yergue como principio necesario no solamente del mundo físico —en tanto que en él se sustenta el movimiento eterno de las esferas cósmicas— sino también de toda posible inteligibilidad metafísica, cuya base está asentada en una entidad divina e inmaterial que únicamente puede pensarse a sí misma y alrededor de la cual se mueven, por apetición, todas las cosas. 

En la Academia platónica, de la que Aristóteles formó parte durante aproximadamente veinte años, la existencia del mundo sensible se originaba también en la actividad de un dios, un Demiurgo que había contemplado las Formas perfectas, eternas e inmutables, a partir de las cuales procedió a ordenar el caos de la materia, creando un universo dotado de alma. Pero, a diferencia del mundo sempiterno de las Formas, el universo sensible se encuentra sometido a los cambios y al movimiento, en una “cierta imagen móvil de la eternidad” a la que Platón llama “tiempo” (Timeo, 37c). Es decir, el mundo sensible difiere del inteligible no solamente en cuanto a sus características ónticas —las Formas son arquetipos aprehensibles únicamente por el pensamiento (Santa Cruz, 1988, pp. 33-35)[2]—, sino también porque en el mundo temporal y sensible se producen continuidades y discontinuidades, caducidades y prolongaciones, rupturas y uniones[3].

En todo caso, no habría que hacer un recuento histórico exhaustivo de la filosofía para percatarse que ella difiere significativamente de la experiencia religiosa, específicamente de aquella afincada en la tradición judeocristiana. Lo ha señalado Gilson de manera clara: la religión cristiana está fundada en la enseñanza de los evangelios, que se presenta como buena nueva ante la miseria humana. El cristianismo, después de todo, es una doctrina de la salvación. Por su parte, la filosofía se dirige sobre todo a la inteligencia “y le dice lo que son las cosas” (Gilson, 2007, p. 12). Además, filosofía y experiencia religiosa se afincan, respectivamente, en un necesitarismo de abolengo griego, y un voluntarismo (metafísica de la libertad), de raigambre judeocristiana, en el que el ser humano no está sometido a una necesidad irrefragable, sino que es invitado a realizar su propio destino, con el concurso divino, desde la perspectiva del amor.

Por supuesto, lo anterior no significa que pueda deslindarse la religión cristiana de las raíces filosóficas de las que bebió a partir del siglo II de nuestra era, al parecer, para siempre. Resultaría falaz, en todo caso, pensar en un cristianismo purificado de la influencia griega, toda vez que las categorías sobre las cuales se ha configurado históricamente son las propias de la filosofía. Este proceso se solidifica sobre todo en el siglo XIII, momento en que ha tenido la teología que habérselas con una filosofía de la necesidad, de corte averroísta, y con la creencia en la libertad divina, proveniente del judeocristianismo (Gilson, 2007, p. 12). El resultado de este proceso histórico es no solamente una teología que busca creer para comprender (Anselmo), sino también una escolástica cuyo péndulo oscila entre un intelectualismo en el que Dios puede hacer todo aquello que no implica contradicción (Tomás de Aquino) y un voluntarismo que no impide que la Divinidad realice, incluso, actos contrarios a los principios lógicos (Guillermo de Ockham).

Lo que hasta aquí he escrito se enmarca en el ámbito del discurso filosófico sobre Dios. Como acabo de señalar, resultaría ingenuo tratar de deslindar totalmente a la teología de dicho discurso, puesto que a partir de él ha formulado la mayoría de sus conceptos. Casi dos mil años han transcurrido desde que en el siglo II el cristianismo se encontró con el pensamiento griego; dos mil años que no pueden eliminarse de un plumazo. No obstante, son cada vez más frecuentes los estudios teológicos que buscan rescatar las raíces escriturarias (tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo) de un discurso acerca de lo Divino que lo comprende no como la clave de bóveda del orden cosmológico, sino como un Dios escondido (Isaías 45.15) que, no obstante, camina y está presente en las contingencias y vicisitudes de la vida humana (Éxodo 3.14),[4] y es, ante todo, presencia amorosa (I Juan 4.8). Un Dios cuya esencia es la paradoja, puesto que ha querido mostrarse en los rostros de los débiles, las necesitadas, los abandonados (Mateo 25.31-46), ha confundido la sabiduría de los sabios y se ha mostrado frágil y sufriente en la cruz, locura inaceptable para el entendimiento (I Corintios 1.18-19).

Pero, por otra parte, mal haríamos si olvidásemos que en esa misma tradición teológica que bebe de Grecia ha existido una rica y comúnmente olvidada veta de reflexión donde la paradoja, que rompe con el principio de no contradicción y piensa en lo Divino como coincidentia oppositorum, se plasma en un conocimiento negativo o contradictorio. Me remito, pues, a una antigua tradición que, desde la Vida de Moisés de Gregorio de Nisa, o las obras del Pseudo Dionisio, pasando por la mística del Siglo de Oro español hasta llegar al telescopio de la noche oscura de Ernesto Cardenal, piensa en Dios desde la contradicción, desde el conocimiento balbuciente de quienes han sido alumbrados por sus “tinieblas luminosas” (Pseudo Dionisio) en un mundo que se experimenta como “noche oscura” (Juan de la Cruz).

Mi reflexión parte del Dios que llevaba Pascal cosido y pegado a su pecho al momento de su muerte. Un Dios al que se le puede hablar, que se ha revelado y que escucha; que celebra con quienes se alegran y que sufre con quienes lloran. Al escribir esto soy consciente que nuestra época se encuentra cubierta por las penumbras de un “eclipse de Dios”; que esta “era secular”, como la ha denominado Taylor (2014, p. 23), se caracteriza, en cuanto al tema de Dios, por haber transitado de una sociedad en la que era virtualmente imposible negar su existencia, a otra en la que la fe es apenas una mera posibilidad. No obstante, el Dios eclipsado es justamente aquel que se ofrece a la mirada escrutadora que busca claridad y cree en una armonía inexistente en el mundo.

Por el contrario, el Dios de la experiencia religiosa y de la mística, que se muestra ocultándose, nos habla desde el Crucificado y desde aquellas personas que sufren, al lado de las cuales se coloca preferencialmente. Es el Dios paradójico de las Escrituras y de la teología negativa[5]. Hablar teológicamente (al menos desde el cristianismo, que es el locus del que se escriben estas letras), por lo tanto, no será otra cosa sino referirse a ese Dios, el Dios de Jesús, tal como lo ha escrito Gutiérrez (2009) en la introducción a la decimocuarta edición de su Teología de la liberación: “Hablar de Dios supone vivir en profundidad nuestra condición de discípulos de aquel que dijo precisamente que era el camino (cf. Jn. 14,6)” (p. 36). 

¿Desecharemos, por tanto, al Dios de los filósofos? Esta pregunta requiere de una respuesta articulada en al menos dos niveles. Habría que rechazarlo, si por ese Dios entendemos a la impasible divinidad aristotélica, que por pensarse únicamente a sí misma permanece, sin desplegarse, aprisionada en la pura inmanencia de su ser y en la perfección de su unidad, esto es, sin salir, sin trascender. Un Dios con estas características es in-humano en el pleno sentido de la palabra, en tanto en cuanto no tiene relación alguna con nosotros.

Pero, por otro lado, si hubiese una filosofía —y ciertamente la hay— en que las contradicciones sean posibles, donde la Divinidad no perezca dislocada en el lecho de Procusto de los conceptos claros, entonces dicha concepción filosófica puede ir de la mano con un discurso teológico en el que Dios despliegue su apertura absoluta hacia el ser humano y hacia la creación. Este Dios es trascendencia pura; pero no en el sentido que comúnmente se le ha dado al término “trascendente”, que enfatiza el alejamiento indolente de una divinidad alienígena y separada de lo humano. Por el contrario, Dios es trascendente porque su misterio se comprende como salida de sí mismo, como vaciamiento, como amor humano que irrumpe en nuestra inmanencia y se ofrece en actitud kenótica, tal como supo escribirlo Juan de la Cruz en sus inspirados versos.

2. Teología mística y teología paradojal

Es difícil encontrar alguna relación formal entre los elevados versos del Cántico espiritual y la angustiosa experiencia de Juan de la Cruz en su encierro toledano. Ocho meses pasó el místico encarcelado, antes de poder escapar del encierro que le prepararon sus mismos correligionarios carmelitas. En mayo de 1578 un nuevo carcelero se compadecerá del prisionero y, a pedido de este, le facilitará un poco de papel y tinta. En el lúgubre encierro de la prisión de Toledo, Juan de la Cruz escribirá el Cántico espiritual, obra cumbre de la mística carmelitana del Siglo de Oro español. El prisionero, como apunta José María Javierre (2006), rompió a cantar en el estercolero:

Misteriosa condición del ser humano.

Misteriosa condición de la naturaleza: de un muladar nacen las flores, sin que nadie pueda aclararnos la secreta transmisión de belleza entre los pétalos y el estiércol.

Así al poeta fray Juan le brotan palabras de limpio cristal mientras los frailes le tienen el cuerpo abismado en porquería (p. 568).

Una teología hecha desde el lenguaje de la gloria hallará en este episodio dificultades insuperables ¿De qué manera puede alguien, encerrado en un hueco de pared que servía como letrina de convento, escribir los versos más dulces y elevados de la mística cristiana? Y, sin embargo, la vida y obra de Juan de la Cruz testifican fehacientemente de una fe que cristaliza en resistencia, sin por ello dejar de expresar la Belleza de lo Divino. Dicho de otro modo: el Dios de Juan de la Cruz, base firme de su vigor, se muestra paradójicamente como amor, incluso en las circunstancias más adversas. Experiencia amorosa de Dios, que resiste y se niega a ver la vida anegada por la injusticia. Fray Juan, tal como ha escrito Pikaza (2017):

Elaboró y mantuvo, mientras avanzaban los durísimos meses de verano de 1578, encerrado en un hueco de pared (letrina de convento), una de las más hondas resistencias de la historia cristiana. No respondió a sus carceleros con un discurso jurídico mejor, ni se opuso con sus leyes a las leyes que le encerraban, sino que hizo algo mucho más hondo y efectivo: creó y memorizó un poema, unas treinta canciones (en forma de liras) en las que contaba y cantaba el sentido de su opción, es decir, de su verdad cristiana, desde la perspectiva del amor a (en) Cristo (p. 30).  

El cautiverio de Juan de la Cruz en Toledo ejemplifica una teología que habla de Dios desde las contradicciones del mundo, y que al hacerlo rehúye de las definiciones tranquilizadoras. Si bien es cierto también en la prisión fray Juan escribió sus Romances acerca de la Trinidad, obra a veces catalogada —mutatis mutandis— como su Suma teológica, no menos verdadero es que con respecto a ella cabría decir lo que el Doctor Místico declaraba acerca de toda posible interpretación de su obra poética: “los dichos de amor es mejor dejarlos en su anchura, para que cada uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu”. Y para que no queden dudas de la imposibilidad de comprender a Dios, concluye:

Aunque en alguna manera se declaran, no hay para qué atarse a la declaración; porque la sabiduría mística, la cual es por amor, de que las presentes canciones tratan, no ha menester distintamente entenderse para hacer efecto de amor y afición del alma, porque es a modo de la fe, en la cual amamos a Dios sin entenderle (Juan de la Cruz, 2007, Prólogo del Cántico espiritual).

Si lo vemos desde la perspectiva de un pensamiento que pretende expresarse en conceptos claros y distintos, en el intento de amar a Dios sin comprenderle anida una contradicción irresoluble. Sin embargo, desde la teología negativa —o desde la mística— ello no implica problema alguno, toda vez que dicho discurso tiene como base la coincidencia de los contrarios en la Divinidad, tal como lo propone Nicolás de Cusa en su Docta Ignorancia[6].

La obra del Cusano, como señala Peña (1988), ha asumido las contradicciones propias de su abigarrada época (el Renacimiento europeo) y las ha plasmado en su visión de lo real y de Dios mismo. Ello supone no solamente la aceptación de las contradicciones en el plano ontológico, sino también en el lógico; estamos, pues, ante una lógica paraconsistente que pareciera dinamitar, desde dentro del pensamiento mismo, el principio de no contradicción, base firme toda la metafísica occidental, tal como objetaba Juan de Wenk al Cusano (Peña, 1988, p. 6). En respuesta a las objeciones aristotélicas de Wenk —prosigue Peña— Nicolás de Cusa señalará que “lo que hace falta es, no entender, pues Dios no es entendible, pero sí elevarse a la vivencia contradictoria de un entender no entendiendo” (Peña, 1998, p. 6). Visto desde estas coordenadas, no habría gran diferencia entre la teología contradictoria del Cusano y lo que poéticamente escribe Juan de la Cruz en sus Coplas hechas sobre un éxtasis de harta contemplación:

Entréme donde no supe,

y quedéme no sabiendo,

toda ciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde estaba,

pero, cuando allí me vi,

sin saber dónde me estaba,

grandes cosas entendí;

no diré lo que sentí,

que me quedé no sabiendo,

toda ciencia trascendiendo (De la Cruz, 2007, p. 72).

El Dios de Juan de la Cruz no es del todo aprehensible. Sigue siendo Misterio insondable que se despliega en las contradicciones de la vida; por eso se habla de él desde la paradoja. En la teología sanjuanina, de manera similar a lo que ocurre en la Teología Mística del Areopagita, la Causa-Misterio a la que llamamos Dios permanece, allende los conceptos, oculta en la “divina tiniebla”. Para el Areopagita, dicha Realidad Misteriosa

No tiene poder ni es poder ni luz. No vive ni tiene vida. No es sustancia, ni eternidad ni tiempo. No hay conocimiento intelectual de Ella ni ciencia. Ni es verdad ni reino ni sabiduría, ni uno ni unidad, ni divinidad ni bondad, ni espíritu, como lo entendemos nosotros, ni filiación ni paternidad ni ninguna otra cosa de las conocidas por nosotros o por cualquier otro ser. No es ninguna de las cosas que no son ni tampoco de las que son, ni los seres la conocen como es, ni Ella conoce a los seres como son. No hay palabras para Ella, ni nombre, ni conocimiento. No es tinieblas ni luz, ni error ni verdad. Nada en absoluto se puede negar o afirmar de Ella. (Pseudo Dionisio Areopagita, 2007, pp. 251-252, itálicas añadidas).

Las palabras del Pseudo Dionisio elevan al lector hasta cumbres en las que el enrarecimiento del aire dificulta la respiración. La metáfora no es gratuita, toda vez que la anábasis caracteriza a la experiencia mística. Una representación de ella se aprecia en el dibujo que Juan de la Cruz dedicó a Magdalena del Espíritu Santo y que ilustra la subida al Monte Carmelo. Pero, como han señalado Pedro Casaldáliga y José María Vigil, en la experiencia mística no solamente se sube la montaña, sino que también se hace necesario bajarla por sus laderas (Casaldáliga y Vigil, 1993, p. 9). Al respecto, el ejemplo de vida de Juan de la Cruz es esclarecedor.

Fray Juan experimenta el Misterio de Dios no solo desde la “nube del no saber”, sino además en las condiciones más adversas. Las sufre desde niño, cuando muere su padre, dejándole a él, su madre y sus dos hermanos (Luis, el segundo de ellos, murió a muy corta edad, probablemente de hambre), en absoluta pobreza. Las vive en la cárcel, de la que escapa furtivamente, dejando claro que la transgresión, que de ninguna manera es incompatible con la mística, es un rasgo típico de su personalidad (Sesé, 2010, p. 194)[7]. Y las vive también en su experiencia como enfermero en el Hospital de Nuestra Señora de la Concepción, nosocomio de sifilíticos al que llegaban los aquejados por los males venéreos. Para la época, Juan de Yepes (tendría en ese entonces quince o dieciséis años) combinó los oficios de enfermero y recolector de limosnas, para ayudar a sostener un hospital pobre que carecía de condiciones sanitarias adecuadas. Ambos trabajos los desempeñó con probidad. Don Alonso Álvarez de Toledo, administrador del sanatorio, da cuenta de la abnegada labor del joven Juan, quien a la fecha asistía además a la escuela de los Doctrinos y servía como monaguillo a las monjas agustinas de calle Santiago (Javierre, 2006, p. 135).

Bernard Sesé (2010) ha hecho las cuentas de las veces que en sus escritos Juan de la Cruz habla de Dios en términos relacionados con la enfermedad. Llama la atención, por ejemplo, la cantidad de apariciones de palabras como cura (11), curación (3), llaga (3), remedio (30), medicina (12), entre muchas otras (Sesé, 2010, p. 122). En Llama de amor viva, para mencionar un caso específico, compara a Dios con el cauterio que cicatriza la pústula y la herida:

¡Oh cauterio suave!

¡Oh regalada llaga!

¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,

que a vida eterna sabe,

y toda deuda paga! (De la Cruz, 2007, p. 71).

La equiparación entre padecimiento, herida y desorientación, por un lado, y ausencia de Dios (el Amado), por el otro, aparecen también en el Cántico espiritual:

¿Adónde te escondiste,

Amado, y me dejaste con gemido?

como el ciervo huiste,

habiéndome herido;

salí tras ti clamando, y eras ido (…)

¿Por qué, pues has llagado

aqueste corazón, no le sanaste?

Y, pues me le has robado,

¿por qué así le dejaste,

y no tomas el robo que robaste? (De la Cruz, 2007, p. 53).

Pero tampoco Dios es ajeno al dolor en la poesía sanjuanina. En su poema Un pastorcico, es la Divinidad quien sufre y enferma, al punto incluso de morir:

Un pastorcico está penado,

ajeno de placer y de contento,

y en su pastora puesto el pensamiento,

y el pecho del amor muy lastimado (…).

 

Y dice el pastorcico: ¡Ay, desdichado

de aquel que en mi amor ha hecho ausencia

y no quiere gozar la mi presencia,

y el pecho por su amor muy lastimado!

 

Y a cabo de un gran rato se ha encumbrado

sobre un árbol, do abrió sus brazos bellos,

y muerto se ha quedado asido dellos,

el pecho del amor muy lastimado! (De la Cruz, 2007, p. 70).

¿Pudo su experiencia de enfermero haberle enseñado a Juan de la Cruz a hablar de Dios en términos de sanidad?[8] No habría que deslizarse hacia explicaciones psicologistas de la obra sanjuanina; pero atendiendo a los datos que someramente suministra Sesé es una posibilidad que no cabría desechar. Y aunque así no fuera, resulta oportuno señalar que, en un mundo afectado por la enfermedad, el sufrimiento y el dolor, un habla simbólica de Dios (¿podría acaso existir otra?) como acompañante amoroso de las personas sufrientes —lenguaje que encontramos en Juan de la Cruz— se presenta con la fuerza de un imperativo para la teología.

Pero, por otro lado, es justamente aquí, en nuestra realidad más mundana, donde se muestra, irremediablemente unida con el dolor y el sufrimiento, la belleza del Misterio, que pinta con evocativos colores a un mundo envuelto en contradicciones. Juan de la Cruz lo canta con inmejorables palabras:

Mil gracias derramando

pasó por estos sotos con presura,

y, yéndolos mirando,

con sola su figura

vestidos los dejó de hermosura (…)

Mi Amado, las montañas,

los valles solitarios nemorosos,

las ínsulas extrañas,

los ríos sonorosos,

el silbo de los aires amorosos (De la Cruz, 2007, pp. 55-56).

Las montañas, los valles, la soledad, la oscuridad, el extrañamiento y el amoroso aire forman parte de ese abigarrado mundo del que Juan de la Cruz echa mano para apalabrar el Misterio, para hablar de Dios. Él, que desde pequeño vivió entre los telares de lana y seda que su padre y su madre trabajaban para asegurar un mínimo sustento familiar, supo entrelazar los hilos con los que tejió un discurso sobre Dios que aún hoy nos maravilla. Cuentan los biógrafos que, ejerciendo de prior en el convento de los carmelitas de Granada, mientras trabajaba con ahínco en la huerta, un fraile se dirige a él: “vuestra paternidad debe ser hijo de un labrador, pues tanto gusta de la huerta”. Fray Juan, que con sus palabras unió la urdimbre y la trama que forman el tejido (textum) de su paradójica experiencia, y que recordaba con cariño el oficio de su padre, contéstale al fraile: “no soy tanto como eso, que hijo soy de un pobre tejedor” (Javierre, 2006, p. 79).

3. Rupturas y continuidades

El mundo de la experiencia mística —la experiencia de Juan de la Cruz y la de todos los místicos— está atravesado por las contradicciones: separado y discontinuo, permanece también unido y continuo; es el mundo que se vive como ausencia del Amado y, al mismo tiempo, el que trasluce su Belleza en las montañas, los valles, los ríos a los que canta Fray Juan.

Empédocles de Agrigento, hipostasiando el movimiento incesante del universo, decía que el Amor y la Discordia son las fuerzas que rigen el cambio entre lo continuo y lo discontinuo. Y probablemente hablaba de este modo para salir del paso del inmovilismo de Parménides, que imposibilitaba no solamente el cambio de los entes sino también su conocimiento. Dicho de otro modo, en la dialéctica de las fuerzas que disgregan y unen el mundo habría encontrado Empédocles una grieta, un orificio para escapar de la esfera cerrada y asfixiante que constituía el universo parmenídeo, cuya verdad incontrovertible, concebida como perfecta redondez, hundía la experiencia humana en el monismo estático. 

Lejos de Parménides, yo afirmaría con Empédocles —y con Juan de la Cruz y la tradición mística— que el conocimiento del mundo (así como la experiencia y el discurso sobre Dios) es posible precisamente porque hay en él rupturas y continuidades por las que asoma el Misterio. El mundo de nuestra experiencia sensible (mundus spectabilis) está, como ya he dicho, atravesado por entrelazamientos y desconexiones. No puede estar todo relacionado con todo; pero tampoco es posible que todo sea desconexión. Apostar por cualquiera de estas dos opciones no solamente imposibilita el discurso racional, sino que hace improbable el conocimiento mismo, toda vez que conocer es ciertamente identificar, pero también categorizar, señalar diferencias, abstraer.

Esta característica ontológica y fundamental del mundo ha sido rescatada por Gustavo Bueno, en el así llamado principio de symploké, palabra cuyo significado originario no remite a ningún tecnicismo filosófico, sino a cualquier cosa que esté enlazada, trenzada o dialécticamente unida en lucha. La symploké funciona como principio explicativo, de acuerdo con el cual no es cierto que nada esté relacionado con nada, pero tampoco lo es que todo esté relacionado con todo. El mundo, según Bueno, se caracteriza por este principio ontológico y dialéctico[9].

En virtud de lo anterior, acaece en este mundo contradictorio la experiencia de un Dios que se nos presenta como Misterio “tremendo y fascinante” (Rudolf Otto). Lo decía así Gustavo Gutiérrez (1984), que hablaba de una vivencia de lo Divino y un lenguaje teológico que se gesta en la “noche oscura de la injusticia” (p. 167). Empero, incluso en las soledades de la noche hay motivos teológicos suficientes para referirnos a esa honda experiencia de comunidad y amor, en que vivimos, percibimos y hablamos de Dios como intimidad amorosa, profunda y oscura (Galilea, 1987, p. 159). Ahora bien, no habría que entender estas contradicciones como momentos yuxtapuestos: por un lado, soledad, dolor, enfermedad y sufrimiento y, por el otro, compañía, bienestar, sanidad y alegría. Contrariamente, todas ellas están entreveradas, o, parafraseando a Gutiérrez (1984), se encuentran unas dentro de otras (Gutiérrez, 1984, p. 170).

Las contradicciones que forman el tejido mismo de un hablar paradójico acerca de Dios nos abisman en la perplejidad de su presencia, que es, al mismo tiempo, ausencia. Así lo escribe Galilea (1987):

La experiencia humana nos dice que “leer” la presencia del amor de Dios en los acontecimientos de la vida es de suyo desconcertante. No conocemos el fondo de los designios de Dios sobre cada persona, sobre las realidades y sobre la historia. Más aún, en relación al amor y al Reino de Dios, la realidad es ambigua y oscura: contiene pecado, egoísmo, lujuria, injusticias… A primera vista el Dios de la historia nos desconcierta; experimentamos un “silencio de Dios” que nos atemoriza… La realidad es al mismo tiempo presencia y ausencia de Dios (p. 163).

Hacer teología, entonces, tendrá que ver con encontrar el punto de unión entre experiencia y lenguaje de un Dios que, trascendiéndose a sí mismo, atraviesa la realidad inmanente de nuestras vidas. Su Misterio está entre nosotros (es Emanuel: Dios con nosotros), en las personas, en los animales, en la historia, en la naturaleza, aquí están los signos evocativos de su presencia-ausencia. Precisamente por eso, el discurso acerca de Dios será siempre ambiguo, porque dicho hablar se gesta en el mundo y la historia humana, ambos saturados también de las rupturas, continuidades, ambigüedades, que permanecen firmemente trabadas por el principio de symploké.

Conclusión

El Libro de los veinticuatro filósofos, texto místico del siglo XII, recoge aquella definición de Dios que despertó la imaginación de Borges cuando escribió “La esfera de Pascal”: “Dios es una esfera infinita cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ninguna” (Lucentini, 2002, p. 47). Según Borges (1974), la identificación de Dios con la esfera infinita, presente ya desde antiguo en los fragmentos de Jenófanes de Colofón o en los escritos de Hermes Trismegisto, significaría para los medievales que Dios está en todas sus criaturas, aunque ninguna lo limita (p. 637). Tiempo después, en pleno Renacimiento, cuando empiezan a resquebrajarse las esferas concéntricas que estructuraban al universo geocéntrico, Giordano Bruno habría experimentado la liberación que supone vivir en un mundo infinito, fiel reflejo de su Creador. Y para poder comunicar la magnitud de su experiencia escribe: “podemos afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo está en todas partes y la circunferencia en ninguna” (citado en Borges, 1974, p. 637).

Las palabras de Hermes Trismegisto, de los medievales y de Bruno habrían llegado finalmente a Pascal, cuya vida desde joven se movía entre su anhelo por el Dios de Abraham, Isaac y Jacob y el terror que le ocasionaba la apertura de los espacios infinitos del universo copernicano. Reelaborando aquella antigua definición —cuenta Borges— el matemático habría escrito: “la naturaleza es una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna” (citado en Borges, 1974, p. 637).

Henos de nuevo, y finalmente, en el centro de la paradoja: el Dios de la filosofía aristotélica se levanta como refugio y quietud, como Causa última y seguro firme de un mundo ordenado. Por el contrario, el Dios de la teología negativa, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios del Pseudo Dionisio y de Juan de la Cruz, es, como escribió Pascal en su Memorial, fuego, certidumbre, alegría y paz, experimentado, empero, en la esfera espantosa de la naturaleza.

Hacer teología, hablar de Dios desde las confusas circunstancias actuales, proponer nuevas metáforas del Misterio, debería ser, en definitiva, una tarea que se realice tomando en cuenta las contradicciones propias de la existencia, sin olvidar al mismo tiempo que, como dice Borges, “quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas” (Borges, 1974, p. 636). 

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Videos de YouTube

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Juan Soria. (7 de marzo del 2020). Oración masiva en contra del Coronavirus (covid-19). Apóstol Guillermo Maldonado-Iglesia el Rey Jesús. YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=sadGYTRLOk0

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Manuel Ortega Álvarez: Licenciado en Teología, Universidad Bíblica Latinoamericana. Académico de la Escuela de Filosofía de la Universidad Nacional. Ha sido también profesor en la Universidad Bíblica Latinoamericana.

Artículo recibido: 18 de abril 2021.

Artículo aprobado: 30 de abril 2021.

 

 

 

Vida y Pensamiento – Volumen 41, Número 1, pp. 123-149 – Primer Semestre Año 2021

 

 



[1] Al momento de escribir estas palabras, el mundo atraviesa el segundo año de una pandemia que a la fecha ha matado a más de cuatro millones de personas. En estas circunstancias pestíferas se han publicado diversos libros que pretenden decir algo acerca del fenómeno global de la pandemia. Sopa de Wuhan (2020) —acaso el primero de ellos— reúne artículos y ensayos periodísticos de una pléyade de verdaderas luminarias del pensamiento contemporáneo, que entre febrero y marzo del 2020 escribieron sobre la peste del COVID-19, su avasalladora marcha, sus actuales y futuras consecuencias sociales, políticas y económicas. Desde tiendas religioso-teológicas resaltan dos libros: Coronavirus y Cristo (2020), de John Piper y ¿Dónde está Dios en un mundo con coronavirus? (2020), de John Lennox. El texto de Piper es un alegato a favor de una soberanía divina que no solamente ha enviado la enfermedad al género humano, sino que también se sirve del dolor para sus propósitos escatológicos. Lennox, por su parte, se alinea en el problema clásico de la teodicea, para intentar demostrar la compatibilidad entre la existencia del mal y un Dios amoroso. Los tres libros están disponibles en internet.

[2] Con demasiada ligereza se ha asumido, una y otra vez, que el mundo platónico de las Ideas es una especie de “transmundo” compuesto de particulares perfectos. Con Santa Cruz (1988), sostengo que las Ideas son arquetipos, entes eternos cuya existencia posibilita la realidad ontológica del mundo sensible. Las siguientes palabras pueden arrojar luz al respecto: “De la caracterización de las Formas como modelos, paradigmas o arquetipos no debe inferirse que Platón las concibiera como particulares perfectos. La Forma es un modelo o arquetipo en el sentido de una estructura que pueden encarnar diversos particulares; un diseño que se halla en un nivel ontológico diferente de las cosas en las que se plasma. No es un particular sino un universal (…). Lo que suele llamarse teoría platónica de las Formas es una teoría sobre clases o tipos. Pero parece poco adecuada la afirmación de que esas clases o tipos pueden existir con plena independencia de que haya cosas particulares pertenecientes a ese tipo. En este sentido, el dualismo platónico no es tan tajante como a veces se ha presentado. Las entidades inteligibles y las sensibles son, sin duda, de diferente naturaleza (…) Las cosas no existen con independencia de las Formas. Dicho de otro modo, no se trata de que Platón afirme la existencia de un «mundo» constituido por entidades perfectas, inmutables que habitan una región celeste haya o no cosas sensibles, como narra míticamente el Fedro. La teoría de las Formas es en Platón una hipótesis explicativa de la posibilidad de la inteligibilidad de lo que está sujeto a devenir” (Santa Cruz, 1998, pp. 32-33).

[3] Estas características del mundo serán retomadas más adelante, cuando hablemos del principio de symploké.

[4] Es comúnmente aceptado entre exégetas que la declaración de Yahvé a Moisés en el encuentro de la zarza ardiente no es una explicitación ontológico-esencial, tal como lo creía Tomás de Aquino al identificar al “Yo soy” con el Ser de la filosofía. Por el contrario, las palabras Yahvé han de entenderse como una aseveración de su presencia actuante a favor del pueblo sufriente. Al respecto véase el siguiente comentario de Loza (2005): “Dios responde a Moisés. Su respuesta, «Yo soy el que soy», no es negarse a responder; pero si Dios es el que verdaderamente es, su respuesta no ha de entenderse en términos extraños al pensamiento del pueblo del AT, como se hará luego en función de la filosofía griega. Repito, esos términos filosóficos son extraños a la mentalidad del antiguo Israel. Aunque el nombre de Yahvé solo se encuentra en la adición del v. 15, lo que pretende explicar el «yo soy» es ese nombre. Así, tratándose de Dios, nosotros debemos decir «él es»; solo él puede decir «yo soy». Ahora bien, el verbo «ser» en la mentalidad hebrea conlleva cuanto nosotros expresaríamos mediante «manifestarse» y «actuar». Si «ser» es manifestarse y actuar, Dios le dice a Moisés que él es el Dios de quien se sabrá quién es por lo que hará en favor del pueblo. Así, las dos respuestas de Dios a Moisés son en cierto modo la misma, aunque haya una diferencia entre «yo soy (estoy) contigo» y «yo soy» a secas: Dios va a mostrar que «es el que es», que su presencia cuenta porque él es capaz de cambiar las situaciones. Moisés experimentará esa presencia porque él lo acompañará en su misión y le ofrecerá una ayuda indefectible para que logre la liberación del pueblo sometido a servidumbre en Egipto” (p. 434).

[5] “Teología negativa” y “mística” son términos que aparecen de manera más o menos continua en este artículo. Con el primero se designa a un tipo de discurso acerca de Dios que afirma negando y, finalmente, acaba por negar la negación misma. Tres son los momentos de la teología negativa: 1. La katapahasis o afirmación, propia de la teología positiva, 2. La apophasis o negación, en que se niegan todos los atributos a lo Divino y 3. la vía superlativa (negación de la negación) allende la kataphasis y la apophasis. Con respecto a la palabra mística, a pesar de lo mucho que debería decirse —más de lo que cabría en un pie de página— señalo sucintamente que dicho término refiere a una vivencia descrita como cognitio Dei experimentalis, una experiencia de lo Divino, que no es un saber de conceptos y que al querer expresarse por medio de ellos recurre inevitablemente a la intermediación de los símbolos, para, por su medio, decir algo, si bien oblicuamente, acerca del Misterio de Dios. Al respecto véase Redmond (2009, pp. 84-85), Velasco (2009, pp. 17-24), González (2015, pp. 15-49), Underhill (2006, pp. 15-38).

[6] Peña (1988) subraya que en el Cusano hay no solo una teología negativa sino, sobre todo, una teología contradictoria. Efectivamente, para aclarar —per analogiam— cómo se dan simultáneamente los contrarios en la Divinidad, Nicolás de Cusa se sirve de ejemplos matemáticos y geométricos llevados al extremo de las dimensiones infinitas. Así, por ejemplo, el triángulo y la línea son idénticos si se extienden al máximo los ángulos del primero; en el círculo infinitamente pequeño coinciden centro y circunferencia, y en el infinitamente grande la tangente y la circunferencia son iguales. Finalmente, un cuerpo que se mueva a velocidad infinita alrededor de un círculo estará siempre en movimiento y, a la vez, estará siempre en reposo. Así las cosas, Dios, comprendido como lo máximo, es también lo mínimo (coincidentia oppositorum), razón por la que puede decirse de él que lo es Todo y, a la vez, es Nada. Véase De Cusa (1984, caps. XI al XVI).

[7] Poco habla Juan de la Cruz de él mismo. En su correspondencia, no obstante, deja ver ciertas características de su personalidad y algunos destellos de sus vivencias. En la carta que escribe a Catalina de Jesús, carmelita descalza, compara su escape de la prisión de Toledo con la experiencia de Jonás al ser vomitado por el gran pez: “más desterrado estoy yo y solo por acá; que después que me tragó aquella ballena y me vomitó en este extraño puerto, nunca más merecí verla [a Madre Teresa de Jesús] ni a los santos de por allá”, (De la Cruz, 2007, p. 1047).

[8] Con la frase “hablar de Dios en términos de sanidad” no me refiero a esa especie de pensamiento mágico al que me remito a continuación con dos ejemplos, ambos provenientes de los Estados Unidos. En abril del 2020, en el apogeo de la pandemia del COVID-19, el pastor y teleevangelista Kenneth Coopeland realizó, junto a un grupo de sus colaboradores, una oración televisada para “desatar sanidad” y acabar con el virus. Sus palabras, con tintes dramáticos de oráculo, vaticinaban una ola de calor en todo el país, puesto que el calor “es lo que se necesita para matar a esta cosa” [sic.]. El vídeo está disponible en YouTube: “2020 Virtual Victory Campaign (April 2-4): A supernatural Heat Wave!” (https://www.youtube.com/watch?v=XTX3osKtAbs&t=1922s). De manera similar, en marzo del 2020, el también pastor y evangelista hondureño Guillermo Maldonado, en una oración masiva arremetía contra el COVID-19 y “decretaba sanidad”. Según Maldonado, “el Señor me dijo: «decreta en la Iglesia, como un apóstol a las naciones, con esa autoridad, para cancelar y hacer que ese virus se muera»” [sic.]. El decreto de Maldonado avanza in crescendo: “¡Ahora mismo ordeno que ese virus se muere, se cancela! [sic.]; ¡será como polvo que se disuelve, se desintegra, ahora!”. Véase el vídeo en YouTube: “Oración masiva en contra del Coronavirus (covid-19). Apóstol Guillermo Maldonado-Iglesia el Rey Jesús (https://www.youtube.com/watch?v=sadGYTRLOk0). Contrariamente a los episodios mencionados, hablar de Dios en términos de sanidad implica acompañar a la persona enferma, sanar sus heridas, mostrar amor abnegado, signo inconfundible de Dios, ejemplificado de manera imperecedera en la parábola del Buen Samaritano (Luc. 10.25-37).

[9] Al respecto escribe Bueno (1972): “Platón ha formulado, por primera vez, el principio fundamental de la Ontología dialéctica, al afirmar que los entes del mundo, ni están unidos todos con todos (como suponía el monismo continuista primitivo, cuyo límite es el misticismo), ni están separados todos de todos (como suponía el atomismo radical, o el megarismo, cuyo límite es el escepticismo), sino que los entes se mezclan y comunican en parte, y, permanecen, en parte, incomunicados y no mezclados. Este es el contenido del "postulado de discontinuidad", constitutivo de la misma razón dialéctica. El concepto de symploké, en su momento dialéctico, determina este postulado de discontinuidad: los entes, los géneros, no sólo son diversos (y discontinuos), sino incompatibles, por un lado, y necesariamente (sintéticamente) unidos, por otro” (p. 391). Tres aclaraciones son necesarias con respecto a las apreciaciones de Bueno. En primer lugar, comparto la discontinuidad ontológica (pluralismo discontinuista) que presupone el principio de symploké, tal como lo propone Bueno. Aún más, desde estas coordenadas, son precisamente esas fracturas y continuidades del mundo las que, llevadas a la experiencia humana, explicarían por ejemplo la coexistencia vivencial de los sufrimientos y las alegrías, los odios y los amores. En segundo término, es claro que Bueno no acepta la existencia del Dios de la ontoteología, no solamente porque el trasfondo de su filosofía es materialista, sino además porque, de hacerlo, anularía las discontinuidades del mundo, toda vez que habría un ser capaz de conocer la totalidad del movimiento de los entes del mundo (el demonio de Laplace). Desde nuestra perspectiva esta objeción de Bueno es irrebatible, si por Dios se entiende al Dios de la filosofía, no al de la experiencia religiosa. En tercer lugar, al identificar misticismo con monismo continuista, Bueno considera de manera errónea el fenómeno místico, generalizando todos sus variados aspectos como una experiencia de absorción en lo Absoluto.