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Vida y Pensamiento Revista
Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana Hablar de Dios
desde las crisis del siglo XXI |
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Vida y
Pensamiento – Volumen 41, Número 1, pp. 151-166 – Primer Semestre Año 2021 |
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Dios: entre la mística y la poesía Juan
Esteban Londoño |
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Vida y Pensamiento – Volumen 41, Número 1, pp. 151-166
– Primer Semestre Año 2021 |
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Dios: entre la mística y la poesía Juan
Esteban Londoño Resumen: En este artículo
se reflexiona sobre nuestro hablar de Dios desde los bordes del lenguaje: el
silencio, la ausencia y la poesía. En diálogo con la poesía y la mística, nos
acercamos a la palabra Dios como una
experiencia del lenguaje, una palabra que empleamos para nombrar el Misterio
que nos sobrepasa, y procuramos mantenerla protegida de todo hablar que la
limite, permitiendo su verbalidad de ser, su revelación y su ocultamiento. Palabras
clave: Dios, Misterio, lenguaje, ausencia, silencio, poesía. Abstract: This article
reflects on our speaking of God from the borders of language: silence,
absence and poetry. In dialogue with poetry and mysticism, we approach the
word God as an experience of language, a word that we use to name the Mystery
that surpasses us, and we try to keep it protected from all speech that
limits it, allowing its verbality of being, its revelation and its
concealment. Keywords: God, Mystery,
language, absence, silence, poetry. |
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Introducción Dios es un abismo cóncavo al que podemos llenar de contenido y nunca
agotamos. La realidad, lo que acontece, desafía a la teología y las
instituciones religiosas y exige hablar del Misterio desde un lugar distinto.
Por ello nos adentramos en la mística y la poesía para pensar a Dios no como
un sustantivo que encaja dentro de otros sustantivos, no como el ente que
sostiene a todos los entes, sino como la verbalidad
del Ser. Se trata de acercarse a los bordes y a los límites, a la sombra de
una silueta que desdibuja los conceptos y queda abierta; más que a las
definiciones ahondamos en la pregunta, en el asombro, en la experiencia. En este artículo, de la mano de pensadoras como María Zambrano y Karen
Armstrong, de místicos como Dionisio Areopagita y Meister
Eckhart, de teólogos como Raimon Panikkar y Paul Tillich, del
poeta Edmond Jabès,
penetramos la gruta del silencio para pensar a Dios desde los bordes del
lenguaje. 1. El lenguaje El hecho de que usemos una palabra indoeuropea (Dios, del latín Deus) para referirnos
a la divinidad revela la insuficiencia del lenguaje, el préstamo de visiones
ajenas que no logran agotar al Misterio. El Misterio es un río que desborda,
cruza límites, no podemos contenerlo, nos llama a su inundación. Como ha
escrito Paul Tillich, el Misterio tiene una fase
negativa y una positiva. La negativa, que enfatizamos en este artículo, es la
de su ocultamiento: El verdadero misterio aparece cuando la razón se ve
conducida más allá de sí misma, a su “fondo y abismo”, a lo que “precede” a
la razón, al hecho de que el “ser es y el no ser no es” (Parménides), al
hecho original (Urtatsache) de que hay algo
y no nada. Podemos llamar a esto la fase negativa del misterio (Tillich,
2010, p. 147-148). La positiva, no por ello menos misteriosa, es la de su aparición. Si bien
se manifiesta en una revelación concreta (la de Jesús como el Cristo, según Tillich, p. 57), el Misterio es a la vez abismo y fondo
del Ser, “el poder ser, que conquista al no ser”. Esta dimensión se presenta
como nuestra preocupación última, se expresa en símbolos y mitos que apuntan
a la profundidad de la razón y a su más allá, al no saber (p.148), pero que
sabe que nuestro lenguaje no agota ninguna de sus dimensiones. Pensar a Dios como Misterio nos lleva a trascender los límites del
lenguaje y también de las religiones a la hora de cualquier definición. El
Misterio no es en exclusivo la deidad del judaísmo exílico
y postexílico cuyo nombre es impronunciable.
Tampoco se agota en las definiciones neotestamentarias
del Padre de Jesucristo. El concepto que empleamos en diferentes idiomas (θεός, Deus, Dios, Gott, God) para referirnos al Misterio, involucra un tejido de
significaciones, muchas de ellas emocionales e inconscientes, atravesado por
nuestra experiencia materna y paterna, nuestra relación con la naturaleza y
con los animales, nuestro paso por los libros y los tejidos sociales, el
llamado inconsciente colectivo. En este sentido, Dios es una experiencia del
lenguaje arraigada en la cultura, una palabra que empleamos para nombrar el
Misterio que nos sobrepasa. Una palabra preñada de palabras, custodiada por
el silencio. Debemos partir del hecho de que Dios es una palabra humana. También los
atributos que le endilgamos están situados y a veces limitados por nuestras
categorías y complejos: que sea bueno, inmortal, o poderoso; que los
adjetivos terminen muchas veces en -o (masculino), vinculando al poder de la
divinidad con la cultura patriarcal. No todas nuestras expresiones sobre el
Misterio hacen justicia a su desbordamiento, ni a todas las posibilidades de
ser que lo definen o definen a los entes en los que se manifiesta el Ser,
incluido el humano. Como reflexiona Raimon Panikkar
al referirse a nuestro hablar sobre la divinidad, “Conviene recordar que todo
lo que hemos dicho pertenece al esfuerzo intelectual humano por descifrar el
Misterio (del cual Dios es un símbolo)” (2005, p. 286). Las sociedades antiguas se han vinculado al Misterio no mediante
conceptos, sino a través de una práctica entregada. De allí que el Misterio
sea vivenciado en símbolos y mitos, en ritos y narraciones, en cantos, en
poemas. Testimonios como los de las cuevas de Lascaux
o de comunidades indígenas en Abya-Yala expresan
una vincularidad que puede ser comprendida como “la
energía fundamental que sostiene y anima todo lo que existe” (Armstrong,
2009, p. 35). Bajo esta categoría, la investigadora Karen Armstrong comprende
el término empleado por los filósofos como “el Ser”, y señala que a este “No
se le puede ver, tocar ni oír; tan sólo se le puede observar en acción en las
personas, objetos y fuerzas naturales que nos rodean” (p. 35). El Ser, más que un sustantivo, indica la verbalidad,
el movimiento, lo que acontece en el instante en que vivenciamos el mundo, en
que somos atravesados por el tiempo. El Ser, nos recuerda Martin Heidegger,
es “el ser del ente” (2018, p. 27), o lo que está siendo en el ente, lo que
le acontece. Pero no es ningún ente. Es su pasar, o lo que le pasa al ente.
El ente, en el fondo, es lo que le acontece al Ser. En términos teológicos,
la naturaleza y los humanos no son Dios, son lo que le pasa a Dios. Los humanos nombramos aquello que nos acontece y le acontece a la
naturaleza, en la vida y la muerte, en el relámpago y el éxtasis del amor,
como Dios. Con ello apuntamos al éxtasis (salir de sí) que permite liberarnos de las
limitaciones del ego, de lo conocido y experimentar el Misterio en una
invocación, al cual le hemos dado nombres que brotan de nuestro bautismo del
límite: Hashem, Allah,
Dios, Dao, Brahman, o
Nirvana. Siempre que hablamos de Dios no lo hacemos en tercera persona, lo
estamos invocando. María Zambrano (2020, p. 47), retomando la experiencia griega del
Misterio, habla de la divinidad en plural, habla de “dioses”. Se refiere a
ellos como identificaciones primeras que el ser humano descubre de la
realidad. Estas tienen como función aplacar el terror y dar esperanza de un
lugar de vida, no en un más allá sino en la domesticación del aquí, en hacer
del territorio salvaje nuestro hogar mediante la chispa que se mantiene
encendida, el altar y la hoguera. Según la filósofa española, los dioses son
creaciones literarias, respuestas poéticas a la experiencia del Misterio. Ambas pensadoras nos dejan ver que lo divino no habita tanto en el dogma
o la respuesta, sino en la pregunta y el asombro. Así lo evidencian en los
oráculos de Apolo y el libro de Job. “El señor, cuyo oráculo es el que está
en Delfos, ni habla ni oculta nada, sino que se manifiesta por señales”
(Heráclito, Fr. 244). “Hablé de cosas que no entendía, de maravillas que
superan mi comprensión” (Job 42,3b). Ante lo que Zambrano comenta: “Los
dioses son imagen de la pregunta por el ser de las cosas, por el sentido de
la vida” (Zambrano, p. 53). Pregunta sin responder, herida abierta. De allí que no nos anclemos tanto en lo estático de la respuesta, en el
agua que se ha estancado para convertirse en la represa de los dogmas.
Buscamos, más bien, romper el dique y dejar correr la potencia reprimida,
sugerir que lo divino en los tiempos de duda es más la duda que pregunta que
la voz que pretende encerrarlo en un axioma. 2. El silencio Dios como pregunta implica también la ausencia, la silueta que alcanzamos
a percibir en la naturaleza, pero no es del todo la naturaleza. Ella apenas
sugiere los bordes de la experiencia, lo que el lenguaje no puede nombrar, lo
que se esconde en el silencio. La mística, teología del silencio, ha señalado lo que no sabemos de Dios
y lo ha convertido en el estandarte de su canto, o de su callar. Heredera de
los contempladores y las contempladoras medievales, este pensamiento libre de
barrotes sostiene que el mejor conocimiento que se puede tener del
Incomprensible es saber que no le conocemos ni podemos conocer adecuadamente.
La Deidad no está encerrada en los libros de texto: Más aún –nos dice Panikkar–, también se ha defendido la
dimensión de ausencia de Dios como su característica más fundamental. Dios es
el ausente, está siempre presente, de tal manera que, si alguna vez
apareciera, su presencia no sería su esencia, sino solamente una
manifestación, un velo, un encubrimiento de su ser, una presencia (2005, p.
224). La teología mística, que halla sus raíces en Dionisio Areopagita y en Meister Eckhart, como también
en el Budismo, nos enseña que Dios no es solamente
Ser. La deidad “es” también No-ser. Concepción difícil para el pensamiento
heredero de occidente que ha abogado por el Ser en detrimento del no-ser.
Pero amplia, generosa, cuando se comprende que Dios está más allá de los
bordes de las definiciones y de las respuestas. Dios más allá de Dios. Imagen
que invita al ser humano a romper los límites de su imaginación. El místico Pseudo Dionisio Areopagita percibe a
Dios desde la vía apofática (de ἀπόφημι, “negar”). Esta
consiste en despojar a Dios de todos los predicados, categorías y nombres, en
liberar a Dios de nuestro lenguaje. En su tratado Los nombres de
Dios, este autor anónimo de finales del siglo V o comienzos del siglo VI
parte de la idea de que Dios no tiene nombre y que todo modo en que podemos
nombrarlo es insuficiente. De allí que Dionisio se refiera a la divinidad
como el o la “sin nombre” (Dionisio, 2002, DN I, 7, 596 C). Todo atributo de
Dios hecho en el lenguaje humano (la vía catafática -de κατάφημι, “afirmar”) reconoce la no adecuación respecto a
lo nombrado. El pensamiento y el lenguaje son insuficientes para hablar de lo
divino. El místico toma distancia al cantar, al orar, al hacer teología, pues
reconoce que lo nuestro es apenas un intento cifrado en palabras humanas para
referirnos al Misterio. “El místico sabe sin saber que cada nombre divino es
una huella para penetrar en Dios sin penetrar en su esencia luminosamente
tenebrosa”, nos recuerda Gonzalo Soto Posada (2013, p. 78) interpretando al
pensador antiguo. La negación de toda certeza, el límite de nuestro lenguaje para hablar de
Dios nos conduce al silencio. Pero no se trata de cualquier silencio,
reflexiona Santiago Duque, intérprete de Dionisio, es el resultado de la
entrega total: Es un silencio de adoración. Es éste el silencio límite,
frontera y horizonte de todo lenguaje humano. Pero, a la vez, es en este
límite del silencio, desde este exceso y saturación, donde se alimenta el ὑμνεῖν como
lenguaje excesivo, liminar, tendido hacia un infinito al que responde, pero
sin buscar abarcarlo (Duque Cano, 2015, p. 56). 3. El desierto La adoración silenciosa y la vía negativa nos llevan a pensar a Dios como
la Nada. Esto nos lo enseña Meister Eckhart (1260-1328), místico alemán que invita a
despojarse de la religión y del concepto tradicional de Dios para alcanzar el
abandono (gelazenheit / Gelassenheit), la dimensión
divina del despojamiento (Vega, 2011, p. 53). Para este místico del siglo
XIII, buscar la unión con Dios es desnudar el alma: “quien quiera permanecer
sin mediación en la desnudez de esa naturaleza tiene que haber salido lo que
es personal” (Meister Eckhart,
El fruto de la
nada, 2014, p. 70). Eckhart emplea la imagen del desierto para referirse a la Nada
de Dios. El desierto es lugar de conversiones, espacio del aniquilamiento sin
límite. Símbolo del silencio y el despojamiento de las palabras ante el
Misterio. La arena del desierto, que se derrama entre los dedos, que se la
lleva el viento, es metáfora de un lenguaje callado que no tienta el
significado de Dios, no busca la imagen, evoca la Nada (Vega, 2011, p. 47).
El ideal místico es el de una pobreza espiritual hasta el punto de
despojarnos de los conceptos con los cuales hemos pretendido encasillar a
Dios, y encontrarlo en las arenas. El desierto anula todo en la Nada divina,
incluso el ámbito del Ser, para pensar a Dios en la desaparición, la suya y
la nuestra, en la serenidad del no lugar. Desde la mística eckhartiana, hallamos a Dios
en el desierto, lo cual significa evaporarse, saber que somos prescindibles,
también nuestro lenguaje. El encuentro con Dios se simboliza en el perderse,
incluso en el perder a Dios. Este es el único modo de abismarse en el
abandono de Dios. 4. La ausencia El silencio y el desierto nos llevan a pensar en una imagen de Dios poco
trabajada por las religiones positivas. Se trata de la vacuidad o el
silencio, del Dios ausente, como lo llama Raimon Panikkar:
Dios es siempre el ausente. Cualquier presencia de Dios es
precisamente eso, una pre-esencia, un velo, una manifestación y, por tanto,
una desfiguración o, todo lo más, una figuración. Un Dios que no sea ausencia
es un simple ídolo (2005, p. 228). Concebir a Dios como una presencia siempre obligada a responder es
percibido como una idolatría. “Ruego a Dios que me salve de Dios” (Eckhart, 2014, p. 71), oran los místicos. La presencia es
apenas el borde de la ausencia. Dios puede no estar, o puede imposibilitarse,
no hacer nada, mantenerse en las fronteras del deseo y el anhelo,
convirtiéndose en una búsqueda por parte del ser humano, en un desafío
abierto; para que lo que aún no ha sido, sea. O, como escribe María Zambrano:
“Las formas de lo divino se sienten en la ausencia” (p. 156). La presencia divina, testificada por los místicos y los profetas, por las
personas vinculadas a las distintas formas de la religión, por los y las
artistas, es apenas un asomo de lo que se oculta, una insinuación del
Misterio que no puede atrapar nuestra razón. Así lo plantea Panikkar: La presencia de Dios es sólo para hacer notar su ausencia.
La ausencia es lo que permite que haya la presencia. La ausencia es lo que da
cabida a la búsqueda, al cambio, a la infinitud. La ausencia no es, pero es
la que permite ser, la que hace posible que la presencia aparezca y aun sea
–en el prójimo, dirán las escrituras cristianas y otras (2005, p. 229). La imagen de Dios puede ser no sólo plenitud, sino también privación. Las
religiones positivas suelen administrar y garantizar su presencia mediante el
ejercicio del rito o el recontar del mito. Pero lo divino también puede
ausentarse de los rituales para devenir en sed, anhelo, y deseo, en una
gruta, un desierto o en un bosque, en una sala de baile, una oficina de
trabajo o una cama. Siempre dejando un espacio abierto para lo que no es, en
la medida en que lo que es tenga una fisura que llame a trascenderla. Este espacio para el no ser lleva a la teología de la ausencia a su
movimiento más radical, el de desontologizar a Dios (Panikkar, 234). Dios puede ser también una nada, una nada
luminosa. El pensamiento occidental, heredero de Parménides, se ha afianzado
en la creencia de que el mundo del Ser es el mundo de lo dado. Otras formas
de creer, como el budismo, consideran que Dios puede estar allende el Ser
solamente cuando la experiencia que se tiene del Ser no es la de una total
positividad, sino la de una carencia. Esta carencia es el deseo que nos
jalona desde la otra orilla, la sensación de que hay algo, o alguien, más
allá, aunque probablemente no haya orillas. Dios sería el desbordamiento que
inunda todo límite. La mística invita a desontologizar a Dios, a no
pensar la divinidad como un ente personal que garantiza una institucionalidad
y unos valores. Se trata más bien de ver su ser en la verbalidad,
en traducir el Lógos no por Palabra, sustantivo que
podría develar quietud, sino por “Verbo” (Jn 1,1
RV95)[1], y mantener
abierta su transitividad, su transparencia. Así vemos que no es un ser al
modo de un sustantivo, o un ente. Dios es verbalidad.
Es lo que acontece, el tejido de redes que enlaza el universo. Pero atribuir el Ser a Dios es también un símbolo. Por esto dice Panikkar de la divinidad: “su verdadero ser no es, puesto que el
Ser es ya su primer velo, su primera epifanía, pero no el mismo Dios” (2005,
p. 224). Dios como Ser es apenas un concepto límite, un catalizador mental
que nos permite relacionar lo inconmensurable, una metáfora para referirnos a
esta red de relaciones. La divinidad no es una cosa, no es ni tiene
sustancia. Es pura relación, o la relacionalidad de
las cosas en movimiento, la verbalidad del verbo,
el siendo del Ser, o la Nada que niega toda afirmación definitiva. Lo divino no es una individualidad, tampoco la totalidad de los entes. Se
trata más bien de la relacionalidad del mundo vista
como una Gran Danza, un movimiento que nos hace buscar el fondo. No que en el
fondo descanse un personaje similar a Zeus. Más bien que el excavar hasta el
fondo, y el volver a emerger, es el movimiento de la vida, la radicalidad de
la apertura. 5. La poesía Hemos sugerido que nuestra comprensión de Dios está cifrada en el
lenguaje. La teología se ha vinculado a la palabra filosófica y a la
sociología para comprender la relación inicial con lo divino y su vincularidad con lo humano. Hay otro tipo de lenguaje,
más originario, para referirse a lo sagrado. Este es el lenguaje de la poesía
(en ella incluimos muchos pasajes de los textos sagrados). Como señala Martin
Heidegger (2002, p. 256), la poesía constituye un modo privilegiado del
decir, en la medida en que es capaz de permanecer en el ámbito del pensar y
de resguardar con su palabra lo sagrado. La poesía busca siempre mantener el
Misterio de lo que no se dice; y en lo que dice, apenas sugiere. Sabe que el
Ser se muestra, pero también se oculta. Su palabra custodia la aparición y la
ausencia. Tal reflexión sobre una poesía que piensa a Dios nos lleva al acto
creativo del escritor judío Edmond Jabès. En El libro de las preguntas, este autor se
refiere a la divinidad bajo la sombra de los campos de concentración. Desde
su perspectiva, no aparece Dios como dogma o respuesta, antes bien: Dios es una pregunta, respondió Reb Mendel, una pregunta
que nos lleva a Él que es Luz para nosotros, para nosotros que no somos nada
(Jabès, 1990, p. 120). La poesía piensa o siente a la divinidad desde la pregunta. También
debería hacerlo la teología. No partir de las certezas sino de la apertura al
conocimiento, que brota de la maravilla y se pregunta, cuestiona. Uno de sus
interrogantes más fundamentales es el del no saber por qué se sufre. De allí
que asuma una realidad no dicha desde las comunidades oficiales, el silencio
divino: […] El silencio es la almendra del ruido; por eso Dios, que
es duro silencio, no puede ser oído sino asumido, igual que los colores del
fruto por las hojas del árbol (p. 194). La reflexión teológica ha de escuchar a la palabra poética, atravesada
por siglos de preguntas, para reconocer que en Dios el silencio es también
liberador. Un silencio radicalizado hasta la metáfora del desierto, su
ausencia de fertilidad, o la mera sobrevivencia, hasta la afirmación más
fuerte, la de la ausencia de todo: Dios es la ausencia de Dios. El exilio en el exilio […] Era
preciso que Dios estuviese ausente para que el hombre, en la lectura de Dios,
pudiese hacer retroceder sus propios límites (p. 269). Jabès piensa en la divinidad desde la perspectiva del exilio
hebreo. Es un Dios exiliado con su pueblo, el que marcha con ellos hacia la
aniquilación. Un Dios que se constituye en el símbolo unificante
de la humanidad que intenta sobreponerse a una eliminación planificada, como
Auschwitz, o a una realidad totalmente irracional como lo es una pandemia. Jabès considera que Dios es un correlativo del pueblo
sufriente. El poder de la poesía logra invertir la concepción institucional
del sustantivo primordial, pensado desde el poder, para asumirlo como el
poder de la impotencia, la creatividad en contextos imposibles: La palabra “judío”, la palabra “Dios”, ciertamente, son
para mí metáforas: “Dios”, metáfora del vacío; “judío”, tormento de Dios, del
vacío. Paralelamente, trato de delimitar de la manera más precisa posible el
sentido histórico de estas palabras: “judío”, “Dios”, unidas una a la otra en
un mismo devenir […] Dios es la elección del judío y el judío es la elección
de Dios. El judío solo puede permanecer fiel a esta elección, aunque solo sea
por motivo de las circunstancias históricas que no le han dejado la
posibilidad de eludirla verdaderamente, es decir, de dejar de ser judío
(Jabès, 2000, pp. 81-82). La poesía judía, que ha sabido creer en o crear la palabra Dios en las
circunstancias más extremas, enseña que también el concepto cambia como
cambian los signos de los tiempos. Jabès habla de
un judaísmo después de Auschwitz, de un judaísmo después de Dios; como
también de un Dios después de Auschwitz, de un Dios después de Dios. Imagen
que nos invita a considerar también a un Dios después de la pandemia, después
de las promesas de prosperidad o revolución que jamás se cumplieron. Dios es
una pregunta abierta, una promesa por cumplir. Reflexiones finales La realidad nos muestra que no se puede encerrar a lo divino bajo las
rejas, las categorías y las clasificaciones. Dios es una creación del
lenguaje humano, un término encarnado en la realidad que no se agota con
ella. No quiere decir esto que el universo esté vacío. Nuestras palabras no
pueden encerrar la trascendencia, ni siquiera la inmanencia. El silencio y el
desierto nos llevan a pensar en imágenes que la teología en América Latina ha
atendido poco: el silencio, la ausencia, el Dios que nos libera de nuestros
propios conceptos de Dios. A Dios no puede definirlo la teología. De hacerlo, lo estaría
traicionando. El trabajo de esta debe concentrarse en descubrir con asombro
el modo en que las personas creen en él, o en ella, en la deidad, o en su
ausencia. La reflexión invita a acompañar la creencia y también ponerla en
duda, protegiendo con el velo de la palabra y el silencio el lugar reservado
para lo divino, allí donde nadie puede entrar, el halo del Misterio. La
teología, a la escucha de la poesía y en memoria del Oráculo de Delfos, debe
callar ante las definiciones absolutas y aprender a sugerir. Bibiografía Armstrong, K. (2009). En defensa de Dios. El
sentido de la religión. Barcelona: Paidós. Dionisio Areopagita, P
(1990). Obras completas. Ed. Teodoro H. Martin.
Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. -. (2002). Obras completas. Trad. Hipólito Cid
Blanco y Teodoro H. Martin. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. Duque Cano, S. (2015). Alabanza y distancia. (Im)posibilidad de un lenguaje no metafísico a partir de
la Teología mística. Tesis presentada para optar al título de Magíster en
Filosofía. Medellín: Universidad de Antioquia. Eckhart, M. (2014). El fruto de la nada. Edición y traducción de
Amador Vega. Madrid: Siruela. Heidegger, M. (2018). Ser y tiempo. Madrid: Trotta. -. (2002). De camino al habla. Barcelona: Ediciones del
Serbal. Jabès, E. (1990). El libro de las preguntas. Traducción de Julia
Escobar y José Martín Arancibia. Madrid: Siruela. -. (2000). Del desierto al libro.
Entrevistas con Marcel Cohen. Presentación de Carlos Padrón Estarriol.
Traducción de Ana Carrazón Atienza y Carmen
Dominique Sanchez. Madrid: Trotta
Kirk, G.S. y Raven J.E. (1987). Los filósofos
presocráticos. Historia crítica con selección de textos. Traducción de Jesús
García Fernández, Madrid: Gredos. Panikkar, R (2005). El silencio de Buddha. Una introducción al ateísmo religioso. Madrid: Siruela. Soto Posada, G. (2013). Diez místicos medievales. Medellín: Universidad
Pontificia Bolivariana. Tillich, P. (2010). Teología sistemática 1. La
razón y la revelación. El Ser y Dios. Salamanca: Sígueme. Vega, Amador. Tres poetas del exceso. La
hermenéutica imposible en Eckhart, Silesius y Celan. Barcelona: Fragmenta Editorial, 2011. Zambrano, M. El hombre y lo divino. (2011). Madrid: Alianza.
• • • Juan Esteban Londoño,
Master en Ciencias Bíblicas (UBL - Costa Rica) y en Filosofía (Universidad de
Antioquia - Colombia), Doctor en Teología por la Universidad de Hamburgo
(Alemania). Es escritor, docente e investigador en las áreas de hermenéutica,
literatura y teología. londonojesteban@gmail.com Artículo
recibido: 1 de abril 2021. Artículo
aprobado: 13 de abril 2021. |
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Vida y
Pensamiento – Volumen 41, Número 1, pp. 151-166 – Primer Semestre Año 2021 |
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[1] De igual modo: La Bible Osty (“Au commencement était le Verbe”); La Bibbia della CEI (“In principio era il Verbo”) y la Nácar-Colunga16 (“Al principio era
el Verbo”), por ejemplo.