Vida  y

Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

Volumen 37 Número 1 y 2  -  Cátedra de Teología Latinoamericana UBL

19-20 de abril, 2017 - San José, Costa Rica

La Reforma y las reformas

Aportes inter-contextuales desde América Latina

 

 

De la Sola Scriptura a la Sola Experientia

Exégesis crítica como oportunidad de “reforma”:

provocaciones más allá del Vaticano II

 pp. 41-64

 

Hanzel José Zúñiga Valerio

 

 

 

Resumen: El Concilio Vaticano II, que ha marcado el devenir eclesial del mundo católico romano en el siglo XX, promovió la recepción de una nueva manera de hablar al mundo moderno al buscar un lenguaje para comunicar la fe según el contexto, la cultura y las sociedades. La utilización de los métodos “críticos” en la lectura de la Biblia fue una de las oportunidades asumidas para hablar el lenguaje de la modernidad.

Abstract: The Vatican II Council, which has shaped the Roman Catholic world in the twentieth century, promoted the reception of a new way of speaking to the modern world by looking for a language to communicate the faith drawn from context, culture and society. The use of “critical” methods to read the Bible was one of the opportunities taken to speak the language of modernity.

Palabras claves: Concilio Vaticano II, método histórico- crítico, modernidad, reforma.

Keywords: Vatican Council II, historical-critical method, modernity, reform.

 

 

 

El “antes” de un concilio

«La Sagrada Escritura no se ha convertido ya en el libro de la vida en el corazón del hombre y en el culto de la parroquia, por el mero hecho de que en el concilio se entronizaran cada día los Evangelios y porque, aparte de numerosas indicaciones de detalle, exista una constitución que ensalza la importancia de la Escritura en la vida de la Iglesia»

(Rahner 2012, 44).

El 25 de enero de 1959, habiendo finalizado la semana de oración por la unidad de los cristianos y con sólo tres meses en su cargo, el Papa Juan XXIII anunció, de forma inesperada, su intención de convocar un nuevo concilio. La decisión fue controvertida, no sólo por las reacciones que provocó, sino porque la sombra del inconcluso Concilio Vaticano I[1] estaba presente aún (Alberigo 2004b, 338). ¿Se trataba de una continuación para abordar los aspectos eclesiológicos consecuencia de la aprobación de la constitución Pastor Æternus sobre el dogma de la infalibilidad y la prerrogativa del primado?

Muchos teólogos estimaban que, luego de tales definiciones, no habría más concilios porque todas las proclamaciones de fe estaban en manos del Papa. A pesar de esto, durante los pontificados de Pío XI y Pío XII se acarició la idea de convocar un concilio que era concebido como clausura del Vaticano I. No era un nuevo concilio, sino la fase final del anterior. No obstante, la idea de Juan XXIII era totalmente distinta. Él siempre afirmó que la convocatoria del concilio le había venido como “inspiración espontánea” de algo nuevo: «[…] el Papa no mencionó para nada el Vaticano I, y ciertamente no pensó nunca que su concilio sería como una reanudación o continuación de aquella otra convocación anterior» (O’Malley 2012, 34). Para todos quedó claro que su concilio tomaría una nueva senda al comunicar su nombre: “Vaticano II”.

El contexto eclesial católico debe comprenderse a la luz de los acontecimientos de los siglos precedentes. La modernidad ofrecía el espíritu de libertad de pensamiento y acción como valores fundantes de la sociedad occidental. Ante esto, la oposición de intelectuales nacidos en círculos modernos, pero acogidos en los ambientes católicos, levantó barreras en defensa del dogma. Es de subrayar que los movimientos fascistas, al haber nacido en ambientes laicos con pretensiones totalitarias, fueron rechazados por gran parte de la jerarquía católica pero también, al haber bebido de fuentes de la doctrina católica en países como Italia o España, encontraron un enemigo común y se alinearon. El nexo de unión entre iglesia, reaccionarios de viejo cuño y fascistas era el odio común a la Ilustración del s. XVIII, a la Revolución Francesa y a sus “hijos”: la democracia, el liberalismo y el “comunismo ateo” (Hobsbawm 2015, 121).

El punto más alto de esta oposición se puede ver en dos hechos consecutivos: la promulgación del Syllabus de 1864 y la realización del Concilio Vaticano I. El Syllabus Errorum, promulgado por Pío IX, «[…] es una negación frontal del movimiento de emancipación liberal basado en la razón» (Rovira Belloso 1985, 19). En él se niega la libertad de conciencia, se impone la filosofía escolástica, se rechaza la separación iglesia-estado a la vez que se condena la libertad de culto presentando a la iglesia católica romana como “sociedad perfecta”. El Concilio Vaticano I concentró todos estos movimientos y proclamó solemnemente el primado del Papa y su condición infalible en temas de fe, de moral, de política eclesial (Concilio Vaticano 1963, 590).

De este modo, los movimientos eclesiales que asumían la sociedad como oikoumene y ekklesía implicadas fueron perseguidos, como lo fue Lutero. El reformador de Wittenberg se enfrentó, en su tiempo, a respuestas igual de soberbias y autoritarias. Las circunstancias históricas cambiaron pero la actitud centralista del catolicismo no.

Es interesante que desde el s. XIV encontremos propuestas para “reformar” la iglesia. Ya en el Concilio de Vienne (1311-1312), un documento del obispo Gulielmus Durandus usa, por primera vez, una expresión que se convertirá en eslogan del proyecto del s. XVI: la intención del concilio de Vienne es «[…] corregir y reformar […] la iglesia de Dios […] tanto en la cabeza como en los miembros» (Durantis 1531). Las corrupciones de la iglesia de su época deben ser abordadas como una reformatio tam in capite quam in membris. Pero las voces no fueron oídas y los concilios posteriores trataron el tema de forma periférica hasta la crisis del s. XVI[2].

El Concilio de Trento (1545-1563) fue la respuesta católica a la “Reforma”. Entre la condena del protestantismo y la adaptación, los padres del concilio se preocuparon por los aspectos doctrinales contra las tesis de la Reforma así como por la disciplina. Pero, en palabras de M. Venard, ni la obra doctrinal ni «[…] la obra disciplinar del concilio de Trento fue radicalmente nueva original» (Venard 2004, 296) por el aspecto fundamentalmente apologético.

Muchos temas quedaron sin ser tratados pues los principios juridicistas del Derecho Canónico y del nuevo Catecismo Romano acapararon el horizonte. Las guerras de religión producidas en Europa, los fundamentalismos en ambos bandos y las diversas eclesiologías condensaron la ruptura. Fue hasta el s. XIX cuando surgieron nuevas tendencias de renovación condensadas en “movimiento teológicos” (Floristán 2002, 76-80) que volvían la mirada desde el espíritu de renovación y cambio:

·      Movimiento patrístico: El estudio de las fuentes patrísticas realizado por J. A. Möhler y la publicación de la Patrologia Graeca y la Patrologia Latina por parte de J. P. Migne (1857-1866, 1844-1855 y 1862-1864)[3] pusieron en boga el movimiento patrístico como parte del “regreso a las fuentes”.

·      Movimiento litúrgico: Una nueva reflexión teológica sobre las fuentes de la celebración y su relación con una eclesiología del “pueblo” más simple y fiel a los testimonios del Nuevo Testamento. R. Guardini y O. Cassel fueron pioneros en este aspecto y la publicación de El espíritu de la liturgia (Guardini 2006) marcó época.

·      Movimiento misionero: La preocupación por la misión de la iglesia se explicitó y las elucubraciones teológicas sobre la salvación y el mundo interreligioso más allá del extra ecclesia nulla salus fueron retomadas. Fue paradigmático el texto de H. Godin e Y. Daniel La France pays de mission? (1943) que se preguntaba sobre la misión en los países nominalmente cristianos pero que, en realidad, vivían un ateísmo práctico.

·      Movimiento ecuménico: Habían comenzado a surgir, de forma natural, grupos de estudio de la Biblia entre católicos y protestantes, así como la participación de fieles en las celebraciones en las liturgias de una u otra iglesia, pero hasta el año 1910 en la Conferencia Misionera Internacional de Edimburgo se planteó el problema directamente. En el ambiente católico pero fuera de la cúpula romana, los teólogos como Y. Congar (1937) y H. Küng (1967) ya daban pasos hacia una reflexión ampliada.

·      Movimiento laical: Las organizaciones laicales, como la Jeunesse ouvrièrer chrétienne (JOC) fundada por J. Cardijn (Gomes Moreira 1987, 205-220), proliferan y esta tendencia se convierte en elemento transversal de todos los demás movimientos: colocar al laico en un papel de protagonista en la iglesia, en la misión, en la teología, en la liturgia y en la lectura de la Biblia. La concepción de la iglesia como comunidad de creyentes, es decir, como “pueblo de Dios” y “cuerpo real de Cristo” [sic] está en el fundamento de esta reflexión teológica.

Finalmente, el movimiento que nos detendrá en la reflexión es el que origina el grueso del trabajo del presente artículo: el movimiento bíblico. El sacerdote dominico M. J. Lagrange (1855-1938), precursor de esta corriente, inició una lectura histórico-crítica de los textos bíblicos en el mundo católico aplicando la crítica textual, de teoría de las formas literarias y los aportes de la arqueología. No sin persecuciones[4], Lagrange y su labor exegética fructificaron al punto de fundar l’École Biblique en Jerusalén y su influyente revista Revue Biblique. La ambivalencia del Magisterio eclesial, que sabía de la necesidad de la lectura profunda de la Biblia pero que a la vez se notaba cuestionada por el desarrollo de la “historia de los dogmas”, se evidenció en las observaciones progresivas de los papas y del Santo Oficio.

Fue León XIII, con Providentissimus Deus (1893), quien afirmó, aún con tonos titubeantes, que «[…] la utilización de la divina Escritura influya entera en la disciplina de la teología, y sea casi su alma […]» (2010, nº 114, 164-165). Así se abrieron caminos hacia la reivindicación de la lectura de la Biblia en el mundo católico, a pesar de las posteriores posiciones de retroceso de Benedicto XV en Spiritus Paraclitus (1920) (Sánchez Caro 1995, 317). Es en la Divino afflante Spiritu de Pío XII donde se condesan los esfuerzos del tan sufrido “movimiento bíblico”: la Biblia, contrario al uso que de ella hacían los escolásticos, no solo es fuente de argumentos, sino que es la base de la doctrina de la iglesia. Finalmente se asumió lo que en el mundo protestante de la Reforma tenía vía libre desde hace siglos: la moderna crítica histórica, la orientalística y la crítica de las formas (Pío XII 1943, 584-585).

Aun así, las ciencias bíblicas siguieron siendo sospechosas de “herejía”, por eso las prohibiciones contra la investigación crítica recayeron en los jesuitas del Pontificio Istituto Biblico: las discusiones públicas entre L. Alonso Schökel y A. Romeo sobre la Divino afflante Spiritu en 1960, el agregado en el Índice de libros prohibidos de la obra La vie de Jésus de J. Steinmann y la simultánea expulsión laboral de M. Zerwick y S. Lyonnet por el Santo Oficio en 1961 son prueba de este ambiente inquisitorial (Prior 2001, 139-141). Así, el miedo seguía existiendo en épocas recientes y la libertad de cátedra era sólo un espejismo. Deberíamos esperar hasta el Concilio Vaticano II para que el debate se hiciera abierto y la labor exegética en el catolicismo tomase nuevos bríos.

El “acontecimiento” vaticano ii

No comprendemos[5] el Concilio Vaticano II como un compendio de textos producto de una reunión internacional, menos aún como un hecho aislado en la historia de la iglesia contemporánea, sino como un punto de quiebre. Es el evento eclesial y sociorreligioso más importante del s. XX (Tamayo 2005) para reformar prácticas y categorías de análisis deformadas: «En una palabra, puesto que la Iglesia se deforma constantemente, tiene constantemente que reformarse: “Ecclesia semper reformanda”» (Küng 1962, 45).

El Vaticano II debe ser asumido “continuidad” pues no “cayó del cielo” sino que se sigue como consecuencia de los hechos reseñados en el punto anterior: es producto de la iglesia del s. XIX y XX. Pero también debe ser asumido como “ruptura” en cuanto se distingue fundamentalmente de los concilios anteriores en varios elementos: las dimensiones de participación y producción, la aceptación de observadores no católicos y la revisión por parte de personas que no compartían el cuerpo doctrinal católico en su totalidad (Komonchak 1999, 301), el interés de la prensa internacional y el consecuente desvelamiento de la pluralidad teológica ad intra del catolicismo reflejada en los debates conciliares, el impacto directo sobre la vida de los fieles en la manera de acercarse a la Biblia y la liturgia, su honda preocupación ecuménica e interreligiosa, su amplitud en temas de política y su inquietud por los conflictos del mundo moderno (O’Malley 2012, 58), pero sobre todo, por su singularidad en categorías teológicas.

Por ende, el Concilio Vaticano II es tanto un acontecimiento eclesial de continuidad como de ruptura. Su singularidad es evidente en el “estilo” teológico que replantea sus códigos de lenguaje para comunicar el mensaje de siempre. Juan XXIII lo definió como concilio “pastoral” sin que eso significara “oposición a la doctrina”. Fue un concilio “pastoral” ya que buscó “traducir” el Evangelio a las «fórmulas literarias del pensamiento moderno»:

«La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina fundamental de la Iglesia […] Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del “depositum fidei”, y otra la manera de formular su expresión; y de ello ha de tenerse gran cuenta —con paciencia, si necesario fuese— ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter predominantemente pastoral» [6].

La búsqueda de un nuevo “estilo” para comunicar el Evangelio y hacerlo cercano al hombre y la mujer del s. XX fue la finalidad del Vaticano II. Hablamos de la apertura hacia un nuevo “paradigma” en sus formas con su propio “estilo” evangélico en esencia (Famerée 2012, 11). La transformación de los grandes esquemas conceptuales en palabras de invitación dialéctica, donde la persuasión mediante ejemplos priva sobre la coacción, es un evidente cambio en el género literario empleado. Las formulaciones secas como cánones y anatemas están ausentes de los documentos conclusivos pues el «[…] Vaticano II empleó enseguida un lenguaje de amplia exposición y descripción que no tiene más exactamente el estilo dogmático del Vaticano I y sobre todo del Concilio de Trento. Es más abundante, más pedagógico»[7]. Las summae han dado paso a una retórica propositiva, profundamente “epidíctica”, que busca la reconciliación y el diálogo. Su vocabulario lo evidencia: palabras horizontales y de igualdad (“pueblo de Dios”, “hermanos y hermanas”), palabras de reciprocidad (“cooperación”, “colaboración”), palabras de cambio o movimiento histórico (“desarrollo”, “progreso”, “evolución”), palabras de interioridad (“carisma”, “gozos y esperanzas”). Todos estos términos, tan poco usuales en la historia de los concilios, develan “el espíritu” del Vaticano II tras “la letra” (O’Malley 2016, 112-113).

De esta forma, el Concilio no es un suceso aislado en la historia, pero tampoco es un duplicado del Vaticano I o de Trento. Fija su mirada en el pasado buscando los orígenes del movimiento cristiano para hablarle al presente con un idioma comprensible y poder profundizar en el desarrollo doctrinal hacia el futuro. Estas tres dimensiones espacio-temporales revelan la continuidad y la ruptura que, en la historia del cristianismo, representa el Vaticano II. Se buscó “volver a las fuentes” (del francés ressourcement y del latín ad fontes)[8] de la tradición cristiana y así, inevitablemente, contrastar qué tan fiel se es hoy al ideal inicial. Se propuso “ponernos al día” (del italiano aggiornamento) (Concilio Vaticano 2004, 214-215)[9] con respecto al mundo moderno y asumir nuevos códigos de lenguaje para hacer comprensible el Evangelio. Se retó a mirar hacia adelante y asumir el “desarrollo” de la doctrina cristiana (del inglés development)[10] porque la tradición no es estática, sino dinámica y avanza descubriendo nuevos caminos.

Precisamente, por estas tres dimensiones que representan el “género” y el “estilo” del Vaticano II, se puede afirmar que los códigos teológicos se ven marcados por el paradigma de la modernidad ya iniciado en el s. XVII y XVIII. El Concilio es, en definitiva, un événement, un “acontecimiento” porque «[…] intentó llevar a la práctica dos cambios de paradigma simultáneos: integró rasgos fundamentales tanto del paradigma de la Reforma como del paradigma de la Ilustración y la modernidad» (Küng 2014, 180). Se trata de un replanteamiento que hace pensar el ser eclesial y su posicionamiento en el mundo postmoderno, un paso hacia la transmodernidad o al paradigma ecuménico-contemporáneo (Küng 2006, 655). En este replanteamiento, la Biblia se ubica en el cruce de dos paradigmas: el de la concepción eclesiológica que busca recuperar las fuentes y el de la aplicación de los métodos críticos que es signo profundo de asimilación de la modernidad y del mundo de la Ilustración.

Se puede llegar a las “fuentes” mediante el uso de las herramientas que los estudios diacrónicos proporcionan. El paradigma del “pasado” se ve recuperado por el paradigma “moderno” para asumir una posición abierta y dialogante hacia una era “transmoderna”. Así, la exégesis crítica revolucionaría la comprensión de la fe y podría seguir reformando el cristianismo. Este reto que el paradigma ilustrado-moderno le presenta al catolicismo romano es asumido en el Vaticano II. Pero, ¿qué implicaciones tiene?

Métodos históricos, provocaciones de reforma

Luego de las persecuciones contra los representantes del “movimiento bíblico” y de la condena expresa del uso de las ciencias sociales, literarias e históricas en la exégesis de los siglos XIX y XX, la constitución dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum emitió, en su estilo epidíctico, una palabra nueva de libertad para el mundo de la exégesis católica. La reforma en la manera de interpretar los textos, leyéndolos como “Palabra de Dios en lenguaje humano” (Mannucci 2008, 32), se hizo presente en los documentos brindando espacios para el diálogo y la formulación de nuevas preguntas:

«Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano; por lo tanto, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras. Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras cosas, los géneros literarios. Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios. El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e intenta decir, según su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios propios de su época. Para comprender exactamente lo que el autor propone en sus escritos, hay que tener muy en cuenta los modos de pensar, de expresarse, de narrar que se usaban en tiempo del escritor y también las expresiones que entonces más se solían emplear. La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita; por tanto, para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener muy en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia, la analogía de la fe […]» (Concilio Vaticano 1965, 191-193).

En este numeral, la Dei Verbum resume una trayectoria de más de cien años y expresa, como es obvio en un documento regente y general, ideas que deben ser desarrolladas posteriormente. Podemos subrayar dos de estas ideas y proponerlas como “provocaciones” y “oportunidades” de reforma en momentos donde las lecturas concordistas y fundamentalistas siguen estando presentes en amplios sectores de la iglesia católica romana y en muchas iglesias de tradición protestante.

a. Dios habla en la Escritura en lenguaje humano: hacia una lectura cultural

El punto de partida para una reconstrucción teológica de nuestros conceptos “revelación” e “inspiración” se encuentra en el comprender la Biblia como lenguaje “theandriko”. Cuando decimos que la Biblia es “Palabra de Dios” estamos expresando una analogía. No es una “palabra” emitida como un sonido que brota de la garganta y toma significación en las cuerdas bucales. Más bien queremos decir que la Biblia es “Palabra” en cuanto es testimonio de múltiples experiencias de fe. Es la narración de hombres y mujeres que han visto en su historia la acción de Dios y la han expresado en las formas y géneros de su época. Más aún, en la constitución Dei Verbum, es Dios mismo quien se encarna en la sociedad y se muestra mediante las palabras humanas: «Dios emplea las palabras de los hombres como medio de comunicación […] En las palabras de los autores toman la palabra tradiciones más antiguas, se hace presente la sociedad de su tiempo, esas palabras pasan a nuevos contextos de experiencia religiosa, se incorporan a textos nuevos» (Schökel 1969, 432).

La constitución sobre la divina revelación mantiene, de este modo, un principio autoritativo de Dios como ente distinto del ser humano que escribe, superando un “psiquismo estrecho” (Schökel 1969, 432) pero concibiendo la intención humana como limitada ante la desbordante voluntad divina. Siempre se mantiene la división clásica de “revelación sobrenatural” y “revelación natural” emulando el principio teológico escolástico. Esta distinción nos ubica frente a un reto, inclusive desde la tradicional concepción dogmática, pues se plantea la necesidad de que el exégeta creyente asuma plenamente la historia como locus primero de su labor.

Si, desde una “exégesis canónica” o lectura creyente de la Escritura (Ratzinger 2007, 11-13), se tiene como un principio fundamental que Dios se ha encarnado, como consecuencia se sigue que “el mundo de arriba” se ha hecho manifiesto en el “mundo de abajo” (Lenaers 2008, 15). Esto quiere decir que lo sagrado ha sacralizado lo profano y, de esta forma, los métodos considerados “profanos” son condición sine qua non se puede acceder a la “revelación”. Si la divinidad se ha hecho fragmento en historia humana, solamente a través de esta historia podemos acercarnos a la figura de Jesús y a lo que la primitiva iglesia pensó acerca de él. En el cuadrante de la confesionalidad esto es un reto y no menor, pero se trata de un reto que ha sido obviado con multiplicidad de prevenciones por las más altas autoridades romanas[11]. Pareciera que la misma Dei Verbum, como dialéctica abierta a los métodos históricos, es vista con recelo en sus principios exegéticos y se coloca el peso de la interpretación en la “analogía de la fe”.

Ahora bien, es evidente que obviar la conceptualización heterónoma entre lo humano y lo divino es un reto que va más allá de lo presupuestado en el Vaticano II. A partir de estos límites teológicos y contextuales formulamos nuestra “provocación”: es imprescindible desarrollar una exégesis laica desde el estatuto “cultural”. Una posición como esta no fue pensada teológicamente por el Concilio (Theobald 2009, 103), pero se desprende como una tarea pendiente. Los recientes acercamientos retóricos, narrativos, sociológicos y antropológicos dan cuenta de que podemos asumir la Biblia en su naturaleza humana, en su profunda riqueza cultural, sin negar su dimensión trascendente como oportunidad de ver lo divino en lo humano. Se trata de comprender que la expresión “Palabra de Dios” es una metáfora antropomorfa. Un estatuto simbólico de lo que los seres humanos decimos acerca de Dios en la historia, no siendo ella misma, pero estando presente en ella.

La Biblia no cayó del cielo (Römer 2014). Ella es una pluralidad de testimonios de personas que expresan, en sus propios códigos de pensamiento, su fe. Y hablamos de una fe que siempre es diversa pues el concepto de “Dios” es plural según las situaciones históricas y vivencias personales de los escritores: múltiples son los “rostros de Dios” siendo todos ellos antropomorfos al expresarse “en lenguaje humano”. Los libros de la Biblia brotaron de la vida cotidiana, de las experiencias de multiplicidad de personas que buscaban entender su realidad. La Biblia es expresión de lo humano y, de este modo, podemos decir que es “inspirada”: no en el sentido deductivo como “soplo o dictado de Dios” sino como “inspirada” desde la historia concreta.

En consecuencia, no se puede pensar la Biblia como un texto exclusivamente religioso sino como un verdadero compendio cultural. Ella no sólo es “inspirada” sino “inspiradora”: «Antes de ser abordado como texto inspirado en el sentido pleno del término –visto como texto que vehicula la relación “salvadora” entre Dios y los lectores creyentes– puede ser tomado como texto inspirante […] verificación de la humanidad del texto en “la escuela de humanidad” que son nuestras existencias y nuestras sociedades pluriculturales»[12]. Su recepción en la sociedad es una oportunidad para repensar la vida como los autores de este texto lo hicieron, creando cultura en todas las vertientes literarias posibles y, reflejando en las experiencias de fe, principios de elevada humanidad:

«¿No es más adecuado a la naturaleza de la Biblia invertir el discurso de la inspiración para insistir menos en las características y condiciones de su carácter inspirado y subrayar más su capacidad de inspirar, de suscitar toda suerte de señales que significan a Dios? Para ello no es necesario el presupuesto de la fe, sino el de la apertura a las señales del texto, a su reserva inagotable de signos de esperanza […] A ello contribuirá claramente una inequívoca renuncia eclesial al monopolio confesional de la Biblia, la aceptación de la validez de un discurso cultural y la asunción de los procesos lentos por los que las personas caminamos en la historia» (Arbiol 2009, 19).

Se trata de una provocación para que nuestros discursos teológicos puedan nacer realmente de la cotidianidad. Los acontecimientos de la vida corriente son, de por sí, momentos determinantes en la “revelación” de Dios. Revelare como historia, historia como revelare: la cultura comprendida como locus “revelación” y la Biblia, a su vez, asumida como manifestación cultural. Este reto es un pendiente que va más allá de la institucionalidad religiosa y, evidentemente, de los documentos del Vaticano II. Por ello hemos hablado de lectura “laica” de la Biblia. Ella no le pertenece, de forma exclusiva, a ninguna iglesia o sinagoga, ella es producto del patrimonio cultural del género humano. No es cierto que haya nacido solo en ambientes litúrgicos o con finalidades únicamente eclesiales sino que, además de esto, ha sido escrita para responder a problemas humanos de toda índole, en ambientes multifacéticos, con preocupaciones distintas que involucran toda expresión de la existencia.

b.  Leer la Escritura con el mismo Espíritu con que fue escrita: hacia una nueva lectura teológica

Cuando los padres conciliares pensaron en la “analogía de la fe” y en leer los textos “en el Espíritu en que fueron escritos” tenían el principio de unidad de la Escritura en su mente (Beauchamp 1977): no puede entenderse el Nuevo Testamento sin el Antiguo Testamento porque el “primer” testamento es preparación profética del “segundo”. En palabras directas dice el Concilio: «[…] que el Antiguo encubriera el Nuevo, y el Nuevo descubriera el Antiguo» (DV 16)[13] puesto que, la lectura creyente que se hace desde el cristianismo, es una lectura cristológica. Cristo es el culmen de un proceso que inició con la Creación y que después da paso a una fase de comprensión en el Espíritu (Pié-Ninot 2009, 331). Desde las lecturas confesionales, se habla acá de la integridad de la Escritura por su “autor principal”, Dios.

Pero también debemos agregar que, además de esta integridad de la Escritura, una lectura “en el Espíritu con que fue escrita” implica responsabilidad para con la comunidad de fe, la comunidad que con mayor frecuencia acude al texto y le considera “sagrado”. Es verdad que los libros canónicos no nacieron exclusivamente en ambientes litúrgicos o religiosos, pero también nacieron allí. Allí fueron leídos y finalmente canonizados. Las iglesias de los primeros siglos oyeron “la voz de Dios” en cantos, epístolas y narraciones, y las preservaron con respeto, con fervor sagrado. Los padres conciliares tenían claridad sobre las consecuencias de lo que la Escritura significaba para la vida de la iglesia y cómo, mediante la lectura litúrgica de la Biblia, se llega a crear, alimentar y vivificar lo que denominaron, en la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, el “Pueblo de Dios” (cf. LG 9-10).

El olvido de esta dimensión “canónica” ha sido una de las críticas que se le ha hecho al mundo de la exégesis moderna[14]. Muchos biblistas asumen su tarea como una labor exclusivamente histórico-filológica, arqueológica, pero “desarmando unidades sin querer rearmarlas” (Ratzinger 1989, 5). No son transparentes en sus intenciones y aquí, según nuestra apreciación, radica el problema. Si la labor exegética, en su naturaleza diacrónica, va a ser realizada con un objetivo únicamente diacrónico es igualmente válida y valiosa que cuando se realiza con miras a una interpretación teológica. Pero debe decirse. Es evidente que el procedimiento de un acercamiento científico sirve como base para el trabajo hermenéutico posterior del teólogo.

Aun así, debemos reconocer que en muchas ocasiones ese camino es recorrido de manera inversa pues se hace la labor hermenéutica previa a la exegética. Allí todo se diluye. La exégesis no existe porque la lectura teológica prevalece y la falacia de petitio principii es el círculo final. ¿Se hace exégesis para demostrar una doctrina o dogma pues no hay más salida? ¿Se hace realmente exégesis (del prefijo griego ex “desde”) o más bien eiségesis (del prefijo griego eis “hacia”)? Una labor comprometida, sea confesional o no, tiene una fase previa sin un horizonte ya determinado a priori. El único horizonte debe ser el de la apertura y la honestidad. No es mediante una falsa piedad por resguardad verdades petrificadas que logramos serles fieles a dichos textos. El reto está en «[…] ¡leer los textos sin prejuicios y respetar los datos! Es decir, no ocultarlos, retorcerlos o ignorarlos, como se hace en la teología neoescolástica y frecuentemente también en la protestante, en beneficio del sistema dogmático» (Küng 2007, 295-296).

Sólo reconociendo las múltiples facetas del texto[15] podremos retomar el cercado diálogo entre exégesis y teología. La exégesis como traducción cultural y ventana que analiza fragmentos del texto y su historia. La teología como actualización de la vivencia de fe contenida en dicho texto y traducción para la comunidad creyente hoy. En esta relación, los acercamientos históricos no son peligro o amenaza para las iglesias, sino su más grande oportunidad para hablar el idioma actual sin ningún a priori tendencioso[16]. Los métodos “críticos” son posibilidad para reinterpretar la fe con que nacieron los textos sacralizados pero también para crear nuevas comprensiones culturales en las sociedades postmodernas que le huyen a la institucionalidad de las religiones. Son posibilidad, no amenaza. Son una oportunidad de reforma para la iglesia, para abrirse a las sociedades seculares y hablar con un lenguaje profundo cimentado en la vida, un idioma que va más allá de “la letra” y que busca “el símbolo” tras ella.

Ecclesia semper reformanda in scriptura est

El Concilio Vaticano II representó para la iglesia católica la recepción del viejo adagio radicalizado por la Reforma del s. XVI: “iglesia reformándose siempre”. Finalmente, luego de siglos de lucha y de negación con respecto al mundo secular, la institución eclesial comprendió la importancia de la adaptación. Curiosamente, ese espíritu fue movido desde las bases de movimientos de renovación preconciliares, entre los cuales, la lectura de la Biblia en círculos ecuménicos significó uno de los detonantes para pensar teológicamente el papel de los laicos, la unidad de los cristianos, la celebración litúrgica, entre otros principios. Tanto la liturgia como la Biblia, ambas “mesas comunes” de celebración, fueron determinantes para recordar la importancia de reformar las estructuras.

La lectura de la Biblia, como memoria cultural y como “fuente” para reconstruir los “orígenes” plurales del movimiento de Jesús, replantea siempre el lugar de las iglesias hoy. “Mirar atrás” hace someter a la crítica el “hoy” y a replantear el “mañana”. He aquí la oportunidad para la renovación que es, a la vez, el peligro para las estructuras anquilosadas no dialogantes, apologéticas. Por ello hemos asumido la lectura histórico-crítica de la Biblia como una provocación de “reforma”, una oportunidad para replantear el papel de las instituciones religiosas en el mundo moderno y una ruptura para asumir un verdadero ressourcement. Tanto exégetas como teólogos están implicados en este papel, ambos desde su orientación científica de búsqueda y de interpretación. En palabras de K. Rahner, a algunos biblistas se les olvida que «[…] es la exégesis católica una ciencia de fe, y no sólo filología o ciencia de la religión […]» así como al teólogo se le debe subrayar que muchas veces «[…] entiendes de exégesis menos de lo que sería deseable» (Rahner 2003, 84 y 91). Se trata de una auto-implicación de transparencia y valentía.

Retos y rupturas implicadas se desprenden para ambos. Unos, los biblistas, no deben verse coaccionados por los dogmas establecidos; otros, los teólogos, no deben verse obligados a cimentar lo que no tiene asidero en la historia. Unos, los exégetas, deben saber que sus descubrimientos van más allá de lo “arqueológico” e implican una reconstrucción hacia lo “existencial” en la cultura; otros, los teólogos, deben saber que ese “existencial” es el fondo del mensaje comunicado, es el fragmento de la cultura contenida, y no las formas doctrinales como ropaje impuesto por los siglos.

Es una oportunidad, una provocación y una irreverencia en el mundo católico pensar más allá del establishment; pero es lo que hicieron los grandes reformadores del siglo XVI y muchos teólogos del pre-concilio. Así, profeta y reformador son dos figuras que cuestionan las “canonizaciones” de los sistemas: «Contra todas estas degradaciones se alzaron los profetas. Contra esto se alzaron en la Iglesia los reformadores» (Congar 2014, 147). Hablamos de encarnar un papel “profético” para responder a la cultura de las sociedades contemporáneas cada vez menos institucionales y estructurales. Leer los “signos de los tiempos” como propuesta del Concilio Vaticano II siempre es una provocación necesaria. Y estos “signos” vuelven su mirada a la vida concreta, a la cultura, a la historia. La Biblia es testigo fragmentario de la cultura de una época, es replanteamiento e interpretación de la vida de grupos en conflicto. Por eso la exégesis nos invita a “mirar atrás” en el texto, pero también a “mirar adelante” para ir más allá de dicho texto y sus límites. Esto es una labor provocadora, retadora, una labor de reforma.

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Hanzel José Zúñiga Valerio, Profesor en la escuela de Ciencias Bíblicas de la Universidad Bíblica Latinoamericana.

h.zuniga@ubl.ac.cr

Recibido: 20 de abril de 2017

Aprobado: 6 de junio de 2017

 

 

 



[1] El Concilio Vaticano I (1869-1870) fue interrumpido por la caída de la ciudad de Roma y el Vaticano en las manos de las tropas italianas en 1870 y nunca fue clausurado oficialmente.

[2] El 31 de octubre de 1517, Lutero escribió dos cartas: una a su obispo ordinario y la otra a Alberto de Brandeburgo, responsable de la predicación de las indulgencias. Al final de las cartas podemos encontrar las 95 tesis contra la Instrucción sobre las indulgencias. Era un documento para la discusión académica, dirigido a la autoridad religiosa, por eso estaba escrito en latín y no era destinado a su publicación. Cf. Panni 2016, 148-151. Desde un punto de vista histórico, que Lutero haya pegado las 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg es algo dudoso por la leyenda que se entretejió al respecto. Cf. Käßmann 2017.

[3] Las citaciones de estos textos se harán de la forma clásica: las siglas “PL” o “PG” con volumen y sus columnas correspondientes.

[4] Las críticas del profesor Lagrange contra los miedos de una institución y contra su actitud cerrada frente a la moderna exégesis le acarrearon problemas. Sus discursos son testimonio de su voz profética: «[…] l’Église affirme qu’elle n’a jamais varié dans l’intelligence essentielle des dogmes, et elle entend se maintenir sur ce terrain. On lui propose une voie nouvelle ; elle refuse d’y entrer. Elle a parfaitement conscience de ce jour elle cesserait d’être une société religieuse, dépositaire d’un dépôt divin, pour devenir un théâtre de discussions, presque un club»  Lagrange 1904, 15.

[5] Los debates sobre hermenéutica conciliar no pueden ser ajenos a nuestro trabajo y son el fundamento de muchos criterios esbozados seguidamente.

[6] «Neque opus nostrum, quasi ad finem primarium, eo spectat, ut de quibusdam capitibus praecipuis doctrinae ecclesiasticae disceptetur […] Est enim aliud ipsum depositum Fidei, seu veritates, quae veneranda doctrina nostra continentur, aliud modus, quo eaedem enuntiantur, eodem tamen sensu eademque sententia. Huic quippe modo plurimum tribuendum erit et patienter, si opus fuerit, in eo elaborandum ; scilicet eae inducendae erunt rationes res exponendi, quae cum magisterio, cuius indoles praesertim pastoralis est, magis congruant»  Juan XXIII, 1962, 791-792.

[7] «[…] Vatican II a souvent employé un langage de large exposé et de description qui n’a plus exactement le style dogmatique de Vatican I et surtout du Concile de Trente. Il est plus abondant, plus pédagogique»  Congar 1984b, 66.

[8] «Todo esto, a la luz y bajo la inspiración de una vuelta a la investigación de las fuentes: Biblia, cristianismo primitivo, espíritu de la liturgia, grandes documentos del magisterio»  Congar 2014, 62.

[9] En las citaciones subsecuentes de los documentos del Vaticano II emplearemos la fórmula técnica: sigla correspondiente y numeral.

[10] Un texto que marcó época, nacido en el ambiente protestante primero, luego católico por su “conversión”, fue el texto de Newman 1846. Para la época del Concilio era una obra considerada definitiva en la materia.

[11] El teólogo J. Ratzinger advirtió de estos “peligros” en los que ha caído la exégesis crítica contemporánea. En su libro-entrevista Informe sobre la fe subrayó como “Señales de peligro” el hecho de que «[…] una exégesis que ya no vive ni lee la Biblia en el cuerpo viviente de la Iglesia se convierte en arqueología: los muertos entierran a sus muertos» Ratzinger y Messori 2005, 83-84.

[12] «Avant d’être abordé comme texte inspiré au sens plénier du terme –voir comme texte qui véhicule la relation « salutaire » entre Dieu et les lecteurs croyants–, il peut être pris comme texte inspirant […] la vérification de l’humanité du texte dans « l’école d’humanité » que sont nos existences et nos sociétés pluriculturelles» Theobald 2009, 104.

[13] El texto latino usa los verbos “latere” y “patere”, “latente” y “patente”, citando a Agustín 88, 623: «[…] ut Novum in Vetere latere et in Novo Vetus pateret».

[14] Es cierto que «At its core, the debate about modern exegesis is not a dispute among historians: it is rather a philosophical debate» por eso se debe hacer una “crítica de la crítica” hacia las hermenéuticas que traen más al texto de lo que extraen de él. Cf. Ratzinger 1989, 16. Pero no podemos asegurar que, como los métodos críticos nacen en el seno de las aproximaciones racionalistas, sean por ello todos sus resultados producto de un prejuicio antirreligioso o “desmitologizante”. Aquí tendríamos el germen de nuevos fundamentalismos. La respuesta de R. E. Brown al entonces cardenal Ratzinger es clara y directa: «I do recognize philosophical questions about the historical critical method, but in my judgment they are not questions about the possibility of the supernatural, or of the physical-science quality of the results. The basis biblical issue concerning the supernatural, for instance, is more a question of what is being affirmed (and thus of one’s being cautious about the literary genre, not taking as history what was never intended as history), of whether those who affirmed it were in a position to know, and of whether their testimony agrees. I defend the word “proof” in such a quest, but that proof has nothing to do with proof in natural sciences; it is the same kind of proof we seek about so many issues in our own civilization for which we have to depend on the evidence of other human beings» Brown 1989, 46.

[15] Se trata de una “metacrítica” o de una “ética de lectura”. De Wit  2010, 448.

[16] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, “La Interpretación de la Biblia en la Iglesia” en Granados García y Sánchez Navarro  2010, 1028-1029.