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Vida y Pensamiento Revista Teológica de la
Universidad Bíblica Latinoamericana Volumen 41 Número 2 - Segundo Semestre 2021 -
San José, Costa Rica La muerte: Realidad,
metáfora y desafío |
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Nuestro encuentro con la muerte HÉCTOR LAPORTA pp. 37-53 |
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Resumen: La experiencia
colectiva global de la Pandemia nos ha confrontado con el sentido de la vida,
la tragedia y la muerte. ¿Qué podemos decir desde la teología? En el presente
ensayo analizamos las ideas y rituales funerarios sobre la muerte en las
sociedades pre-hispánicas, durante la Colonia y hoy en día, con la
celebración del Día de Muertos en México. Enfocamos este trabajo desde una
perspectiva decolonial, intentando desafiar nuestras epistemologías
teológicas. Palabras claves: muerte, teología y cultura,
pensamiento decolonial, Día de Muertos. Abstract: The global
collective experience of the Pandemic has confronted us with the meaning of
life, tragedy and death. What can we say from Theology? In this Essay we
analyze funeral ideas and rituals about death in pre-Hispanic societies,
during the Colony and today, with the celebration of the Day of the Dead in
Mexico. We approach this work from a decolonial perspective, attempting to
challenge our theological epistemologies. Keywords: death, theology
and culture, decolonial thought, Day of the Dead. |
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Héctor Laporta Nuestro encuentro con
la muerte En esta
pandemia muchos se nos fueron. La Organización Mundial de la Salud estima que
el número real de muertes por Coronavirus es dos o tres veces superior a los
3,4 millones de fallecimientos notificados, según explica el informe sobre
Estadísticas Sanitarias Mundiales de 2021. Es decir, la cifra real de
personas fallecidas podría rondar entre los seis a diez millones de personas.
Esta experiencia colectiva a nivel de aldea global de perder familiares,
amigos, colegas nos hace preguntarnos sobre el sentido de la vida y
consecuentemente de la tragedia, el sufrimiento y la muerte. ¿Qué es la muerte? ¿Cómo entender la muerte desde un
punto de vista teológico? ¿Qué rituales se practican? Todas estas preguntas
vienen a nuestra mente buscando hallar una explicación que nos ayude a
redimir nuestros miedos y temores frente a lo desconocido. Para entender
esto, nos remontamos a la historia, donde nos encontramos con las
excavaciones en Qafzeh y Skhul,
donde se hallaron una treintena de sepulturas conteniendo “cuerpos tumbados
en su mayor parte sobre un costado, con las piernas flexionadas, cubiertos de
ocre” (Lenoir 2018, 20), conjuntamente con
osamentas de animales y objetos rituales. Estas tumbas, de más de cien mil
años de antigüedad, van a ser las primeras expresiones de religiosidad
humana. En otras palabras, las primeras ideas y prácticas religiosas surgen
en torno a la muerte. Esto se confirma al encontrar en casi todas las
religiones del mundo, antiguas o modernas, que muchas de ellas buscan la
manera de encontrar un sentido de trascendencia para el ser humano,
incluyendo el cristianismo (cf. 1 Corintios 15,14). Lo que varía, sin embargo, son las actitudes y las
explicaciones que en una cultura se dan, respecto a lo que ocurre con las
personas una vez que han traspuesto el umbral entre la vida y la muerte. En
la sociedad moderna, la muerte es vista como un tabú, debido a los
desarrollos biotecnológicos con los que se ha ampliado la expectativa de
vida. El desarrollo de la cirugía plástica ha abierto la posibilidad de
perpetuar la juventud y la belleza, lo que ha contribuido a banalizar el
sentido de la vida y consecuentemente el sentido de la muerte. Sobre todo, en
la sociedad occidental, cuya característica principal es la afirmación del
individuo y de su autosuficiencia. En las sociedades latinoamericanas, en cambio, con
su pasado indígena y de colonización española, interactuaron diferentes
tradiciones y costumbres sobre la vida y la muerte. Si bien, esta interacción
de saberes se dio en un contexto de poder, estas convivieron y se fusionaron,
mal que bien, dependiendo de los sujetos que tomemos como referencia. La
reflexión en torno a la muerte en nuestro contexto nos lleva, entonces, a
visualizar estos encuentros y desencuentros de tradiciones y costumbres.
Debido a ello, el camino que tomo en este ensayo es el análisis del tema de
la muerte y sus rituales en nuestras sociedades prehispánicas y la forma cómo
estas se han transformado y recreado en un contexto de colonización, para
finalmente considerar cómo hoy en día, estas comprensiones se manifiestan en
la celebración actual del Día de Muertos en México. Para ello, creemos necesario partir de una lectura decolonial[1] que nos permita entender
el cristianismo, no únicamente como una religión nueva, sino como una
narrativa teológica imperial que buscaba moldear nuestras instituciones, así
como también silenciar los modos propios de
conocer y entender el mundo. El cristianismo que llega a nuestras
tierras se presenta entonces como una teología hegemónica que creía ser única
y verdadera, desde donde emanaba y se fundaba toda la civilización
occidental. Como dice Aníbal Quijano (2008, 777-832), los europeos forzaron a
los colonizados a aprender la cultura dominante con el fin de que se
transformaran en instrumentos para reproducir la dominación, ya sea en el
campo de la tecnología, la actividad material y en la subjetividad, cuyo
fundamento se basaba en la religiosidad judeo-cristiana. Es por esa razón
que, como señala Michelle González (2012, 151), la teología cristiana resulta
insuficiente para poder describir y entender los universos religiosos de
América Latina, ya que estos se nutren de otras fuentes y tradiciones
religiosas. Es en base a estos argumentos que necesitamos cambiar nuestra
epistemología teológica, priorizando las experiencias religiosas que se
construyeron desde los márgenes de nuestras sociedades por diversos actores
sociales que trasgredieron y desafiaron el pensamiento cristiano hegemónico
que nos fue impuesto buscando exorcizar nuestros temores y miedos, para
asumir la pérdida y ausencia, reconfigurar nuestros patrones socio-culturales
y caminar hacia adelante. México
prehispánico Vamos a explorar la concepción
de la muerte que tenían los mexicas[2] con el fin de preguntarnos
¿cómo concebían su destino después de la muerte? ¿Tenían un cielo y un
infierno como los cristianos? ¿Temían a la muerte más que a la vida? ¿Cuál
era la relación entre la vida y la muerte? Encontramos en los manuscritos náhuatl, sintetizados
por Miguel León-Portilla, una afirmación inicial de la muerte como algo
inevitable: Muy cierto es: de verdad nos vamos, de verdad nos
vamos; dejamos las flores y los cantos y la tierra. ¡Es verdad que nos vamos, es verdad que nos vamos! (León-Portilla 1983, 2010) Y en seguida, ante este hecho inevitable de la
muerte surge la inquietud y la duda: ¿A dónde vamos, ay, a dónde vamos? ¿Estamos allá muertos, o vivimos aún? ¿otra vez viene allí el existir? ¿otra vez el gozar del Dador de la vida? (León-Portilla 1983, 2010) Ahora bien, desde épocas muy tempranas la
Arqueología ha encontrado un número importante de manifestaciones
relacionadas con la muerte, donde se encuentran variaciones locales y
regionales entre los diversos grupos étnicos. En todo el territorio mexicano
y mesoamericano se han hallado vestigios variados vinculados con la muerte.
Nuestra labor se concentrará en precisar algunos elementos comunes que
encontramos en ellos y que difieren del cristianismo. Debido a que estas sociedades eran básicamente
agrarias, la construcción de sus saberes y epistemologías se basaba en la
observación de la naturaleza y del cosmos. Ellos veían que el sol salía cada
mañana “para combatir al enemigo”, representado por los astros nocturnos. A
su vez, era la tierra la matriz donde se colocaba el grano de maíz para que
naciera. Los cambios climáticos permitían que las plantas nacieran, crecieran
y dieran sus frutos y se secaran también cuando no había lluvias. Estos
ciclos repetitivos en la naturaleza y el cosmos les ayudaron a establecer que
la dualidad, más que ser antagónica, era complementaria y cíclica entre la
vida y la muerte. Y esto los llevó a establecer los ritos funerarios, no como
un culto a la muerte, sino más bien como “el culto a la vida … a través de la
muerte” (Matos Montezuma 2009, 23). Como confirma
el investigador León-Portillo (2009, 45), la vida para los mexicas era un
eterno renacer: “en la mentalidad náhuatl afloró la idea de que a la muerte
podía seguir un renacer”. Una segunda particularidad, es que, a diferencia del
cristianismo, según el cual el destino del muerto está determinado por un
aspecto moral, si te portas bien vas al cielo y si pecas vas al infierno, lo
que definía el destino del mexica después de la muerte era la manera en la
que este moría.[3] Por ejemplo, los guerreros
muertos en batalla estarían en una llanura y acompañarían al sol desde el
Oriente hasta el Cenit, para finalmente convertirse en colibríes. Por su
parte, las mujeres muertas en el momento de dar a luz eran vistas de manera
igual que los guerreros muertos en batalla, debido a que el mismo parto era
considerado como una batalla. Así estas mujeres acompañaban al sol desde el
mediodía hasta el atardecer, pues el poniente –por donde se oculta el sol–
era considerado el rumbo femenino del universo. Por lo tanto, tanto los guerreros cuanto las mujeres muertas en el parto
eran los únicos a quienes les esperaba una especie de trascendencia (Matos Montezuma 2009, 14-15). Y así, sucesivamente con los
demás, el destino estaba ligado a la manera o circunstancia en la que morían.
Una tercera
particularidad es que, para los mayas, así como para los mexicas y náhuatl,
existían relaciones recíprocas entre los vivos y los muertos, relaciones que
se ponían de manifiesto en las celebraciones y festividades. Como señala el
antropólogo Claudio Lomnitz (2006, 152): los mayas de Chiapas y
Guatemala creían (y muchos siguen creyendo), que sus antepasados participaban
profunda y directamente en la reproducción y la salud de la familia y la
comunidad; y que tenían algo que ver con el éxito de la cosecha y con la
lucha en contra de la enfermedad. Estas creencias se representaban en todo el
sistema ritual de los mayas, desde sus ceremonias agrícolas hasta sus
prácticas funerarias. Esto también ocurre en
Sudamérica entre los aymara, para
quienes “las almas de los muertos vuelven, fortalecen a los vivos (esto se
exterioriza en la fiesta de todos los santos, el 1 de noviembre), y son
absorbidas por las de los difuntos (2 de noviembre)” (Croatto
2002, 381). Estas tres creencias generales perviven hasta el día de hoy, muy
a pesar de que con la colonización española ocurrió una progresiva y violenta
imposición de una nueva cosmovisión que alcanzó también las costumbres
funerarias, catalogando estas creencias indígenas como supersticiones
infantiles e idolatrías que diferían de la correcta doctrina cristiana. México colonial Pero el período colonial no solo se redujo a ser una
acción militar, sino que también se tornó en una imposición del modo de
pensar y actuar en la sociedad, donde las ideas y prácticas religiosas jugaron
un papel importante en domesticar las mentes de los colonizados y también de
sus cuerpos a través del ritual. La historiadora peruana Gabriela Ramos
(2010, 17) cree que, ligado al tema de la muerte, la cristianización de los
Andes fue fundamental para la conversión de las poblaciones andinas al
catolicismo. De allí que la administración de la muerte por parte de la
Iglesia determinó, desde los inicios de la Conquista, los ritos funerarios y
los lugares de entierro, así como también las ideas religiosas sobre lo que
ocurría con el cuerpo y el alma tras la muerte. En el caso de Perú, Ramos
(2010, 110-111) señala que el castigo físico era utilizado como instrumento
pedagógico, apoyándose en la idea de la escasa capacidad de los indios para
comprender los efectos negativos que el mal operaba sobre el alma; y para la
expiación de los pecados, aspectos indispensables del ritual católico de la
muerte. La implantación de la doctrina del purgatorio
jugó un papel principal en la administración de la muerte implementando una
serie de costumbres funerarias que inició con el Día de las Ánimas (o
Difuntos) y el Día de todos los Santos, festividades en las cuales se buscaba
“administrar” la relación entre vivos y muertos a través de la ortodoxia
católica y tener un control, no solo de los
vivos, sino también de los muertos.[4] Al respecto es importante lo que señala Lomnitz (2006, 100): La adopción de la doctrina del purgatorio dio a la
Iglesia un dominio desmesurado sobre la muerte y los muertos, puesto que los
sufragios que beneficiaban a las almas que sufrían en el purgatorio –las
misas y oraciones, las limosnas y la disciplina corporal– sólo podían ser
eficaces si eran sancionados por la Iglesia y, por lo tanto, administrado por
los sacerdotes. Frecuentemente, los sufragios por los muertos incluían pagos;
por lo tanto, la intercesión era una fuente de ingresos para la Iglesia, desde
la compra de velas, los pagos por las misas y servicios funerarios, pasando
por la procuración de indulgencias papales. Finalmente, el monopolio efectivo
de la Iglesia sobre el alivio del sufrimiento de las almas se reflejó en su
dominio sobre lo que se consideraba la buena muerte y sobre los cuerpos de
los muertos. Día de Muertos La abundancia de descripciones del Día de Muertos en
México durante el período moderno pone en evidencia cómo estas ideas,
creencias y prácticas se entremezclaron y fusionaron. Sin embargo, nos
percatamos de que las celebraciones actuales conservan mucha de la influencia
prehispánica del culto a los muertos. El Día de Muertos es una de las fiestas
más populares en México. Como subraya Octavio Paz: “Adornamos nuestras casas
con cráneos, comemos el Día de los Difuntos panes que fingen huesos y nos
divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona” (2020,
69). Ahora bien,
esta celebración adquiere formas particulares dependiendo de las costumbres
familiares, regionales, zonas rurales y citadinas. En el Estado de Michoacán
las ceremonias más importantes son las de los indios purépechas, del famoso
lago de Pátzcuaro, especialmente en la isla de Janitzio; igualmente
importantes son las ceremonias que se hacen en poblados del Istmo de
Tehuantepec, Oaxaca, en Cuetzalan, Puebla, y en San
Andrés de Mixquic, un pequeño pueblo en el estado de México. Sin embargo, hay
ciertos patrones comunes que buscaremos describir. En la noche entre el 1 y 2 de noviembre se suspenden
en México casi todas las actividades públicas y cotidianas, se decoran los
espacios íntimos de los hogares con altares y el cementerio adquiere una
actividad inusual. Las flores de cempasúchitl
inundan con su aroma y sus colores, los papeles de colores rompen la
monotonía de la descolorida cotidianidad y las velas iluminan el camino de
vivos y muertos haciendo de estas noches un espacio mágico de encuentro. El
rumor de Padrenuestros y Avemarías rompen el silencio de las noches frías del
mes de noviembre.Las calaveras
de azúcar, el pan de muerto y los fuegos artificiales amenizan las noches. A
medianoche la comida y la bebida son infaltables. Se bebe en abundancia y la
gente se confunden en abrazos, recuerdos y encuentros. Una característica
peculiar es que el Día de Muertos, si bien tiene una expresión pública
estimulada por los políticos y gobiernos locales para el incremento del
turismo, es esencialmente una fiesta privada y familiar. Si nos acercamos y observamos por la ventana de las
casas en los últimos días de octubre, vemos cómo en los hogares se empiezan a
construir altares, generalmente en la sala o en la entrada de la casa. Estos
altares tienen siete escalones que representan los niveles que tiene que
pasar el alma de un muerto para descansar, según nos dice Don Paco, una
persona mayor originaria de Puebla. En los escalones encontramos ubicados
iconos, como imágenes de santos, Nuestra Señora de Guadalupe, cruces,
rosarios, vasos de agua, calaveras de azúcar, sal, platos de comida y frutas
preferidas del difunto/a, pan de muerto, y fotos del difunto/a a quien se dedica el altar. Doña Fidencia,
asidua participante de estas celebraciones, me explicaba que el vaso de agua
está destinado a calmar la sed de las ánimas que vienen cansadas de tan largo
viaje. Los pétalos amarillo ceniza del cempasúchitl
trazan una vereda desde la calle hasta el altar, y con las veladoras
iluminan el camino de los parientes fallecidos que regresan como ánimas. Doña
Justina, en cambio, me mostraba las calaveras de azúcar y de chocolate para
endulzar la alegría del encuentro y la celebración que canta la canción
popular de los niños: “Las calaveras salen de su tumba / Tumbalacatumba,
lacatumba la”. Cuando le pregunté a Juan, un joven que conocí en
Coyoacán, sobre las comidas que preparan al difunto, me compartía que después
de esos días, los alimentos pierden su sabor, su olor y su sustancia, hechos
que confirman que han sido degustadas por las ánimas. Se dice también que el cocolli era un pan de ofrenda sagrada, pan
de maíz amarillo como la piel apergaminada del Xipe
Tótec, pan que auguraba la muerte de la
naturaleza y que podría ser el origen de lo que hoy en día es el pan de
muertos. El repique de campanas, la quema de copal (resina
aromática vegetal), los fuegos artificiales, la chispita para asustar a los
distraídos, el papel picado y los corridos (género musical propio mexicano)
anuncian la interrupción del tiempo profano de sudor y de lágrimas y se
inicia el tiempo sagrado de flor y canto, en que los difuntos regresan
a la tierra para pasar unos días con sus parientes. Durante este tiempo todo
se impregna de afecto y gratitud hacia los familiares y seres queridos que
nos han precedido en el sueño eterno. Se recibe a los difuntos con alegría en
un ambiente de fiesta y convivencia, el temor está ausente, la alegría se
contagia compartiendo platos típicos y bebiendo pulque, mezcal o tequila. En
las pláticas familiares los muertos cobran vida en los recuerdos: se evocan
los gustos, cualidades, defectos y chistes del fallecido. También se reza, no
por las almas de los muertos, sino que se dialoga con ellos contándoles sus
problemas, dificultades y preocupaciones, pidiéndoles consejo y ayuda para
sobrellevarlos. Cada
familia, de acuerdo con sus posibilidades económicas, celebra de
manera particular este encuentro y diálogo con sus familiares fallecidos. Después de este tiempo íntimo y familiar, en los
días siguientes, algunos ofrecen misas en las parroquias locales mientras
otros acompañan al difunto al cementerio para su regreso al lugar de los
muertos en que estaba. En el cementerio se limpian y adornan las tumbas con
veladoras, flores y comida, y hasta Coca Cola. De acuerdo con la
capacidad económica, algunos contratan mariachis o grupos tropicales para
alegrar a los difuntos en su retorno. Durante el trayecto al panteón se
canta, bebe y hacen bromas hasta llegar y, con cubetas y escobas, limpiar las
tumbas correspondientes, hombres, mujeres y niños. Escucho en una radio de
transistores la melodía La Llorona, que nos despide y anuncia el retorno
al mundo cotidiano: “No sé qué tienen las flores, llorona, las flores del
Camposanto. Qué cuando las mueve el viento, llorona, parece que están
llorando”. Es así como en medio de una gran solemnidad, pero
también de alegría, es que se festeja el Día de los Muertos en México. Como
señala Octavio Paz: “Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones
populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta
porque «la vida nos ha curado de espanto»” (2020, 68). En una sociedad como la mexicana, donde la muerte es
tan cotidiana (veintitrés mil homicidios al año según el Instituto de
Estadística y Geografía), a la muerte no solo se le “frecuenta y acaricia
(sino que) se duerme con ella, se la festeja, (porque) es uno de sus juguetes
favoritos y su amor es más permanente” (Paz 2020, 52). Y esto también se
refleja en la variedad de nombres que la gente de a pie le da a la muerte,
llamándola la pelona, la chingada, la flaca, la pálida, la huesuda, la
blanca, la llorona, la calaca, la dama de la Guadaña, la tía, etc.; y tenemos
a su vez la iconografía variada de la Katrina (calavera con ropa elegante), y el culto original
a la Santa Muerte, que nos
confirman el papel importante de la muerte en la cultura popular mexicana. A modo de
conclusión La Escatología es la disciplina dentro de la
Teología que estudia la doctrina de las “cosas últimas” e incluye conceptos
asociados con la vida después de la muerte, tales como el cielo y el
infierno, la inmortalidad, la resurrección, el juicio final, etc. La
Escatología refleja, pues, nuestra interpretación bíblica, nuestros juicios y
valores, así como nuestra cosmovisión y cultura. A través del presente ensayo
hemos podido apreciar cómo la celebración del Día de Muertos en México aparece
como algo distinto a la vida cotidiana. Si bien el cristianismo colonial
buscó revertir las escatologías prehispánicas a través del castigo, control y
administración del ritual fúnebre, esto no fue posible, sino todo lo
contrario. Y esto lo comprobamos al ver la celebración de la festividad hoy
en día como un irracional impulso a la trasgresión, no solo de la
“ortodoxia” cristiana colonial, sino también una ruptura con el mundo
cotidiano. Y decimos ruptura con el mundo
cotidiano porque vemos que éste es regido por horarios, normas y tareas,
mientras que el mundo de la fiesta se torna un mundo de rupturas y aun de
profanaciones. Roger Caillois, estudioso de los
universos religiosos, manifiesta que “no hay festividad, aún en ocasiones
tristes, que las festividades no impliquen al menos una tendencia al exceso”
(2013, 102). En el Día de Muertos, el día regular y cotidiano se detiene
tornándose un espacio donde la experiencia religiosa es seducida por el
sinsentido de poder ver y comer con nuestros familiares fallecidos. Donde el
placer y la alegría reinan y los muertos no son recibidos con angustia, con
pena o con llanto. La festividad es comunitaria y voluntaria, tornándose
frenética y nocturna. La quietud del cuerpo pío se contornea al son de la
música, el pulque, “bebida de la inmortalidad”, y rompe con irreverencia el
tedio del mundo cotidiano. Extraño mundo para quienes la muerte “es la
palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios”; un mundo libre de
angustia, donde los vivos danzan con los muertos y ambos comen y beben juntos
sin reservas hasta el amanecer. Vemos entonces cómo en esta festividad del Día de
Muertos se modifica el dogma cristiano para dar cabida a una nueva
comprensión escatológica que se fue plasmando y entremezclando con contenidos
y formas prehispánicas y coloniales a través del tiempo, hasta derivar en un
híbrido del cual términos tan vagos como aculturación o sincretismo no dan
cabalidad. Esto nos lleva, en primer lugar, a que revisemos las
epistemologías en las que la Escatología cristiana ha sido construida. Las
estadísticas nos confirman un decrecimiento del cristianismo en Estados
Unidos de Norteamérica y en Europa, a diferencia de su crecimiento en América
Latina, África y Asia. Esto significa que el centro de referencia del
cristianismo ha cambiado, lo que nos lleva a revisar las grandes narrativas
teológicas que heredamos y vivimos, como dice Harvey Cox (2009, 222), en una
época de cristianismo posdogmático. Por lo cual,
debemos despojarnos de repetir viejas fórmulas teológico dogmáticas
confesionales y atrevernos a recuperar una Teología que, como acto segundo,
pone en primer lugar la experiencia y la práctica religiosa de nuestros
pueblos, para que sean éstas el punto de partida de nuestras lecturas
teológicas. Siguiendo la línea de pensamiento de Friedrich Schleiermacher (2008), no podemos encasillar la
experiencia religiosa a un sistema particular de dogmas y doctrinas ajenos a
nuestro contexto cultural e histórico. Muchas de dichas construcciones
teológicas buscaron responder a su experiencia histórica particular,
pero estas no son fórmulas abstractas o grandes narrativas para ser
generalizadas y absolutizadas para medir, juzgar y encasillar todas las
expresiones religiosas. Algunos estudiosos de la religión como Robert Orsi, señalan que “el estudio de la religión vivida se
centra en ver a la religión como una experiencia vivida” (2002, xix). Esta
forma de acercarnos a las prácticas religiosas, que siempre son históricas y
culturales, nos permite concentrarnos para ver qué es lo que la gente hace
con los lenguajes religiosos, cómo los usa, cómo operan en ellos y en sus
mundos cotidianos, y cómo éstos contribuyen a moldear sus luchas. Partir de
las prácticas religiosas y de las comprensiones de nuestros pueblos, que se manifiestan
en formas culturales, debe ser nuestro original punto de partida para
nuestras epistemes teológicas. Bibliografía AA.VV.
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New York: Cambridge University Press. ... Héctor Laporta, Doctor en Teología en Union
Theological Seminary
de Nueva York; Máster en Antropología en la Facultad Latinoamericana de
Ciencias Sociales (FLACSO). Profesor de Teología en el Seminario Báez Camargo
(México) y Vicerrector académico de la Comunidad Teológica de México. hlaporta8@gmail.com Artículo recibido: 26 de agosto de 2021. Artículo aprobado: 11 de
octubre de 2021. |
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