Vida  y

Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

Volumen 41 Número 2  -  Segundo Semestre 2021  -  San José, Costa Rica

La muerte:

Realidad, metáfora y desafío

 

 

 

 

Nuestro encuentro con la muerte

 

HÉCTOR LAPORTA

 

pp. 37-53

 

 

 

Resumen: La experiencia colectiva global de la Pandemia nos ha confrontado con el sentido de la vida, la tragedia y la muerte. ¿Qué podemos decir desde la teología? En el presente ensayo analizamos las ideas y rituales funerarios sobre la muerte en las sociedades pre-hispánicas, durante la Colonia y hoy en día, con la celebración del Día de Muertos en México. Enfocamos este trabajo desde una perspectiva decolonial, intentando desafiar nuestras epistemologías teológicas.

Palabras claves: muerte, teología y cultura, pensamiento decolonial, Día de Muertos.

Abstract: The global collective experience of the Pandemic has confronted us with the meaning of life, tragedy and death. What can we say from Theology? In this Essay we analyze funeral ideas and rituals about death in pre-Hispanic societies, during the Colony and today, with the celebration of the Day of the Dead in Mexico. We approach this work from a decolonial perspective, attempting to challenge our theological epistemologies.

Keywords: death, theology and culture, decolonial thought, Day of the Dead.

 

 

 

Héctor Laporta

Nuestro encuentro con la muerte

En esta pandemia muchos se nos fueron. La Organización Mundial de la Salud estima que el número real de muertes por Coronavirus es dos o tres veces superior a los 3,4 millones de fallecimientos notificados, según explica el informe sobre Estadísticas Sanitarias Mundiales de 2021. Es decir, la cifra real de personas fallecidas podría rondar entre los seis a diez millones de personas. Esta experiencia colectiva a nivel de aldea global de perder familiares, amigos, colegas nos hace preguntarnos sobre el sentido de la vida y consecuentemente de la tragedia, el sufrimiento y la muerte.

¿Qué es la muerte? ¿Cómo entender la muerte desde un punto de vista teológico? ¿Qué rituales se practican? Todas estas preguntas vienen a nuestra mente buscando hallar una explicación que nos ayude a redimir nuestros miedos y temores frente a lo desconocido. Para entender esto, nos remontamos a la historia, donde nos encontramos con las excavaciones en Qafzeh y Skhul, donde se hallaron una treintena de sepulturas conteniendo “cuerpos tumbados en su mayor parte sobre un costado, con las piernas flexionadas, cubiertos de ocre” (Lenoir 2018, 20), conjuntamente con osamentas de animales y objetos rituales. Estas tumbas, de más de cien mil años de antigüedad, van a ser las primeras expresiones de religiosidad humana. En otras palabras, las primeras ideas y prácticas religiosas surgen en torno a la muerte. Esto se confirma al encontrar en casi todas las religiones del mundo, antiguas o modernas, que muchas de ellas buscan la manera de encontrar un sentido de trascendencia para el ser humano, incluyendo el cristianismo (cf. 1 Corintios 15,14).

Lo que varía, sin embargo, son las actitudes y las explicaciones que en una cultura se dan, respecto a lo que ocurre con las personas una vez que han traspuesto el umbral entre la vida y la muerte. En la sociedad moderna, la muerte es vista como un tabú, debido a los desarrollos biotecnológicos con los que se ha ampliado la expectativa de vida. El desarrollo de la cirugía plástica ha abierto la posibilidad de perpetuar la juventud y la belleza, lo que ha contribuido a banalizar el sentido de la vida y consecuentemente el sentido de la muerte. Sobre todo, en la sociedad occidental, cuya característica principal es la afirmación del individuo y de su autosuficiencia.

En las sociedades latinoamericanas, en cambio, con su pasado indígena y de colonización española, interactuaron diferentes tradiciones y costumbres sobre la vida y la muerte. Si bien, esta interacción de saberes se dio en un contexto de poder, estas convivieron y se fusionaron, mal que bien, dependiendo de los sujetos que tomemos como referencia. La reflexión en torno a la muerte en nuestro contexto nos lleva, entonces, a visualizar estos encuentros y desencuentros de tradiciones y costumbres. Debido a ello, el camino que tomo en este ensayo es el análisis del tema de la muerte y sus rituales en nuestras sociedades prehispánicas y la forma cómo estas se han transformado y recreado en un contexto de colonización, para finalmente considerar cómo hoy en día, estas comprensiones se manifiestan en la celebración actual del Día de Muertos en México.

Para ello, creemos necesario partir de una lectura decolonial[1] que nos permita entender el cristianismo, no únicamente como una religión nueva, sino como una narrativa teológica imperial que buscaba moldear nuestras instituciones, así como también silenciar los modos propios de conocer y entender el mundo. El cristianismo que llega a nuestras tierras se presenta entonces como una teología hegemónica que creía ser única y verdadera, desde donde emanaba y se fundaba toda la civilización occidental. Como dice Aníbal Quijano (2008, 777-832), los europeos forzaron a los colonizados a aprender la cultura dominante con el fin de que se transformaran en instrumentos para reproducir la dominación, ya sea en el campo de la tecnología, la actividad material y en la subjetividad, cuyo fundamento se basaba en la religiosidad judeo-cristiana. Es por esa razón que, como señala Michelle González (2012, 151), la teología cristiana resulta insuficiente para poder describir y entender los universos religiosos de América Latina, ya que estos se nutren de otras fuentes y tradiciones religiosas. Es en base a estos argumentos que necesitamos cambiar nuestra epistemología teológica, priorizando las experiencias religiosas que se construyeron desde los márgenes de nuestras sociedades por diversos actores sociales que trasgredieron y desafiaron el pensamiento cristiano hegemónico que nos fue impuesto buscando exorcizar nuestros temores y miedos, para asumir la pérdida y ausencia, reconfigurar nuestros patrones socio-culturales y caminar hacia adelante.

México prehispánico

Vamos a explorar la concepción de la muerte que tenían los mexicas[2] con el fin de preguntarnos ¿cómo concebían su destino después de la muerte? ¿Tenían un cielo y un infierno como los cristianos? ¿Temían a la muerte más que a la vida? ¿Cuál era la relación entre la vida y la muerte?

Encontramos en los manuscritos náhuatl, sintetizados por Miguel León-Portilla, una afirmación inicial de la muerte como algo inevitable:

Muy cierto es: de verdad nos vamos, de verdad nos vamos;

dejamos las flores y los cantos y la tierra.

¡Es verdad que nos vamos, es verdad que nos vamos!

(León-Portilla 1983, 2010)

Y en seguida, ante este hecho inevitable de la muerte surge la inquietud y la duda:

¿A dónde vamos, ay, a dónde vamos?

¿Estamos allá muertos, o vivimos aún?

¿otra vez viene allí el existir?

¿otra vez el gozar del Dador de la vida?

(León-Portilla 1983, 2010)

Ahora bien, desde épocas muy tempranas la Arqueología ha encontrado un número importante de manifestaciones relacionadas con la muerte, donde se encuentran variaciones locales y regionales entre los diversos grupos étnicos. En todo el territorio mexicano y mesoamericano se han hallado vestigios variados vinculados con la muerte. Nuestra labor se concentrará en precisar algunos elementos comunes que encontramos en ellos y que difieren del cristianismo.

Debido a que estas sociedades eran básicamente agrarias, la construcción de sus saberes y epistemologías se basaba en la observación de la naturaleza y del cosmos. Ellos veían que el sol salía cada mañana “para combatir al enemigo”, representado por los astros nocturnos. A su vez, era la tierra la matriz donde se colocaba el grano de maíz para que naciera. Los cambios climáticos permitían que las plantas nacieran, crecieran y dieran sus frutos y se secaran también cuando no había lluvias. Estos ciclos repetitivos en la naturaleza y el cosmos les ayudaron a establecer que la dualidad, más que ser antagónica, era complementaria y cíclica entre la vida y la muerte. Y esto los llevó a establecer los ritos funerarios, no como un culto a la muerte, sino más bien como “el culto a la vida … a través de la muerte” (Matos Montezuma 2009, 23). Como confirma el investigador León-Portillo (2009, 45), la vida para los mexicas era un eterno renacer: “en la mentalidad náhuatl afloró la idea de que a la muerte podía seguir un renacer”.

Una segunda particularidad, es que, a diferencia del cristianismo, según el cual el destino del muerto está determinado por un aspecto moral, si te portas bien vas al cielo y si pecas vas al infierno, lo que definía el destino del mexica después de la muerte era la manera en la que este moría.[3] Por ejemplo, los guerreros muertos en batalla estarían en una llanura y acompañarían al sol desde el Oriente hasta el Cenit, para finalmente convertirse en colibríes. Por su parte, las mujeres muertas en el momento de dar a luz eran vistas de manera igual que los guerreros muertos en batalla, debido a que el mismo parto era considerado como una batalla. Así estas mujeres acompañaban al sol desde el mediodía hasta el atardecer, pues el poniente –por donde se oculta el sol– era considerado el rumbo femenino del universo. Por lo tanto, tanto los guerreros cuanto las mujeres muertas en el parto eran los únicos a quienes les esperaba una especie de trascendencia (Matos Montezuma 2009, 14-15). Y así, sucesivamente con los demás, el destino estaba ligado a la manera o circunstancia en la que morían.

Una tercera particularidad es que, para los mayas, así como para los mexicas y náhuatl, existían relaciones recíprocas entre los vivos y los muertos, relaciones que se ponían de manifiesto en las celebraciones y festividades. Como señala el antropólogo Claudio Lomnitz (2006, 152):

los mayas de Chiapas y Guatemala creían (y muchos siguen creyendo), que sus antepasados participaban profunda y directamente en la reproducción y la salud de la familia y la comunidad; y que tenían algo que ver con el éxito de la cosecha y con la lucha en contra de la enfermedad. Estas creencias se representaban en todo el sistema ritual de los mayas, desde sus ceremonias agrícolas hasta sus prácticas funerarias.

Esto también ocurre en Sudamérica entre los aymara, para quienes “las almas de los muertos vuelven, fortalecen a los vivos (esto se exterioriza en la fiesta de todos los santos, el 1 de noviembre), y son absorbidas por las de los difuntos (2 de noviembre)” (Croatto 2002, 381). Estas tres creencias generales perviven hasta el día de hoy, muy a pesar de que con la colonización española ocurrió una progresiva y violenta imposición de una nueva cosmovisión que alcanzó también las costumbres funerarias, catalogando estas creencias indígenas como supersticiones infantiles e idolatrías que diferían de la correcta doctrina cristiana.

México colonial

Pero el período colonial no solo se redujo a ser una acción militar, sino que también se tornó en una imposición del modo de pensar y actuar en la sociedad, donde las ideas y prácticas religiosas jugaron un papel importante en domesticar las mentes de los colonizados y también de sus cuerpos a través del ritual. La historiadora peruana Gabriela Ramos (2010, 17) cree que, ligado al tema de la muerte, la cristianización de los Andes fue fundamental para la conversión de las poblaciones andinas al catolicismo. De allí que la administración de la muerte por parte de la Iglesia determinó, desde los inicios de la Conquista, los ritos funerarios y los lugares de entierro, así como también las ideas religiosas sobre lo que ocurría con el cuerpo y el alma tras la muerte. En el caso de Perú, Ramos (2010, 110-111) señala que el castigo físico era utilizado como instrumento pedagógico, apoyándose en la idea de la escasa capacidad de los indios para comprender los efectos negativos que el mal operaba sobre el alma; y para la expiación de los pecados, aspectos indispensables del ritual católico de la muerte.

La implantación de la doctrina del purgatorio jugó un papel principal en la administración de la muerte implementando una serie de costumbres funerarias que inició con el Día de las Ánimas (o Difuntos) y el Día de todos los Santos, festividades en las cuales se buscaba “administrar” la relación entre vivos y muertos a través de la ortodoxia católica y tener un control, no solo de los vivos, sino también de los muertos.[4]

Al respecto es importante lo que señala Lomnitz (2006, 100):

La adopción de la doctrina del purgatorio dio a la Iglesia un dominio desmesurado sobre la muerte y los muertos, puesto que los sufragios que beneficiaban a las almas que sufrían en el purgatorio –las misas y oraciones, las limosnas y la disciplina corporal– sólo podían ser eficaces si eran sancionados por la Iglesia y, por lo tanto, administrado por los sacerdotes. Frecuentemente, los sufragios por los muertos incluían pagos; por lo tanto, la intercesión era una fuente de ingresos para la Iglesia, desde la compra de velas, los pagos por las misas y servicios funerarios, pasando por la procuración de indulgencias papales. Finalmente, el monopolio efectivo de la Iglesia sobre el alivio del sufrimiento de las almas se reflejó en su dominio sobre lo que se consideraba la buena muerte y sobre los cuerpos de los muertos.

Día de Muertos

La abundancia de descripciones del Día de Muertos en México durante el período moderno pone en evidencia cómo estas ideas, creencias y prácticas se entremezclaron y fusionaron. Sin embargo, nos percatamos de que las celebraciones actuales conservan mucha de la influencia prehispánica del culto a los muertos. El Día de Muertos es una de las fiestas más populares en México. Como subraya Octavio Paz: “Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el Día de los Difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona” (2020, 69).

Ahora bien, esta celebración adquiere formas particulares dependiendo de las costumbres familiares, regionales, zonas rurales y citadinas. En el Estado de Michoacán las ceremonias más importantes son las de los indios purépechas, del famoso lago de Pátzcuaro, especialmente en la isla de Janitzio; igualmente importantes son las ceremonias que se hacen en poblados del Istmo de Tehuantepec, Oaxaca, en Cuetzalan, Puebla, y en San Andrés de Mixquic, un pequeño pueblo en el estado de México. Sin embargo, hay ciertos patrones comunes que buscaremos describir.

En la noche entre el 1 y 2 de noviembre se suspenden en México casi todas las actividades públicas y cotidianas, se decoran los espacios íntimos de los hogares con altares y el cementerio adquiere una actividad inusual. Las flores de cempasúchitl inundan con su aroma y sus colores, los papeles de colores rompen la monotonía de la descolorida cotidianidad y las velas iluminan el camino de vivos y muertos haciendo de estas noches un espacio mágico de encuentro. El rumor de Padrenuestros y Avemarías rompen el silencio de las noches frías del mes de noviembre.Las calaveras de azúcar, el pan de muerto y los fuegos artificiales amenizan las noches. A medianoche la comida y la bebida son infaltables. Se bebe en abundancia y la gente se confunden en abrazos, recuerdos y encuentros. Una característica peculiar es que el Día de Muertos, si bien tiene una expresión pública estimulada por los políticos y gobiernos locales para el incremento del turismo, es esencialmente una fiesta privada y familiar.

Si nos acercamos y observamos por la ventana de las casas en los últimos días de octubre, vemos cómo en los hogares se empiezan a construir altares, generalmente en la sala o en la entrada de la casa. Estos altares tienen siete escalones que representan los niveles que tiene que pasar el alma de un muerto para descansar, según nos dice Don Paco, una persona mayor originaria de Puebla. En los escalones encontramos ubicados iconos, como imágenes de santos, Nuestra Señora de Guadalupe, cruces, rosarios, vasos de agua, calaveras de azúcar, sal, platos de comida y frutas preferidas del difunto/a, pan de muerto, y fotos del difunto/a a quien se dedica el altar. Doña Fidencia, asidua participante de estas celebraciones, me explicaba que el vaso de agua está destinado a calmar la sed de las ánimas que vienen cansadas de tan largo viaje. Los pétalos amarillo ceniza del cempasúchitl trazan una vereda desde la calle hasta el altar, y con las veladoras iluminan el camino de los parientes fallecidos que regresan como ánimas. Doña Justina, en cambio, me mostraba las calaveras de azúcar y de chocolate para endulzar la alegría del encuentro y la celebración que canta la canción popular de los niños: “Las calaveras salen de su tumba / Tumbalacatumba, lacatumba la”.

Cuando le pregunté a Juan, un joven que conocí en Coyoacán, sobre las comidas que preparan al difunto, me compartía que después de esos días, los alimentos pierden su sabor, su olor y su sustancia, hechos que confirman que han sido degustadas por las ánimas. Se dice también que el cocolli era un pan de ofrenda sagrada, pan de maíz amarillo como la piel apergaminada del Xipe Tótec, pan que auguraba la muerte de la naturaleza y que podría ser el origen de lo que hoy en día es el pan de muertos.

El repique de campanas, la quema de copal (resina aromática vegetal), los fuegos artificiales, la chispita para asustar a los distraídos, el papel picado y los corridos (género musical propio mexicano) anuncian la interrupción del tiempo profano de sudor y de lágrimas y se inicia el tiempo sagrado de flor y canto, en que los difuntos regresan a la tierra para pasar unos días con sus parientes. Durante este tiempo todo se impregna de afecto y gratitud hacia los familiares y seres queridos que nos han precedido en el sueño eterno. Se recibe a los difuntos con alegría en un ambiente de fiesta y convivencia, el temor está ausente, la alegría se contagia compartiendo platos típicos y bebiendo pulque, mezcal o tequila. En las pláticas familiares los muertos cobran vida en los recuerdos: se evocan los gustos, cualidades, defectos y chistes del fallecido. También se reza, no por las almas de los muertos, sino que se dialoga con ellos contándoles sus problemas, dificultades y preocupaciones, pidiéndoles consejo y ayuda para sobrellevarlos. Cada familia, de acuerdo con sus posibilidades económicas, celebra de manera particular este encuentro y diálogo con sus familiares fallecidos.

Después de este tiempo íntimo y familiar, en los días siguientes, algunos ofrecen misas en las parroquias locales mientras otros acompañan al difunto al cementerio para su regreso al lugar de los muertos en que estaba. En el cementerio se limpian y adornan las tumbas con veladoras, flores y comida, y hasta Coca Cola. De acuerdo con la capacidad económica, algunos contratan mariachis o grupos tropicales para alegrar a los difuntos en su retorno. Durante el trayecto al panteón se canta, bebe y hacen bromas hasta llegar y, con cubetas y escobas, limpiar las tumbas correspondientes, hombres, mujeres y niños. Escucho en una radio de transistores la melodía La Llorona, que nos despide y anuncia el retorno al mundo cotidiano: “No sé qué tienen las flores, llorona, las flores del Camposanto. Qué cuando las mueve el viento, llorona, parece que están llorando”.

Es así como en medio de una gran solemnidad, pero también de alegría, es que se festeja el Día de los Muertos en México. Como señala Octavio Paz: “Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque «la vida nos ha curado de espanto»” (2020, 68).

En una sociedad como la mexicana, donde la muerte es tan cotidiana (veintitrés mil homicidios al año según el Instituto de Estadística y Geografía), a la muerte no solo se le “frecuenta y acaricia (sino que) se duerme con ella, se la festeja, (porque) es uno de sus juguetes favoritos y su amor es más permanente” (Paz 2020, 52). Y esto también se refleja en la variedad de nombres que la gente de a pie le da a la muerte, llamándola la pelona, la chingada, la flaca, la pálida, la huesuda, la blanca, la llorona, la calaca, la dama de la Guadaña, la tía, etc.; y tenemos a su vez la iconografía variada de la Katrina (calavera con ropa elegante), y el culto original a la Santa Muerte, que nos confirman el papel importante de la muerte en la cultura popular mexicana.

A modo de conclusión

La Escatología es la disciplina dentro de la Teología que estudia la doctrina de las “cosas últimas” e incluye conceptos asociados con la vida después de la muerte, tales como el cielo y el infierno, la inmortalidad, la resurrección, el juicio final, etc. La Escatología refleja, pues, nuestra interpretación bíblica, nuestros juicios y valores, así como nuestra cosmovisión y cultura. A través del presente ensayo hemos podido apreciar cómo la celebración del Día de Muertos en México aparece como algo distinto a la vida cotidiana. Si bien el cristianismo colonial buscó revertir las escatologías prehispánicas a través del castigo, control y administración del ritual fúnebre, esto no fue posible, sino todo lo contrario. Y esto lo comprobamos al ver la celebración de la festividad hoy en día como un irracional impulso a la trasgresión, no solo de la “ortodoxia” cristiana colonial, sino también una ruptura con el mundo cotidiano.

Y decimos ruptura con el mundo cotidiano porque vemos que éste es regido por horarios, normas y tareas, mientras que el mundo de la fiesta se torna un mundo de rupturas y aun de profanaciones. Roger Caillois, estudioso de los universos religiosos, manifiesta que “no hay festividad, aún en ocasiones tristes, que las festividades no impliquen al menos una tendencia al exceso” (2013, 102). En el Día de Muertos, el día regular y cotidiano se detiene tornándose un espacio donde la experiencia religiosa es seducida por el sinsentido de poder ver y comer con nuestros familiares fallecidos. Donde el placer y la alegría reinan y los muertos no son recibidos con angustia, con pena o con llanto. La festividad es comunitaria y voluntaria, tornándose frenética y nocturna. La quietud del cuerpo pío se contornea al son de la música, el pulque, “bebida de la inmortalidad”, y rompe con irreverencia el tedio del mundo cotidiano. Extraño mundo para quienes la muerte “es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios”; un mundo libre de angustia, donde los vivos danzan con los muertos y ambos comen y beben juntos sin reservas hasta el amanecer.

Vemos entonces cómo en esta festividad del Día de Muertos se modifica el dogma cristiano para dar cabida a una nueva comprensión escatológica que se fue plasmando y entremezclando con contenidos y formas prehispánicas y coloniales a través del tiempo, hasta derivar en un híbrido del cual términos tan vagos como aculturación o sincretismo no dan cabalidad.

Esto nos lleva, en primer lugar, a que revisemos las epistemologías en las que la Escatología cristiana ha sido construida. Las estadísticas nos confirman un decrecimiento del cristianismo en Estados Unidos de Norteamérica y en Europa, a diferencia de su crecimiento en América Latina, África y Asia. Esto significa que el centro de referencia del cristianismo ha cambiado, lo que nos lleva a revisar las grandes narrativas teológicas que heredamos y vivimos, como dice Harvey Cox (2009, 222), en una época de cristianismo posdogmático. Por lo cual, debemos despojarnos de repetir viejas fórmulas teológico dogmáticas confesionales y atrevernos a recuperar una Teología que, como acto segundo, pone en primer lugar la experiencia y la práctica religiosa de nuestros pueblos, para que sean éstas el punto de partida de nuestras lecturas teológicas.

Siguiendo la línea de pensamiento de Friedrich Schleiermacher (2008), no podemos encasillar la experiencia religiosa a un sistema particular de dogmas y doctrinas ajenos a nuestro contexto cultural e histórico. Muchas de dichas construcciones teológicas buscaron responder a su experiencia histórica particular, pero estas no son fórmulas abstractas o grandes narrativas para ser generalizadas y absolutizadas para medir, juzgar y encasillar todas las expresiones religiosas. Algunos estudiosos de la religión como Robert Orsi, señalan que “el estudio de la religión vivida se centra en ver a la religión como una experiencia vivida” (2002, xix). Esta forma de acercarnos a las prácticas religiosas, que siempre son históricas y culturales, nos permite concentrarnos para ver qué es lo que la gente hace con los lenguajes religiosos, cómo los usa, cómo operan en ellos y en sus mundos cotidianos, y cómo éstos contribuyen a moldear sus luchas. Partir de las prácticas religiosas y de las comprensiones de nuestros pueblos, que se manifiestan en formas culturales, debe ser nuestro original punto de partida para nuestras epistemes teológicas.

Bibliografía

AA.VV. «Muerte Azteca-Mexica – Renacer de los dioses y hombres». Revista Artes de México 62 (2011).

Caillois, Roger. 2013. El hombre y lo sagrado. México: Fondo de Cultura Económica.

Cox, Harvey. 2009. The Future of Faith. New York: Harpers Collins Publishers.

Croatto, José Severino. 2002.Experiencia de lo sagrado. Estudio de fenomenología de la religión. Estella (Navarra): Verbo Divino.

González, Michelle. «If it is not catholic, is it popular Catholicism? Evil Eye, Espiritismo and Santería: Latina/o Religion within Latino/o Theology». En Mendieta Isasi-Diaz, ed. Decolonizing Epistemologies - Latina/o Theology and Philosophy. New York: Fordham University Press, 2012.

Isasi-Diaz, Mendieta, eds. 2012. Decolonizing Epistemologies - Latina/o Theology and Philosophy. New York: Fordham University Press.

Le Goff, Jacques. 1984. The birth of Purgatory. Chicago: University of Chicago Press.

Lenoir, Fréderic. 2018. Breve tratado de historia de las religiones. Barcelona: Herder.

León-Portilla, Miguel. 1983. La Filosofía Náhuatl. México: Universidad Autónoma de México.

Lomnitz, Claudio. 2006. Idea de la Muerte en México. México: Fondo de Cultura Económica.

Matos Montezuma, Eduardo. «El umbral de la muerte…y de la vida». Revista Artes de México 96 (2009): 9-23.

Moraña, Mabel, Enrique Dussel y Carlos A. Jáuregui, eds. 2008. Coloniality at Large – Latin America and the Postcolonial Debate. Durham: Duke University Press.

Orsi, Robert. 2002. The Madonna of 115th Street. New Haven: Yale University Press.

Paz, Octavio. 2020. El laberinto de la Soledad. México: Fondo de Cultura Económica.

Quijano, Aníbal. «Coloniality and Eurocentrism». En Mabel Moraña, Enrique Dussel y Carlos A. Jáuregui, eds. Coloniality at Large: Latin America and the Postcolonial Debate. Durham: Duke University Press, 2008.

Quijano, Aníbal. 2018. Cuestiones y Horizontes – Antología Esencial. México: Cideci.

Ramos, Gabriela. 2010. Muerte y Conversión en los Andes. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.

Schleiermacher, Friedrich. 2008. On religion. New York: Cambridge University Press.

...

Héctor Laporta, Doctor en Teología en Union Theological Seminary de Nueva York; Máster en Antropología en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Profesor de Teología en el Seminario Báez Camargo (México) y Vicerrector académico de la Comunidad Teológica de México.

hlaporta8@gmail.com

Artículo recibido: 26 de agosto de 2021.

Artículo aprobado: 11 de octubre de 2021.

 

 

 



[1] Siguiendo a Quijano (2018: 777-832) entendemos por lectura decolonial como un pensamiento que permite encontrar sentido a una heterogeneidad de experiencias intelectuales, políticas y estéticas que aspiran a comprenderse en un periodo cuyo imaginario histórico fue aplanado por el eurocentrismo, en un proceso de control que emergió con el capitalismo colonial global.

 

[2] Los historiadores nos señalan que los habitantes de México-Tenochtitlan se llamaban así mismos mexicas, por esa razón los llamamos como ellos se denominaban. Y consideramos el término azteca como sinónimo. Existen muchas similitudes entre los mexicas y aztecas con los nahuas; cuando esto sea así lo precisaremos.

 

[3] En cuanto a la idea del destino después de la muerte, que no es determinado por sus acciones sino ligado a la forma y tiempo de muerte del ser humano, es una idea que era similar entre los nahuas (León-Portilla 2009, 47).

 

[4] Estas ideas religiosas del purgatorio giraron en los primeros siglos y se consolidaron en la Edad Media para explicar lo que sucedía entre la muerte del individuo y el Juicio Final. Ideas que fueron creciendo hasta que en el siglo XII el purgatorio se instaló con fuerza en todo en el cristianismo de Occidente (cf. Le Goff 1984).