Vida  y

Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

Volumen 41 Número 2  -  Segundo Semestre 2021  -  San José, Costa Rica

La muerte:

Realidad, metáfora y desafío

 

 

 

 

¿Adónde va la vida? (Qo 3,18-21)

 

HANZEL JOSÉ ZÚÑIGA VALERIO

 

pp. 55-72

 

 

 

Resumen: El libro del Eclesiastés o Qohélet es, posiblemente, el texto más “escandaloso” del Antiguo Testamento (Ravasi). La puesta en duda de la tradición sapiencial de Israel es radical en este breve escrito que recoge las corrientes helenistas de su época y las pone a dialogar con el mundo semita del Cercano Oriente Antiguo. El presente artículo analiza la condición humana de finitud y limitación planteada en Qo 3,18-21 que pone en entredicho las esperanzas futuras post mortem para centrarse en el valor de la vida presente. La muerte, para el libro del Eclesiastés, es un alegato vital y una meta que se construye en la plenitud de cada historia humana.

Palabras claves: Eclesiastés, vida, muerte, plenitud, espíritu de vida, antropología bíblica.

Abstract: The book of Ecclesiastes or Qohelet is possibly the most “scandalous” text of the Old Testament (Ravasi). In this writing, the evident questioning of the sapiential tradition of Israel gathers the Hellenistic tendencies of its time within a dialogue with the Ancient Near East’s Semitic world. Our purpose is to analyze the human condition of finiteness and limitation in Qo 3,18-21 which interrogates future hopes, but focuses the value of life in the present. Death, for the book of Ecclesiastes, is a plea for life and a goal that is constructed in the fullness of every human history.

Keywords: Ecclesiastes, life, death, fullness, spirit of life, biblical anthropology.

 

 

 

Hanzel José Zúñiga Valerio

¿Adónde va la vida? (Qo 3,18-21)

Consideraciones previas

“[S]i diferentes seres tuvieran un destino diferente en la muerte, ella podría ser algo más que un absurdo. Pero esta posibilidad es dejada de lado: la muerte sigue siendo un absurdo para él”[1]. De esta manera, Michael V. Fox pone en diálogo los conceptos hebel en el Qohélet y “absurdo” en la obra La peste de Albert Camus (1947) pues, como ejemplificación final del sinsentido, el destino común compartido para ambos autores es la muerte. No solo se trata de una realidad que equipara personas, sino también, según la fina ironía del Eclesiastés, que equipara a todos los seres vivos. La finitud de la existencia es uno de los pocos “absolutos” para el Qohélet. Así como el Deus absconditus que orienta la historia sin que nadie pueda entenderle, también la muerte es segura pero incomprensible. El ser humano, siguiendo esta lógica, no debería buscar más sentido a su final que el que la vida misma le pueda otorgar.

En el presente estudio, analizaremos un texto “controversial”, así como asombroso, del libro del Eclesiastés. En uno de sus soliloquios, el autor reflexiona para sí sobre el destino del ser humano tras la muerte y presenta una respuesta cargada de sarcasmo. El uso de imágenes está en función de su elucubración: ¿En qué se diferencia el ser humano de los animales? La muerte es igual para ambos ya que sus respectivos “espíritus” no parecen ir a lugares distintos. Entonces, ¿todo acaba con la muerte o, más bien, es la misma muerte la que puede propulsar la búsqueda de un sentido individual para disfrutar de la vida? Para responder a estos interrogantes, que son a su vez insinuaciones, nos detendremos en Qo 3,18-21 con el fin de traducir el planteamiento del autor y extraer de allí propuestas alternativas para un presente marcado por la incertidumbre de la enfermedad y de la muerte.

Vivir en “tiempos de pandemia” se ha convertido en un eslogan publicitario. No obstante, es certero afirmar que, para muchas personas, la propagación de un virus, más que permitirles “vivir”, les ha obligado a “sobrevivir”. Previo al desastre que ha supuesto el contagio acelerado de la COVID-19, las condiciones de vida en distintas partes del mundo estaban ya amenazadas por otras formas de muerte: hambre, empobrecimiento, violencia estructural e individualizada, entre muchas otras expresiones de marginación. En este sentido, la expansión de la citada enfermedad ha recrudecido dichas condiciones de exclusión y ha acentuado las desigualdades entre los grupos humanos. Se trata de una “nueva normalidad”, pero que no tiene nada de novedoso: “¿y aquellos que tienen que trabajar fuera de casa, en las fábricas y en el campo, en tiendas, en hospitales y en el transporte público? Hay muchas cosas que tienen lugar en el inseguro exterior para que otros puedan sobrevivir en su cuarentena privada (Žižek 2020, 34). Lo único nuevo que encontramos acá es que la barbarie social se ha transformado, usando palabras de Slavoj Žižek, en una “barbarie con rostro humano” donde son discutidos los dilemas existenciales de siempre: el lugar del ser humano en el mundo, el provecho de su trabajo, el sentido de su vida y de su muerte… “Nada nuevo hay bajo el sol” (Qo 1,9)[2].

Una “peste” puede traer a la superficie una reflexión ignorada sobre viejos interrogantes. Así como la historia del ser humano ha estado marcada por la enfermedad, así también ella ha sido motor de transformaciones y de nuevos dilemas (Delumeau 2019, 125s). No pensamos solo en el mal físico de la degeneración corporal, sino también en el sufrimiento psicológico. No se trata solo del aislamiento por temor al contagio, sino también de la soledad que conlleva dicho temor. No es solamente la separación que la muerte trae consigo, sino también el sufrimiento colectivo que deja tras su paso. Un pequeño organismo parasitario puede hacernos sentir solos, pero también puede estrecharnos en un sentimiento general. Así lo planteaba Camus: “un sentimiento tan individual como el de la separación de un ser amado se convirtió, de repente, desde las primeras semanas, en el de todo un pueblo y, con el miedo, el sufrimiento principal de este largo tiempo de exilio”[3].

Barbarie social, soledad existencial, enfermedad y muerte. Todos estos elementos nos separan en la actualidad, pero también nos vinculan en la humanidad. Según el autor del Eclesiastés, la muerte, que es ruptura y vínculo, también nos propulsa a pensar en el valor de la vida, una vida decente y festiva, aun en medio de la incertidumbre. Veamos esta idea directamente plasmada en el texto.

Notas textuales a Qo 3,18-21

La perícopa en cuestión puede ser traducida de la siguiente manera:

18Reflexioné en mi corazón sobre la conducta de los hijos de Adán: aunque Dios los ha creado, les hace ver que son como bestias, 19ya que los hijos de Adán y la bestia comparten el mismo destino: mueren unos como muere la otra, porque todos tienen el mismo espíritu. La superioridad del ser humano sobre la bestia es nula, ya que todo es vanidad. 20Todos caminan al mismo lugar, todos surgen del polvo y todos vuelven al polvo.21¿Quién puede decir si el espíritu de los hijos de Adán asciende hacia arriba y el espíritu de la bestia desciende hacia abajo, a la tierra?

Debemos detenernos en el verbo ʼamar en su forma regular qal. El verbo “decir”, en este caso “dije en mi corazón”, que hemos traducido “reflexioné” muestra un rasgo característico de la obra. Eclesiastés evidencia, mediante el uso sistemático del “yo” individual, la influencia del pensamiento helenista y atestigua la emancipación del sujeto. La primera persona singular, a diferencia del característico uso de la tercera persona en las obras narrativas, es para él la instancia suprema de percepción (Buehlmann 2009, 632). Esto nos invita a entender todo el libro como un diario de reflexión personal más que como un manual de sabiduría. Lo que ha pensado sobre la conducta de los “hijos de Adán” lo ha hecho en su “corazón”. De la misma forma, nuestro autor “piensa-para-sí” la evidencia final que “les hace ver” (traducido en voz pasiva): la recitación del primer verbo “reflexioné” influye sobre el otro verbo “les hace ver” como una competencia interna del soliloquio.

Las diferencias ortográficas que presenta el verbo bārar (“probar”) hacen que pueda ser leído también como bārāʼ (“crear”) en otros testimonios textuales (LXX, Vulgata, Targum, Siríaca). Nosotros nos decantamos por la segunda lectura. La idea de que Dios ha “probado” a las personas es extraña al contexto[4]. Más bien, Qohélet subraya que el destino humano se encuentra en el mismo sitio que los demás animales (Goldmann 2004, 77). Esto es más evidente con el cierre del versículo que emplea una triple repetición del pronombre הֵם (tercera persona masculina plural, “ellos”). La consciencia de las limitaciones está claramente subrayada: es imposible escaparse de la muerte tanto para humanos como para las demás bestias. Por eso, aunque no lo hemos hecho en nuestra traducción, el reiterativo “ellos” debería ser acentuado así: “les hace ver que ellos son como bestias”.

Una palabra, en particular, nos llama la atención en el v. 19. Se trata del sustantivo masculino māwet (que aparece en estado constructo con una preposición kemôt) derivado de la raíz verbal mût, “morir”. El sustantivo “muerte” tiene un amplio espectro semántico en la Biblia Hebrea que va desde “defunción” hasta la “mortandad” y el “asesinato” (Alonso Schökel 1999, 414). No obstante, el uso del verbo “morir” en el contexto veterotestamentario es referido, preferentemente, al ser humano. Esto es una particularidad importante. Pocas veces se emplea para designar la muerte animal o vegetal. En el libro del Eclesiastés esta raíz es empleada doce veces aludiendo (1) al destino final de todo ser vivo, difiriendo un poco con respecto al resto de la Biblia Hebrea, (2) a los muertos que no saben nada como tales y (3) al día de la muerte. Sin embargo, así como en el resto del Antiguo Testamento, no encontramos en el Qohélet un empleo teológico especial para la muerte, ni podemos entablar una diferencia entre los ámbitos sagrado-profano referidos a este concepto (Gerleman 1978, 1217-1221). La vida humana que surgió del “aliento” divino (Qohélet emplea “espíritu”, como veremos más adelante) se extingue ahora y da pie a la inversión del acto creador (März 2011, 1114).

En el v. 20 tenemos una explicitación del “camino” del ser humano. El uso de los verbos “caminar” (hālak), “volver” (šûb) y “ser” (hāyāh), los dos primeros como participios y el tercero en su forma regular qal, nos dirigen hacia la plastificación de lo efímero de la vida: el polvo (āfār). Se trata de una alusión directa a la creación del ser humano que termina nuevamente en el barro porque no hay esperanza después de la muerte para “nadie” (“todos” -kôl- se usa tres veces).

La pregunta retórica con la que cierra la perícopa en el v. 21 se infiere (Seow 1997, 168). Aunque algunos comentadores (Gordis 1968, 238) consideren que el interrogativo corresponda a una corrección de los masoretas, es evidente que la ironía del autor está presente para cerrar su reflexión interna. El movimiento ir-venir se hace presente en la pregunta irónica que el lector debe deducir: ninguno de los dos espíritus, ni el de la persona, ni el de la bestia, ascienden a ninguna parte.

En lo que se refiere al contexto inmediato, Qo 3,18-21 forma parte de una amplia sección de reflexiones sobre el esfuerzo humano que inició en Qo 3,9 con otra pregunta retórica: “¿Qué gana el hombre que trabaja con fatiga?” (Murphy 1992, 31). Es evidente que los vv. 18-21 están en relación e interactúan con los vv. 16-17 (Asurmendi 2012, 101). No obstante, en Qo 3,18-21 podemos encontrar una precisión específica: El Eclesiastés no solo se aplica sobre la cuestión del trabajo humano o se pregunta por la injusticia, sino también por el sentido último de la vida. El esfuerzo de cada persona queda anulado en la muerte, que no es en nada distinta de otras muertes animales. Los versículos estudiados se enfocan en esta elucubración y el verso siguiente sirve como transición y consecuencia de lo anterior: “Veo que no hay nada mejor para una persona que gozar de sus obras, pues esa es su paga” (Qo 3,22a). La pregunta que sigue (Qo 3,22b) tira al suelo las esperanzas futuras y ubica al lector en la cotidianidad del presente. Toda esta sección, que hemos llamado soliloquio, termina con la sentencia “todo es vanidad” y “atrapar vientos” (Qo 4,4).

La condición humana: muerte como “vanidad” y meta

“El que duerme[5] y el que está muerto son iguales uno a otro, porque ¿no representan la imagen de la muerte? El hombre no tiene más que la condición humana”[6]. En el Cercano Oriente Antiguo, la vida humana se distingue por la conciencia de la mortalidad. El saberse transitorios proporciona a los seres humanos un punto de inflexión en su vida y puede potenciar la orientación de la existencia de una u otra manera. La constatación y aceptación de la propia finitud es un generador de cultura de primer orden (Assmann 2000, 14). Esto es indudable para el Qohélet. En el texto que tenemos entre manos se actualiza el pensamiento de la epopeya mesopotámica de Gilgamés, pues la condición humana es distinta de la condición divina en cuanto su temporalidad, como constata su protagonista. La condición perecedera es una realidad igualadora para todo ser vivo en esta tierra, humanos y bestias, dirá el Eclesiastés, pues solo los dioses guardaron la vida para sí y fijaron la muerte para la humanidad[7].

Las reflexiones del primer filósofo judío hacen eco de las sentencias presentes en la literatura antigua, pero en lugar de comparar la condición humana “hacia arriba”, con lo divino, la emparenta “hacia abajo”, con los otros animales: lo efímero es un distintivo de los seres humanos y una condición que les equipara con todos los demás seres terrenales. La Biblia Hebrea reitera estas ideas en sus textos antropogónicos (Gn 3,19), en los cánticos que exaltan la grandeza de YHWH y contraponen la pequeñez de la persona (Sal 90,3.9), estableciendo límites temporales a la vida (Gn 6,3), considerando la muerte como una gracia de plenitud o como un castigo divino. La muerte, en el contexto bíblico, tiene esta ambivalente interpretación (Römer 2013). Por ende, el Eclesiastés no es más que un fiel testigo de su tradición y rescata lo trágico del final, pero, a su vez, invita a aprovechar la concreción del presente. Su cínica murmuración tira por el suelo las pretensiones antropocentristas, aún presentes en muchos discursos, y exalta la belleza de la cotidianidad limitada compartida por toda la Creación.

Para el Eclesiastés, es “vanidad” (hebel) toda ínfula humana de superioridad. En su entorno cultural helenista, la separación humano-divina presente en Gilgamés toma otros matices y se radicaliza, como hemos observado, al incluir a los otros seres vivos en la balanza. La comparación entre humanos y animales del v. 18 (“hacia abajo”) ya estaba presente entre los epicúreos y algunos filósofos satíricos (Schoors 2013, 301). Inclusive la igualdad en el aliento de vida de humanos y animales podría ser rastreada hasta Hipócrates (469-399 a.C.) que iguala los materiales con los cuales son compuestos unos y otros[8]. El Qohélet expresa su desencanto cuando dicha equiparación queda confirmada por la muerte: “Todos caminan al mismo lugar” (3,20) porque el polvo es su esencia y al polvo regresan.

En este sentido, la realidad mortal se convierte en juez que dicta sentencia. Ningún ser humano puede considerarse más de lo que es: ni los avatares de su condición social, ni su profesión o credo pueden contra el “cronómetro” del tiempo. “Todo es vanidad” y la muerte es, en esta digresión, la plastificación de la vanidad. En un reciente estudio (Zúñiga 2021, 18) he planteado la posibilidad de considerar la muerte como “vanidad” o, por el contrario, como un “absoluto” para el Eclesiastés. En realidad, luego de recorrer el motivo de la muerte desde la óptica de la antropología cultural y desde los esquemas sociales supuestos por la obra, podemos afirmar que la muerte es entendida como “absoluta vanidad”, es decir, la condición mortal es tan concreta que sirve como metáfora para la contradictoria realidad del mundo: “La muerte resume las aporías de la vida humana” (Morla 2018, 74). La muerte plastifica y representa lo efímero de la existencia. Más que ser vista como un ultimátum al cual debemos temer, ella puede ser vista como la meta hacia la cual caminamos y, a la vez, como aquella que debiera marcar el ritmo de nuestras decisiones.

La vida es vanidad siempre que se viva en función de las distracciones, de todo tipo, ante un futuro incierto. Esta actitud desvía la mirada más allá del presente, no porque el Qohélet considere que prever las situaciones sea absurdo, dado que la sabiduría de quien ve las consecuencias de sus acciones está presente en su obra, sino porque no deberíamos olvidar que el sentido se construye aquí y ahora, no viene dado previamente: “Solo los vanidosos y orgullosos se equivocan (con su objetivo puesto en las esperanzas del futuro). Por esto, en el reino del sinsentido, no queda más que el carpe diem[9]. Reconocer la limitación implica, entonces, recorrer un sendero de libertad que permite al ser humano “gozar de sus obras” (Qo 3,22). De modo que antes de que nos falte el “espíritu” vital deberíamos preguntarnos si hemos aprovechado el soplo profundo y vivificador de una vida en plenitud.

Cuando nos falta el “espíritu” - “aliento”

La respiración ha sido siempre un símbolo humano para referirse a la vida. Desde antiguo, muchas tradiciones orientales han vinculado el ritmo binario inspiración-expiración con el centro de la vida y de las decisiones: el corazón. Respirar es asimilar el poder del aire y del aliento vital con una realidad profundamente espiritual. El “soplo” que YHWH insufla en la nariz de la figura proveniente del barro (Gn 2,7) es el “aliento” que la convierte en ser animado. Este relato mítico ejemplifica la universalidad del símbolo: “En todas las grandes tradiciones, el hálito posee un sentido idéntico, se trate de pneuma o del spiritus[10].

La metáfora del aliento también está presente en Qohélet: el soplo de los humanos es signo de la vitalidad, pero también antesala de la mortalidad para todo ser viviente (Qo 3,21; cf. 12,7)[11]. Dejar de respirar, la falta de aliento, era para los antiguos la muestra inequívoca de la ausencia del espíritu. El eco de estas ideas está presente en la Biblia Hebrea: si Dios envía su “espíritu” (rûah) los vivientes son creados, pero si lo retira vuelven a ser polvo (cf. Sal 104,29-30). Así, el Eclesiastés choca de frente con esta representación cuando habla del movimiento ascenso-descenso del “espíritu” de una forma irreverente, contestataria, contracultural.

Poniendo en entredicho la teología de la creación del Génesis sobre el ser humano y su condición “cumbre”, el Qohélet considera que seres humanos y animales poseen el mismo “aliento” o, mejor aún, “espíritu” (rûah). Sea que rebaje a los humanos y exalte a las bestias, el quid de la reflexión está en el destino idéntico para unos y otras. No usa directamente el término “aliento” (nefeš), que indicaría el soplo vital general, sino que otorga a los demás animales una cualidad teo-antropológica inusual para la tradicional antropología bíblica al “espiritualizarlos” (Wolff 2001, 61). La explicitación del autor es más que evidente: en nada “abunda” o es “preminente” (môtār) el ser humano a ningún otro ser viviente. Nuevamente estamos en presencia de la muerte como igualadora, y de una concepción antropológica que vincula al ser humano con la tierra. El mismo aire que respira toda persona es el que nutre plantas y animales. Pero, cuando el oxígeno no vivifica, cuando el aire no llega más, es el momento donde el hálito divino se esfuma y el soplo vital desaparece. Se desata, entonces, un suceso esperado y sabido, aunque no siempre deseado.

El vínculo vida-respiración y muerte-asfixia ha sido, como consecuencia de su simbolismo vital, una representación de la liminalidad. Se trata de una condición de tránsito que lleva a todo ser vivo al mismo “polvo”; para el Eclesiastés “no existe un columpio en la «respiración» del hombre y del animal por el cual el primero ascienda a las alturas, mientras que el otro se precipite al polvo” (Ravasi 1991, 118). En la práctica, el cese del aliento diluye cualquier diferencia y vacía de sentido la vida de quienes se sienten “distintos” o tratan de huir de su condición.

En el contexto actual, la crisis pandémica ha desatado temor, ansiedad y resignación en muchas personas. Ha encendido alertas también, pero más que eso ha recordado al ser humano su realidad transitoria, compartiendo el destino de la naturaleza enferma de la cual forma parte, hasta que su espíritu-aliento se extinga.

Consideraciones finales

El libro del Eclesiastés o Qohélet es un diario de reflexión sobre la búsqueda del sentido que culmina en el sinsentido. Una de sus principales conclusiones es que la incertidumbre se hace patente en muchas de nuestras acciones y que la vida es un soplo, fugacidad, hebel. La vida humana no es muy distinta a la de otros mamíferos. Lo que nos diferencia está en nuestra consciencia de finitud y en nuestro sentido artístico-simbólico que responde al drama de la muerte: “Los esfuerzos de las personas quedan estrepitosamente anegados por el vacío. Y al final del recorrido se encuentra la muerte, donde se confirma el uso del mismo rasero divino para hombres y animales” (Morla 2018, 72). No obstante, nuestro sabio contestatario no se queda en un trágico cántico a la muerte, sino que ubica las alegrías de la vida en el presente pues tiene claro las limitaciones humanas, antes de que lleguen “los días de oscuridad, que es vanidad todo el porvenir” (Qo 11,8b). No se trata de una invitación al hedonismo desenfrenado, sino a consagrar el presente como única realidad tangible (Asurmendi 2012, 102).

La tradición judeocristiana trató por todos los medios de matizar e, inclusive, de borrar la violencia de estas afirmaciones que dejaban pendiendo de un hilo la esperanza subyacente en la restante literatura sapiencial, así como las ideas resurreccionistas que estaban surgiendo desde los siglos IV y III a.C. (Christianson 2012, 175s). Sin embargo, huir de los “textos difíciles” no es una salida sana. Afrontarlos y asumirlos en su justa crudeza forma parte de la riqueza inescrutable de lo que tanto judíos/as como cristianos/as llamamos “Palabra de Dios”. La enfermedad y la muerte son realidades humanas que el dogma no puede relativizar: “Dejemos, pues, a Qohélet en su desnudez, libre de nuestros presupuestos dogmáticos y metafísicos y de nuestras angustias apologéticas. Dejémoslo en su original capacidad de evocar la más pura ortodoxia anticontestaria mostrando sus limitaciones” (Ravasi 1991, 120). Su reflexión no es una amenaza, sino más bien una provocación para pensar distinto la insondable realidad de la vida humana: “eso es don de Dios” (Qo 3,13b).

Siendo más acuciosos, la concepción judeocristiana de la vida que se transforma tras la muerte, creencia puesta en duda por el Eclesiastés, podría tener puntos de contacto con el pensamiento de nuestro sabio contracultural. Sus posiciones no son, necesariamente, excluyentes entre sí. La vanidad de la vida, el vacío de la existencia y la nulidad del esfuerzo humano son consecuencia, para el Qohélet, de las preocupaciones sobre un futuro que aún no existe y que nos distrae. Lo único consistente y seguro es el presente de la cotidianidad marcado por el ritmo vida-muerte. Pero no se trata de una vida de privaciones, de egoísmos o de banalidades, sino una vida plena donde el “comer” - “beber”, el “disfrutar” y el “amar” se hagan presentes. El sentido de la vida no es dado por nadie, no cae del cielo ni brota de la tierra, se construye en cada historia. Quienes nos decimos cristianos/as le llamamos “resurrección” a esa vida en plenitud que debería ser consecuencia de otra vida en plenitud. El “valle de lágrimas” medieval no correspondería nunca a la metáfora del Reino predicada por Jesús como lugar alternativo que traduce el deseo de Dios para la humanidad. Por ende, la “resurrección” debería vislumbrarse en la historia presente de cada uno/a, porque no sabemos cuándo pueda faltar el espíritu-aliento.

La falta de aliento de la que habla el Qohélet ha sido y es, para muchas personas, el drama final en el contexto de la actual pandemia. No me refiero solamente a la grave infección respiratoria que puede ocasionar un organismo microscópico, sino también al egoísmo que limita cilindros de oxígeno para que pocos puedan adquirirlos. El “aliento” se vende y la dimensión de la indiferencia se hace cada vez más palpable hoy. El constante bombardeo de los medios de comunicación que, en lugar de presentar proyectos de solidaridad, se deleitan en las cifras de fallecimientos, no permite al ser humano contemporáneo poner su mirada en la interconexión que debiera existir entre los individuos de la especie sapiens. Menos aún permitiría ver el vínculo que tenemos con la entera naturaleza, como fragmentos que somos de un todo orgánico más grande.

La enfermedad evidencia la condición vulnerable de todos los seres vivos, pero la consciencia de esa fragilidad que la persona posee hace que la enfermedad sea una revelación particular. Y en este caso se trata de una enfermedad globalizada por la sospecha, que impide demostraciones físicas de afecto y cercanía, por ende, estamos haciendo frente a un padecimiento que también lesiona nuestra psique. En este contexto, se debe hacer patente “una paradoja: no estrecharse la mano y aislarse cuando hace falta ES hoy en día una forma de solidaridad” (Žižek 2020, 82)[12]. La lejanía puede crear cercanía: se trata de una contradicción que es más acuciante en contextos donde la palabra siempre va acompañada del contacto estrecho. Así como la vida de los “hijos de Adam” y las “bestias” se ve igualada en la muerte, así la pandemia nos ha igualado en la vulnerabilidad de la existencia y en la miseria de la enfermedad. Todo ha sido tan rápido como un simple inhalar-exhalar.

Más que centrarse en la muerte per se, creemos que el libro del Eclesiastés la comprende como un alegato vital, es decir, como una llamada de atención para todos/as aquellos/as que, por adelantar preocupaciones y fatigas, olvidan aquella dimensión deslumbrante que está siempre presente en la simplicidad. El aliento que “sube” o “baja” nos recuerda la debilidad de nuestra condición, pero, a su vez, debería invitarnos a reconocer el valor de cada instante en nuestra cotidianidad extraordinaria.

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Hanzel José Zúñiga Valerio, Licenciado en Ciencias de la Educación con énfasis en Educación Religiosa por la Universidad Católica de Costa Rica (2011). Máster en Ciencias bíblicas por la Universidad Bíblica Latinoamericana (2021). Profesor de Nuevo Testamento y lengua griega de la Universidad Bíblica Latinoamericana, y Director de la Escuela de Ciencias Bíblicas de dicha Universidad.

h.zuniga@ubl.ac.cr

Artículo recibido: 15 de agosto de 2021.

Artículo aprobado: 23 de setiembre de 2021.

 

 



[1]   “[I]f different beings had a different fate in death, death might be other than absurd. But he brushes this possibility aside, and death retains its absurdity for him” (Fox 1989, 43).

 

[2]   Cada vez que citemos un texto bíblico lo haremos empleando la traducción de la Biblia de Jerusalén. 2019. Bilbao: Desclée de Brouwer, 5 ed. Salvo, como es evidente, en el estudio particular de la perícopa que es el centro de nuestro trabajo donde nos aplicaremos en una traducción personal.

 

[3]   “[U]n sentiment aussi individuel que celui de la séparation davec un être aimé devint soudain, dès les premières semaines, celui de tout un peuple, et, avec la peur, la souffrance principale de ce long temps d’exil” (Camus 1947, 43).

 

[4]   La Biblia de Jerusalén mantiene la lectura “probar”, nosotros diferimos.

 

[5] Otros prefieren la traducción “el deportado”, “el cautivo” o “el que suplica” (cf. Sanmartín 2005, 266).

 

[6] Gilgamés X, columna VI, 30 y 35: F. Malbrat-Labat, Gilgamés, Estella: Verbo Divino, 2000, p. 60-61.

 

[7] Gilgamés X, columna III, 18-20: F. Malbrat-Labat, Gilgamés, Estella: Verbo Divino, 2000, p. 56.

 

[8] “Los alfareros hacen girar el torno, y éste no se desplaza ni adelante ni atrás, y al moverse en los dos sentidos a la vez imita la rotación del universo. Y con la misma rueda que voltea sobre sí fabrican variados cacharros, nada semejantes uno a otro, a partir de los mismos materiales y con los mismos instrumentos. Lo mismo les pasa a los humanos y al resto de los animales. En el mismo ciclo son modelados todos, de los mismos materiales y con los mismos órganos, tornando seco lo húmedo y húmedo lo seco, y no son semejantes en nada” (Hipócrates 1986, 37-38).

 

[9]Seul les vaniteux et les orgueilleux se trompent (de cible, en imaginant les espoirs du futur). C’est porquoi, dans le royaume du non-sens, il ne reste que le carpe diem” (Asurmendi 2012, 103).

 

[10]  “Aliento, soplo, hálito, espíritu” (Chevalier y Gheerbrant 1986, 76, 878).

 

[11] La tensión que constatamos entre Qo 3,21 y 12,7 puede ser entendida de dos maneras: o la pregunta de Qo 3,20 no es retórica porque el sabio no sabe qué responder, o en Qo 12,7 nos encontramos frente a una afirmación cínica que es concluida por el “vanidad de vanidades” (Qo 12,8). Hemos optado por la segunda opción resaltando la crítica cínica en ambos textos (cf. Morla 2018, 73).

 

[12]  Resaltado del original.