Vida  y

Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

Volumen 41 Número 2  -  Segundo Semestre 2021  -  San José, Costa Rica

La muerte:

Realidad, metáfora y desafío

 

 

 

 

El desvelo

 

Fabio Salguero Fagoaga

 

pp. 139-166

 

 

 

Resumen: En este artículo se reflexiona sobre “la nueva normalidad”, para razonar que la pandemia desvela una realidad global sobrepasada por el pecado de la humanidad, tanto a nivel individual como estructural. Se analiza el discurso apocalíptico de Jesús en Mateo 24, y otros textos, que mediante catástrofes sociales y cósmicas expresan las grandes intervenciones de Dios y, contrario a significar el fin de la historia, anuncian un nuevo nacimiento. Se presenta una narrativa contraria a la lógica dominante oficial, y se propone pensar en acciones éticas para una humanidad devastada. Así como los evangelios, los relatos alternativos al relato oficial, abren caminos fuera de esa lógica dominante para resistir a los modelos de vida nocivos y cambiar realidades específicas de muerte.

Palabras claves: Escatología, narrativa bíblica, nueva creación, nueva normalidad, apocalíptica.

Abstract: This article reflects on “the new normality”, to reason that the pandemic reveals a global reality surpassed by the sin of humanity, both at the individual and structural levels. We analyzed the apocalyptic discourse of Jesus in Matthew 24, and other texts, that through social and cosmic catastrophes expresses the great interventions of God and that, contrary to signifying the end of history, announce a new birth. It presents a narrative contrary to the dominant logic official one, and it is proposed to think about ethical actions for a devastated humanity. Just like the gospels, the alternative stories to the official story open ways outside of that dominant logic to resist harmful life models and change specific realities of death.

Keywords: Eschatology, Biblical narrative, New creation, Christian Ethics, Apocalyptic.

 

 

 

Fabio Salguero Fagoaga

El desvelo

Introducción

La pandemia del COVID-19 ha planteado diversas preguntas significativas sobre la dinámica de vida que como especia humana hemos construido. Preguntas que pertenecen al campo de la ética en todas sus dimensiones: privadas y públicas, individuales y colectivas, personales y estructurales. El contexto de esta “nueva normalidad” ha expuesto nuestros miedos frente a la incertidumbre de la muerte. La enfermedad es mortal, pero más mortal es lo que está detrás de ella. En este artículo intento esbozar un panorama de lo que está tras el telón de la pandemia y que, al correrlo, desvela algunos detalles significativos para comprender lo que sucede en la narrativa mundial, a saber, la construcción calculada de las absurdas desigualdades.

En situaciones límite es cuando la humanidad vuelve su mirada a lo que da significado al ser humano, pero, sobre todo, a la fragilidad de la vida. Sentirse al borde de la muerte, aún solo con el sentimiento de la cercanía a esta, despierta sensibilidades que no sería posible experimentarlas en situaciones de bonanza. Desde el discurso apocalíptico de Jesús intento imaginar la posibilidad de construir una versión no oficial de la historia. Un ejercicio que plantea posibilidades interesantes si consideramos que la propuesta de muerte, en el contexto de la pandemia, necesita de un giro de astucia, creatividad y justicia, sobre todo, cuando las crisis trazan posibilidades de vida.

1. ¿La nueva normalidad?

Con frecuencia, los seres humanos recurrimos al ingenio de la rutina para poder sobrellevar creativamente la carga del tiempo. A algunas personas, sin embargo, la rutina les provoca cierta animadversión, mientras que a otras les brinda seguridad, certeza y sentido de haber tomado el control de su vida y su destino. La rutina nos parece normal, tanto como la cultura en la que estamos inmersas e inmersos, y en la que vivimos sin levantar muchas preguntas para no pelear con la realidad-en-sí, y, más bien, encontrar en ella algún significado, algún símbolo que nos haga transcender, por lo que nos desconcertamos cuando lo normal se altera y no lo podemos controlar, sobre todo, cuando esa alteración nos desarma, irremediablemente, doblegando nuestra voluntad.

No nos extraña, entonces, ver el año 2020 como un año perdido. Lo vemos con resentimiento ante la pérdida de oportunidades de vida; de trabajo; de educación; de construcción de sueños personales o familiares. La convivencia rutinaria se rompió dramáticamente con el distanciamiento social y el confinamiento en casa. Sin previo aviso, entramos en una recesión sin precedentes: la pandemia pausó la extracción de los bienes de la naturaleza llevada a cabo por la economía global, y con ella las jornadas laborales disminuyeron tanto como los salarios.

El informe de perspectivas económicas mundiales, en su edición del 8 junio del 2020, declaraba que “La COVID-19 ha desatado una crisis mundial sin precedentes (…) está llevando a la recesión mundial más profunda desde la Segunda Guerra Mundial”. Se estima que la pandemia ocasionaría el cierre de 2,7 millones de empresas en Latinoamérica, siendo el 19% del total de las empresas. Según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y Desarrollo (UNCTAD) en conjunto con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) la inversión extranjera se ha reducido aproximadamente un 50%; a lo que se suma que el número de pobres aumentará en 28,7 millones de personas, hasta alcanzar la cifra de 214,4 millones de pobres en la región (Sánchez Díez y García de la Cruz 2021). Los efectos de la pandemia han agudizado las crisis migratorias, y por consiguiente, la violación de los derechos humanos, y el ensanchamiento en la desigualdad y la pobreza extrema. Además, al 4 de junio de 2021 se contabilizaban más de 172,5 millones de casos confirmados de COVID-19 y aproximadamente 3,7 millones de muertes en todo el mundo (Orús 2021).

Por otro lado, nos quedaríamos cortos si, al recorrer este camino de apenas dos años desde el inicio de la pandemia, no mencionáramos lo que es normal en el mundo; si no habláramos de la rutina de todos los días, de lo que da seguridad a las grandes potencias y economías hiperdesarrolladas, y, al mismo tiempo, provoca animadversión en quienes la sufren. Con mucha seguridad, la pandemia pausó la vorágine de un mundo rebasado por el pecado de la humanidad, con sus diversas realidades “normalizadas” en la cultura de un modelo económico llevado a los límites. Nos quedamos cortos, aún si traemos a la memoria las guerras que quedan pendientes en Afganistán, Etiopía, El Sahel, Yemen, Somalia, Libia, Palestina, Irán y Estados Unidos de América, Rusia y Turquía, y la lucha postergada contra el cambio climático.

1.1 Tiempos apocalípticos

El 6 de marzo del 2020, tres meses después de su detección y que la Organización Mundial de la Salud (OMS) emitiera las alarmas sanitarias a nivel mundial, se confirmó el primer caso de contagio por Sars-cov-2 en Costa Rica, pero sólo 7 días después y con 23 casos positivos, el gobierno aceptó que era inminente la presencia del virus en el país, y, de forma tímida, se tomaron las primeras medidas (Ruíz Hidalgo 2021). Las regulaciones sanitarias llevadas a cabo restringían el libre tránsito de las personas y las reuniones sociales. El cierre de comercios y centros educativos se hizo sentir, así como el confinamiento, y el traslado entre la escuela, trabajo y hogar configuró la organización familiar en un mismo espacio, haciendo que las tareas de cuido y los roles tradicionales de género se acentuaran en la sociedad. La violencia doméstica, así como los niveles de ansiedad, se incrementaron; tanto como otros factores, incluyendo la búsqueda apresurada de una vacuna y su anquilosada distribución, coadyuvaron a la percepción de que algo fuera de nuestro alcance, aún sin lograr ponerlo en palabras, iba gestándose en buena parte del imaginario de la población.

Un par de personas de la iglesia que pastoreo, al igual que algunas y algunos de sus vecinos que habían leído comentarios en las redes sociales, concluyeron que la humanidad estaba presenciando señales apocalípticas, similares a las que encontramos en algunas partes de la Biblia. Las películas y series que especulan con esta temática también fueron tomando lugar en la vida de cada una y cada uno. Algunas, como Contagio, Pandemia (Outbreak), A ciegas (Bird Box), Zona caliente (The hot zone), Gotas de lluvia (The Rain), fueron de las más vistas en las plataformas de Streaming. Otras personas, sin embargo, optaron por evadirse, clavándose al sofá para ver su comedia favorita.

Sin duda estos son tiempos apocalípticos, donde ya no es tan razonable decir que vivimos en tiempos normales, pero, sobre todo, porque ya no debemos seguir normalizándolos. No obstante, valdría detenernos a meditar estos tiempos desde el significado del adjetivo calificativo de “apocalíptico”. En este sentido, una rápida revisión etimológica de la palabra nos da pistas de por dónde caminar para no caer en la especulación. La palabra está formada por un prefijo, apo, que significa “separar”, “alejar”; un verbo, kalyptein, que significa “estorbar”, “esconder”, “velar”; y un sufijo, sis, que denota acción. Así, podríamos decir que apo-calip-sis es la acción-de-des-velar, o de correr el velo. Por lo que, lejos de infundir temores, los tiempos apocalípticos vienen a romper con la ilusión de la realidad que los humanos hemos creado y que nos ha alejado de Dios, y desvelar una realidad nueva. De ahí que, sólo con las catástrofes es que este desvelo liberador puede tener lugar.

1.2 El comienzo de los dolores

En el Evangelio según san Mateo leemos: “Ustedes oirán de guerras y de rumores de guerras, pero procuren no alarmarse. Es necesario que eso suceda, pero no será todavía el fin. Se levantará nación contra nación, y reino contra reino. Habrá hambres y terremotos por todas partes. Todo esto será apenas el comienzo de los dolores” (Mt 24,6-8). Esta porción del texto es apocalíptica, está escrita en los términos de ese género literario, y lo que destaca es la necesidad de que ocurran estos eventos anunciados. Pero Jesús le dice a sus discípulas y discípulos que apenas es el inicio de los dolores. De modo que lo apocalíptico tiene más que ver con el nacimiento que con la muerte (Rohr 2021).

El lenguaje del parto pertenece al vocabulario de la creación. Los montes (Sal 90,2; Job 15,7), la lluvia, el rocío y el hielo (Job 38,28ss.), y el ser humano (Job 15,7), han sido “engendrados”. Al ser creados, el mar “salió impetuoso del seno materno” (Job 38,8 NBE; cf. Foerster 1965, 1009). Pero el “alumbramiento” de la nueva creación no es un “parto sin dolor” (Stam 1995, 48).

Lo apocalíptico de estos tiempos está desvelando, grávidamente, esa ilusoria realidad. No es una amenaza, sin embargo, sino el inicio de un nuevo nacimiento. Lo amenazante, por otro lado, es la pérdida del control de ese alumbramiento, en el que, como especie triunfalista, nos vemos derrotados. Esto es una tragedia en la historia de una humanidad con alto sentido de autosuficiencia. Fr. Richard lo ha señalado puntualmente, “cualquier cosa que altere nuestra normalidad es una amenaza para el ego” (Rohr 2021). El apóstol Pablo en Romanos 7,2–8,39 ha manifestado también esta sensación derrotista desde su problemática existencial. Juan Stam comenta la manera en que Pablo se sobrepone a esta sensación:

Es en este punto donde nos sorprende el viraje más inesperado del pasaje. Después de la mención de “la gloria venidera” en 8,18, habríamos esperado lógicamente una referencia al cielo como nuestra morada final “más allá del sol”. Pero Pablo ni menciona eso sino enseguida habla de la creación (vv. 19-23). Para nuestra total sorpresa, Pablo entiende “la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (v. 18) no como “cielo” sino como una nueva creación. (…) Un nuevo mundo está por nacer del “vientre” del viejo orden. Así el clamor de la tierra aquí no es el de “la agonía del planeta tierra” sino el de un parto para engendrar la nueva creación (Stam 1995, 47).

El triunfalismo de la muerte sobre la humanidad frágil y el parto de la nueva creación unen sus caminos en un punto casi olvidado en las predicaciones, y en las películas, sobre el fin del mundo desvelado por estas señales. El viejo orden termina y la nueva creación inicia cuando se hace evidente la justicia. El viejo orden social, un vestido desgastado (cf. Hebreos 1,11) debe ser renovado por el vestido de la nueva creación, que es la práctica de la justicia, muy ausente en nuestra actual realidad. La injusticia es lo que se ha desvelado con la pandemia del COVID-19. La humanidad se ha dado cuenta, una vez más, de las grandes y absurdas desigualdades de nuestro mundo. Las muertes resultantes, aunque causadas por el virus que ha afectado al globo entero, son agudizadas por el acaparamiento de vacunas en los países más enriquecidos, que según António Guterres, secretario general de la ONU, 10 países desarrollados han acaparado el 75% de las dosis (Arciniegas 2021). El fin de este mundo y la nueva creación están enmarcados en el juicio y el arrepentimiento de quienes promueven y viven de las injusticias. “Pero, según su promesa, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en los que habite la justicia” (2 Pedro 3,13).

2. Pero no es el fin

Los rumores de guerras, subversiones o tumultos son apenas acontecimientos inmediatamente anteriores a los últimos eventos de la historia. Los evangelios sinópticos, que recogen el discurso apocalíptico de Jesús (cf. Mateo 24; Marcos 13; Lucas 21) tras la destrucción del templo de Jerusalén en el año 70 de nuestra era, dejan claro que, a pesar de que estas cosas estén por suceder o estén sucediendo, son señal de que el desenlace de la historia está ad portas, pero no es el fin. Y quizás le hagamos la misma pregunta a Jesús, así como se la hicieron las personas que le escucharon: “¿Cuándo han de suceder estas cosas?” Y la respuesta sigue siendo la misma: estar alerta, no caer en engaños y prestar atención a cómo el mismo Jesús se nos revela aún en los momentos más oscuros de nuestra historia.

Juan Stam, en una exposición del reinado de Cristo en la historia de la humanidad, asegura que es Cristo mismo, ¡un cordero!, el que tiene el verdadero control de los procesos históricos al romper los sellos del rollo que tiene en sus manos (Apocalipsis 5):

Debido a la soberanía del Señor en la historia humana, descubrimos que hay orden en medio del aparente desorden de los acontecimientos y comenzamos a darnos cuenta del propósito del amor divino en medio del aparente caos. Sin la presencia del Cordero victorioso la historia no tendría sentido y nosotros no tendríamos consolación alguna; por eso Juan lloraba antes de encontrar al Cordero (5,4). (…) ¡Cuán importante es ver al Cordero! “Vi cuando el Cordero rompió el primero de los siete sellos”. El mundo no se da cuenta de que el plan de Dios avanza en medio del aparente caos que nos rodea. No tiene ojos para ver ni oídos para oír. Sin embargo, los cristianos ven claramente que detrás del confuso y contradictorio proceso histórico, el Cordero tiene la historia en esas mismas manos que fueron traspasadas por los clavos del pecado y de su amor redentor (Stam 2003, 28).

En tiempos excepcionales, la metáfora es quizás el mejor medio para comunicar la gran verdad de que no es la muerte quien tiene la última palabra, sino la justicia. Especialmente porque los análisis secos, fríos y elaborados desde el privilegio, dejan con el sinsabor de una vida insípida desconectada de la realidad. “La pandemia otorga una libertad caótica a la realidad y cualquier intento de aprisionarla analíticamente está condenado al fracaso, ya que la realidad siempre va por delante de lo que pensamos o sentimos sobre ella” (de Sousa Santos 2020, 38). La metáfora ha sido el lenguaje de la fe, de la vida narrada desde el futuro de la historia, pero en los términos del momento crítico presente. Quizás sea esta la razón por la que los escritores evangélicos se decantaron por la narrativa de la metáfora en lugar de la retórica discursiva del análisis teológico de la vida de Jesús, el Cordero, y de la multitud de seguidoras y seguidores asaltada por las preguntas circunstanciales de su tiempo.

Esta multitud inicial que seguía a Jesús estaba compuesta, en su mayoría, por las poblaciones siempre postergadas; es decir, las que están sumergidas en los márgenes de la historia, sin la gloria del triunfalismo de la vida asegurada y prolongada que siempre han ostentado las élites. Para estos grupos —fuesen gentiles, pecadores, cobradores de impuestos, leprosos, viudas, proletariado, clases baja (Hollington et al. 2015)— la amenaza que proyecta la nueva normalidad viene después de la amenaza para la salud y para el sostenimiento de la vida. Son los grupos para quienes las cuarentenas, prolongadas o no, no son respuestas acertadas. Al inicio de la pandemia a nivel global, India declaró la cuarentena por tres semanas para 1.300 millones de personas. Teniendo en cuenta que en India entre el 65% y 70% de los trabajadores pertenecen a la economía informal, se estima que 300 millones de indios no tuvieron ingresos. En América Latina, alrededor de 50% de trabajadores están empleados en el sector informal. Asimismo, en el caso de Kenia o Mozambique, debido a los programas de ajuste estructural en las décadas de los ochenta y noventa, la mayoría de los trabajadores son informales, es decir, dependen de un salario diario (de Sousa Santos 2020, 48).

El riesgo, para la gran mayoría de la población, es quedarse en casa. Especialmente, cuando la pandemia del COVID-19 es uno más de los factores que detonan la precarización de la vida: el hacinamiento, el hipermachismo, el acceso a armas, la falta de oportunidades, la violencia doméstica, entre otros, desencadenan condiciones realmente duras para más de dos tercios de la población mundial. Sin mencionar que la clase trabajadora que depende del ingreso diario ha sufrido la estigmatización, violencia verbal y física, por adquirir el virus (Barquero 2020; Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades 2020).

2.1 La especulación con la necesidad humana

La pandemia ha servido de excusa para reforzar la metanarrativa occidental de la soberanía de la razón para resolver las problemáticas humanas. Pareciera, entonces, que no es el virus el que ha causado los daños más severos a una economía globalizada y globalizante, sino la especulación con las necesidades humanas, que no es característica exclusiva del sistema económico actual.

La especulación económica, como la administración de la guerra, han sido algunos de los instrumentos que más han cobradovida a lo largo de la historia. No es extraño, entonces, que Juan de Patmos, al escribir proféticamente a las iglesias, incluyera dentro del grupo de los cuatro caballos del Apocalipsis al caballo de color negro, que junto al caballo rojo y al caballo verdoso-amarillento, siguen cobrando las cuentas a quienes no tienen para pagarlas: las multitudes empobrecidas. Sin embargo, el caballo blanco va delante, coronado antes de emprender la carrera porque ya ha salido victorioso (Stam 2003, 31-37).

Los caballos de color rojo y negro del primer siglo de nuestra era siguen corriendo a todo galope en nuestro mundo, tanto como el caballo de color verdoso-amarillento, que trae consigo a la muerte y el infierno le sigue sus pasos. Para las iglesias de Asia Menor, en el primer siglo de nuestra era, las imágenes de los caballos y sus colores tenían gran carga simbólica, pero al mismo tiempo, esas imágenes venían cargadas de mucho realismo.

Lo mismo que en el antiguo Oriente Medio, las imágenes de la guerra y la muerte también eran parte del imaginario colectivo que, con mucha seguridad, estaban basadas en los eventos sociales, políticos y culturales de su tiempo. Por ejemplo, en la literatura Ugarítica, Motu (dios de la muerte) y Anatu (diosa guerrera), descritos en los mitos “El palacio de Baal” y “La lucha entre Baal y Yammu”, lo destruyen y devoran todo sin ninguna piedad, así como los caballos rojo y verdoso-amarillento del Apocalipsis de Juan.

Motu, el hijo de El, respondió (…): “Mi apetito es como el de un león (…) La muerte es como un estanque que atrae a los toros salvajes. (…) El polvo de la tumba devora a su presa, la muerte devora todo lo que quiere con las dos manos” (Matthew y Benjamin 2004, 251).

Lo mismo Anatu (diosa guerrera) que, al celebrar la fiesta de la vendimia, la cosecha de la uva, lo hace con una batalla en la que pisa la sangre de sus enemigos como los campesinos de Ugarit pisaban estos frutos. Su maquillaje y su vestido rojo denotan la pasión de la guerra, y la de las relaciones sexuales:

Anatu entabló una feroz batalla en el llano, exterminó a los ejércitos de dos ciudades. (…) Sus cabezas yacían como terrones bajo sus pies, sus manos se apiñaban como langostas alrededor de ella. Anatu ensartó sus cabezas para hacerse un collar, tejió sus manos para hacerse un cinturón. Caminó con la sangre de los guerreros hasta las rodillas, con sus vísceras hasta los muslos (…). El cuerpo de Anatu se estremeció de felicidad. Finalmente, se sintió satisfecha de estos juegos de muerte, se sintió contenta con la masacre en la arena (Matthew y Benjamin 2004, 245).

Tanto las culturas del Antiguo Oriente Medio, como las y los cristianos de Asia Menor del primer siglo sabían que la carga simbólica de estos relatos iba más allá de la metáfora. Las iglesias a las que escribe Juan entendían perfectamente las palabras de su pastor; eran conscientes de que esos caballos cabalgaban en medio de su realidad, pero, sobre todo, vivían con la esperanza subversiva al reconocer que el caballo de color blanco había sido liberado por el Cordero “para vencer y seguir venciendo”. El caballo negro, por otro lado, no menos importante en nuestro contexto actual, sigue a todo galope, si tenemos presente la especulación del mercado global y la carrera en la búsqueda de una vacuna efectiva para la COVID-19. Lo que ha desvelado la carrera por hacerse del mayor número de inoculaciones ha sido la especulación del mercado y la extendida brecha entre los países que las adquieren y los que no han recibido una sola.

El jinete del caballo negro[1] sale con una balanza en su mano, y una voz declara los precios del trigo y la cebada y la no alteración del vino y el aceite. La función de este caballo es afectar la economía, especular con los precios al haber escases de productos: “un kilo de trigo o tres de cebada por el salario de un día” (Apocalipsis 6,6). “El color negro era apropiado para los oscuros tratos comerciales que personifica este jinete. No es casualidad que hasta hoy seguimos hablando del «mercado negro»” (Stam 2003, 54). Si pasamos revista al discurso apocalíptico de Jesús, los evangelios sinópticos coinciden en que el hambre es parte del “comienzo de los dolores” (Mateo 24,7; Lucas 21,11; Marcos 13,8). Un kilo de harina por el salario de un día de trabajo deja sin recursos a una familia entera para cubrir otros gastos. Este pasaje del Apocalipsis desvela, así como lo ha hecho la pandemia, la injusticia económica alrededor del mundo. “(…) este pasaje es una denuncia por parte de la creación, porque provee generosamente para todos, pero sus dones no llegan a todos” (Stam 2003, 56).

La voz que anuncia el precio elevado del trigo y la cebada también anuncia la protección del vino y el aceite. Mientras se afecta la economía de la población más empobrecida, se protegen los productos de lujo, las commodities de nuestro tiempo. No nos extraña recordar que los gobiernos del sur global cedieron ante la presión económica de las grandes empresas. Los aeropuertos se abrieron, los negocios volvieron a tener actividad para salvar la economía, aunque fuera a costa de la población empobrecida que sufrió irremediablemente con la disminución de jornadas laborales o el despido, afectando el acceso a la canasta básica.

Boaventura ha delineado algunas lecciones de la pandemia para el presente y el futuro. Señala que la pandemia descubre la aguda crisis climática; que las muertes por COVID-19 no se comparan con las muertes causadas por los diferentes tipos de violencia que sufren trabajadores empobrecidos, mujeres, negros, indígenas, inmigrantes, refugiados, etc. Además, señala que el modelo social, en particular el neoliberalismo combinado con el dominio del capital financiero, genera un ciclo infernal en la economía:

En este momento de conmoción, las instituciones financieras internacionales (FMI), los bancos centrales y el banco Central Europeo están instando a los países a endeudarse más de lo que están para cubrir los gastos de emergencia. (…) Es aquí donde la pandemia opera como un analista privilegiado, los ciudadanos ahora saben lo que está en juego. Habrá más pandemias en el futuro, probablemente más graves, y las políticas neoliberales continuarán socavando la capacidad de respuesta del Estado, y las poblaciones estarán cada vez más indefensas (de Sousa Santos 2020, 63-75).

El virus, por consiguiente, no es el más letal, sino la espiral de especulaciones que juegan, consecutivamente, con las necesidades humanas fundamentales.

2.2 ¡Estén en alerta! ¡Pongan atención!

Estas palabras de Jesús son como un estribillo en su discurso apocalíptico; una advertencia, con no poca importancia para las y los discípulos atentos, que hacen las preguntas difíciles al buscar consolidar su compromiso. Preguntas que nos dejan vulnerables al exponer nuestra ignorancia y la necesidad honesta de saber. Jesús mismo se expone vulnerable, al declararse ignorante en cuanto al tema de la parusía. Sin embargo, estas palabras con las que Jesús concluye su discurso apocalíptico son la piedra angular en la comprensión del inicio de los dolores y el fin del mundo tal cual lo conocemos.

Uno de sus discípulos, asombrado por la majestuosidad del templo, invita a su maestro a apreciar esa maravilla del mundo antiguo (Marcos 13,1), olvidando que, desde esa edificación, se había construido un sistema administrativo y moral corrupto, donde los sacerdotes y demás funcionarios explotaban y oprimían a las personas pobres. A ese templo, reconstruido por Herodes el Grande, Jesús le llamaría “cueva de ladrones” (Padilla et al. 2019). La respuesta de Jesús habrá desconcertado al discípulo deslumbrado por la imponencia del templo de Jerusalén: “¿Ves todos estos grandiosos edificios? No quedará piedra sobre piedra; todo será derribado” (v. 2). Con esta respuesta, Jesús deja pensativo al grupo que le sigue. Sólo más tarde, Pedro, Jacobo, Juan y Andrés, que habrán escuchado la conversación, seguirán en privado el diálogo que Jesús dejó abierto al responderle a ese discípulo anónimo. “¿Cuándo sucederá eso? ¿Cuál es la señal de que todo está a punto de cumplirse?” (v. 4). Jesús inicia con su primera advertencia: “Tengan cuidado” y en seguida les pone en aviso de que esto que les menciona es sólo el comienzo de los dolores (vv. 5-8). Su segunda advertencia, “Pero ustedes cuídense”, es a no ceder, a no claudicar ante la violencia política, el fratricidio, la violencia económica concretizada en las carestías, la violencia ecológica, y el sufrimiento de la cárcel y las torturas (vv. 9-13). La tercera advertencia está enmarcada en las y los elegidos que también sufren la gran tribulación pero, además, el engaño de aquellas personas que hacen negocio con la fe: “Así que tengan cuidado; los he prevenido en todo” (vv. 14-23). La cuarta advertencia responde a la pregunta de Pedro, Jacobo, Juan y Andrés, con el desenlace de la historia, la parusía, que sólo es conocida por Dios: “Pero, en cuanto al día y la hora, nadie lo sabe, ni siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre”. Y concluye: “¡Estén alerta! ¡Vigilen!” (vv. 24-34).

En la literatura apocalíptica las catástrofes sociales, y las cósmicas (v. 24s), son típicas para introducir las grandes intervenciones de Dios y darle un viraje a la historia. La parusía, por consiguiente, no puede ser un día de miedo. Todo lo contrario, es un día de fiesta donde todo el pueblo de Dios, que incluye a vivos y muertos, se reunirá. Ese encuentro definitivo será un apocalipsis, un desvelo, un correr el velo de esa realidad ilusoria que entorpece la visión y la vivencia de un nuevo espacio social donde la justicia sea la “nueva normalidad”.

3. De la muerte al nuevo nacimiento

La muerte es un tema constante en la vida humana. Es realidad y misterio; final e inicio; inseguridad y esperanza. No pasa desapercibida en la literatura, sobre todo en la narrativa que nace después, como hermana bastarda de la historia oficial; engendrada por fuerzas malignas, pero parida por las víctimas que, ahogando un grito en la garganta, la desnudan al narrarla. Lo mismo sucedió con los relatos evangélicos, son historias no oficiales, escritos subversivos de esa historia imperial que pregona la buena noticia de salvación ¿para quiénes? En cambio, los relatos construidos desde las experiencias de vida y muerte del pueblo a pie, recompusieron, pieza por pieza, el rostro desfigurado de ese Galileo del primer siglo. ¿Será posible recontar una historia, alterándola un poco, para dar nuevas esperanzas a un puñado de gentes abrumadas por la dinámica de la vida? Con seguridad no es fácil acceder a las y los primeros testigos para corroborar si aquel o este dato son verídicos. Al final, ¿por qué dudar de la historia vista desde los ojos de la gente siempre postergada y confiar en la de quienes perpetran las injusticias? Como mujeres y hombres latinoamericanos, vivimos siempre sospechando de la historia oficial, y, a la menor oportunidad, la reescribimos, aunque sea en un diario personal para hacer un relato del relato.

3.1 “La porfía de la resurrección”

Nancy Bedford, en su libro que lleva el título de nuestro presente apartado, recoge las palabras de Gabriela Mistral, poetisa chilena que, al esbozar esta frase, lo hace en referencia al poder de la poesía (Bedford 2008). Y quizás, parafraseando a Nancy, podría aventurarme a asegurar que no sólo la poesía tiene este poder, también la narrativa, el relato del relato; sobre todo, desde la experiencia de las mujeres, madres, hermanas e hijas “que saben mucho del poder obstinado y transformador de la fe en la resurrección ante la realidad de las múltiples cruces de este mundo” (Bedford 2008, 149). Es, por un lado, una actitud de obediencia ante el misterio de la encarnación de Dios en la historia para vivir el destino de la humanidad pobre, y por otro, una actitud de desobediencia ante el imperio de la muerte, ejercida desde los cálculos geopolíticos, o ante la resignación religiosa, muchas veces pregonada desde el sometimiento y los roles de género tradicionales.

Insistir testarudamente en el tema de la resurrección es advertir, una y otra vez, en estar alertas y prestar atención a la intervención de la Ruaj, Espíritu de Dios en la historia de la humanidad, específicamente ante una cruz y una tumba vacías. Un misterio que no necesita ser desvelado, sino asimilado e incorporado como una manera creativa de Dios para hacer justicia. Como ocurre en los relatos del Nuevo Testamento, “que no provee una «explicación» de lo que significa la cruz de Cristo, sino muchas maneras de hablar de lo ocurrido y de la praxis que de allí brota” (Bedford 2008, 139). Es la respuesta a la pregunta sobre dónde está Dios en medio de la vida.

Hace 7 años, cuando mi hija Maya tenía 4, y mientras caminábamos regresando de la escuela, ella me preguntó:

— Papá, ¿dónde está Dios?

Sus palabras me parecieron un eco de las mías cuando me hice la misma pregunta ante el asesinato de mi hermano en julio de 2011, en El Salvador. Para mí, sin embargo, la respuesta no era tan obvia como para Maya que teniendo amigas imaginarias sabía ubicarlas todo el tiempo. Yo, sin embargo, luchaba para no dar una respuesta ambigua, ni mucho menos. Pero su pregunta me dejó confrontado, y su respuesta una gran lección.

¿Dios? ¿A qué te referías con que dónde está? Le pregunté.

— Sí, Dios. En la escuela dicen que existe y que es nuestro Amigo, y vos, que hablás de Él, debés saber. Porque yo no logro verlo.

Después de un silencio bastante prolongado mientras caminábamos, recordó que su maestra le dijo que estaba en el cielo. Claro, una referencia que exige no menos esfuerzos que descifrar las direcciones ticas.

Si está en el cielo –continuó– debe estar detrás de una nube, escondido.

Esa manera de hacer un relato del relato es a lo que nos estimula la vida, la muerte y la resurrección; todas ellas, misterios a los que estamos invitadas e invitados a explorar, ya sea desde la fe, o no, y que nos dejan siempre con un nuevo signo de pregunta y un silencio reflexivo.

3.2 Ensayar el relato del relato

El año 2020 nos embistió con la noticia de un nuevo virus que saltó al ataque de los cuerpos humanos, dejando, al 18 de junio de 2021, un saldo de 3,9 millones de muertes alrededor del mundo (Orús 2021), y sólo por detrás de Estados Unidos está Brasil, que con un aproximado de 2,7 por ciento de la población mundial es el que tiene el mayor número de muertes: 500,000 personas, representando casi el 13% de las víctimas mortales en el mundo (Londoño y Milhorance 2021). Costa Rica suma 4,459 de esas muertes. Ninguna muerte pasa desapercibida, ni para la familia que entra en luto, ni para el vecindario que ve expectante la cruel negación de un entierro con dignidad. El último adiós, para muchas personas, no se dijo nunca. El último abrazo y beso nunca se dio.

Vecinos, amistades, esposas y esposos de amigas han muerto por esta enfermedad. Las lágrimas fueron inevitables al saber que mi papá se había contagiado. A pesar de tener presente las palabras de San Francisco de Asís sobre la “hermana muerte” lloraba antes de tiempo y oraba con insistencia por su recuperación. En mi caso, tuve la dicha de no perder a mi querido padre. Pero muchas personas no tuvieron esa misma alegría.

Para la gente cristiana, los relatos evangélicos en torno a la muerte despiertan una esperanza inexplicable que ayuda a entrar en esa nueva etapa de la vida con la alegría de recibir el tan esperado abrazo de nuestro Maestro Jesús. Pero, sin lugar a dudas, es la resurrección de los muertos el misterio que más nos deja sin palabras, con las sospechas, razonables incluso, sobre la posibilidad efectiva de tal hecho. Siendo así, se me ocurre reimaginar algún relato evangélico sobre el tema, por ejemplo, Lucas 17,11-17, un texto lleno de dolor, injusticias, luto y preguntas. Me atrevo a retocar la historia, a ensayar un relato del relato, a escuchar otras voces, a inventar personajes, a recrear una escena y algún diálogo censurado, y meditar en actitud orante, el desvelo ante la irrupción de la Espíritu de Dios.

Cuidad de Naín, Sur de Galilea, año 30 de nuestra era.

—“Ahí estaba él. Lo vimos llegar con un gentío de todos lados. Venía con un grupo de mujeres y hombres parecidos a él, en aspecto, en vestimenta. Los hombres con sus grandes cayados, barbas sueltas y ropas amplias, grises del uso continuo y cargadas del peso del tiempo.

Nos quedamos extrañados de verles llegar, de cómo se nos quedaban viendo cuando íbamos de camino al cementerio. Creo que muchos de nosotros tuvimos miedo y el silencio fue más que ensordecedor”.

—“Quien no se tomó la molestia de guardar silencio fue la madre del muchacho. Lloraba desconsoladamente”.

—“La cosa es que creimos que era un grupo de bandidos, o algo así. Sólo seguimos caminando, haciendo caso omiso de su presencia. Pero fue inevitable. El que venía adelante se acercó a la procesión y tocó el cuerpo. Nos volvimos a ver unos a otros. Las mujeres que iban llorando, como se habían callado, volvieron a verse unas a otras. Nadie supo cómo reaccionar”.

Ahí venía Jesús con sus discípulos, hombres y mujeres que habían caminado por largo rato. Venían desde Cafarnaúm. Buscaban descansar de su largo camino. A la entrada de Naín venía una procesión fúnebre formada por muchas personas: niños, jóvenes, viejos; hombres y mujeres afectadas por la muerte prematura del hijo de su vecina. Pasaron al lado del grupo que acompaña a Jesús, y éste extiende la mano rozando con sus dedos el cuerpo. Cierra sus ojos y levanta, levemente, su rostro hacia el cielo, como hurgando en su memoria. Quienes cargan el féretro se detienen. Uno de los hombres, con los ojos bien abiertos, ve a Jesús y busca en el cielo lo que aquel trata de ver con los ojos cerrados. Vuelve la mirada a sus compañeros y todos dirigen su mirada al grupo de hombres y mujeres vestidos con los pesados y oscuros mantos.

Es inconfundible saber quién es la madre del muerto. Llora desconsoladamente, sollozando en su lamento.

Jesús se acerca a ella, le toma sus manos.

—“Ya no llores”, le dice.

La mujer lo escucha sordamente. No puede apartar la mirada de su hijo muerto. Una mujer, discípula de Jesús, se acerca y toma las manos de la mujer que llora. La abraza y la consuela. Los gestos totalmente sinceros, llegan siempre sin retrasos. Sus piernas le fallan y cae al suelo, llorando, gritando el nombre de su hijo: “Yanai, Yanai”, que significa, “él responde”. La seguidora de Jesús intenta levantarla, sin éxito. Decide quedarse con ella en el polvo.

Jesús se acerca al féretro, una cama mortuoria pobremente elaborada. Jesús la toca y agacha la cabeza. Tomás busca la mirada de algún otro compañero o compañera. Se encuentra con la de Andrés quien, como él, no sabe cómo ocultar sus dudas. “¿Por qué baja la mirada?” —se preguntaba.

En su memoria, Jesús escucha llantos, gritos, desconsuelo. Soldados corriendo, gritando. Espadas, cuchillos, lanzas. ¿De dónde viene aquel recuerdo? ¿De dónde viene aquel tormento? “¿Vienen por mí?” —se dice para sus adentros.

Tu muerte la decidirá Dios a su tiempo, la muerte de los niños la decidió la voluntad de un hombre (Saramago 1991, 239).

¿De dónde vienen esas palabras? Jesús vuelve a ver al grupo que lo acompaña “¿Dónde estás?” —se pregunta. ¿Son sus palabras? ¿Alguna vez las dijo con tanto dolor? ¿A quién reclamaba? En su recuerdo están aquellas madres de Belén, con los hijos muertos en los brazos (Saramago 1991, 245). No es fácil ver la muerte prematura. El dolor, el desconsuelo de la pérdida, el temor a vivir los días subsiguientes con el recuerdo del amado, de la amada. Su ausencia, el vacío que lo rodea todo. Una enfermedad, una caída, la pesada carga de una culpa. ¿Qué diálogo puede existir entre la vida y la muerte? ¿Qué argumentos tiene la vida en un debate con la muerte? Un terremoto, una lluvia torrencial, un imponente huracán, la fragilidad de los seres vivos. ¿Qué decir ante la muerte? ¿Hay algo por hacer? Nos resta llorar. Llorar amargamente ante la realidad de su presencia. ¿Qué se puede hacer ante una bala, un cuchillo, unos golpes? ¿Qué es del que muere antes de tiempo? ¿Con qué sentido la muerte arrebata abruptamente la niñez, la juventud? ¿Cómo se le nombra a una mujer que, además de ser viuda, pierde a un hijo?

Poco puede la mano de Dios si no basta ponerse entre el cuchillo y el sentenciado (Saramago 1991).

Jesús suspira, mueve su cabeza, como luchando con sus pensamientos. “Es injusto que una madre o un padre vea morir a sus hijos” —dice para sus adentros, como respondiendo a ese que le habla.

Si no puedes restituirles la vida, cállate —le replicó esa voz. Ante la muerte no hay palabras (Saramago 1991).

Jesús volvió a ver a la madre del muchacho, tendida en el suelo, llorando amargamente, repitiendo el nombre de su hijo: “Yanai, Yanai…”

—“¿Quién es éste? ¿Qué hace?” Se preguntan en murmullos los que cargan al muerto.

—“Señor, anochece” –Dijo Pedro, habiéndose acercado y puesto detrás de su Maestro.

—“¿Se puede impedir que oscurezca?” –Dijo Jesús, susurrando, como queriendo evitar lo inevitable.

—“¿Cómo dices?” –Respondió Pedro.

Jesús, dirigiendo su mirada a la camilla fúnebre, dijo: “Muchacho, ¡levántate!”

Atónita, la gente se volvía a ver una a otra. Pedro volvió su mirada al grupo de discípulos, que con expectativa querían ver qué cosa hacía su Maestro. La camilla fue puesta en el suelo.

—“¿Será posible que el muerto vuelva a la vida?” –Decía una de la multitud que había seguido a Jesús.

—“La muerte no tiene remedio” –Decía otra. “Una cosa es curar, y otra hacer justicia”.

La madre del muchacho muerto escuchó las palabras de Jesús. Dejó de llorar para poder estar segura. Trataba, con dificultad, de limpiar sus lágrimas que lo inundaban todo. La discípula que estaba con ella la ayudó a incorporarse. Se acercaron a Jesús que estaba frente a la camilla mortuoria. La madre del muchacho lo ve, le toma las manos a Jesús, solloza.

Jesús, sumergido en sus pensamientos, dijo: “¿Padre mío, vas a castigar a esta viuda quitándole también a su hijo?” (cf. 1 Reyes 17).

—“Muchacho, yo te lo ordeno, levántate” –Dijo, con voz calma, compasiva.

De pronto, de los vendajes que cubrían el cuerpo, se escuchó una voz que decía: “Madre, madre”. La gente se echó para atrás, preguntándose qué era aquello. Jesús se acercó al cuerpo y empezó a quitar los vendajes. El joven muchacho abría y cerraba sus ojos, como despertando de un profundo sueño. Veía a todos extrañados, sobrecogidos.

La multitud pasó del murmullo a hablar más alto.

—“¿Quién es éste?” –Se preguntaban unos.

—“¿Qué no lo ves? Un gran profeta ha surgido entre nosotros”.

Jesús tomó al muchacho y se lo entregó a su madre, que no daba crédito a lo que veían sus ojos. Lo tocó, lo abrazó, lo besó. Llorando, impresionada y temblorosa, le dice: “¿Yanai?”Y él responde. Dice que está bien, que quiere volver a casa.

Desde la multitud se escucha: “Dios se ha ocupado de su pueblo”.

Aquel acontecimiento no pasó inadvertido. Algunas personas se ahorraron detalles; otras los resaltaron, pero toda la región de Galilea y de Samaria supo la noticia, llegando a Judea. Incluso Juan el Bautista lo supo, estando encarcelado en la fortaleza de Maqueronte, al borde del Mar Muerto, en la región de Perea. Todos los habitantes de aquellas regiones se alegraban de reconocer que Dios los había visitado.

Este Jesús suscita la vida en medio de un mundo de muerte. El llanto pasa a ser alegría y la marcha fúnebre a ser un peregrinaje al encuentro con el Dios que se aviene al género humano.

Conclusión

Queda mucho por decir. Aún nos sobrecogemos con las escalofriantes realidades de muerte que ha ido desvelando esta pandemia que lo absorbe todo: desde los periódicos con la opinión de pocas personas a la opinión descontrolada en las redes sociales; de la economía basada en el extractivismo a la geopolítica del control y el acaparamiento; desde la arrogancia de una humanidad segura de sí misma a la crisis climática; de los conflictos sociales y sanitarios a las innumerables preguntas de la fe.

Esta pandemia ha expuesto lo que hay detrás de ella, y pone de manifiesto que la existencia de toda la creación está sobrepasada por los modelos de vida nocivos de una humanidad rebasada por el pecado. La propuesta de los evangelios a la maldad que lo inunda todo, tanto las dimensiones personales como las estructurales, es abrir senderos fuera de toda lógica dominante, incluyendo la solidaridad, para resistir a esos poderes y cambiar realidades específicas. Estos poderes “no pueden ser derrotados de manera sencilla o a través de la fuerza bruta, sino que tienen que ser subvertidos creativa y astutamente” (Bedford 2008, 151); y quizás, considerémoslo, cambiar la narrativa sea una senda con muchas posibilidades éticas para una sociedad devastada. Hacer un relato alternativo al relato dominante puede propiciar la revisitación de estos estilos de vida y reorientar el rumbo de nuestro mundo, incluyendo nuestra actitud hacia la realidad de la muerte.

Lo natural es que todas las personas morimos a cierta edad, pero la muerte prematura abre una gran pregunta ante la injusticia y la impotencia para evitarla, sobre todo si las oportunidades de salud se le niegan tan desahogadamente a la inmensa mayoría de la población. La muerte, por otro lado, nos invita a meditar más detenidamente en la vida, para apreciar de mejor manera la esperanza cristiana en la resurrección que, en palabras de Jon Sobrino, “no consistió en devolver la vida a un cadáver, sino en hacer justicia a una víctima” (Bedford 2008, 155). Siendo así, quizás la vida de los muertos se sustente con la memoria de los vivos.

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Fabio Salguero, salvadoreño refugiado en Costa Rica, ha realizado estudios en Ingeniería y en Pedagogía; Máster en Estudios Teológicos Interdisciplinarios para la Misión Integral; Pastor de una comunidad anglicana en San Rafael Abajo de Desamparados y miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana.

rfsalguero@gmail.com

Artículo recibido: 15 de julio de 2021.

Artículo aprobado: 12 de octubre de 2021.

 

 



[1] El color negro no tiene connotaciones raciales. En el Apocalipsis, el color del mal es el escarlata, el rojo, o el magenta (cf. Stam 2003).