Vida  y

Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

Volumen 41 Número 2  -  Segundo Semestre 2021  -  San José, Costa Rica

La muerte:

Realidad, metáfora y desafío

 

 

 

 

¿Cómo puede hablar de la muerte quien no ha muerto?

 

Plutarco Bonilla Acosta

 

pp. 167-189

 

 

 

Resumen: El autor reflexiona libremente sobre el tema desde el dolor de la despedida de un ser amado y desde la esperanza cristiana. La muerte puede “vivirse” como muerte literal, la de uno mismo o como la muerte de un ser amado. ¿Qué significa reflexionar sobre la muerte? Se trata, primero, de un intento de postergarla; luego, significa preguntarnos por la vida, cuyo fin es aquella. Más que hablar de una tanatología, el autor sugiere hablar de una “tanatoeicasía”: un conjeturar, un imaginar, un presuponer, hasta un fantasear acerca de la muerte, y afirma que no siempre el sentido de la vida tiene que ver con lo que se espera que haya, o no haya, al morir. La historia está llena de personas que, en busca del bien de los demás, sacrificaron sus propias vidas sin confiar en una recompensa después de muertas y hasta sin creer en vida de ultratumba alguna.

Palabras claves: Muerte, vivencia, dolor, esperanza, fe.

Abstract: The author freely reflects on the subject from the pain of farewell to a loved one and from Christian hope. Death can be “lived” as literal death, that of oneself or as the death of a loved one. What does it mean to reflect on death? It is, first, an attempt to postpone it; then, it means asking ourselves about life, whose end is that. Rather than talking about a thanatology, the author suggests talking about a “thanatoeicasía”: a conjecture, an imagining, a presupposition, even a fantasizing about death, and affirms that the meaning of life does not always have to do with what it is expected that there will, or will not be, at death. History is full of people who, in search of the good of others, sacrificed their own lives without trusting in a reward after death ... and even without believing in any afterlife.

Keywords: Death, experience, pain, hope, faith.

 

 

 

Plutarco Bonilla Acosta

¿Cómo puede hablar de la muerte quien no ha muerto?

“Nadie experimenta en carne ajena”, reza un conocido apotegma. También suele decirse que “el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”. Pero con la propia muerte –o sea, la experimentada en carne propia– no es posible tropezar dos veces. Experimentada definitivamente una vez, el afectado ya no puede expresarse aquí acerca de ella.

Como se percibirá a lo largo de este texto, el propósito que perseguimos es el de reflexionar libremente sobre este tan espinoso tema sin pretensiones dogmáticas ni de interpretaciones definitivas de los textos sagrados. Y lo hacemos desde el dolor de la despedida de un ser amado y desde la esperanza cristiana que nos cobija y ampara.

De la propia experiencia

La muerte puede “vivirse” de maneras diferentes. A la que nos referíamos en el párrafo anterior es a la muerte, literal, de uno mismo. Acerca de ello, reflexionaremos luego.

También puede “vivirse” la muerte de un ser amado. De una esposa o de unos hijos, por ejemplo. Así mismo, de los padres o de un familiar muy cercano y amado. O de un amigo muy querido. O de muertes masivas de desconocidos, provocadas por muy diversas causas. Entre todas esas despedidas pueden distinguirse diversos niveles, diversas situaciones y diversas reacciones.

El 4 de abril del año 2000 falleció mi única hija, Priscila, cuando apenas había cumplido sus cuarenta años de vida. Entonces, un muy querido amigo, que años después también haría su viaje definitivo, me escribió y me decía que no era natural que un padre enterrase a uno de sus hijos, pues debía suceder al revés. Pero lo cierto es que no siempre es lo que consideramos que debería ser. Y que se vuelve natural lo que nunca debería ser.

En mi experiencia personal no fue ese el primer golpe de “despedida” definitiva de un ser querido. El 6 de marzo de 1963 terminaba su peregrinaje terrenal Marta C. Fernández Fernández, mi primera esposa y madre de Priscila. A ambas, madre e hija, les quitó la vida ese monstruo que llamamos cáncer.

Y el 8 de agosto del 2020, hizo su viaje final el menor de mis hijos, Daniel Cecilio Bonilla Ríos.

Puedo decir, entonces, que la muerte me ha golpeado muy duramente, al menos, tres veces.

En realidad, más, pero las otras por inesperadas no dejaban de ser esperadas (y… perdóneseme esta especie de oxímoron), pues estimamos que es “natural” que los progenitores se anticipen a sus engendrados, sin menoscabo del dolor que ello pueda producir. En efecto, mis propios progenitores fallecieron en este orden: primero, mi padre, cuando estaba cerca de cumplir sus 87 años de peregrinaje, con muchos momentos muy azarosos, especialmente en su niñez; y, cuando parte mi madre, faltaba apenas un mes para que hubiese cumplido los 101 años. Larga vida vivieron ambos y tuvieron también la alegría y bendición de ver hijos, nietos y bisnietos. Vida dura vivieron, como fue el vivirla durante la Guerra Civil Española y durante las tropelías del régimen dictatorial franquista. Pero también se gozaron con muchos logros. Ellos se sacrificaron para sacar a sus hijos adelante.

¿Por qué cuento estas experiencias personales?

Me he atrevido a decir que la Teología es un sin sentido porque si Dios (Teo<Θεός=Dios) es un misterio, ¿cómo podría hacerse un discurso (logía<λόγος=palabra, discurso, razón) sobre el misterio? ¿No dejaría, entonces, de ser misterio? Y, por lo tanto, “ese dios”, ¿no dejaría también de ser “Dios”?

Me pregunto si no habría que decir algo semejante respecto de la muerte. ¿Es posible elaborar una “tanatología” (tanato<θάνατος=muerte+logía<λόγος), un discurso sobre la muerte, cuando no se la conoce experiencialmente? ¿Basta con “verla”, “experimentarla”, en otros?

Aunque no he muerto, la muerte ha golpeado varias veces a mi puerta, como ya he señalado. Esos reiterados golpes me llevan, de manera casi inexorable, a reflexionar sobre esa experiencia no experimentada. Y, como natural consecuencia, a especular sobre ese hecho que sí está en mi horizonte vital. No se trata de una “tanatología”, sino, más bien, de una “tanatoeicasía” (θάνατος+εκασία=representación, imagen, conjetura, presunción): un conjeturar, un imaginar, un presuponer, hasta un fantasear acerca de la muerte. Por extensión, ¿deberíamos, de igual manera, dejar de hablar de “teo-logía” y empezar a discurrir acerca de una “teo-eicasía”?

Es lugar común afirmar que la muerte es la única realidad que tenemos garantizada al ciento por ciento. Así como nacimos, tenemos que enfrentarnos a nuestro final, al cierre de nuestro ciclo vital sobre la tierra. La muerte es posible porque ha sido posible la vida.

Por tanto, la reflexión –presuposición, especulación, discurrimiento, imaginación– sobre la muerte tenemos que realizarla desde la vida.

Sócrates afirmaba que la vida es preparación para la muerte.

En cuanto a mí, prefiero pensar que la reflexión acerca de la muerte es una preparación para la vida, y es desde la vida, solo desde la vida, como podemos especular sobre la muerte. Además, esa preparación se realiza sobre la marcha: la vida que vivimos es la palestra sobre la que se libra la lucha agónica (γωνία< γών=lucha) de vivir como experiencia de ir venciendo a la muerte. Nadie quiere la muerte, ni siquiera el suicida, porque éste, dejamos de lado casos que podrían considerarse patológicos, que decide poner fin a su vida, quisiera seguir viviendo si las circunstancias fueran otras.

Consecuentemente nos preguntamos:

¿Qué significa reflexionar sobre la muerte?

En primerísimo lugar, se trata de un intento de postergarla. Mientras la pensamos no está presente, pues cuando se haga realmente presente la “viviremos” y dejaremos de estar y de pensarla.

Luego, reflexionar sobre la muerte significa preguntarnos por la vida, cuyo fin es aquella.

Tenemos que discernir sobre el doble significado de la palabra “fin”. El fin es término, acabamiento de lo que hay de perecedero en una determinada realidad: el fin de la película o de un partido de fútbol; el fin de una clase; o el fin de una vida. El fin es llegar al límite temporal de la existencia o de cualquier actividad que se esté realizando o de cualquier realidad.

Pero fin es también aquello “para lo cual” se llega o se pretende llegar al fin(al). Es el sentido que tiene aquello que llega o va a llegar a su término.

En el caso de la existencia humana, si el ciclo vital se cierra con la muerte, ¿cuál es el sentido último de ese ciclo?

El sentido último no es, entonces, el sentido de lo último sino de lo penúltimo: del lapso entre el comienzo de la vida y su final.

Si “me” acabo, es decir, si mi vida se acaba, ese fin, la muerte que se espera en la incertitud de su tiempo propio (de su kairós: καιρός), ¿tiene (¿habrá tenido?) su propia finalidad?

A lo largo de la historia –y muy en particular de la historia de las religiones– se han ofrecido múltiples respuestas a esta pregunta. En nuestra opinión, todas ellas son respuestas provisionales, sujetas, en última instancia, a la verificación definitiva que no podemos certificar mientras vivamos.

Tanto el más acérrimo nihilista como el más dogmático teísta están subordinados a sus creencias. Puede discutirse, en ambas posiciones, acerca de las probabilidades de una u otra posición, pero siempre sus afirmaciones se circunscribirán al ámbito de sus respectivas fes.

No obstante…

No obstante lo expresado en las líneas precedentes, hay otras realidades relacionadas con el hecho de la muerte que se nos presentan crudamente.

Algunas de ellas se nos plantean como contradictorias; otras, como si fueran metáforas de realidades no vividas. Y ambas se mezclan.

De escritos pasados

Permítaseme expresar algunos de esos aspectos en palabras escritas en años anteriores, tanto por el propio autor de estas líneas como por un querido amigo que ya enfrentó su destino final.

Ese queridísimo amigo, hijo de madre cubana y de padre norteamericano, se formó académica y profesionalmente en los Estados Unidos de América y llegó a ser un creativo y prestigioso cirujano cardiovascular. Su nombre: Ernest Howard Teagle. A su familia y a la nuestra nos unieron, por diversas razones, sólidos lazos de amistad y amor entrañable.

Los conocimos, a él y a su esposa Polly, en el crudo invierno illinoisiano” de enero de 1979. Él falleció a los 83 años, en febrero de 2013.

Meses antes, el lunes 26 de noviembre de 2012, cuando le descubrieron un cáncer terminal, nos escribió lo siguiente:

Queridos amigos Esperanza y Plutarco,

Ustedes habrán oído, de Jonatán, de mi reciente encuentro con el ángel negro. Me viene a la memoria el “Encuentro en Samarra”, el escrito de W. Somerset. [Véase, al final, ese relato].

Es difícil hablar, especialmente con aquellos a quienes amamos, de las últimas cosas, pero trataré, y espero que tú me respondas personalmente, filosófica y teológicamente, acerca de tus pensamientos sobre la muerte.

Yo estoy más que al tanto, desde la perspectiva biológica, de lo que me aflige y está a punto de derrotarme. No tengo temor, pero oro que no sucumba al existencial enojo irracional o a la vanagloria de una aguda melancolía. Irónicamente, cuando me dieron la noticia yo estaba leyendo la obra de García Márquez Memorias de mis putas tristes, acerca de un anciano de 90 años que busca el amor en un lupanar.

El tumor es inoperable y el radiólogo me dice que tengo tumor recidivo en el colon. Esto es tan extraño que mi curiosidad insiste en verificarlo, pues el tratamiento de dos cánceres primarios dispares requiere tratamientos médicos radicalmente dispares.

Dados la edad que tengo y los hábitos de mi estilo de vida, no me sorprende el diagnóstico. Por lo pronto no siento temor, pero espero evitar el enojo existencial y la depresión irracional que he encontrado en muchos de mis pacientes.

La próxima semana será de biopsias de tejidos y de concretar el plan para el tratamiento. Cuando tenga toda esta información me iré a Cayo Hueso con todos mis hijos y tomaré las decisiones acerca de qué hacer. El hecho de que tenga seis hijos y catorce nietos es una gran bendición que pretendo amar exuberantemente hasta el exceso.

Espero que me escribas pronto.

Mi afecto por los Bonillas es una gracia sobreabundante.

Ernie

Y luego, el 4 de diciembre de 2012, le escribí lo que sigue:

Nuestro muy amado amigo,

cómo desearía en este preciso momento tener el suficiente dominio de la lengua inglesa para poder comunicarte no solo mis pensamientos, sino, de manera muy especial, mis sentimientos y emociones. [. . .] Me siento incluso orgulloso cuando escucho a [mi hijo] Jonatán decir que tú eres su segundo padre. [. . .] En la presente situación, la mejor expresión de nuestro amor sería darte un muy prolongado abrazo palmeando tus espaldas en sagrado silencio, porque el amor es sagrado. Esta experiencia de sacralidad, ¿no está incluida en tu afirmación de que la amistad es un accidente de la fe?

[. . .] Jonatán nos envió el pasado jueves copia de tu carta. La noticia fue muy, muy desagradable y nosotros sentimos entonces y seguimos sintiendo dolor, compartiendo el dolor de un ser amado, con la esperanza de que el dolor compartido sea, para ti, dolor mitigado. [. . .]

Hace unas semanas, Juan Stam y yo tuvimos un intercambio de correos electrónicos, relacionados con algunos temas teológicos. En uno de ellos, dije algo que, al parecer, le sorprendió, pues me dijo que le había gustado. En efecto, al hablar de la fe dije: “Yo creo que creo”. Dijiste en tu carta que no le temes a la muerte. Creo que yo tampoco. En estos precisos momentos, cuando escribo estas palabras, algo me vino a la mente. Pasé por una muy difícil situación psicológica cuando Priscila falleció. Un día, Esperanza [mi esposa] me dijo algo que me fue de bendición. Me dijo: “no pienses en que Priscila falleció. Piensa más bien en todas las cosas bellas que tú viviste con ella”. Entonces, comencé a recordar cosas que había olvidado por mucho tiempo.

Recordé cuando ella tenía menos de dos años y nosotros vivíamos en Princeton. La tomé en mis brazos, abrí la puerta de enfrente de nuestro apartamento, puse su pequeñita mano en la palma de la mía… y las extendimos hacia afuera… y dejamos que la nieve –la primera nieve real que tanto ella como yo habíamos visto– tocara nuestras manos. Todavía tengo vívida esa escena en mi mente.

No sé realmente por qué he recordado esa particular experiencia. ¿Será porque al hacernos mayores tenemos que recordar las muchas bendiciones –las “cosas bellas”– que hemos recibido en nuestra vida... y que podemos continuar ofreciendo “cosas bellas” a quienes estén a nuestro alrededor? ¿Y que, al ser de bendición, nosotros somos bendecidos?

                                      [. . .]

Me preguntas acerca de qué pienso acerca de la muerte. Por un tiempo ya, no he pensado acerca de la “Anciana Señora”, porque he decidido que es mejor pensar sobre la vida. Lo que haya después de la muerte, lo dejo a la gracia misericordiosa de Dios, porque él es la plenitud de amor. Dije antes que no temo la muerte. Pero sí he de confesar que temo llegar a ser una persona “viva” pero no una “viva persona”, como resultado de alguna extraña enfermedad o de un accidente. Por esta razón, mi oración diaria no es que Dios me libre de cualquier situación dolorosa que deba enfrentar, sino que me conceda tal integridad personal y tal fortaleza espiritual y psicológica que pueda hacer frente a cualquier situación por la que deba atravesar.

Mi hijo Jonatán y yo visitamos a Ernie en enero. Y el sábado, 19 de ese mes, él escribió este mensaje:

Especialmente para Esperanza,

La visita de Jonatán y Plutarco no solo fue muy exitosa, sino que ellos alentaron mi corazón y elevaron mi espíritu. Solo tu presencia habría hecho que hubiera sido mejor.

Tiendo a ver la realidad como un masivo bloque de mármol en el que los escultores cincelan. Son filósofos y teólogos, la mayoría de ellos, indecisos quejumbrosos, temerosos de decir la verdad sin tapujos.

[. . .]

Por supuesto, hay, igualmente, un lado femenino. Un golpe rápido de la muñeca que quita el polvo, que oculta la preciada gema y la expone a la luz.

Nuestra amistad hace que mi muerte sea tolerable y sin temores. Muchas gracias por tu presencia en mi vida.

Con amor total [Estas tres palabras las escribió en castellano]

Ernie

Habíamos tenido, Ernie y yo, conversaciones acerca de un ensayo cuyo autor era amigo, y Ernie me pidió que le diera mi opinión acerca de ese texto. El mismo mes de enero, le escribí lo siguiente, en cuya traducción he respetado mi uso de bastardillas y subrayados original. Los corchetes se han añadido para completar nombres u ofrecer información adicional, y cuando aparecen incluyendo tres puntos sucesivos indican que algo se ha elidido por no ser pertinente:

Querido Ernie,

He leído el ensayo de Schroeder. Posteriormente, después de mi propia reflexión sobre el tema, leí los comentarios que habían escrito David [Watson] y Jerry [Montroy].

Me parece que el ensayo de Schroeder es precisamente una exposición metafísica basada solo (o sobre todo) en una única frase de Pablo como si ese fuera el único punto de vista de las Escrituras sobre ese tema. Puedo decirte que, al hacerme de más edad, más y más temo no a la muerte, sino a la especulación metafísica. Ello me recuerda aquella historia (o leyenda, no estoy seguro, pero eso es indiferente) de la respuesta que Hegel le dio a uno de sus discípulos cuando el joven le hizo la observación de que la realidad no se conformaba con el esquema mundial que el profesor había planteado. El afamado profesor replicó así: “Tanto peor para la realidad”. (Tenemos que recordar, también, la visión que Hegel tenía del futuro de los Estados Unidos de América…).

La frase de Pablo (“el último enemigo” [1 Corintios 15,26]), tomada aisladamente suena como una afirmación metafísica, filosófica o teológica, es decir, como afirmación abstracta, especialmente cuando se relaciona con “el temor a la muerte” y al considerar a esta (o al tener nosotros conciencia de ella) como el enemigo final. Porque la realidad es que no es verdad que todos los seres humanos la teman. Incluidos los cristianos. He conocido cristianos que, en cierto sentido, consideraban que la muerte era una especie de amiga, y no precisamente porque estuvieran pasando por insufribles padecimientos o porque estuvieran desesperados, sino porque ellos habían vivido ya una larga y muy bendecida vida y habían llegado a la conclusión de que la muerte significaba, para ellos, el descanso del cansancio propio de esa larga vida. (Y no hablemos de aquellos no cristianos que han vivido una vida dedicada al bienestar de otros, que han sobrevivido la tortura y continúan en la misma lucha, que no tienen miedo a la muerte y enfrentan la propia con integridad. No especulo al afirmar esto. He conocido a tales personas. De hecho, estoy pensando en estos momentos en una persona que fue mi profesor, en la Universidad, de Literatura Costarricense, y fue el más renombrado escritor de literatura para niños en su país, un hombre de extraordinaria sensibilidad).

Hay otro aspecto de este problema que Schroeder no toma en cuenta. ¿Es el temor a la muerte siempre “temor a la muerte” o temor a ese posible dolor que precede a la muerte? Esto se nos muestra dramáticamente real en aquellos que están siendo torturados. He conocido a personas que me han dicho precisamente eso: que han visto sufrir tanto a algún familiar que eso es lo que ellos temen. Siento que ese es mi propio caso…

También encuentro que el ensayo de Schroeder se centra solo en una visión jurídica de las relaciones entre Dios y los seres humanos. Y al ser así, es unilateral. ¿Es esa la única perspectiva que encontramos en las Escrituras? ¿Cuál es el significado, en el Antiguo Testamento, de la expresión, referida a la muerte de algunas personas, que dice que “ellas durmieron con sus antepasados?” Ahí no encuentro, en ninguna parte, la “presencia” de el último enemigo.

Más aún: ¿Fue esa manera de entender la relación con la muerte, la misma que tenía Jesús? Me gustaría, en este preciso aspecto, plantear lo que en mi opinión ha sido un problema en la teología cristiana, en particular desde la Reforma. Permíteme plantearlo de esta manera: Considero que la persona de Jesús es el núcleo central de las buenas nuevas. Esa persona concreta, no una doctrina acerca de ella. Permíteme explicar (o tratar de explicar) qué quiero decir…, aunque soy consciente de los problemas implícitos al afirmar que Jesús es “el fundamento fundante” de nuestra fe y vida.

Aunque, de los libros del Nuevo Testamento, los Evangelios no fueron los primeros que se escribieron, no fue por accidente que cuando se formó el Nuevo Testamento esos Evangelios se colocaron al principio de la colección. Es verdad –sea dicho de una vez– que los Evangelios mismos representan diversas perspectivas teológicas de la persona de Jesús. Pero ellos nos presentan al Jesús que conocemos. Y aquí está mi pregunta: ¿Debemos leer los Evangelios a la luz de las Epístolas del Nuevo Testamento o leer estas Epístolas a la luz de los Evangelios? Considero que no se trata de una mera pregunta retórica. ¿A qué le damos la preferencia? ¿A la vida de Jesús o al posterior desarrollo de las doctrinas acerca de Él? No es cuestión de decidir entre “esto o aquello”, sino de determinar qué entendemos a la luz de qué.

¿Y qué encontramos en los Evangelios?

Schroeder cita un texto del Evangelio que menciona que debemos temer “a quien puede destruir tanto el cuerpo como el alma”. Pero, por una parte, no explica cuál es el papel que aquí juega “el alma” o qué quiso decir Jesús con esa palabra [o la palabra aramea correspondiente]. Y, por otra parte, como Jerry Montroy ha destacado acertadamente, [en el ensayo de Schroeder] no se hace mención –o, por lo menos, no se hace ninguna mención significativa– no solo del amor de Dios sino también de las consecuencias de la resurrección de Jesús en la comprensión jurídica de las relaciones personales entre Dios y los seres humanos. Si con su muerte y resurrección, Jesús “mató la muerte”, ¿cómo es que la muerte continúa siendo “nuestro enemigo”? Si todavía lo es, es un enemigo ya conquistado. Como consecuencia, ¿por qué temerlo? No deberíamos.

Esto trae a mi mente otro texto bíblico que Schroeder no menciona: “Él [Jesús] participó de lo mismo [por ejemplo, “de carne y sangre”] para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al Diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2,14-15, RV 1995).

En contraposición al acercamiento jurídico al tema de la muerte, podríamos recordar el Himno cristológico en la deuteropaulina epístola a los Colosenses [1,15-20]. En ella, el autor entiende la muerte y resurrección de Jesús en términos cosmológicos y habla acerca de la reconciliación de todo el universo.

Qué sea la vida después de esta vida ligada-a-la-tierra, realmente no lo sabemos. El lenguaje bíblico relacionado con este tema es metafórico. Incluido –así pienso– lo que menciona David al citar a Snaith: el himno que cantaremos en la eternidad. […] Un escéptico exsacerdote católico, que fue mi profesor de Metafísica en la Universidad de Costa Rica, me dijo, en cierta ocasión, que la percepción cristiana del cielo era muy aburrida. “¿Se imagina –añadió– pasar toda la eternidad cantando?”. Fue ciertamente una caricatura, y él era consciente de ello, pero refleja el carácter metafórico de la manera bíblica de expresar lo inexpresable…

Quisiera hacer una última observación –aunque en el ensayo de Schroeder hay otros detalles curiosos e interesantes que merecen comentarse–. Es esta: la visión final del Apocalipsis no es camino “hacia arriba”, sino “hacia abajo”. La gente no ascenderá al cielo, sino que la Ciudad Santa (¿el cielo? ¿la última palabra de Dios en la historia?) descenderá… Pero también esto es metáfora.

 

Después de todos estos diálogos, recibimos la noticia de que el Dr. Ernest H. Teagle había concluido su peregrinaje en esta Tierra.

Y el dolor atenazó nuestro corazón.

¿Y ahora?

No puedo decir que mi opinión haya cambiado mucho. Sigo sosteniendo lo dicho hasta ahora, pero quisiera hacer explícito lo que ha estado implícito, de alguna manera, en lo anteriormente relatado y, quizás, añadir algunos otros matices.

Primero: Hay otro aspecto digno de reflexión: es el que tiene que ver con la relación muerte-esperanza.

Esa, me parece, es una relación universal…, aunque la esperanza de algunos sea que no hay, o que no haya, nada después de la muerte. Quien cree que con la muerte se acaba todo respecto de la existencia personal espera, precisamente, eso. Pero lo espera mientras está vivo. Esa es su esperanza.

He oído de personas –incluidas algunas que se confiesan cristianas– que se afligen al pensar en la posibilidad de esto último: de que todo acabe en la nihilidad. Me parece que tal temor no tiene sentido. Si todo se acaba para la persona cuando fallece, esta no existirá ya para lamentarlo. Y si al morir “descubre” que sí hay algo, esa sería su gran sorpresa.

Al hablar de la “ausencia” –que es una especie de nada relativa–, Jean Paul Sartre pone un ejemplo que recuerdo así: Si voy al bar, esperando encontrar allí a mi amigo “X” y no lo encuentro, su ausencia –esa “nada relativa”– se me hace existencialmente real. No es lo mismo si voy al mismo bar sin esperar encontrar a nadie en particular y mi amigo “X” no está. Entonces, ni siquiera sentiré su ausencia.

Segundo: La esperanza implica fe. Sin importar el signo de esa esperanza, que será también el signo de la fe. Por ello, hay, así mismo, una relación muerte-fe.

Quien vive tiene una fe respecto del final de su existencia. Las religiones tienen, a este respecto, fes particulares. Y desde las religiones dogmáticas, los seguidores de cada una creen, más o menos firmemente, que el contenido de su fe es el (¿único?) verdadero. Por eso, es del dogmatismo de donde se derivan la intolerancia y la intransigencia. Sin al menos un mínimo de duda, la fe puede ser (¿o es?) ciega.

La fe objetiva no existe, porque la fe es siempre la fe de un sujeto y, por ende, subjetiva. Si se objetiviza al sujeto, este deja de ser tal. Es la crítica de Victor E. Frankl al psicoanálisis: “La objetividad les llevó en algunos casos a la objetivización, a la reificación. En resumen, el psicoanálisis convirtió a la persona en un objeto” (1999, 32).

Respecto de la fe, la reificación del sujeto que vive concluye en el servilismo.

Tercero, no siempre el sentido de la vida tiene que ver con lo que se espera que haya, o no haya, al morir.

No es verdad universal eso de “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, como reza el texto de Isaías 22,13 que cita Pablo en 1 Corintios 15,32. Suele citarse ese texto sin tomar en cuenta que, en palabras de Pablo, “eso dicen algunos”. Y en el propio texto isaiano se añade: “dicen”, referido a aquellos que confiaban en sus propias armas y en su propio poder, y no en Dios.

Y no es verdad universal porque la historia está llena de personas –he conocido algunas– que, en busca del bien de los demás, sacrificaron sus propias vidas sin confiar en una recompensa después de muertas, y hasta sin creer en vida de ultratumba alguna.

Cuarto, la relación muerte-esperanza-fe se completa con el amor. Quien vive, ama. La persona o el objeto sobre quien se vuelque ese amor puede ser muy variado. Pero ese amor marcará así mismo el rumbo de la vida. Como ya señalamos, hay personas, y no son pocas, cuyas fes no se enmarcan en el ámbito de lo que podemos calificar como “fe religiosa” y, no obstante ello, entregan sus vidas por amor a los demás. Amor que se expresa de muchas maneras: defensa de la vida de los desamparados, de los marginados, de los pobres y de los empobrecidos, de los discriminados, de los despreciados por sus ideas religiosas o políticas, etc. Hans Küng lo ha expresado muy bien en su obra Una muerte feliz (2016): “De hecho se constata que, en la historia, justamente las personas que no fundamentaron su humanismo en la religión mostraron un enorme compromiso por un mayor humanitarismo”.

Sin algún tipo de amor –aunque este haya desvirtuado su destino– es imposible vivir.

Quinto, frente a la muerte de un ser amado, que es la muerte que más duele, el doliente debe proyectarse hacia la vida.

René J. Trossero, escritor y poeta argentino, en la dedicatoria de su libro No te mueras con tus muertos (1999), escribió las siguientes palabras:

A mi madre que,

viuda a los 22 años,

no eligió la muerte,

para morirse con su esposo,

sino la vida,

para vivir conmigo.

Y en otro de sus poemas, añade:

Con el religioso respeto

con que se ingresa a un templo;

con la cálida ternura

con que se acaricia a un niño;

y con la cuidadosa delicadeza

con que se cura una herida,

me acerco a ti,

hermano que estás de duelo

y sufres el desgarrón de la despedida,

provocado por la muerte,

para entregarte estas simples palabras.

Algunas te servirán de alivio y de consuelo,

otras te irritarán, ¡seguramente!,

porque no dicen lo que tú sientes ahora.

No te impacientes;

acéptalas como indicadoras de un camino,

que hay que recorrer con tiempo,

y no como preceptoras de un deber

que ya debieras haber cumplido.

[. . .]

Tú tienes por delante

un camino largo y doloroso,

y el presentarte la meta

no es para impacientarte,

ni para reprocharte por no haber llegado,

sino para alentarte a seguir andando.

[. . .]

Amigo,

tu propia muerte te asusta,

y la muerte de tus seres queridos te duele.

[. . .]

Frente al dolor que se siente ante la muerte de un ser amado o frente al temor que pueda sentirse ante ella, o ante la incertidumbre de lo que pueda precederle, el camino es continuar caminando, porque “solo se hace camino al andar”, como bien lo cantó Machado.

Y sexto, la esperanza cristiana radica en el hecho de que, con su muerte, el resucitado Jesús mató la muerte y así la despojó de su horror. Y lo hizo porque Él asumió ese horror, el suyo y el nuestro. Esa es la enseñanza del Getsemaní y del sudor de Jesús que “caía a tierra como grandes gotas de sangre” (Lucas 22,44). Y es secundario, para nuestros propósitos, que algunos importantes manuscritos no contengan los versículos 43 y 44 de este pasaje.

Y bien lo expresó la poeta malagueña Isabel Pavón, en su poema Noa:

Escuchad, 

escrito está morir,

en quien creer mientras vivimos,

a nosotros corresponde.

En esa esperanza, el cómo haya de ser lo que haya después, nadie lo sabe a ciencia cierta, porque nadie sabe, a ciencia cierta, el significado definitivo de las metáforas con que se la describe en los textos sagrados. Para quien tiene esa esperanza, eso carece de importancia, pues, “siempre estamos animosos, aunque sepamos que mientras sea el cuerpo nuestro domicilio, estamos desterrados del Señor, porque nos guía la fe, no la vista” (2 Corintios 5,6-7, Nueva Biblia Española). “Siempre estamos animosos”, porque por la fe descubrimos el profundo sentido lúdico de la vida, en medio de cualesquiera circunstancias.

Concluimos con el poema titulado “En la muerte de mi padre”, de José Luis Martín Descalzo. Fue publicado, poco antes de su propia muerte, en el libro titulado Testamento del Pájaro Solitario (1991):

Y entonces vio la luz. La luz que entraba
por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba.

Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.

 

Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;

tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura.

Adenda: Esta es la leyenda de La cita en Samarra, de William Somerset Maugham, mencionada por el Dr. Teagle:

Leyenda de la cita en Samarra

Había en Bagdad un mercader que envió a su criado al mercado a comprar provisiones, y al rato el criado regresó pálido y tembloroso y dijo: Señor, cuando estaba en la plaza del mercado una mujer me hizo muecas entre la multitud y cuando me volví pude ver que era la Muerte. Me miró y me hizo un gesto de amenaza; por eso quiero que me prestes tu caballo para irme de la ciudad y escapar a mi sino. Me iré para Samarra y allí la Muerte no me encontrará. El mercader le prestó su caballo y el sirviente montó en él y le clavó las espuelas en los flancos huyendo a todo galope. Después el mercader se fue para la plaza y vio entre la muchedumbre a la Muerte, a quien le preguntó: ¿Por qué amenazaste a mi criado cuando lo viste esta mañana? No fue un gesto de amenaza, le contestó, sino un impulso de sorpresa. Me asombró verlo aquí en Bagdad, porque tengo una cita con él esta noche en Samarra.

Bibliografía

Frankl, Victor E. 1999. El hombre en busca del sentido último. Barcelona: Paidós Ibérica.

Küng, Hans. 2016. Una muerte feliz. Madrid: Trotta.

Martín Descalzo, José Luis. 1991. Testamento del Pájaro Solitario. Estella (Navarra): Verbo Divino.

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Plutarco Bonilla Acosta, Licenciado en Filología, Lingüística y Literatura (Universidad de Costa Rica) y Master en Teología (Princeton Theological Seminary). Fue profesor y Rector del Seminario Bíblico Latinoamericano. Autor de dos libros y de artículos sobre Filosofía, Teología y Biblia. Jubilado, vive en Costa Rica.

plutarco.bonilla@gmail.com

Artículo recibido: 10 de agosto de 2021.

Artículo aprobado: 24 de octubre de 2021.