Vida  y

Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

Volumen 37 Número 1 y 2  -  Cátedra de Teología Latinoamericana UBL

19-20 de abril, 2017 - San José, Costa Rica

La Reforma y las reformas

Aportes inter-contextuales desde América Latina

 

 

La irrupción de “lo nuevo”

Cambio(s) de paradigma(s) y renovación del testimonio ecuménico a la luz de la herencia teológica de la Reforma

 pp. 161-177

 

Daniel C. Beros

 

 

 

Resumen: El artículo busca articular la doble perspectiva que componen (a) la profunda crisis y necesidad de renovación del movimiento ecuménico en el contexto actual de América Latina; y (b) la pregunta por el aporte del pensamiento teológico de la Reforma con el fin de discernir y formular los criterios "paradigmáticos" que puedan impulsar una renovación tal en nuestro continente.

Abstract: The article develops the double perspective of (a) the profound crisis and need for renovation of the ecumenical movement in the current context of Latin America; and (b) the contribution of the Reformation’s theological ideas toward discerning the “paradigmatic” criteria that can motivate a similar renewal on our continent.

Palabras claves: movimiento ecuménico, cambios de paradigma, crisis, teología de la Reforma, renovación.

Keywords: ecumenical movement, paradigm changes, crisis, Reformation theology, renewal.

 

 

 

Introducción

Con el presente trabajo nos propondremos realizar un aporte a la discusión sobre los desafíos que le plantean al pensamiento y a la praxis ecuménica actual los cambios de paradigma que –en distintos campos– han tenido lugar en los últimos años en la región y el mundo. Con el fin de precisar y acotar una cuestión tan vasta y compleja, resulta útil recurrir a las reflexiones que vienen desarrollando al respecto tanto las iglesias como el propio movimiento ecuménico en América Latina y el Caribe.[1]

Una referencia significativa nos la proveyó la “Consulta sobre Misión y Sostenibilidad” (septiembre a noviembre de 2015), desarrollada en el marco del “proceso de reestructuración” y de elaboración de un “Plan Estratégico 2016-2020” que se propuso el CLAI. El documento, sin ser un posicionamiento “oficial” de la institución, ayuda a componer un cuadro aproximado de la “lectura” que se viene realizando sobre la situación del movimiento ecuménico en general y del CLAI en particular.[2]

Allí se pone de manifiesto que la situación actual se caracteriza por un debilitamiento de la “identificación” de las iglesias e instituciones miembros con el CLAI, que redunda a su vez en una merma de su “contribución” a la sostenibilidad del organismo. Se diagnostica una “crisis” del movimiento ecuménico en general y del CLAI en particular, de dimensiones profundas y consecuencias graves, que ponen en riesgo la continuidad del esfuerzo ecuménico en la región. Tal crisis aparece asociada, entre otros factores, a una “pérdida de mística” del CLAI y a una “sequía profética” de las iglesias evangélicas ecuménicas, que tendrían grandes dificultades “para vislumbrar su rol en el continente” – ello en un contexto cambiante, que plantea múltiples y radicales desafíos a la búsqueda de unidad en pensamiento y acción, en los más diversos campos.

Con el fin de buscar alternativas superadoras desde el CLAI, allí se plantea la necesidad de realizar “recomendaciones sobre temas prioritarios y definir estrategias de acción”, que promuevan una “renovación” profunda del testimonio ecuménico y de la “cultura institucional” del CLAI. Es precisamente en virtud de ello que en la mencionada consulta se le atribuye una gran importancia – entre otros factores – a la elaboración de una comprensión adecuada de los “cambios de paradigma” que están teniendo lugar a nivel global y en las propias iglesias, así como de los “cambios epistemológicos” asociados a ellos. En virtud de la temática que nos ocupa cabe destacar además la mención que allí mismo se hace de la “oportunidad” que significaría para el CLAI y las iglesias que lo integran, de “repensar su identidad, su rol y su compromiso cristiano ecuménico” a partir de la recuperación del “marco epistémico de la Reforma Protestante”.   

En vistas de la reconocida necesidad de renovación del movimiento ecuménico, las observaciones y afirmaciones que encontramos en la “Consulta sobre Misión y Sostenibilidad” convocada recientemente por CLAI le atribuyen gran importancia a la pregunta por el significado de las nuevas formas de experimentar, interactuar y –particularmente– de (re-)conocer “la realidad”, que marcan la situación actual; así mismo, señalan la necesidad de indagar qué aporte pueda realizar al respecto el pensamiento teológico asociado a la tradición de la Reforma, considerando nuestro contexto específico. Con ello dejan planteada la tarea teológica de discernir y formular los criterios fundamentales, “paradigmáticos”, que puedan impulsar una renovación del pensamiento y la praxis ecuménica con sentido auténticamente evangélico en medio de la cambiante realidad actual en nuestra región.

Así hemos dado un paso importante para precisar y acotar nuestro aporte, que tendrá por meta indicar algunas pistas que contribuyan al mencionado discernimiento criteriológico en base a la herencia teológica reformadora.[3]

1. El inicio de la Reforma y la lucha por la “liberación de la teología”

En nuestra memoria colectiva el inicio de la Reforma Evangélica está ligado  indisolublemente con el 31 de Octubre de 1517. Ello radica en que ha quedado adherida a aquella víspera del “Día de todos los santos”, en que el monje y profesor de teología Martín Lutero clavó sus famosas 95 tesis “sobre el valor de las indulgencias” en las puertas de la Iglesia del Castillo, en la ciudad de Wittenberg (Lutero 1967b, 7-15). Así, en nuestra percepción general, el punto de partida es identificado con la aparición pública de quien habría de convertirse más tarde en Reformador de la Iglesia.

De hecho, la intervención de Lutero fue acompañada por una serie vertiginosa de sucesos que conmocionaron a la cristiandad occidental en su conjunto, que de uno u otro modo expresaban la necesidad de implementar una reforma de la iglesia “en la cabeza y en los miembros”, ya largamente ansiada.[4] Si bien no siempre fueron protagonizados por el propio agustino, esos acontecimientos mayormente lo tuvieron en el centro de la escena, al menos hasta fines de los años ‘20 (hasta aprox. la “Dieta de Augsburgo” de 1530). Ese trasfondo histórico primario y una compleja –y problemática– dinámica posterior de construcción de la “memoria cultural” (Assmann 2002) alemana y europea, hicieron de aquel gesto y su protagonista su figura simbólica axial.[5]

Sin embargo, hay una dimensión esencial ligada al inicio de la Reforma, que aunque no está suficientemente representada en nuestra conciencia común, nos interesa mucho rescatar en una reflexión como esta. Se trata, por cierto, de un aspecto menos “espectacular” que el mencionado anteriormente, aunque haya sido precisamente allí, de forma oculta al gran público de su tiempo, donde fue avivada la chispa que habría de inflamar el fuego del Espíritu en medio de la realidad histórica tardío-medieval. El mismo radica en que, como consecuencia de la serie de descubrimientos disruptivos que venía haciendo en sus eruditos y apasionados estudios bíblicos y lecciones académicas,[6] el joven profesor de teología, pocas semanas antes, en el mes de septiembre de 1517, había lanzado una crítica radical y frontal a todas las teologías de su tiempo, plasmada en su –casi ignota, incluso para el público eclesial y teológicamente interesado– “Disputación contra la teología escolástica” (Lutero 1955).[7] 

Para nuestros fines es importante comprender las razones de fondo que esgrimió Lutero en ese manifiesto crítico-teológico. En él su diagnóstico señala que el discurso teológico de su época, sin saberlo, había sufrido una especie de “cautiverio babilónico”.[8] Según su opinión, ello estaba dado por el hecho de que el paradigma de fondo de esa teología había sido inficionado por el Zeitgeist (“espíritu de la época”) y su lógica dominante, expresada entonces por las categorías adoptadas de la filosofía y la ética aristotélica – desoyendo así, de facto, la advertencia apostólica: “no se acomoden a los esquemas de este siglo” (Ro 12,2). A la luz de su redescubrimiento de la justicia de Dios como Evangelio, expresada en el mensaje pascual del Cristo crucificado y resucitado, Lutero identificó la raíz más honda de esa cautividad –irreconocible desde otra perspectiva– en la operación de inversión y corrupción “humana, demasiado humana”, que describió concisa- y lapidariamente en la tesis 17 de la mencionada disputación:

El ser humano por naturaleza no puede querer que Dios sea Dios; antes bien, él quiere que él sea Dios, y Dios no sea Dios.

Ese ser humano, que Lutero descubre en su lectura de las Escrituras y reconoce en su experiencia histórica como protagonista de la sociedad temprano-capitalista,  piensa que “su deseo puede elegir libremente entre alternativas opuestas” (cf. tesis 5) y por lo tanto vive en la falsa creencia de “ser señor de sus actos de principio a fin” (cf. tesis 39), pero en verdad existe como siervo, ello es: como su-jeto a su deseo ilimitado y vacuo. Su condición sujeta, su cerrazón fundamental, es sellada por la sutil telaraña que teje procurando dar sentido y forma a su mundo hermético mediante su lenguaje. Creyendo realizar y comunicar su libertad esencial, paradójicamente no logra otra cosa que enredarse cada vez más férreamente a sí mismo en su autojustificación discursiva, en su “teología”. Así Lutero describe a Adán, quien “si fuese posible… quisiera que no hubiese ley alguna y que ella misma [e.d., su voluntad]  fuese totalmente libre” (tesis 86), como el teólogo par excellence. [9]

Articulada desde una disposición existencial como esa, la palabra teológica se vuelve una ancilla o sierva de la voluntad de auto-posicionamiento del ser humano, de su conatus essendi (E. Lévinas). Pues mediante la “luz” de su refinada intelección, en realidad oscurece y oculta el entramado de relaciones de poder en que se sostiene el orden reinante de cosas, en sus múltiples pliegues personales e institucionales. Así esa teología contribuye decisivamente a imponer, legitimar, extender y administrar “lo dado”. Por seguir con absoluta fidelidad el curso de aquel pensamiento que, según el famoso dictum de Hegel, como “el búho de Minerva solo levanta su vuelo al romper el crepúsculo” (Hegel 1993), su “servicio” no consistirá en otra cosa que en proveer su mortecina relumbre, su “aroma espiritual” (K. Marx) a lo que siempre es más de lo mismo, a todo lo que es “viejo” y está llamado a pasar.[10]

A la luz de la revolución paradigmática que tuvo lugar con el redescubrimiento de Lutero, el sujeto de una teología así, por no dejar de cavar obsesiva- y enceguecidamente para sí “cisternas rotas”, abandonando “la fuente de agua viva” (cf. Jer. 2,13), podrá hablar de Dios y de Jesucristo, del Espíritu Santo y de la gracia, incluso de los “cuatros solos” evangélicos, de la justicia, del amor y del compromiso con los pobres o la responsabilidad con el cuidado de la creación; podrá adoptar un enfoque hermenéutico-metafísico, ético-moral o revestirse con la tónica vibrante de la emocionalidad espiritualista y carismática; podrá tomar prestado su lenguaje de otras disciplinas científicas o querer traducir sus conceptos en forma coloquial; podrá desarrollar un ensayo teológico como este, un programa de reforma institucional, una predicación dominical o protagonizar una campaña evangelística, micrófono en mano, ante multitudes fervorosas – en todo ello, sin embargo, esa teología no será otra cosa que una fruta reluciente por fuera, pero podrida por dentro; una retórica sin consuelo ni auténtica esperanza.

2. La irrupción “de lo nuevo”: esbozando una gramática genuinamente teológica en la tradición de la Reforma

Si seguimos la crítica planteada por Lutero a la teología de su época, a la que esencialmente le reprocha haber negado su vocación, contribuyendo a cimentar la “encorvadura sobre sí mismo”, la violenta cerrazón del ser humano y las instituciones en las que vive y se mueve, cabe preguntarnos: ¿Dónde radica entonces la fuente de auténtica esperanza frente a ese diagnóstico aparentemente tan desolador? Una indicación valiosa nos la ofrece el sencillo inicio de la liturgia del culto comunitario, que cada domingo se celebra en nuestra propia comunidad de fe, la Iglesia Evangélica del Río de la Plata, cuando invita a la comunidad creyente a escuchar y confesar con el salmista la común esperanza en la venida, en el adviento de Dios: “¿De dónde vendrá mi ayuda?” Mi ayuda viene del Señor, que hizo los cielos y la tierra”. (Sal 121,2).

El descubrimiento reformador, experimentado, sufrido, confesado y luchado –no sin dolorosas contradicciones– por Lutero en su vida y su teología, radica precisamente en que la apertura del mundo clausurado del ser humano pecador y sus instituciones, entramadas igualmente en él –incluida su teología–, tiene lugar en el acontecimiento por el cual Dios mismo irrumpe en él mediante su Espíritu, al pronunciar la “Palabra de la Cruz” (1 Co. 1,18). Ello tiene lugar en la medida que esa palabra es escuchada y asentida en toda su dimensión, sin reservas; en la medida en que así el ser humano le dé la razón a Dios y lo justifique en sus razones (cf. Sal. 51,4).[11] Pues si deja valer para sí su justicia extraña, externa, promulgada “por todos nosotros” en la resurrección del Crucificado, a través de su sola fe, entonces el ser humano dejará finalmente que “Dios sea Dios”[12] y así –y solo así– quedará atrás una y otra vez el ser humano descripto por Lutero en la citada tesis 17 de su Disputatio contra scholasticam theologiam.

Por haber experimentado de ese modo la condena del pecado que vivía en ellos, por participar de la muerte de Jesús, los creyentes reconocen haber sido incluidos por pura gracia en su comunión pascual, de amor y justicia indestructibles. Así ingresan en un devenir inefable, en una renovación/revolución permanente de su completa existencia. Impulsados por el Espíritu de Dios, se abren a su reinar, a su llamado a vivir una vida en comunidad con Él y con el prójimo, a quienes habían perdido, y ahora han reencontrado en el Crucificado. Pues su metanoia, su conversión y su fe (cf. Mc 1,14ss), consisten precisamente en ello – y solo en ello: en “dejarse arrastrar al camino de Jesucristo, al acontecimiento mesiánico”, como señala Bonhoeffer en sus “Cartas y apuntes desde el cautiverio”, el 18 de julio de 1944 (1983, 253).

Si seguimos la huella de esa teología bíblica reformadora, de lo que se trata es de ser incorporados a aquella “escuela del Espíritu Santo” en la que la propia María, la insignificante y simple muchacha de pueblo en Israel, aprendió a testimoniar que el Dios de la Promesa, con la venida de su justicia y obrar cruciforme, “abaja lo elevado y levanta lo caído; quiebra a lo que es algo y de lo que es nada crea aquello que ama”.[13] Para esa comprensión precisa del contenido y el modo característico en que se articula el discurso teológico en tanto testimonio de la verdad del Evangelio, únicamente a quienes se expongan sin reservas a ese devenir concreto en la historia de Dios con su pueblo, también les será dado indicar –como Juan el Bautista (cf. Jn. 1,36)– aquel lugar donde es posible aguardar la irrupción de lo nuevo en su poder transformador y renovador: la nueva criatura y creación de Dios en Jesucristo (2 Co. 5,17).

Ese topos escatológico, al que se asocia la promesa que la justicia de Dios nos salga al encuentro renovadamente, y que así la experimentemos, conozcamos y sigamos, radica allí donde acontece el testimonio mutuo de la Palabra de la Cruz. Así, la forma esencial de vida de la comunidad de seguimiento que ha sido llamada a ser la iglesia, se hace manifiesta decisivamente en su vita passiva (vida pasiva),[14] en tanto que –por su fe– “padece”, deja valer incondicionalmente para sí esa Palabra – y no cualquier otra palabra, saber, ideología o programa que otros le digan o ella se vea tentada a decirse a sí misma. Pues la iglesia es creatura de esa Palabra (creatura verbi) o no es la Iglesia de Jesucristo.[15]

Únicamente en esa escuela –la de los profetas, la de Jesús, María, los apóstoles y una inmensa nube ecuménica de testigos, testigas y mártires– nos ha sido prometido llegar a aprender, una y otra vez de nuevo, a dejar de “llamar a lo malo, bueno y a lo bueno malo” y así –por la fuerza del Espíritu de Jesús– decir “qué es lo real” (Lutero 1967c, 42)[16] en medio de la realidad hermética del ser humano y sus instituciones – incluidas las iglesias y sus organizaciones ecuménicas.

3. Crisis y renovación del testimonio ecuménico: aprender a distinguir y juzgar allí donde irrumpe “lo nuevo” hoy

Según un punto de vista ampliamente compartido[17], el movimiento ecuménico mundial, y de manera muy particular, la ecúmene latinoamericana y sus instituciones, están atravesando una profunda crisis. Varios son los indicadores que se apuntan como manifestaciones de la misma. Según sea la perspectiva que se haya adoptado, se mencionan: la merma de alcance e incidencia de los programas que se ofrecen; la fragilización creciente de su sostenibilidad financiera; el incremento de la conflictividad cruzada que se verifica entre diversos actores y frentes personales, corporativos y confesionales, entre varios otros etcéteras.

Sin negar la validez (parcial) de tales indicaciones, en tanto señalen problemáticas reales que requieran ser adecuadamente atendidas, aquí es preciso abordar la cuestión desde una perspectiva distinta. Pues desde un punto de vista bíblico-teológico acorde a la gramática reformadora que esbozamos, una crisis es –como lo sugiere el enraizamiento semántico de nuestro vocablo en el verbo griego krinein y lo concretizan paradigmáticamente textos como el Salmo 82–, una situación en la que ya no se es capaz de distinguir, diferenciar, y por tanto, de discernir y juzgar qué es lo que está realmente en juego en ella.)[18] En un sentido primario y absolutamente decisivo, ella consiste en el abandono y pérdida del contexto fundamental de vida, creado por la renovada irrupción de la justicia de Dios en medio de la historia y de las instituciones humanas. [19]

Sobre el trasfondo de lo señalado hasta aquí, cabe preguntarse seriamente en qué medida los esfuerzos tendientes a promover la ansiada renovación del testimonio ecuménico –por mejor intencionados que sean– no permanecerán prisioneros de una lógica profundamente errónea, si –por los motivos y razones que fuese– a los criterios que los orientan se los busca primeramente en “planes de acción estratégica”, en la elaboración de una “agenda de temas prioritarios” o en una más o menos vaga preocupación por la “pérdida de mística” o la “sequía profética” o la falta del “fuego del espíritu” de las iglesias ecuménicas, sus instituciones y representantes.

Pues, en la medida que el diagnóstico de la crisis responda a ese tipo de patrones genéricos, como resultado de los mencionados esfuerzos se podrá esperar, quizá, el apuntalamiento remozado o el sostén endeble de “lo dado”, su mejor o peor administración circunstancial – pero jamás la anhelada renovación del testimonio ecuménico. Dicha renovación, en tanto atañe a la obra del Espíritu y a la fe, vendrá de otro lado – o no vendrá. Es por ello que –si se sigue la revolución paradigmática que tuvo lugar en el pensamiento teológico reformador–, la cuestión fundamental radicará en lanzarse mancomunadamente a la búsqueda y exploración del contexto fundamental de vida asociado promisoriamente a aquel topos histórico-real en que acontece el testimonio mutuo de la Palabra de la Cruz.[20]

Ese es el espacio de discernimiento comunicativo y político que ha recibido la inmensa promesa ecuménica de tomar parte –por la sola fe– de la trasformación y renovación liberadora de todas las cosas, incluido nuestro propio “entendimiento” (cf. Ro. 12,1-2). Allí es donde podemos aguardar esperanzadamente la crisis de nuestra crisis, la apertura salutífera de nuestra vida personal e institucional como anticipo auténticamente “pentecostal” del Espíritu del Resucitado (cf. Hch. 2; Jn. 20,19ss.). Por ese camino, la venida de su justicia pondrá fin una y otra vez a nuestra compulsiva obsesión por autojustificarnos, conduciéndonos a experimentar ya ahora las primicias de la meta definitiva establecida por Dios en su Jesucristo (cf. Ro. 10,4): ser parte del gran banquete ecuménico de los pueblos y de la creación toda (Ap. 19,7).

Ello no significa, en modo alguno, que se deba desechar todo esfuerzo por diagnosticar, analizar, revisar, planificar y evaluar en la vida de las iglesias y sus instituciones; o que no se requieran para ello los valiosos aportes que pueden ofrecernos otras disciplinas, saberes y recursos técnicos. Todo ello puede ser muy útil y necesario, y sería irresponsable no hacer uso de ello, allí donde realmente es preciso hacerlo. Lo que sí significa, en cambio, es que tales esfuerzos, recursos y herramientas de nada servirán si en nuestra vida institucional como iglesias y organismos de iglesias hayamos abandonado y perdido –sin quizá haber tomado cabal conciencia de ello– nuestro contexto fundamental de vida como personas y como comunidades de fe – y con él, aquello que nos capacita a diferenciar, distinguir, discernir y juzgar en cada caso, quod res est (Lutero), qué es lo que está verdaderamente en juego en cada caso, en cada lugar y situación – en el Espíritu de Jesús.

En un tiempo signado por múltiples y mortíferas cerrazones y violencias, en que rige el imperio comunicacional global de la “post-verdad” y todo lo sólido es fluidizado en mercancías intercambiables y desechables (Z. Bauman), preguntar desde esa fe cruciforme por la renovación del testimonio ecuménico, nos llevará –ante todo– a sumar nuestro clamor comprometido al de quienes, en su hambre y sed, desnudez y reclusión, anhelan ardientemente la irrupción de aquella justicia liberadora que los cristianos confesamos como fruto del reinar de Dios en el mundo y las instituciones humanas, exclamando a una voz:

“Levántate, oh Dios, juzga la tierra;

porque tu heredarás todas las naciones” (Sal. 82,8).

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Daniel C. Beros, Profesor de teología y pastor de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata.

danielberos@gmail.com

Recibido: 19 de abril de 2017

Aprobado: 6 de junio de 2017

 

 

 



[1] El presente aporte tuvo origen en una colaboración realizada para CLAI-Río de la Plata, que nos pidió volcar algunas reflexiones teológicas sobre de los desafíos que le plantea al pensamiento y la praxis ecuménica en la región los “cambios de paradigma” que ocurren en nuestras sociedades, abordando la temática a la luz de la tradición teológica de la Reforma.

[2] Los documentos mencionados pueden ser consultados en la página web de CLAI: www.claiweb.org

[3] Aquí debemos dejar necesariamente de lado el tratamiento de toda una serie de problemas y discusiones que, en otro marco, habría que retomar de forma explícita. Entre ellas se encuentra sin dudas la discusión en torno a la vigencia y el valor heurístico actual del planteo acerca de los “cambios de paradigma”, así como fuera desarrollado por Thomas S. Kuhn y su historia de las revoluciones científicas (1971). Otras discusiones igualmente pertinentes, aunque probablemente mucho más amplias, son las que vienen planteando otras disciplinas del saber (la filosofía, la sociología del conocimiento, el psicoanálisis, las neurociencias, las “ciencias duras”, etc.) y los múltiples “conflictos de interpretaciones” en torno a “la realidad” involucrados en ellas (sea lo que fuere que, en cada caso, se entienda bajo el concepto de “realidad”, complejizado enormemente por el impacto que conlleva el desarrollo de las TIC´s en casi todos los ámbitos).

[4] Cf. el trabajo de Thomas Kaufmann (2009) y (2016).

[5] Cf. Iglesia Evangélica en Alemania (EKD) (2015, 12s).

[6] Tales experiencias reveladoras, de orden intelectual, espiritual y pastoral, derivaron en el descubrimiento liberador y crucial del significado evangélico del concepto de “justicia de Dios”, como primera expresión paradigmática de lo “nuevo” que se gestaba en el curso que por entonces adquiría la “existencia teológica” de Lutero. Cf. el testimonio clásico del propio Reformador sobre el camino que lo llevara a realizar el mencionado descubrimiento (Lutero 1967, 331-338). La investigación sobre Lutero desarrollada en el siglo XX produjo un extenso debate interpretativo sobre el “giro reformador” en el pensamiento teológico del joven agustino. Al respecto informa Bernhard Lohse (1988).  

[7] NB: las citas que siguen a continuación son fruto de nuestra propia traducción al español de esta obra del Reformador, escrita y publicada originalmente en latín. Sobre la concepción de la teología y el trabajo teológico de Lutero en esta temprana etapa, ver el clásico y fundamental estudio del teólogo danés Leif Grane (1975).

[8] Aquí parafraseamos el título de la obra con que posteriormente describiría, en esos mismos términos, la situación de la cristiandad en su conjunto, sujeta al dominio dogmático e institucional del Papa y de la curia romana Cf. (Lutero 1967a, 173-259).

[9] Sobre este conjunto de percepciones teológicas fundamentales, ver las agudas interpretaciones que ofrecen Dietrich Bonhoeffer (1971) y Hans Joachim Iwand (1959).

[10] En este aspecto fundamental el diagnóstico luterano concuerda con el que realizaran – desde preocupaciones y abordajes ciertamente distintos – teólogos latinoamericanos de la liberación como Juan Luis Segundo (1975).

[11] Cf. Beros (2015, 50ss).

[12] Cf. el estudio de Philip S. Watson (2000).  

[13] Cf. Lutero (1967d). Para la discusión de los principios de una epistemología teológica en base a una relectura de este texto del Reformador, ver: Beros (2011).

[14] Sobre este tópico ver: Beros (2016b).

[15] Cf. Beros (2016a).

[16] Ver: Beros (2010).

[17] Ver la introducción, arriba.

[18] Con este enfoque nos movemos en un horizonte interpretativo muy cercano al que formula con respecto al pensamiento político la filósofa Hanna Arendt, quien sostiene que dicho pensamiento “se funda en la capacidad de discernir” (Arendt 2005, 19ss).

[19] En efecto: la trama dramática allí testimoniada deja en claro que esa incapacidad de discernimiento (vs 5) que sufren quienes han sido empoderados cual “dioses” con la vocación de hacer justicia al débil (vs 4), se asocia al mencionado abandono. Además, que ese abandono – expresado en no prestar atención al prójimo en su necesidad, en no “librarlo de la mano de los impíos”, haciéndole injusticia – supone su reemplazo por el establecimiento de otras lealtades, la aceptación de otros criterios de justicia y verdad, en sintonía con el orden y los intereses dominantes (vs 2-3). Y finalmente, que es ello lo que “hace temblar los cimientos de la tierra”, lo que pone en crisis el mundo creado de vida, y deriva en el mismo destino de muerte que sufren aquellos intereses y poderes (“los príncipes”) a los que se sirvió (vs 7). Sobre este trasfondo de violencia y muerte, brota el clamor orante de aquellos que piden por la venida del reinado de Dios y su justicia (vs 8). Hemos ofrecido una interpretación de este salmo al reflexionar sobre algunas implicancias político-económicas del concepto de “justicia” en la tradición bíblica. Ver: Beros (2013).

[20] Para un desarrollo más amplio de este aspecto central, ver: Beros (2016b).