Vida  y

Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

Volumen 37 Número 1 y 2  -  Cátedra de Teología Latinoamericana UBL

19-20 de abril, 2017 - San José, Costa Rica

La Reforma y las reformas

Aportes inter-contextuales desde América Latina

 

 

Justicia de Dios y misericordia infinita[1]

 pp. 273-290

 

Elsa Tamez

 

 

 

Resumen: En esta ponencia se enumeran los aportes más relevantes de su tesis doctoral “La justificación por la fe como afirmación de la vida”, Universidad de Lausana, Suiza (1990). Se analiza la justificación por la fe desde la perspectiva de los excluidos, y profundiza en la justicia de Dios como misericordia infinita, retomando los conceptos del pecado estructural y el rol de la ley, la condición humana y el perdón infinito.

Abstract: In this article the author enumerates the most significant contributions of her doctoral thesis, "Justification by Faith as an Affirmation of Life", University of Lausanne, Switzerland (1990). She analyzes justification by faith from the perspective of the excluded ones and deepens the discussion of the justice of God as infinite mercy, going back to the concepts of structural sin and the role of the law, the human condition and infinite forgiveness.

Palabras claves: justicia de Dios, perdón, condición humana, pecado estructural.

Keywords: God’s justice, forgiveness, human condition, structural sin.

 

 

 

1. La justificación por la fe y práctica de la justicia, una relectura para los años 80s y 90s

En la segunda mitad de los 80s, de 1986 a 1989, me dediqué a estudiar la justificación por la fe en Romanos.[2] Mi intención era hacer una contribución a la teología latinoamericana desde la tradición protestante. La primera constatación que encontré fue que los estudios sobre el tema no tomaban en cuenta ni la realidad concreta sociopolítica, cultural y económica del tiempo en que surge la Carta a los Romanos, ni la realidad actual. A lo sumo, se hacía alusión a la disputa teológica entre Pablo y los llamados judaizantes. Ni siquiera la llamada “Nueva perspectiva de Pablo” aludía a esa realidad concreta, pues su intención era sobre todo matizar la crítica radical de Pablo a la ley mosaica y entender en qué sentido los judíos requerían la obediencia de la ley (Sanders 1983) (nomismo del pacto). En los debates de ese tiempo, unos sectores también cuestionaban la preminencia de la doctrina de la justificación por la fe, como aquella por la cual la iglesia se levanta o se cae; más bien la veían como una contribución paulina entre otras.

Claro que se hicieron buenos aportes y se siguen haciendo, pero la mayoría de ellos sigue la discusión eterna enfocada en sus dos aspectos clásicos: si la justificación trata de una declaración de Dios de tipo forense (Dios declara justo al pecador) o creacionista (Dios hace justo al pecador), y si la justicia viene de la iniciativa total de Dios, y la imputa sin mérito humano alguno (justicia objetiva) o si se trata de una justicia que es válida a los ojos de Dios y por eso este es hecho justo (justicia subjetiva).

Por eso la relación entre justificación y santificación siempre está en el tapete, algunos enfatizando su separación, otros enfatizando la unidad indisoluble, otros, como Käsemann, viendo en la justicia de Dios un poder que empodera al ser humano. En los debates a veces se utiliza distinto vocabulario y argumentación bíblico-teológica, pero en el fondo aluden a lo mismo. La declaración sobre la justificación por la fe firmada entre la Federación Luterana Mundial y el Vaticano, es un ejemplo claro.

Conscientemente yo hice a un lado el debate, afirmando que en el evento de la justificación ocurren las dos cosas porque, para mí, lo importante en ese momento era estudiar los textos con la intención de descubrir si esta doctrina decía algo sustancialmente importante para los excluidos de nuestro continente. Lo primero que apareció a la vista es que no era el perdón al pecador, ni la liberación de la culpa, pues eso no era suficiente frente al pecado sistémico y mortífero. Era la solidaridad de Dios con los excluidos por medio de su justicia, anunciada escatológicamente bajo el horizonte de una nueva creación, y actualizada en el ahora a través de la justificación por fe de Jesucristo[3]. Porque es Jesús, el mesías, quien revela la justicia de Dios a través de su total existencia hasta la resurrección (Ro 1.16, en el evangelio que es Jesús, se revela la justicia de Dios). Es justicia actualizada, visible en la práctica, también en aquellos que confían o creen en su resurrección, y acogen el don para revelarse como hijos e hijas de Dios listos a atender los gemidos de la creación sometida al pecado (Ro 8.19.22). La teoría de la expiación, basada en un himno cúltico prepaulino (3.24b-25), la dejé de lado, o relativicé, ya que puse el acento en la justificación, gracias a la fe de Jesús, quien fue fiel a Dios hasta su muerte, y a la fe en la resurrección del crucificado, como lo expresa Pablo en 4.25b. Mientras que la justicia del imperio romano condena a Jesús a la crucifixión, Dios le justifica al resucitarle.

Lo interesante de todas las lecturas que hice es que poco se reflexionaba sobre el pecado en su dimensión histórica estructural, y la justicia de Dios como una justicia diferente a la justicia del imperio romano, cosas que para mí eran esenciales. Después de los 90 y entrado el tercer milenio, algunos autores empezaron a recuperar la justicia y justificación tomando en cuenta el contexto del imperio romano (Eliot 1994) y a comparar la justicia de Dios con la justicia romana. Esto era algo que yo había trabajado en la segunda mitad de los 80s y continué trabajando esporádicamente a lo largo de los años hasta ahora, no como una gran novedad de mi parte, sino como la forma natural de trabajar los textos dentro del movimiento bíblico en América Latina. Lo novedoso era que nadie en América Latina había trabajado a fondo el tema de la justificación y justicia de Dios, utilizando nuestra epistemología del Sur. La diferencia con los nuevos acercamientos que toman en cuenta el imperio romano es que poco se alude a la realidad actual como pecado estructural, donde la justicia de Dios y la justificación por la fe pueden constituirse como una respuesta a esa realidad.

Después de mi estudio, lo que parecía algo abstracto e irrelevante para nuestra realidad cobró sentido y pertinencia.[4] La tradicional teología paulina de la justificación por la fe tenía una palabra nueva para nuestro contexto. Sin embargo, hoy tenemos que dar un paso más, pues nuestra realidad ha cambiado después de más de 25 años, y es necesario una nueva relectura.

Antes de dar este paso, destaco los siguientes aspectos de mi trabajo en los 80s, de los cuales muchos continúan siendo pertinentes. 1) El punto de partida de la reflexión: la realidad del mercado de políticas neoliberales que produce injusticias. 2) El análisis del contexto socio-histórico económico y jurídico del imperio romano en el cual surge la carta a los romanos. Estos dos aspectos contextuales son importantes porque me guiaron a releer la justificación por la fe desde los excluidos, las víctimas de quienes sufren los efectos del pecado. Entre los aspectos importantes obtenidos de esos dos contextos están: 1) El pecado en singular, como pecado estructural, construido por las prácticas de injusticia de los mismos seres humanos, y convertido en un poder personificado que domina las acciones humanas. 2) La justicia de Dios y la justificación como respuesta a esa realidad de pecado. Pecado no solamente de la condición humana pecadora, sino de la sociedad cuyos valores se han invertido. 3) El horizonte de la nueva creación en la revelación de la justicia de Dios, concebida como un orden nuevo en todas sus dimensiones (colectivas, interhumanas y personales). En el evento de la justificación, las personas que acogen el don son empoderadas por la gracia de Dios derramada por su Espíritu y adquieren dignidad como hijas e hijos de Dios. 4) La ley analizada como una lógica o régimen que va más allá de la ley mosaica. Incluye las leyes jurídicas, pero también toda lógica de ley como la implícita en las instituciones, costumbres, leyes implícitas, leyes del mercado sin intervención, etc. Las leyes muestran su fragilidad al ser fácilmente absorbidas por el pecado sistémico.  5) El perdón de Dios visto como un “no tomar en cuenta los pecados” por su voluntad de recuperar la creación. 6) La fe de Jesucristo (y no en Jesucristo) como el primer justificado de muchos, que abre el camino y muestra con su vida la justicia de Dios a través de su práctica de la justicia. 7) El justificado como aquel que acoge la fe de Jesucristo y actualiza la justicia de Dios a través de la práctica de la justicia. 8) La fe en la resurrección de Jesús como la fe en lo imposible --pero posible para Dios--, para salir del callejón sin salida por causa del pecado, con el fin de transformar la realidad de pecado. 9) El énfasis en el Dios trino en el evento de la justificación y no solo en Jesucristo. 

Estos fueron los asuntos de la justificación que se destacan de mi estudio. Muchos de estos elementos siguen vigentes en mi relectura de la justificación por la fe.  Pero la realidad actual exige magnificar algunos elementos dejados de lado. Me refiero al pecado de la codicia en la condición humana, y al perdón en la coyuntura actual.

2. Justicia, gracia y perdón infinito, una relectura para los tiempos de hoy

En nuestra epistemología del Sur, cada propuesta teológica sobre la justificación por la fe obedece a una realidad particular. Mi relectura parte de la realidad actual “glocal”, es decir global y local, y es que el mundo se hizo chico por la globalización. Para quienes no somos siervos del mercado consumista— la fama, la farándula, los méritos competitivos—observamos una irracionalidad sin precedentes en los acontecimientos a nivel internacional, nacional y personal. La codicia es vista como virtud, lo cual ha generado una corrupción que permea todas las instancias, personales y colectivas. Los efectos del pecado estructural se ven en las migraciones masivas, en el calentamiento global, en el feminicidio, en el maltrato a los niños, en el tráfico de personas y de armas, en el narcotráfico, el terrorismo y el manejo descarado de las leyes en los estados de derecho. Teológicamente significa que el pecado (hamartia en singular), que es estructural y sistémico, se ha fortalecido. Nadie, ninguna política ha sido capaz de frenar las injusticias, los asesinatos, las guerras, la desigualdad social, la corrupción, las bandas criminales, la delincuencia, en fin, la violencia. Algo anda mal, dice el título de un libro del economista Tony Judt (2010). En la crisis del 2008, el economista Premio Nobel Paul Krugman dijo en una entrevista: “Este es uno de esos momentos en los cuales toda una filosofía ha sido desacreditada. Esos que defendieron que la codicia era una virtud y que los mercados deberían autoregularse, ahora sufren la catástrofe” (González y Noceds 2009).

Frente a esa realidad extremadamente violenta, hablar de justificación, gracia y perdón es un gran reto. Un atrevimiento loco. Una “Quijotada”. Porque hoy día, no hay justicia ética significativa. La justicia jurídica ha sido cooptada por el pecado; no hay gracia, pues todo se vende y se compra; no hay perdón, sino venganza infinita. El 11 de septiembre de 2001 marca un hito en el cual la llamada “justicia infinita”, declarada por el presidente Bush antes del bombardeo e invasión a Irak, no indicaba más que la venganza infinita, desproporcionada, frente al ataque de un grupo insignificante (en aquel entonces), descontento con la presencia avasalladora de occidente.

El pecado estructural y la condición humana

La justificación por la fe, insisto, es respuesta a una realidad de pecado. Por eso, para descubrir nuevos sentidos de la justificación, tenemos que volver al concepto de pecado. Si uno de mis aportes más importantes de la justificación por la fe, fue ver en el pecado un poder que esclaviza porque es sistémico patriarcal, y que ese pecado es construido por los mismos seres humanos[5], falta enfatizar más la condición humana que le llevó al ser humano a cometer todo tipo de injusticias.

Tanto en Pablo como en Santiago, quien también habla de justificación por la fe, hay una condición humana en el ser humano que le seduce y le conduce a la construcción del pecado. Un pecado mortífero porque, afirman ambos, les lleva a la muerte. Esta condición es nombrada en griego epithymia, que significa “deseo”[6]. En la Septuaginta su ámbito semántico es neutro, el deseo puede ser bueno o malo (Balz y Schneider 1996, 1501-06). Pero en el Nuevo Testamento, el “deseo” siempre ocurre en sentido negativo, y puede ser traducido por “codicia”. Las versiones literales traducen por concupiscencia, un término que desgraciadamente la gente común lo relaciona con inmoralidad sexual. Pero es mucho más que eso. 

Así pues, el origen del pecado es la codicia, la cual lleva a la construcción del pecado y finalmente a la muerte. Esto nos lleva a afirmar que el pecado entró en el mundo por la codicia. En el Edén no fue la desobediencia a una ley de Dios que no tenía sentido, fue la codicia de querer tener algo más de toda la abundancia que se tenía. La prohibición fue simplemente una advertencia de las consecuencias de la codicia. Y en las primeras relaciones humanas, fue el asesinato del hermano por Caín, por los deseos de ser mejor que el otro, la rivalidad y los celos.  La codicia, una actitud que hoy día se ve como virtud, es justamente la chispa que lleva a cometer toda clase de injusticias y mentiras, que lleva a la corrupción, al robo y a los asesinatos. La codicia es el punto de partida para las prácticas de injusticia que llevan a construir el pecado. La codicia lleva a la corrupción de todas las personas sin excepción, de las relaciones interhumanas y de todas las instancias institucionales. Esta situación es lo que podemos llamar pecado sistémico, estructural, el cual, como en un círculo vicioso, el mismo sistema corrupto por el pecado, es capaz de pervertir las leyes que buscan el bien común y regular las relaciones humanas; incluso corrompe los corazones de las personas que intentan hacer lo bueno.

La gracia, no la ley, como respuesta a esta realidad de pecado

Pablo y Santiago responden de manera un tanto diferente a esta realidad. Santiago hace un llamado a la pureza de corazón, a dejar la codicia y la avaricia, a ser solidarios con los pobres y a no discriminarlos. Cambiar de rumbo es posible para Santiago. Porque para Santiago no solo existe esta condición humana de la codicia; también afirma que Dios ha creado al ser humano por medio de “la palabra de verdad”. En el versículo 18 el autor presenta una imagen femenina de Dios. El Padre que crea las luces del cielo (17), también “da a luz” (apokueō) a sus creaturas por el poder de su Palabra. Esta figura femenina de reproducción de la vida, se presenta como contraparte de aquella que “da a luz” (apokueō) la muerte en la trilogía que vimos arriba de codicia, pecado y muerte (1.15). Se utiliza el mismo verbo griego para “dar a luz”. El contraste es fuerte: mientras que el pecado da a luz la muerte, Dios, por su parte, da a luz la vida. Habría que entender “palabra de verdad” como palabra creadora o recreadora de la vida humana. En 1.21 tenemos algo similar: el autor exhorta a que se deje la excesiva maldad y se reciba “la palabra implantada” (logos emphytos[7]) que es poderosa para salvar la vida. La exhortación a recibir la Palabra que ya ha sido sembrada tiene el poder de salvar porque libera de la codicia que lleva al pecado y a la muerte. Nacer por el poder de la palabra de verdad (1.18) y recibir la Palabra implantada (1.21) funcionarían como control de las tendencias negativas de la condición humana. La propuesta de Santiago es practicar la ley del amor al prójimo, que es la ley regia, es decir del Reino, o la ley de la libertad. Pero, ¿será suficiente esta respuesta para el pecado?

Pablo en Romanos va por otro lado. En Pablo y Santiago encontramos una trilogía. Santiago habla de codicia, pecado y muerte (1.18); Pablo de ley, de pecado y muerte.  Por supuesto que Pablo también habla de la codicia (Ro   como el motor inicial que lleva a la práctica de injusticias), pero su enfoque va dirigido más a la liberación de la ley y el pecado, y en consecuencia, a la muerte.

El aporte más importante de Pablo es justamente la crítica a la ley. Hinkelammert ya lo dijo hace varias décadas y lo reitera en uno de sus últimos libros (2013). Pero no a la Torah, ya que Pablo mismo dice que es buena, justa y santa, sino a lo que se podría llamar lógica o régimen de ley. Nomos en Pablo es muy amplio y no se reduce a la ley mosaica, aunque la incluye. Pablo habla de ley de Dios, de Cristo, del Espíritu, de los miembros, alude a leyes jurídicas como la romana, y a la ley de Moisés, especialmente en cuanto a los requerimientos cúlticos, la circuncisión, ciertas dietas alimenticias, etc. Por eso, cuando analizamos Romanos, no podemos hablar de pecado sin hablar de ley[8], pues como el mismo dice, el pecado está muerto sin la ley, el pecado cobra vida por la ley, y cuando se cumple la ley, se lleva a la muerte.[9] Por eso Pablo no tiene reparos en afirmar que el poder del pecado está en la ley (1 Co. 1.56). El capítulo 7 lo dedica a la participación de la ley en la manifestación del pecado. Allí observamos que el problema no es de la ley en sí; sola, ella es justa y es dada para que los humanos puedan convivir sin que se maten. El problema es la relación funesta del pecado y la ley. En 7.10-11 Pablo escribe:

Y hallé que el mismo mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte, porque el pecado, aprovechándose del mandamiento, me engañó, y por él me mató”.

Bajo un sistema pecaminoso, en el momento en que la persona se somete a la ley, su yo se aliena porque no interviene el discernimiento sino simplemente el cumplimiento ciego de la ley (Tamez 2012). Por eso dice Pablo que, bajo la ley, sometida al pecado, uno hace lo que uno no quiere hacer, sino lo que uno odia (7.15). Es claro que la ley jurídica, por ejemplo, es buena y debe existir. Su funcionalidad, como se sabe, es que haya orden y se pueda convivir. Pero en la práctica el cumplimiento de la ley no hace más que sacar a la luz la injusticia interhumana. En tantas experiencias cotidianas negativas con respecto a la ley, es fácil detectar que detrás de esa ley hay un orden social construido de acuerdo a determinados intereses que benefician a cierto sector con poder y excluyen a muchos. Frente a ese orden económico, que se rige por sus leyes desreguladas, la ley legal y normativa resulta impotente en su deber de hacer justicia. Resulta, asimismo, manipulable. No son extraños los casos de asesinatos en los cuales, gracias a un abogado catalogado de bueno, el homicida queda libre. Hoy día, un buen abogado es aquel que defiende bien a su cliente independientemente de la culpabilidad.

Esto nos lleva a afirmar que la visión que Pablo tiene de su sociedad es más compleja que la de Santiago justamente por la inclusión de la ley en su trilogía. Él presenta el pecado como un sistema pecaminoso legitimado por las leyes, lo cual quita todo sentimiento de culpa. Para Pablo no hay salida; el ser humano es incapaz de salir de ese atolladero, no solo por su condición humana que tiende a la codicia sino porque todo su ambiente en el cual se mueve está corrupto. Para Pablo no basta quedarse en la recreación de una humanidad que tiende a la codicia, se necesita una nueva creación que dé lugar a un nuevo orden, donde tanto lo irredento del ser humano como de la sociedad sea rescatado. Por eso, la única salida que ve es la intervención de otra lógica, independiente de la ley, que oriente la mente y las prácticas. Se trata de otra justicia diferente, permeada de gracia. Él la llama justicia de Dios (3.21), que es la justicia de la fe o la justicia de la gracia. Propone una nueva creación que exige morir al pecado (al sistema pecaminoso) y orientar la vida no siguiendo las exigencias de la ley (todo tipo de ley) absorbida por el pecado, ni siquiera la ley del amor al próximo, sino la lógica espontánea de la gracia, aquella que ama al prójimo no porque tenga que obedecer una ley, sino simplemente por gracia, pues en este nuevo orden prima la misericordia y el discernimiento que favorece la vida de todas las personas, tanto las víctimas como los victimarios.

En esta otra manera de vivir la ley, las instituciones, las tradiciones, toda lógica de ley estaría al servicio de la vida y no al revés.  La promesa paulina es que, con la revelación de la justicia de Dios, mostrada a través del rostro humano de Dios, que es Jesucristo, se da la liberación de la ley, del pecado y de la muerte en todos aquellos que siguen los pasos de Jesús. A diferencia de Santiago, la visión de Pablo no es a frenar la avaricia, sino salir de la lógica que produce la codicia sin límites. En términos históricos, esto implica un cambio o conversión radical donde impera la misericordia y un cambio del orden económico basado en el lucro, a otro solidario basado en la satisfacción de las necesidades de todos.  Estoy consciente de que de esto ya casi nadie quiere hablar.

Una gracia sin desquite

Pero, y ¿la cuestión del perdón? Ese es el otro punto que voy a analizar como respuesta a la situación de la espiral de la violencia que estamos experimentando en el mundo. Pero también desde un lugar muy concreto en donde vivo, Colombia, donde el tema está siendo discutido a la luz de los acuerdos de paz entre el gobierno y la guerrilla de las FARC. Hay de por medio muchos muertos, desaparecidos y desplazamientos forzosos causados por todos los actores de la guerra, incluyendo el ejército. Una guerra que ha durado más de 50 años. La mayoría de las guerras y violencias en el mundo ocurren por codicia o retaliaciones.

Para empezar comienzo afirmando que la justicia de Dios se contrapone a la justicia infinita, que surge como respuesta a las injusticias y que llama a la venganza (Tamez 2013). Cuando se afirma que “Dios no tomó en cuenta los pecados” porque en la intencionalidad primera era la nueva creación, puede entenderse el perdón como algo sin importancia. Por eso cabe subrayar que el elemento fundamental de la justicia de Dios es que esta es por gracia. Detrás de la justificación por la fe hay que leer misericordia infinita o perdón infinito, y no la justicia infinita que exige el pago-castigo por las prácticas de injusticia.

Para llegar a esta afirmación tenemos que retomar criterios del evangelio leídos en la vida y enseñanzas de Jesús, pues como hemos dicho, en él se revela la justicia de Dios (1.16). En Mateo 18.21-22 tenemos una clave importantísima en un breve diálogo entre Pedro y Jesús. El texto dice así:

“Pedro se acercó entonces y le dijo: Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete veces?  Jesús le contestó: no te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete." 

Perdonar setenta veces siete significa perdonar infinitamente. No me cabe duda que Mateo conocía muy bien el relato de Caín y su descendiente Lámec. Se trata de un mito etiológico que busca explicar la violencia permanente en las civilizaciones. Recordemos el mito.

Caín engendró a su hijo Henoc (Gn 4.17) y fundó una ciudad. La nombró Henoc y esta fue la primera ciudad del mundo. Esto no tiene nada de malo si uno no asocia Caín, el asesino de su hermano Abel, con ciudad o civilización. Pero, en la Biblia, el asesinato de Caín es el primer crimen de la humanidad, y la primera ciudad con su civilización fue fundada por un criminal. Parece ser que el mito quiere indicarnos que el crimen está en la base de la civilización. Caín es del campo y por su asesinato fue echado de ese espacio. No le queda alternativa que construir una ciudad para no andar errante y ser atacado por cualquiera. Caín es perdonado de su crimen. Y esa hubiera sido la salida perfecta para evitar más crímenes. Sin embargo, el relato quiere mostrar algo más, como si fuera algo intrínseco en las civilizaciones. Quiere mostrar la violencia ascendiente. Frente al temor de Caín de ser herido, Dios le promete que será vengado siete veces, si alguien le hiere o mata (4.15).

El mito llega al clímax con el canto de Lámec, uno de los descendientes de Caín, cuyos hijos de sus dos mujeres, Sila y Adá, llegan a ser los inventores de la cultura (cítara y flauta) y la industria (forjadores de cobre y hierro). Lámec canta a sus dos mujeres el siguiente verso:

«Escuchen bien lo que les digo: he matado a un hombre por herirme, a un muchacho por golpearme. Si a Caín lo vengarán siete veces, a mí tendrán que vengarme setenta y siete veces.»  (Gn. 4.23-24). 

El mito refleja que entre más avance y progreso haya en la civilización, más violencia vengativa aparece. Lámec mata para vengar una herida, no importa si a quien mata es viejo o joven. Lámec no se ajusta ni a la ley del talión ni a la prohibición de matar. Pero sí se ajusta a la lógica inherente de la venganza, y la acrecienta. Se apropia de la señal de venganza de su antepasado Caín, primer asesino de la humanidad, y la trasciende a la infinitud. Lámec se jacta de ser vengado infinitamente, aún más que su antepasado Caín. Lámec aquí es símbolo de poderío “kiriarcal”. No es fortuito que el verso se lo cante a sus mujeres Silá y Adá.  Para Lámec, ser vengado setenta veces siete significa hacer "justicia infinita". El mito no promueve la violencia, lo que hace es sacarla a la luz, porque es lo que se observa.

Mateo conocía este mito. Lo que leemos en esta respuesta de Jesús (que va más allá de las situaciones particulares del diálogo que habla de las ofensas entre los hermanos de la comunidad), es que frente a la eterna retaliación o venganza presente en las civilizaciones no hay otra salida que el perdón infinito. Con este se corta el círculo vicioso de la violencia. Por eso hay que leer que frente a la codicia que produce las injusticias y el pecado en las civilizaciones, y el progreso, que produce la violencia, hay que leer la justificación por la fe como misericordia y gracia infinita, transformadora, capaz de liberar de la ley que legaliza el pecado; liberar del pecado sistémico corrupto, patriarcal y violento; y liberar de la muerte  y la muerte, léase el suicidio colectivo (Franz Hinkelammert) a donde vamos todos si no paramos la codicia sin límites.

Conclusión

Lo que he querido hacer en esta conferencia, es tratar de rescatar el poder de la gracia y el perdón en esta coyuntura “glocal”, codiciosa y violenta; recordar la condición humana de la codicia, como una chispa poderoso en la construcción del pecado estructural.

Los cristianos y cristianas que se sienten justificadas por la fe necesitan una nueva conversión ad-intra. Pues la conversión a la fe de Jesús se concibe como una aceptación intelectual o sentimental, sin que se vea en la práctica esa justicia de Dios de cuidado mutuo, que contradice la justicia de los poderosos de hoy. Pablo ayuda a entender que la construcción del pecado se inicia y consolida por la inclinación humana hacia la codicia (epithimia) que lleva a las prácticas de injusticias para acumular ganancias y alcanzar los primeros puestos en el status social y económico. Esta misma tendencia lleva a manipular las leyes para favorecer sus intereses. La manifestación de la justicia de Dios es un imperativo categórico en nuestros tiempos. Sin embargo, esta justicia de Dios, para que sea permanente y se corte el círculo de la violencia y la codicia, necesita ser interpretada como misericordia infinita. Dios se apiada de la miseria humana visible en víctimas, victimarios e indiferentes.

He dicho que la misericordia infinita se contrapone a la justicia infinita, pues hablar de justicia infinita significa hablar de revanchismo infinito que lleva a la muerte; de castigar a los culpables de la tragedia humana. Pero castigar a los culpables no conduce a la creación de una nueva humanidad, ni siquiera a la reparación de las víctimas. Solamente alivia un poco el dolor por las injusticias cometidas, o calma el deseo de venganza. A Dios le interesa una nueva humanidad, es decir humanizar lo irredento de lo humano. Por eso, el llamado hoy de Pablo no es solo el actualizar la justicia de Dios a través de las prácticas de justicia, —como lo decíamos en los años ochenta, pues se corre el peligro permanente de ser absorbido por el pecado estructural. El llamado de Pablo implica, pues, una conversión profunda, que nos oriente hacia la misericordia infinita.

La espiral de la violencia no se terminará si no se actúa de manera radicalmente diferente, y eso se da solamente bajo la actitud de perdonar 70 veces siete. Hablamos del perdón infinito, como lo exigía Jesús a sus discípulos, diferente al de Lamec, quien abogaba por la venganza, devolver el golpe, la herida, 70 veces siete (Gn 4:23-24). Jesús señala que el perdón infinito es más eficaz. Sabemos que hablar de perdón infinito no es fácil. Cuesta no ver el castigo a los culpables para saciar el deseo de justicia. Por eso es importante recalcar que el perdón generado desde la justicia de Dios es un perdón transformador y sanador, orientado al cuidado mutuo. La gracia perdonadora es aquella que logra curar la inclinación humana hacia la codicia, que lleva a la corrupción y a la violencia; y a la vez sana los deseos de venganza infinita. Quien perdona experimenta sanidad y dignidad; quien es perdonado inmerecidamente y acoge el perdón de manera real, experimenta un agradecimiento tal que le lleva a cambiar de vida. Misericordia infinita y perdón infinito son experiencias liberadoras para todos.

Estas reflexiones son a nivel macroestructural, como lo hace Pablo cuando habla de los pueblos judíos y gentiles, donde afirma que todos son pecadores y todos, sin excepción, pueden acoger el don de la justicia de Dios. Pero, curiosamente, estos problemas macro-estructurales y paralizantes pueden ser abordados y resueltos solamente a nivel micro. Es decir en el diario vivir, en la construcción de comunidades, grupos y células que aceptan el desafío de vivir como resucitados en una nueva humanidad; practicando la justicia, el perdón, el cuidado mutuo. La práctica de la justicia, el cuidado mutuo, el perdón infinito serían los verificadores en lo cotidiano de que la justificación por la fe se ha actualizado y hecho visible en las personas y comunidades justificadas por la gracia de Dios y empoderadas por el Espíritu de Dios.

Bibliografía

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Elsa Tamez, Biblista y teóloga mexicana, asesora de Sociedades Bíblicas Unidas y exrectora de la Universidad Bíblica Latinoamericana.

elsa.tamez@gmail.com

Recibido: 19 de abril de 2017

Aprobado: 6 de junio de 2017

 

 

 



[1] El grueso de esta conferencia se presentó en portugués el congreso de Teología de la EST. Universidad Luterana en São Leopoldo, Brasil, en septiembre del 2016.

[2] El trabajo culminó con mi tesis doctoral (1990), La justificación por la fe como afirmación de la vida, Universidad de Lausana, Suiza, publicada más tarde bajo el título Contra toda condena. La justificación por la fe desde los excluidos (1991).

[3] Y no “en Jesucristo” (Tamez 1991, 1288) Esta afirmación parece que era demasiado fuerte en ese entonces. Hoy día, sin embargo, se ve como un aporte importante. Cp. Waetjen (2011), aunque pocos años después de la publicación de mi libro lo afirmó también Stanley K. Stowers (1994, 194).

[4] Curiosamente, fuera de América Latina, por muchos años mi aporte pasó desapercibido en los grandes debates sobre el tema, hasta ahora que entró la corriente sobre Biblia e Imperio y comienza a citarse. 

[5] Pablo en los primeros dos capítulos le da sustancia o contenido al pecado. No es algo abstracto, sino que las prácticas de injusticia (robos, asesinatos, mentiras, etc.) de los seres humanos lo fueron creando hasta que “se les fue de las manos” y se convirtió en fetiche, en ídolo que exige sometimiento, de manera que lo que se quiere hacer no se hace y lo que no se quiere hacer se hace. (Tamez 2010).

[6] Traducido en las versiones literales como “concupiscencia”. Lo cual casi siempre se ve como apetito desordenado de placeres deshonestos.

[7] Según Matt A, Jackson-McCabe (2001, 9-86) el término logos emphytos era común entre los estoicos; para ellos sería la razón o el discernimiento como ley natural.

[8] Pablo se refiere a la ley (nomos) en tanto norma inflexible que se impone para ser obedecida de forma ciega.  Obviamente también podría entrar una interpretación de la torah (o de cualquier otra tradición religiosa) que exija una obediencia ciega. Esto es importante porque nos permite mantener la radicalidad de la crítica de Pablo a la ley sin que sea considerada una interpretación anti-semita.

[9] El ejemplo máximo es Jesús de Nazaret crucificado legalmente por la ley, sin que nadie sienta culpa.