Vida  y

Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

Volumen 37 Número 1 y 2  -  Cátedra de Teología Latinoamericana UBL

19-20 de abril, 2017 - San José, Costa Rica

La Reforma y las reformas

Aportes inter-contextuales desde América Latina

 

 

Iglesia, coloniaje y voz profética:

Bartolomé de Las Casas a la sombra de la muerte

 pp. 291-330

 

Luis N. Rivera Pagán

 

 

 

Resumen: Este ensayo discute la configuración inicial de la iglesia cristiana en el contexto de los pueblos autóctonos de América Latina conquistados por España durante el siglo dieciséis. Culmina en la crítica profética expresada por Bartolomé de las Casas al borde de su cercana muerte. Las Casas concibe una iglesia defensora de las comunidades nativas oprimidas y excluidas.

Abstract: This essay discusses the initial configuration of the Christian church in the context of the native peoples of Latin America conquered by Spain during the sixteenth century. It concludes with the prophetic critique of Bartolomé de las Casas in his final days. Las Casas imagines a church that defends the oppressed and excluded native communities.

Palabras claves: iglesia, coloniaje, patronato real, crítica, restitución, voz profética.

Keywords: church, colonialismo, royal patronage, restitution, prophetic voice.

 

 

 

“Grandísimo escándalo... es que... obispos y frailes y clérigos se enriquezcan y vivan magníficamente, permaneciendo sus súbditos recién convertidos en tan suma e increíble pobreza...”

Bartolomé de Las Casas

Un paradigma fundacional

El 8 de mayo de 1512 tiene lugar un evento de excepcional significado en la historia de la iglesia católica caribeña e hispanoamericana. Ese día se firman, en la ciudad castellana de Burgos, las capitulaciones entre los reyes españoles y los primeros obispos de la iglesia a radicarse en América. Juana, monarca de Castilla y Fernando V, rey de Aragón y regente del gobierno castellano de su perturbada hija, acuerdan con Fray García de Padilla, a nombrarse obispo de Santo Domingo, Pedro Suárez de Deza, prelado episcopal de Concepción de la Vega, y Alonso Manso, primera autoridad eclesial de la Isla de San Juan Bautista (Puerto Rico), las normas a regir en la implantación de la iglesia cristiana en el Nuevo Mundo.[1]

Conocidas como las Capitulaciones de Burgos,[2] constituyen una primera regulación normativa de la iglesia en las tierras americanas en proceso de conquista y colonización por la Europa cristiana. Por acuerdo previo con la corona castellana, el papa Julio II, había decretado la formación de las tres primeras diócesis episcopales en el Nuevo Mundo [Santo Domingo, Concepción de la Vega, ambas en la Isla Hispaniola, y la Isla de San Juan Bautista (Puerto Rico)] mediante la bula Romanus Pontifex, emitida el 8 de agosto de 1511.[3] La corona, sin embargo, no permitió el acceso de los obispos nombrados a dichas diócesis hasta no lograr de ellos los compromisos formales que se expresan en las Capitulaciones de Burgos.

Respecto a la previsión jurídica de la iglesia en la América hispana, las Capitulaciones de Burgos revisten análogo papel al que tradicionalmente se le ha reconocido a las Capitulaciones de Santa Fe (17 de abril de 1492) en relación a la empresa colombina del descubrimiento del Nuevo Mundo: son textos que funcionan históricamente como paradigmas fundacionales.[4] Sorprende por eso el descuido general que las primeras han recibido de los historiadores, sobre todo de los eclesiásticos.

Entre los estudiosos católicos la atención ha sido mínima, a pesar de la obvia importancia de las Capitulaciones para la infancia de la iglesia romana americana. Félix Zubillaga, en un manual muy utilizado, dedica una sola página a resumirlas, sin esforzarse en ubicar su significado histórico (Lopetegui y Zubillaga 1965, 249). Pedro Borges, en su historia de la iglesia hispanoamericana, reconoce su importancia, pero sin dedicarle el espacio analítico que merecen. Extraño es ese descuido en una obra cuyo autor privilegia la institución diocesana como la instancia en la que la iglesia queda “plena y definitivamente constituida” (Borges 1992, 15).

Enrique Dussel las menciona en sus pioneras obras sobre el episcopado latinoamericano, pero sólo destaca someramente en ellas el asunto de los diezmos;[5] igual restricción manifiesta Ronald Escobedo Mansilla, en su útil discusión de la economía de la iglesia americana colonial.[6] Vicente Murga Sanz las reproduce en su cedulario puertorriqueño, pero en la provechosa introducción que lo acompaña se limita a señalar que en ellas, “se determina el sostenimiento económico de los obispos, clero e iglesias, entre otras cosas” (Murga Sanz 1961, xxxii), sin reconocer que en esa vaga expresión final se ocultan asuntos de mucha monta para la iglesia que nace en el Nuevo Mundo. En su importante tratamiento de los inicios de la colonización y cristianización de Puerto Rico, Murga Sanz las ignora totalmente (1971). Antonio Cuesta Mendoza, Cristina Campo Lacasa y Johannes Meier aluden a ellas de pasada, sin reproducir su contenido ni, mucho menos, prestarle la atención que merecen.[7]

El erudito español Álvaro Huerga resume las Capitulaciones, pero su intención apologética de defenderlas de las censuras dirigidas a ellas por Bartolomé de Las Casas le mutila el sentido crítico (Huerga 1987, 42-44). Extrañamente Huerga no menciona el juicio, algo similar al de Las Casas, que Salvador Brau emite sobre las Capitulaciones en la breve síntesis que de ellas incorpora en su opus magnum sobre la colonización española de Puerto Rico (Brau 1981, 202-205). Hubiese sido algo a esperarse, por la actitud defensiva de Huerga, cuya obra sobre Alonso Manso peca de confundir historiografía con hagiografía.

Los autores protestantes también las han ignorado. No se mencionan en la obra clásica de Kenneth S. Latourette sobre la expansión misionera de la iglesia (1939), ni en el extenso volumen sobre la historia del cristianismo en América Latina de Hans-Jürgen Prien (1985). Tampoco las trae a colación Justo González, en sus útiles investigaciones sobre la cristianización del Caribe y las Antillas (1969 y 1980).

El único que se ha percatado de su decisivo significado histórico ha sido Manuel Giménez Fernández, quien en iluminador ensayo certeramente entiende que las Capitulaciones de Burgos coronan la política religiosa y eclesiástica del Rey Católico para América. Pero, a su análisis textual le dedica pocas páginas (Fernández 1943, 159-165) y deja fuera factores cruciales que permanecerían aún después de Fernando V. Además, esa sugestiva meditación de Giménez Fernández ha sido poco atendida e incluso injustamente descartada.[8]

Analicemos este importante documento que revela trazos, matices y dimensiones que demostrarán ser determinantes en la historia de la cristiandad colonial hispanoamericana. Su análisis textual revela la causa interesada de su descuido. El relato tradicional de la conquista y cristianización de América tiende sistemáticamente a encubrir y ocultar eventos, documentos y testimonios que cuestionen lo que Arcadio Díaz Quiñones ha llamado la “política del olvido” de una “historia llena de silencios y ocultamientos”(1993).[9] El discurso académico hegemónico, como ha aseverado Boaventura de Sousa Santos, “tiende a preferir la historia del mundo tal y como es contada por los ganadores”(Boaventura 2002, 63).

El Patronato Real: La primacía del estado

Las Capitulaciones se inician con la referencia, omnipresente durante las primeras décadas de conquista y cristianización, a los decretos Inter caetera y Eximiae devotionis del papa Alejandro VI,[10] emitidos en 1493, que certifican la soberanía absoluta y perpetua de los monarcas de Castilla sobre las tierras americanas. Prosiguen señalando a otro pronunciamiento, también encabezado Eximiae devotionis, del mismo pontífice, esta vez del 1501,[11] que culmina esa autoridad política con la potestad de recaudar y controlar los diezmos eclesiásticos en el Nuevo Mundo. De esta manera, en el estilo de corrección jurídica que caracteriza al gobierno de Fernando V, se alude sumariamente a los fundamentos legales de la autoridad española en América y de la injerencia de la corona en el régimen eclesiástico americano.

Las Capitulaciones constituyen las normas que la corona impone como requisitos fundamentales para permitir a la iglesia funcionar en las tierras recién encontradas. Son un punto de partida de la transferencia del cuerpo eclesiástico a América, pero también acontecen al final de una intensa pugna entre el estado español y el papado por determinar el control de la nueva iglesia. El monarca, a pesar de enarbolar innumerables veces el estandarte evangelizador y misionero como razón de ser de la conquista y colonización de América, detuvo el establecimiento de la iglesia en el Nuevo Mundo y limitó las empresas misioneras hasta obtener de Roma las claves principales que permitiría a la corona castellana controlar decisivamente las instituciones eclesiásticas (Dussell 1983, 243-244). Durante las dos décadas iniciales de conquista y colonización, que probaron ser irreversiblemente trágicas para los nativos antillanos, la corte paralizó el desarrollo de la iglesia en América hasta lograr oficialmente su control.[12] La vicaría espiritual de fray Bernardo Boil no duró un año (el 22 de noviembre de 1493 llegó junto a Cristóbal Colón a la Española y la abandonó para nunca regresar el 29 de septiembre de 1494).[13] La obra proselitista de fray Ramón Pané fue escasa y poco fértil.[14] A pesar de la retórica oficial evangelizadora, la cristiandad invasora no promovió muchas empresas misioneras durante las primeras dos décadas de descubrimiento y conquista.

El estado, gracias al apreciado derecho de patronato real,[15] fue el encargado de la promoción institucional de la iglesia en América. El reconocimiento papal de esta función protagonista fue norte de la política de Fernando V, continuada fielmente por sus sucesores. La rendición ante ella la inició Alejandro VI, en la bula Inter caetera, de mayo de 1493, cuando pone en manos de la corona castellana la autoridad de enviar misioneros para adoctrinar y evangelizar a los nativos de las tierras encontradas por Cristóbal Colón. Esta medida la prosigue el mismo pontífice en la ya mencionada bula Eximiae devotionis de 1501 y la consolida el papa Julio II en la bula Universalis ecclesiae, de 1508,[16] en la que otorga a la corona la autoridad para erigir toda estructura eclesial (parroquias, monasterios y “lugares píos”) y hacer presentación de quienes las dirigirían, bajo la supervisión continua del estado.

Esta matizada versión española del cesaropapismo se origina en la Reconquista, la multisecular guerra ibérica entre cristianos y moros. Escudada tras la alegada necesidad de unir los poderes políticos, militares y espirituales en la lucha contra los infieles sarracenos, la corona obtuvo del papado durante la Edad Media poderes excepcionales. El patronato real tiene origen, por consiguiente, en una concepción religiosa-militar. Es la batalla de la fe contra la infidelidad lo que exige la concentración de poderes. Y será la necesidad de unir esfuerzos para erradicar la infidelidad en los nuevos territorios ultramarinos lo que justificará la extensión y ampliación del derecho de patronato real, de las tierras reconquistadas de los islamitas, a las arrebatadas a los idólatras indígenas.

El patronato real conllevó la cesión a los monarcas españoles, por parte de Roma, del derecho a fundar iglesias, delimitar geográficamente las diócesis, presentar las mitras y beneficios eclesiásticos, percibir diezmos, escoger y enviar misioneros. Esa facultad de patronazgo eclesiástico la asumió la monarquía hispana con ahínco, haciendo en todo momento clara su autoridad sobre todos los asuntos del Nuevo Mundo, los espirituales tanto como los temporales, de manera tal que con cierta propiedad podría hablarse de un regio vicariato indiano (Gutiérrez de Arce 1954, 107-168). Debates eclesiásticos de toda índole se remitían a la península ibérica, no a Roma, para dilucidarse. No es extraño, por ejemplo, que en la disputa entre el clero ordinario y los frailes mendicantes, un monje, al expresar al monarca su punto de vista, llame al rey Felipe II “lugarteniente en la tierra del Príncipe del cielo” y confíe para la solución del diferendo en el hijo de Carlos V, “cuyo remedio pende... del Real amparo y celo y patronazgo de V[uestra]. M[ajestad]” (Mariano Cuevas 1975, 398 y 403). Roma se marginó del centro decisional eclesial americano y aunque trataría de recuperar lo perdido, primero, desde 1566, con Pío V, y luego mediante la fundación en 1622 de la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe (Sacra Congregatio de Propaganda Fide), no lo obtendría íntegramente en toda la época colonial (Pedro Borges 1992, 47-59).[17]

Cuando escudriñan temas nucleares para la genealogía de su iglesia, algunos estudiosos eclesiásticos confunden la historia con la apología. Ejemplo de este modo de proceder es el acrítico juicio de Cuesta Mendoza, para quien nada menos que la identidad cultural hispanoamericana procede del patronato real: “[D]e esa especie de centralización eclesiástica es hija la homogeneidad en religión, lenguas y costumbres de los veinte pueblos hispanos de América...” En su devota opinión, la clarividencia real, al proveer obispos para Puerto Rico, nunca falló. “[L]a lista de los veinte prelados de Puerto Rico, durante la Casa de Austria, evidencia el acierto que en el ejercicio del patronato, mostraron los Reyes de España” (Cuesta Mendoza 1948, 44). Para los hagiógrafos todo cuestionamiento es una crítica y toda crítica es anatema.

Probablemente sea cierto lo aseverado por algunos historiadores, que el patronato real permitió a la corona española promover el impresionante crecimiento de la iglesia. Durante el primer siglo de colonización, el estado español creó y subsidió en América seis provincias eclesiásticas, treinta y dos diócesis, sesenta mil iglesias y cuatrocientos monasterios (Höffner 1957, 423). Pero, el factor primario en la consideración de los monarcas, desde Fernando V hasta el último de los borbones en regir sobre territorio latinoamericano, fue el tener en las manos las riendas del poder colonial, incluido el potencialmente retador ámbito espiritual y religioso.

De aquí surge una extraña paradoja. Aunque los juristas de la corona citan continuamente los decretos papales pertinentes para fundamentar la jurisdicción castellana sobre América, lo hacen desde una perspectiva estatal centralizadora y absolutista. Es un papalismo máximo a nivel retórico y un regalismo máximo a nivel del auténtico poder. La corona llega incluso a pretender controlar la relación entre el papado y la iglesia americana, mediante el llamado pase regio. Éste prohíbe toda comunicación directa entre la cristiandad americana y el papa y su objetivo es evitar que la iglesia pueda actuar con autonomía y convertirse en un potencial desafiador del régimen.

Citemos un ejemplo destacado. Cuando, el papa Pablo III, alertado por voces proféticas, intervino en el espinoso drama de la servidumbre del americano, mediante la bula Sublimis Deus y el breve Pastorale officium,[18] de 1537, insistiendo en la racionalidad, capacidad para la conversión y libertad natural de los nativos, Carlos V se enfrentó al Sumo Pontífice y le forzó a retirarse de la palestra.[19] El punto principal de contención para el emperador no era el contenido teológico del escrito papal, sino el intento de Roma de intervenir como poder espiritual autónomo en los asuntos indianos. Con lo cual, sin embargo, no pudo evitar que la bula indiófila de Pablo III se convirtiese en uno de los documentos más importantes en favor de la libertad humana en toda la historia de la cristiandad.

Las Capitulaciones de Burgos son, por consiguiente, prólogo del enlace estrecho entre iglesia y estado, religión y política que marcaría indeleblemente a la cristiandad colonial hispanoamericana. La alianza entre el estado y la iglesia forjó obstáculos insalvables para la iglesia al llegar la hora de la emancipación política. El vínculo entre el estado metropolitano y la iglesia jerárquica se endureció en el crujir de las luchas independentistas, lo cual llevó al papa Pío VII a promulgar en 1816 el breve Etsi longissimo[20] en el que exhortaba al clero hispanoamericano a sostener “con el mayor ahínco la fidelidad y obediencia debidas a vuestro Monarca, es decir, a nuestro carísimo hijo en Jesucristo, Fernando, Vuestro Rey Católico,” y “a no perdonar esfuerzo para desarraigar y destruir completamente la funesta cizaña de alborotos y sediciones”, justo en el momento en que las mejores mentes y corazones latinoamericanas se volcaban en un frenesí emancipador contra el monarca español, Fernando VII, quien dos años antes había disuelto las Cortes de Cádiz y ahogado sus aspiraciones constitucionalistas.

Estas conminaciones no pudieron evitar el surgir de curas parroquiales como el mexicano Miguel Hidalgo y Costilla, quien en el famoso Grito de Dolores enlazó audazmente su fe y su consciencia nacional, clamando contra la jerarquía hispanófila que lo excomulgaba: “Ellos no son católicos, sino por política; su Dios es el dinero... sólo tienen por objeto la opresión. ¿Creéis acaso que no puede ser verdadero católico el que no está sujeto al déspota español?”[21] Pagó con su vida tan atrevido desafío.[22]

Una iglesia blanca y colonial

Algunas normas de las Capitulaciones se refieren a cánones y hábitos eclesiásticos, de obvio origen europeo y occidental. Estipulan que todo sacerdote ordenado sea diestro en el latín. Entran en minucias de la etiqueta apropiada de un clérigo, como su corte de cabello – “que traigan corona abierta, tan grande como un real castellano al menos; y el cabello de dos dedos, bajo la oreja” - y su vestidura, sea su longitud – “que sea la ropa tan larga que al menos con un palmo llegue al empeine del pie...” - o su color - que no sea “deshonesto”. Son tradiciones y costumbres de origen europeo, como lo revela la longitud de la ropa clerical, tan fuera de tono con el tropical clima caribeño al que se enfrentarían los prelados. Bien precisa el erudito español Antonio García y García que se intenta constituir una iglesia americana “a imagen y semejanza de la que existía contemporáneamente en Europa.”[23] Las Capitulaciones también tocan asuntos de gobierno eclesiástico como la relación entre los episcopados americanos y el Arzobispado de Sevilla, considerado este último como “Metropolitano de las Iglesias y Obispados de las dichas Islas”, estructura de mando que prevaleció hasta 1546, cuando se constituyeron las archidiócesis de Santo Domingo, México y Lima.

De mayor importancia por sus decisivas consecuencias para la composición étnica y cultural de la iglesia americana es la regla que se refiere a los puestos eclesiásticos. Estos deben proveerse exclusivamente “a hijos legítimos de los vecinos y habitadores, que hasta agora, e de aquí adelante han pasado o pasaren destos reinos a poblar en aquellas partes, y de sus descendientes, y no a los hijos de las naturales de ellas...”. Con ello se da el primer paso decisivo para asentar jurídicamente la hegemonía en la iglesia hispanoamericana colonial de los estratos sociales blancos y de descendencia europea, marginando a nativos y mestizos.[24] En el fondo de la cuestión se vislumbra un hondo y arraigado menosprecio etnocéntrico de la cultura y la racionalidad de los pueblos autóctonos.[25] Es una característica central de lo que Aníbal Quijano ha tildado “colonialidad del poder”,[26] aunque el insigne intelectual peruano haya prestado poca atención a las legitimaciones teológicas y eclesiásticas de esa estructura de dominio tan arraigada en América Latina.

Lo que para Robert Ricard, en su obra clásica acerca de la evangelización por las órdenes mendicantes en la Nueva España (1986), constituye la “flaqueza capital” de ese proceso, la división en el seno de la iglesia entre un clero y una jerarquía de tez blanca y cultura hispana y un pueblo feligrés de piel trigueña y lenguas nativas, es, cosa que el erudito francés no parece notar, defecto congénito en el nacimiento de la institución eclesiástica en el Caribe. No me parece suficiente la hipótesis de Ricard de que la falla de los misioneros, a quienes admira por su devoción y espíritu de sacrificio, procede de una noción negativa de la religiosidad nativa que les impide apreciar las posibles contribuciones que ésta puede aportar a la nueva cristiandad. Ricard no percibe, por reducir su estudio a lo exclusivamente religioso y negarse a ampliar el ámbito teórico e ideológico de su pesquisa crítica, la dificultad estructural que representaría el forjar una iglesia autóctona en un contexto de dependencia colonial y étnica.

Capta Ricard cabalmente, éste es su mérito, que en la batalla contra el culto indígena, tildado de idolátrico y diabólico, los frailes misioneros, a pesar de su entrega a la promoción espiritual de las comunidades nativas, terminan, aún sin quererlo, enfrascados en guerra contra la cultura indígena, por el vínculo íntimo que en los pueblos americanos enlaza el culto y la cultura.[27] Logra además, este insigne erudito francés, entender el carácter colonial de la cristiandad que se va estableciendo en las Américas, al forjar una división tajante entre un clero hispano y una feligresía indígena y mestiza.

La Iglesia mexicana, como la del Perú... resultó una fundación incompleta. O mejor dicho, no se fundó una iglesia mexicana, y apenas se sentaron las bases para una Iglesia criolla; lo que se fundó, ante todo y sobre todo, fue una Iglesia española, organizada conforme al modelo español, dirigida por españoles y donde los fieles indígenas hacían un poco el papel de cristianos de segunda categoría... No fue una Iglesia nacional; fue una Iglesia colonial... Este error impidió que la Iglesia mexicana arraigara hondamente en la nación y le dio el aspecto de una institución extranjera que se mantenía en estrecha dependencia de la metrópoli (Ricard 1986, 23, 349, 355).

Nadie como Ricard ha expresado tan bien esa pugna interior que imparte el agónico carácter contradictorio a los escritos de fray Bernardino de Sahagún, para mencionar el caso de mayor resonancia, cuya obra es quizá el buceo más profundo en la vida cultural náhuatl intentado por los españoles en el siglo dieciséis. Sahagún se acerca a comprender la trágica paradoja de la degeneración espiritual y moral que quizá había provocado la evangelización de los nativos americanos, en su emotiva nota "relación del autor digna de ser notada", que se permite, a manera de lamento, insertar en su obra principal Lopetegui “Historia de la iglesia en la América del Norte española."y en la cual, contra sus usuales hábitos de misionero, percibe que el lazo íntimo entre el culto y la cultura de los pueblos autóctonos sea quizá indisoluble (1985, 578-585).

No alcanza, sin embargo, a ubicar esa genial intuición en el contexto mayor de la paradoja que representa la cristiandad colonial, promotora simultánea del beneficio espiritual y el sojuzgamiento político, económico y cultural del pueblo. La prohibición de publicar la obra de Sahagún, emitida el 22 de abril de 1577,[28] es un intento, por parte de la corte de Felipe II, de solucionar la paradoja en favor del poder metropolitano, extinguiendo las posibles reservas de resistencia espiritual que podría implicar la vigencia de los símbolos culturales prehispánicos. La victoria espiritual parece decisiva, pero no podrá evitar que una y otra vez la Tonantzin resurja en desafío insurgente, transfigurada en la morena Virgen de la Guadalupe.

Desde el origen de la institución cristiana en el Nuevo Mundo, se establece la preeminencia del modo occidental, europeo y blanco de pensar y vivir la fe. Esa primacía es la cuna de la dicotomía del catolicismo iberoamericano (presente también en Brasil) (Comblin 1946 y 1947). Por un lado, una jerarquía blanca, europea o criolla con hábitos y formación occidentalista, tridentina en su dogmatismo doctrinal y rígida en los rituales religiosos, fieles al misal romano; por el otro, una feligresía mayoritariamente indígena, mestiza (y mulata), ignorante en asuntos teológicos y entregada a múltiples manifestaciones de la llamada "religiosidad popular", en las que busca arraigo íntimo y subjetivo compensatorio de la frialdad de la misa latina, y en la que se filtran sincréticamente las viejas tradiciones pre-europeas y pre-cristianas.

Esta dicotomía constituye un rezago fundamental de todo el período colonial que desemboca en la colosal crisis de consciencia a principios del siglo diecinueve entre la lealtad al cristianismo y la defensa de la independencia nacional, agonía experimentada por sensibilidades religiosas y patrióticas como la de Miguel Hidalgo, y en la confrontación entre la iglesia jerárquica y la "iglesia popular" a partir de la década de los sesenta en el siglo veinte, presagiada más de cuatrocientos años antes por el legendario diferendo entre Juan Diego, indígena pobre e iletrado, y Juan de Zumárraga, primer Obispo de México, sobre la Guadalupe.[29] De aquellos vientos sembrados se cosecharon estas posteriores tempestades.

Fe y oro

Empero, la preocupación fundamental que permea a las Capitulaciones es más bien de índole material: el oro. El documento procede de la época en que prevalecía la concepción medieval de que el oro nace en lugares calientes, visión que configuró la creencia de Cristóbal Colón de encontrarse en el Caribe las minas del rey Salomón y que convirtió a las islas antillanas en implacables empresas de explotación aurífera (Moya Pons 1978, 35-118). Fue uno de los mitos difundidos por Colón, el Caribe aurífero cuyas inmensas riquezas, pensaba el Almirante, permitirían lograr en pocos años el añejo sueño de la Cristiandad: reconquistar la Tierra Santa, recuperar los lugares bendecidos por la presencia física de Jesús. La insaciable búsqueda del oro es tema constante en Colón, que culmina en su famosa mistificación del metal precioso: “El oro es excelentíssimo; del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, haçe cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa las ánimas al Paraíso” (Colón 1986, 292).[30]

El problema es que el oro no nace en las ramas de los árboles; hay que extraerlo mediante un esfuerzo laboral intenso, lo que conllevó la imposición de un sistema servil de sobreexplotación del trabajo. A ese asunto le dedican prioritaria atención las Capitulaciones de Burgos. Algunas normas relativas a la minería aurífera expresan su centralidad para la administración colonial. Prohíbe la corona que “a los que tuvieren indios en las minas, ni a los indios que en ellas anduvieren,” durante el tiempo del trabajo extractor, se les emplace judicialmente, “por sus causas ni ajenas... por ningún juez.” Es traba importante si recordamos que la iglesia española del siglo dieciséis poseía una amplia jurisdicción legal sobre individuos y corporaciones. El objetivo del soberano, al que se pliegan los prelados, es evitar que el ejercicio de esa facultad fiscalizadora entorpezca el trabajo minero. La potestad inquisitorial no debe afectar la extracción del oro. Las implicaciones de esa impunidad conferida a los magnates son siniestras. El otorgar amnistía legal a quienes mueve el afán de riquezas ha sido siempre fuente de arbitrariedades y violencias.

Además, los prelados “no han de llevar diezmos, ni otra cosa alguna, de oro, ni de plata... ni de perlas, ni de piedras preciosas...”. La exclusión del oro, la plata, las perlas y cualquier otra piedra preciosa, los sectores estratégicos de la administración colonial tal cual la concebía el monarca aragonés, de la obligatoriedad del diezmo eclesiástico fue otra de las exigencias de Fernando V al papado. Julio II la satisfizo en 1510, mediante la bula Eximie devotionis affectus,[31] aduciendo la necesidad que tenía la corona de recuperar los costos de la conquista y colonización de “las islas marítimas y otras regiones a las cuales por muchísimo tiempo no tenían acceso los cristianos por estar, dice el decreto papal, ocupada por sarracenos y otros infieles...”. Es difícil entender la afirmación de William Eugene Shiels de que el capítulo de los diezmos refleja un “unique act of royal generosity”(Shiels 1961, 121). En realidad, su objetivo es excluir de los diezmos al sector principal de la explotación económica antillana, la minería. Con precisión afirma Ronald Escobedo Mansilla que al quedar excluidos de los diezmos los productos de las minas, “se quitaba a la Iglesia en América el rubro más sustancioso y el sector en el que la Corona tenía puestas sus esperanzas económicas y fiscales…” (Escobedo Mansilla 1992, 102). Sólo así se explica la continua queja de Alonso Manso, primer prelado diocesano en trasladarse a América[32] y obispo de Puerto Rico entre 1512 y 1539, por la penuria fiscal de su episcopado (Murga Sanz y Huerga 1987).

Además, la corona reglamenta que los obispos perciban los diezmos en especie – “en frutos... y no en dineros...“. El efecto de esta regla será que para adquirir dinero efectivo, los prelados se verán obligados a comerciar los frutos recibidos, lo que no redundará en mayor atención a las tareas espirituales (Prien 1985, 131). Salvador Brau señaló que, para compensar la escasez de los diezmos, Alonso Manso, recurrió a la explotación de la mano de obra de indios encomendados primero y de esclavos negros después (Brau 1981, 240, 391, 409 y 431).  Fue el primer obispo en hacerlo, no sería el último.

Pero, el papel particular, exclusivo, de los prelados episcopales en relación a la minería aurífera es aún más abarcador y ambicioso. La corona ordena, y acuerdan los obispos, que “no se apartarán los indios directe ni indirecte, de aquello que agora hacen para sacar el oro, antes los animarán, y aconsejarán, que sirvan mejor que hasta aquí en el sacar el oro, diciéndoles que es para hacer guerra a los infieles, y las otras cosas que ellos vieren que podrán hacer aprovechar para que los indios trabajen bien.”.

La retórica de cruzada anti-islámica parece absurda, pero no lo es. Aunque en esos momentos habían pocas posibilidades prácticas de que la cristiandad recuperase militarmente la tierra santa - la ofensiva pertenecía a los otomanos islamitas - el residuo retórico ideológico de la cruzada, lo que Alain Milhou ha llamado el "mito de la cruzada" (1983, 290), se resistía a morir. El rey Fernando sabía utilizar para su provecho político su título de "rey de Jerusalén". Aunque no proveía rentas fiscales, ciertamente aportaba prestigio y beneficios políticos e ideológicos. Además, algo que no escapaba al astuto monarca, si la explotación minera se subordinaba retóricamente a los ideales de la cruzada, las riquezas obtenidas, gracias a las bulas papales de cruzada, quedaban libres de los impuestos o diezmos eclesiásticos, un peculio financiero que no dejaba de ser ventajoso (Milhou 1983, 367).[33]

No olvidemos que las Capitulaciones van acompañadas, a manera de anejos, de los decretos papales de Alejandro VI de 1493, a los que hemos aludido, en los que el papa Borgia amonesta a los reyes católicos a evangelizar a los nativos americanos – “os mandamos... procuréis enviar a las dichas tierras firmes e islas hombres buenos temerosos de Dios, doctos, sabios y expertos, para que instruyan a los susodichos naturales y moradores en la fe católica... poniendo en ello toda la diligencia que convenga,”[34] lo cual lógicamente conlleva el promover el bienestar espiritual de los indígenas.

Esta orden misionera papal proviene de la percepción colombina idílica inicial sobre los nativos como “gentes que viven en paz, y andan... desnudos... y no comen carne... y parecen asaz aptos para recibir la fe católica y ser enseñados buenas costumbres”(Las Casas 1965, 1285),[35] entendiéndose por “buenas costumbres“ la moral católica europea. Una de las mayores ironías de la historia es ciertamente que la concepción evangelizadora de la conquista de América y la insistencia en el objetivo misionero de la empresa militar que se cernió sobre la vida y el destino de millones de nativos, proceden de la firma de un papa que no se distinguió precisamente por la exaltación de principios y valores religiosos y espirituales.[36] El hecho a resaltarse, sin embargo, es que la conquista y cristianización de América surgen abrigados de la pasión y el celo misioneros. El signo ideológico del dominio europeo sobre las tierras americanas se nutre del mandato evangelizador final del Cristo resucitado: “Id y haced discípulos a todas las naciones“ (Mt. 28:19). La pasión evangelizadora, demostrada por los franciscanos a lo largo y ancho del territorio mexicano [más vasto entonces que ahora, cercenado desde 1848 por el Tratado de Guadalupe] (Sylvest 1975) y por los jesuitas en sus famosas reducciones guaraníes [también en una región mayor que la actual República de Paraguay, acortada por el convenio luso-castellano de 1750] (Armani 1988), que generaría lo que Justo González ha catalogado como “la más rápida y extensa expansión del cristianismo que la iglesia hubiera conocido” (González 1980, 51) se hace presente en el nacimiento mismo de la consideración europea acerca del destino del Nuevo Mundo.

Sin embargo, al ponerse la primera piedra de la iglesia institucional, la corona así encomendada instrumentaliza la jerarquía eclesiástica para que sirva de incitadora de la minería aurífera, en una época en que se hacía evidente la renuencia, y en ocasiones abierta resistencia, de los nativos a someterse al carácter saqueador de esa faena, igual que el surgimiento de una voz profética que denunciaba la opresión de ese sistema laboral (Gutiérrez 1989).

De ninguna manera, comanda el monarca, deben los obispos permitir que los nativos descuiden la labor minera; por el contrario, deben concebir como esencial función episcopal el estimularles a acometer su servil destino con mayor devoción. La corona indica las posibles justificaciones, destacándose la defensa bélica de la fe, “para hacer guerra a los infieles.” Es intransferible deber episcopal excitar la devoción minera de los nativos, esgrimiendo como acicate el uso de los metales preciosos para enfrentar militarmente a los enemigos de la fe, lo que se refiere en primera instancia a turcos y musulmanes, los aborrecidos adoradores de Alá, poseedores, según juristas europeos, de facto pero no de iure, de vastos y estratégicos territorios previamente cristianos. No se requiere mucha imaginación para concebir el carácter extraño que revestiría una exaltada predicación episcopal a indígenas antillanos a fin de estimular misioneramente sus afanes mineros para usos militares contra unos pueblos - otomanos, árabes, islamitas - absolutamente desconocidos para ellos.

Aunque la rúbrica de guerra contra los infieles alude principalmente a los islamitas, no excluye a los indígenas americanos idólatras que se nieguen a someterse al llamado de obediencia y fidelidad, que en esos momentos se cuajaba en el famoso documento conocido como Requerimiento (Rivera Pagán 1992b, 52-61). El Requerimiento exigía de los nativos americanos doble obediencia y lealtad, a la Iglesia y al papa, por un lado, a la corona castellana, por el otro. Su costo, guerra y esclavitud, era altísimo. Aunque en el texto predominaban los temas y motivos religiosos, su elaboración y puesta en ejecución estaba en manos del estado, o, con mayor precisión, por los conquistadores mismos, cuyas ansias de riqueza y poder son harto conocidas. Cualquier acto de sublevación podía ser juzgado como doble grave infracción: apostasía religiosa y traición política, como para su letal infortunio descubriese en el verano de 1533 el Inca Atahualpa.

Será, apuntemos algo generalmente descuidado, gracias a la riqueza minera extraída por arahuacos cubanos que Hernán Cortes podrá lanzarse al asedio de Tenochtitlán, empresa de signo militar que, sin embargo, se justifica por su principal protagonista acentuando la devota intención misionera de “apartar y desarraigar de las idolatrías a todos los naturales destas partes... y que sean reducidos al conocimiento de Dios y de su santa fe católica” (Cortés 1990, 165).

Vemos, por consiguiente, que la ambigüedad que Enrique Dussel ha identificado en el episcopado latinoamericano entre, por un lado, el celo misionero y evangelizador, promotor de la plena humanidad de los pobres y desamparados, y, por otra parte, la avaricia de riquezas que llega al sacrilegio de consagrar la religiosidad cristiana en el altar de Mamón, se encuentra en la matriz misma de la institución eclesiástica en el Nuevo Mundo, algo que Dussel no destaca. La pugna entre la fe y el oro, entre la aspiración misionera y el afán comercial, es congénita a la conquista europea de América y conserva incólume su carácter paradójico durante toda la cristiandad colonial. Hay una agonía profunda en el interior del alma de la cristiandad colonial, en el sentido en que Miguel de Unamuno recapturó el significado de ese vocablo, como pugna intensa, desgarrador combate entre contrincantes que se saben inseparables, al mismo tiempo agonistas, protagonistas y antagonistas (de Unamuno 1964, 943). La pugna agónica entre la evangelización y los afanes económicos es indisoluble y el intérprete que señale exclusivamente uno de esos polos se arriesga a transformar la complejidad histórica en una fantasía misionera o en una masacre genocida.

Hernán Cortés, el mismo que insiste en la conversión de los nativos como principal motivo de sus afanes, dedica buena parte de sus gestiones a incrementar la hacienda colonial, la oficial y la suya. Su celo evangelizador es innegable, como insisten sus admiradores franciscanos, Toribio Paredes de Benavente o Motolinia y Gerónimo de Mendieta;[37] su codicia es también insaciable, como apunta su compañero de armas Bernal Díaz del Castillo (1986). También Francisco Pizarro sentencia al inca Atahualpa: “Venimos a conquistar esta tierra, porque todos vengáis en conocimiento de Dios y de su santa fe católica... y salgáis de la bestialidad y vida diabólica en que vivís…”(López de Jerez 1947, 332-333).  Sin embargo, cuando un sacerdote le increpa su falta de diligencia misionera, Pizarro no tiene problemas de conciencia en replicar: “Yo no he venido para estas cosas, he venido para quitarles su oro.” (Prien 1985, 65).

La iglesia americana, en la persona de sus primeros prelados, acepta una doble tarea, cuya conciliación probaría ser un enigma de difícil solución: promover la salvación espiritual de los americanos y propiciar el beneficio material metropolitano. Este sería el conflicto, la agonía en sentido unamuniano, que agitaría a la cristiandad colonial y se mostraría de múltiples maneras durante sus tres siglos de existencia.

La voz profética

Los historiadores de la iglesia hispanoamericana han ubicado correctamente el inicio del episcopado al final de los laberínticos esfuerzos de la corona española para lograr el control de la estructura jerárquica eclesial. Sin embargo, no parecen percatarse de otro factor que acelera los esfuerzos de la corona para establecer la autoridad clerical - el surgimiento dramático de la voz profética en la comunidad cristiana colonial.[38] No me parece coincidencia que las Capitulaciones de Burgos tengan lugar en el contexto de la crisis de conciencia provocada por la predicación denunciadora comenzada a fines de 1511 por la pequeña comunidad dominica en la Española, por entonces plaza central de la administración territorial. Gracias a los afanes archivistas de Bartolomé de Las Casas conservamos la expresión máxima de esa denuncia profética: la famosa homilía de fray Antonio de Montesinos.[39]

A base del texto bíblico ego vox clamantis in deserto (“voz que clama en el desierto” - Mateo 3:3, a su vez cita de Isaías 40:3), Montesinos arremete contra el maltrato que sufren los nativos americanos, sobre todo en la minería aurífera. “Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios...? ¿Cómo los tenéis tan opresos... que de los excesivos trabajos que les dais... los matáis para sacar y adquirir oro cada día?... Tened por cierto que, en el estado en que estáis, no os podéis más salvar que los moros o turcos...”.

La homilía creó una verdadera conmoción, pues oyéndola se encontraban las principales autoridades coloniales. No era para menos. Montesinos los ubica en la misma categoría espiritual que moros o turcos, en ese momento acérrimos adversarios de la Europa cristiana. Por eso reaccionan catalogándole “de hombre escandaloso, sembrador de doctrina nueva... en deservicio del rey y daño de todos los vecinos...” (Las Casas 1951, 442). El rey Fernando obtiene copia del sermón y expresa al virrey Diego Colón su perturbación, incluyendo su licencia para reprimir al díscolo fraile: “Vi ansi mesmo el sermón que descis que fizo un frayle dominico que se llama Antonio Montesino, e aunquél siempre obo de predicar escandalosamente, me á muncho maravillado en gran manera, de descir lo que dixo, porque para descirlo, nengund buen fundamento de Theología nin cánones nin leyes thernia, sygund discen todos los letrados... theólogos e canonistas, e vista la gracia e donación que Nuestro Muy Sancto Padre Alexandro sexto Nos fizo... por cierto que fuera razón que usáredes así con el que predicó... de algún rigor porque un yerro fué muy grande” (Pacheco, Cárdenas y Mendoza 1964-1884, 375-376). El monarca ordena que Montesinos y sus colegas guarden absoluto silencio sobre el asunto. “Que non fablen en púlpito nin fuera dél diretya nin yndiretamente mas en esta materia, nin en otras semexantes... en público nin en secreto...” (Pacheco, Cárdenas y Mendoza 1964-1884, 377-378).

El provincial dominico en España, fray Alfonso de Loaysa, añade su reprimenda. Amen de advertir sobre las posibles consecuencias subversivas de tal predicación (“toda la India, por vuestra predicación, está para rebelarse...”), exhorta a sus hermanos de orden en la Española a submittere intellectum vestrum (“subyugad vuestro intelecto”), argumento innumerables veces esgrimido en beneficio del autoritarismo eclesiástico y político (Diego Carro 1944, 62-63). El intento de represión fracasa. Por algo los dominicos habían iniciado su descarga ética con explícita referencia al irreductible Juan el Bautista. Se desencadena así lo que Lewis Hanke ha llamado “la lucha española por la justicia en la conquista de América” (Hanke 1967). El genio profético se ha escapado de la botella y nunca más reposaría.

Justo L. González ha recalcado la pertinencia de la rebeldía ético-teológica de la pequeña comunidad dominica para la historia de la iglesia colonial, contrastando la caricatura típica que el protestantismo anglosajón tiene de la iglesia hispanoamericana colonial con la polifonía de tonos y melodías vigentes en ella, sobre todo la vigorosa e irreprimible voz profética que se pronuncia desde Montesinos hasta Hidalgo (1969, 21; 1980a, 61; 1992, 25). Pero lo que no se ha acentuado es la relación íntima entre el surgimiento del debate sobre la justicia en América y la constitución del episcopado mediante las Capitulaciones de Burgos. Fernando V, para acallar la denuncia profética, se apresta a establecer el episcopado diocesano americano. Sería éste el encargado de vigilar las fronteras de la consciencia cristiana, tratando de evitar que se desborde en proclamas proféticas. Parafraseando lo que Roland Bainton escribe acerca de la Universidad de Yale, podemos decir: El episcopado hispanoamericano fue conservador desde antes de nacer.[40] Se establece para que cumpla las funciones que el estado colonial le adjudica: la cura de las almas y la promoción de la explotación minera.

Las Capitulaciones sientan un precedente que mantendrían los sucesores de Fernando V, requerir de los nominados al episcopado un juramento de fidelidad a la corona y la promesa de reconocer y respetar el derecho de patronato real. Lo que no quiere decir que siempre los obispos cumplirán esa función legitimadora. La paradoja al interior del episcopado entre su encomienda evangelizadora y su mandato estatal creará tensiones continuas, un conflicto perpetuo de intereses que en ocasiones se resolvería al estilo y manera de los profetas bíblicos.

A la sombra de la muerte: la postrera voz profética de Las Casas

Demos, para concluir, un ejemplo: la recepción que de las Capitulaciones de Burgos hizo el más controvertible de los obispos de la cristiandad colonial latinoamericana, Bartolomé de Las Casas. El acuerdo de los prelados de estimular el trabajo minero intenso y usar para ello justificaciones religiosas provoca la ira de Las Casas.[41] Ese compromiso parte, según el dominico, de la “ceguedad“ que los firmantes tienen sobre “la perdición de aquestas gentes míseras”. Los obispos se obligan moralmente a provocar la muerte de sus nuevos feligreses, pues la minería aurífera es “pestilencia vastativa de todas sus ovejas”. Recupera Las Casas, la dialéctica de la homilía de Montesinos entre la minería aurífera y la mortalidad. La extracción del oro es mortal para el cuerpo de los nativos y, a la vez, causa de pecado mortal para los europeos. Tuvieron “poca lumbre” espiritual los futuros prelados, al acceder a promover una actividad que resulta fatal para la población nativa y que además macula indeleblemente el alma de colonos y encomenderos.

El acuerdo surge de la “ignorancia” de los obispos, pero éstos debieron haber sido más suspicaces y “no obligar[se] a lo que podía ser injusto y malo... cuanto más que la misma obra les pudiera dar sospecha, diciendo sacar oro y servir”. Con su típica ironía se pregunta Las Casas si los obispos pensaban que sacar oro era como coger frutas de los árboles.[42] Para el Obispo de Chiapas, las Capitulaciones conllevan una capitulación, en la segunda acepción del término (rendición), que los prelados conceden aún antes de adentrarse en la pugna por evangelizar las nuevas diócesis.

Las Capitulaciones proceden de la irrupción de la voz profética en la cristiandad colonial, representada por la homilía de Montesinos, como un intento de controlarla mediante el establecimiento de una jerarquía fiel al estado. A su vez, desencadenan el resurgir de esa misma voz profética que desde el seno de la institución jerárquica - Las Casas era obispo - se torna hacia si misma en amarga y agónica autocrítica. En enero de 1566 se eligió un nuevo papa. Antonio Michele Ghislieri, fraile dominico fue nombrado papa, adoptando el título de Pío V. Por ser hermano de la misma cofradía religiosa, dominico, y por augurar un posible cambio en la política de Roma, Las Casas, muy cercana su muerte, le escribe una dramática epístola.[43] La carta es brevísima pero de contenido contundente.

La novedad que esa carta representa ha escapado a muchos lectores. Conlleva una osada violación del pase regio, al comunicarse directamente con el papado sin pasar por el conducto del Consejo de Indias castellano, mecanismo de control estatal que hasta entonces había acatado Las Casas. Es un reclamo profético, a la sombra de la cercanía de la muerte, de reconstruir la función histórica de la iglesia americana ubicándola, sin ambivalencias ni ambigüedades, en el sendero de la solidaridad humana.

Lo que Las Casas exige en este escrito postrero de su inagotable trayectoria profética es una reforma radical de la postura de la iglesia cristiana ante los pueblos conquistados, marginados, desposeídos y explotados del Nuevo Mundo. La voz profética rasga el manto de los cielos e intenta transfigurar, desde el seno del paradójico episcopado, las penurias de la cristiandad colonial latinoamericana.

Comienza mencionando un libro que le ha enviado en el cual discute “la justificada forma de promulgar el Evangelio y hacer lícita y justa guerra contra los gentiles”. No menciona el título del libro pero posiblemente sea Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión (Las Casas 1942). Es una condena de la evangelización por las armas y la conquista bélica. El único modo de hacer labor misionera y proclamar el evangelio es el proseguido por Jesús y sus apóstoles: la predicación pacífica.

También discute, muy a la medida de su tradición tomista, el concepto de guerra justa, el cual no cuadra contra pueblos que nunca han hecho daño a las naciones cristianas. Contrario a la tesis de algunos apologistas de Las Casas, no creo que podamos catalogarlo de pacifista. Pero en el marco del concepto de guerra justa asevera con firmeza que no pueden justificarse las guerras contra los pueblos autóctonos del Nuevo Mundo. Las Casas le pide al papa que apoye públicamente, mediante su endoso, las tesis de ese libro. Sorprende el posible resultado de esa posible acción papal, viniendo de un español: “porque no se oculte la verdad en destrucción y daño de toda la Iglesia, y venga tiempo (el cual por ventura está ya muy cerca), en que Dios descubra nuestras manchas, y manifieste a toda la gentilidad nuestra desnudez.” Es una obvia alusión al juicio final y el juicio de las naciones.

Le pide entonces al sumo pontífice, ya que abundan aquellos que él llama “perros rabiosos e insaciables”, que el papa emita un decreto declarando excomulgados y anatemizados a todos quienes afirmen que:

1.     La idolatría justifica la guerra de cristianos contra gentiles.

2.     La guerra es conveniente para facilitar la predicación y la conversión de los infieles.

3.     Los gentiles no son verdaderos señores y soberanos de sus tierras y posesiones.

4.     Los gentiles son incapaces de entender o aceptar por ellos mismos el evangelio.

Luego le solicita al papa que renueve todos los cánones eclesiásticos, de manera que los obispos se solidaricen siempre con los marginados, cautivos y desposeídos, “hasta derramar su sangre por ellos.” Ese mandato es especialmente necesario en las Indias, donde los naturales “llevan sobre sus flacos hombros, contra todo derecho divino y natural, un pesadísimo yugo y carga incomportable”. Por su liberación deben luchar los obispos, “poniéndose por muro de ellos hasta derramar su sangre por ellos.”.

Eran muchos los dignatarios eclesiásticos que ascendían al episcopado como prebendas, definitivamente no obtenidas por afán alguno de solidaridad evangélica, y tampoco se familiarizaban con las culturas nativas. Por ello Las Casas le solicita al papa que a todos los obispos en las Indias, “les mande aprender la lengua de sus ovejas, declarando que son a ello obligados por ley divina y natural”. Lo que está en cuestión no es solo una conveniencia misionera; también se juega la apreciación, valoración y preservación de las culturas de los pueblos autóctonos.

Por último, le solicita al papa algo que a Pío V le debe haber sabido a hiel, definitivamente no a miel. Que la iglesia del Nuevo Mundo se desprenda de todas las riquezas adquiridas gracias a las conquistas de las armas españolas, otorgándolas a los pueblos autóctonos desposeídos. Las Casas describe la situación de ese modo: “Grandísimo escándalo… es que en aquella nueva planta obispos y frailes y clérigos se enriquezcan… permaneciendo sus súbditos recién convertidos en tan suma e increíble pobreza, que muchos por tiranía, hambre, sed y excesivo trabajo cada día miserabilísimamente mueren.”

A partir de esa acusación a la iglesia de enriquecerse indebidamente a costa de la servidumbre y la desposesión de los pueblos autóctonos, Las Casas le lanza el reto a Pío V que ordene a obispos y frailes y clérigos que laboran en el Nuevo Mundo a “restituir todo el oro, plata y piedras preciosas que han adquirido, porque lo han llevado y tomado de hombres que padecían extrema necesidad… a los cuales, por ley divina y natural, también son obligados a distribuir de sus bienes propios.”

Es una evolución crucial de la exigencia de la restitución que como obispo de Chiapas Las Casas impuso a los confesores de su diócesis, la cual encolerizó agriamente a hacendados y encomenderos españoles y, amenazada su vida, causó su salida de la diócesis. Ya no se trata de que el papa señale con el dedo acusador a conquistadores, encomenderos y traficantes. Lo que Las Casas le pide al papa, al final de esta breve pero contundente epístola, es que Pío V también ponga en la silla de los acusados y sentenciados al clero mismo de la iglesia implantada en el Nuevo Mundo.

¿Cuál fue la reacción de Pío V? Con excepción de varias pequeñas concesiones aquí y allá, su actitud fue similar a la del Consejo de Indias: el silencio.[44] La atención de Pío V se dirigía más bien otros asuntos que consideraba más urgentes: las amargas, agrias y violentas disputas que cercenaban y dividían la cristiandad occidental durante el siglo XVI en Europa.

Pero cuando analizamos y discutimos propuestas de reforma radical de la cristiandad en el siglo XVI, nunca debemos limitarnos a las disputas al interior de las instituciones eclesiásticas de Europa. Bartolomé de Las Casas propuso una reforma radical de extraordinaria importancia para las naciones de esta Nuestra América, tras recorrer intensamente durante varias décadas sus tierras y pueblos. Prestemos atención cuidadosa y reflexiva a su voz profética postrera, emitida a la sombra de su cercana muerte.[45]

Bartolomé de Las Casas

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Luis N. Rivera Pagán, Teólogo puertorriqueño, profesor emérito de Estudios Ecuménicos en Princeton Theological Seminary, New Jersey, EEUU.

luis.rivera-pagan@ptsem.edu

Recibido: 19 de abril de 2017

Aprobado: 6 de junio de 2017

 

 

 



[1] García de Padilla murió sin llegar a trasladarse a su sede, Alonso Manso llegó a Puerto Rico a fines de 1512 y Suárez de Deza arribó a la Española a principios de 1514.

[2] En el Archivo General de Indias, patronato 1, ramo. 12. Se reproducen en Hernáez (1879, 21-24); Giménez Fernández (1943, 173-182); Murga Sanz 1961, 123-127); y Shiels 1961, 319-325). En fragmentos también en Tapia y Rivera (1945, 161-162); y Coll y Toste (1920, 381-382), que en su forma de extractos proceden del septuagésimo quinto tomo de la colección de manuscritos del historiador español del siglo dieciocho don Juan Bautista Muñoz, según lo evidencia Murga Sanz (1960, 76-77).

[3] Se reproduce, en versión castellana, en Pacheco, Cárdenas y Mendoza (1864-1884). También en Shiels (1961, 316-319) (traducida al inglés en las páginas 118-121). En ambas reproducciones se prologa equivocadamente como “bula erigiendo las catedrales de Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo”, aunque este decreto papal nada afirma sobre Cuba.

[4] El concepto de paradigma fundacional lo he tomado de Kadir (1992, 73).

[5] Las menciona brevemente en Dussell (1969-1970, 36-37). En sus obras posteriores se limita a repetir esas observaciones. Cf. (Dussell 1972), (Dussell 1979) y (Dussell 1983).

[6] "La economía de la iglesia americana", en Borges (1992, 99-135).

[7] Cuesta Mendoza (1948, 27);  Campo Lacasa (1977, 33); Meier (1995, 25).

[8] Huerga (1987, 45) la llama “desorbitada”. También desde una óptica apologética De Witte intenta desacreditarla (1958, 444).

[9] Sobre los procesos y mecanismos de silenciamiento en la historiografía antillana, es significativo el libro sobre Haití, la gran marginada, de Trouillot (1995). Sobre los intentos de silenciar la memoria de la presencia palestina en territorios ahora bajo la soberanía del estado de Israel, es útil el texto de Masalha (2012).

[10] Se reproducen, en latín, por Shiels (1961, 283-289), y en traducción española, como apéndices a Las Casas, (1965, 1281-1288).

[11] Original latino en Hernáez (1979, 20-21) y Shiels (1961, 294-295); traducción al inglés en ibíd., 90-91.

[12] Según Giménez Fernández (1943, 132) al morir la reina Isabel a fines de 1504, “en las Indias no existían ni iglesias, ni conventos, ni obispos, ni conversos, y sólo apenas unos clérigos asalariados para las mínimas atenciones religiosas de los colonos”.

[13] Sobre él escribe Las Casas (1951, 344-345): “Este padre fray Buil llevó... poder del Papa muy cumplido en las cosas espirituales y eclesiásticas... pero como estuvo tan poco en la isla... ni ejercitó su oficio, ni pareció si lo tenía.” El “poder del Papa” se refiere a la bula Piis fidelium emitida por Alejandro VI el 25 de junio de 1493. Aunque Boil celebró la primera misa en tierra americana el 6 de enero de 1494, no parece haber tenido tiempo ni disposición alguna para el trabajo misionero. La anarquía que prevalecía en las colonias de ultramar, causada por la enorme distancia entre la fabulosa arcadia ensoñada, lista para ser saqueada, inicialmente descrita por Colón y la realidad antillana, tampoco le permitió establecer un mínimo orden eclesial. Sus esfuerzos se disiparon en agrias disputas con el Almirante.

[14] Véase el texto en el que Pané (1987) relata sus experiencias con los nativos de las Antillas.

[15] Sobre el patronato real es muy útil la citada obra del jesuita Shiels (1961), quien incluye los documentos pertinentes, en su idioma original (latín o español) con traducción inglesa, y los acompaña de prudentes interpretaciones.

[16] El original en Hernáez (1879, 24-25) y Shiels (1961, 310-313), quien lo traduce en 110-112. Sobre el origen y significado del patronato real, véase de Leturia (1959, 1-48).

[17] El nombre actual de esa comisión curial es Congregación para la Evangelización de los Pueblos.

[18] Sublimis Deus se reproduce en Cuevas (1975, 101-102).

[19] Cf. Hanke (1937, 65-102) y Gutiérrez (1991, 33-42). 

[20] Se reproduce en de Leturia (1947, 506-507) (latín) y(461-462) (español).

[21] "Manifiesto del Sr. D. Miguel Hidalgo y Costilla" en Dussel (1977, 201). Cf. Schmitt (1954, 289-312).

[22] La victoria de los movimientos emancipadores no puso coto a la exigencia estatal de patronato eclesiástico. Los nuevos gobiernos republicanos lo reclamaron con ahínco similar al trono castellano. La diferencia es que mientras los reyes españoles lo fundaban en el motu propio papal como los Austrias o en el derecho divino monárquico como los borbones, los regentes políticos de las nuevas entidades estatales lo establecen sobre el principio de la soberanía popular. Con ello, sin embargo, renuncian las repúblicas latinoamericanas a liberar el asfixiante lazo colonial entre la iglesia y el estado. Cf. Prien (1985, 394-395).

[23] "Organización territorial de la iglesia", en Borges (1992, 139).

[24] Los hermanos Perea se enmarañan en un laberinto exegético de su propia manufactura al pretender que este postulado “excluía tanto a los españoles peninsulares como a los indios puros, pero no a los mestizos.” De haber querido la corona castellana impedir que peninsulares ocupasen los beneficios eclesiásticos lo hubiese regulado con la misma meridiana claridad conque estipuló la exclusión de los nativos. Los Perea tropiezan con el obvio obstáculo a su interpretación que algunos episcopados por mucho tiempo fueron ocupados por peninsulares. En respuesta enredan más el asunto al añadir “tal estipulación tenía solo carácter previsivo, pues no era desde luego susceptible de cumplimiento inmediato.” En el caso que les interesa, el de Puerto Rico, ¡ese futuro tardaría más de tres siglos en concretizarse! El primer obispo nacido en suelo puertorriqueño, y el único durante los cuatro siglos de dominio español en la isla, sería Juan Alejo Arizmendi y de la Torre, consagrado a ese puesto en 1804 (lo ocupó hasta su muerte en 1814) [Puerto Rico no volvería a tener un obispo nativo hasta la consagración de Luis Aponte Martínez como obispo auxiliar de Ponce en octubre de 1960 y luego, en 1964, arzobispo de San Juan]. Tampoco evidencian los Perea su hipótesis de que la norma excluyente de “hijos de los naturales” posibilite la nominación de mestizos. La práctica eclesiástica, libre de velos apologéticos, fue ciertamente otra. Augusto y Perea (1929, 21); (1936, 16); y (1942, 92).

[25] El menosprecio de la cultura y la racionalidad de los pueblos indígenas caribeños va íntimamente ligado a los sistemas de servidumbre que se le impusieron. Véase Rivera Pagán (2003, 316-362).

[26] Quijano (1998a); (1998b); (2000). Son valiosas las reflexiones sobre el concepto de colonialidad que se sugieren en Mignolo (2000) y Moraña, Dussel y Jáuregui (2008).

[27] Sobre este asunto clave, pueden consultarse mis ensayos “Culto y cultura: la evangelización de los pueblos americanos”, y “Encarnación, evangelio y culturas en América Latina”, en Rivera Pagán (1999, 55-88, 123-145); e “Identidad y dignidad de los pueblos autóctonos: un desafío para los cristianismos latinoamericanos”, en Rivera Pagán (2013, 47-81).

[28] Se reproduce en Duverger (1990, 39).

[29] Véase Lafaye 1974, 1976, 1977).

[30] Sobre la relación entre fe y oro en la empresa colombina, es útil comparar las perspectivas opuestas de Ramón Iglesia en su ensayo "El hombre Colón" (1986, 67-89) y West (1991, 1-93). Mientras West acentúa en Colón la primacía de la fe sobre el interés comercial, Iglesia recalca en el Almirante la aspiración de lucro y subestima los motivos misioneros. Kadir (1992, 48-53) ensaya conciliar ambas perspectivas, al percibirlas como dos dimensiones estrechamente vinculadas, en coincidencia de factores opuestos, no sólo en Colón, sino en la postura europea y occidental ante los nuevos territorios a evangelizarse y explotarse simultáneamente. De esta manera, se neutraliza la disputa entre quienes ven en Colón el portaestandarte de la modernidad y quienes lo perciben enclaustrado en las concepciones medievales. Véase también Rivera Pagán (1995). 

[31] En Shiels (1961, 313-315 (latín) y 113-115 (inglés)). Giménez Fernández (1943, 140) analiza las dos bulas de Julio II favorecedoras del patronato real de Fernando el Católico - la Universalis ecclesiae de 1508 y la Eximie devotionis affectus de 1510 - en el contexto de la alianza política y militar entre la corona española y el papado.

[32] Equivocadamente Giménez Fernández asevera (1943, 172): “Hasta 1513 no existió en América Obispo alguno, siendo el primero en arribar allá fray Diego [sic, Pedro] Suárez de Deza, O. P. Obispo de la Concepción en la isla española...“, Al escribir esas líneas, los hermanos Juan Augusto y Salvador Perea ya habían aducido que Alonso Manso había sido el primer obispo católico en América. (Augusto y Perea 1929, 22; 1936, 17 y 1943, 93).   Los Perea estiman que Manso llegó a la isla a mediados de 1513. Huerga insiste en que arribó antes, el 25 de diciembre de 1512. La implantación de la iglesia en el Nuevo Mundo, 50. Según Meier, Manso llegó al Caribe en mayo de 1513 y Suárez de Deza algunos meses después. “La historia de las diócesis…”, 37, 43. Bartolomé de Las Casas también consigna la primicia de Manso: “El primer obispo que de los nombrados arriba y primeros de todas las Indias, que... vino consagrado fue el licenciado D. Alonso Manso...” (Las Casas 1951, 553).

[33] Véase la sección dedicada a la "bula de la santa cruzada" en el ensayo de Escobedo Mansilla (1992, 130-133).

[34] Alejandro VI, Inter caetera (4 de mayo de 1493), en Las Casas (1965, 1287).

[35] Sobre las bulas alejandrinas, véase Rivera Pagán (1992b, 41-51).

[36] De este Sumo Pontífice escribiría su contemporáneo Pedro Mártir de Anglería: “Aquel nuestro Alejandro, escogido para servirnos de puente hacia el cielo, no se preocupa de otra cosa que de hacer puente para sus hijos [carnales]- de los que hace ostentación sin el menor rubor -, a fin de que cada día se levanten sobre mayores montones de riquezas... Estas cosas... provocan náuseas en mi estómago.” (Mártir de Anglería 1953, 329-330). Un par de décadas más tarde, Maquiavelo escribiría sobre este Papa lo siguiente: “Alejandro VI jamás pensó ni hizo otra cosa que engañar a la gente y siempre encontró en quien hacerlo, ni ha habido quien aseverase con más seriedad, ni quien con mayores juramentos afirmara una promesa, ni menos la cumpliese.” (Maquiavelo 1975, 372).

[37] de Benavente (1984); de Mendieta (1980). Cf. de Lejarza (1948, 43-136).

[38] Sobre la voz profética en la conquista de América, véase Rivera Pagán (1992a, 49-64).

[39] La síntesis del sermón de Montesinos procede de Las Casas (1951, 441-442).

[40] (Bainton, 1957, 1): "Yale was conservative before she was born.”

[41] La reacción de Las Casas se encuentra en (1951, 435-438). Murga Sanz y Huerga (1987, 44-45) en su biografía de Alonso Manso, relatan la indignación del Obispo de Chiapas por la concordia entre los monarcas y los prelados, pero la distorsionan al no indicar la razón.

[42] Salvador Brau (1981, 205), cuya opinión del primer obispo de Puerto Rico, Alonso Manso, no es muy favorable, emite un juicio más parco, pero también negativo: “No puede tenerse por excusable el aconsejar a los indios que soportasen el trabajo de las minas en razón a que el oro se destinaba a combatir infieles... Ni al prestigio del trono ni a la dignidad episcopal hacía honor una superchería innecesaria para obtener la cooperación laboriosa de aquellas gentes.”

[43] Se reproduce en Las Casas (1941, 163-165). He discutido extensamente esta carta postrera de Las Casas (2014).

[44] En esto difiero de Pérez Fernández (1981, 766-776).

[45] A pesar de sus sugestivas y provocadoras observaciones, un defecto capital de la obra de Kadir (1992) es su renuencia a percibir los elementos críticos y potencialmente subversivos de la tradición profética bíblica. Kadir confunde con excesiva precipitación el profetismo y las tendencias del monoteísmo apocalíptico a avasallar y aniquilar las culturas y los cultos heterogéneos.