Contenido
2. ¿Son fundamentalistas los Pentecostales? – Guatemala 1985
2.1 El espacio social de los estilos religiosos
2.2 La modernidad guatemalteca y el fundamentalismo
3. Reflexiones intermedias: características generales y criterios
4. Los fundamentalismos cristiano-norteamericano y musulmán
4.3 Comparación de las lógicas prácticas
Fundamentalismos, modernidades y tensiones políticas globales
Sobre la religión políticamente movilizada
Heinrich Schäfer
Resumen: El “choque de las civilizaciones” se ha convertido en una fórmula fácil – si bien ampliamente debatida – para comprender las relaciones, sobre todo, entre “el oeste” y “el mundo islámico”. El problema es que tal choque no existe. Más bien, y esta es la tesis de este artículo, hay pugna entre fundamentalistas occidentales y fundamentalistas islámicos. Son éstos quienes hacen creer que existe un choque de civilizaciones, más bien que un choque de fundamentalismos. El fin es el de ganarse el apoyo público para la causa fundamentalista. El efecto es el de hacer desaparecer el viejo conflicto base – la injusta distribución de las riquezas del planeta – detrás de estrategias religiosas de identidad.
Abstract: The “clash of civilizations” has become an easy formula - albeit widely debated - to understand relations, especially between “the west” and “the Islamic world.” The problem is that such a clash does not exist. Rather, and this is the thesis of this article, there is a conflict between Western fundamentalists and Islamic fundamentalists. It is these who make us believe that there is a clash of civilizations, rather than a clash of fundamentalisms. The aim is to win public support for the fundamentalist cause. The effect is to make disappear the old base conflict - the unfair distribution of the planet’s wealth - behind religious identity strategies.
Palabras clave: Fundamentalismo - Mundo islámico - Choque de civilizaciones - Conflicto norte-sur - Identidad religiosa - Pensamiento poscolonial.
Keywords: Fundamentalism - Islamic world - Clash of civilizations - North-South conflict - Religious identity - Postcolonial thinking.
El marco teórico y los métodos para enfocar un objeto de estudio tienen relación directa sobre lo que se percibe o se deja de percibir. Para hacer transparente el enfoque, aquí unas notas sobre la teoría y una breve exposición de las tesis centrales del artículo.
Se trata “el fundamentalismo” no como una entidad, con ello se rompe con el concepto normativo único y se analizan movimientos socio-religiosos. Esto tiene la inmediata consecuencia de no poder hablar de “fundamentalismo” en singular, ya que se enfoca en varios movimientos religiosos que pueden –¡o no!– emplear prácticas fundamentalistas. Concretamente, nos inclinamos a la teoría de los “nuevos movimientos sociales” (Bellucci, Barde y otros), que se interesa sobre todo en las condiciones sociales, las necesidades y las crisis que generan demandas de movilización. Sólo en segundo plano nos dirigimos por la teoría de la “movilización de recursos” (Resource Mobilization Theory, Benford, Snow, Zald y otros), que enfoca las oportunidades y limitaciones que facilitan o impiden una posible actuación. En otras palabras, nos inclinamos más a una teoría de demanda que a una teoría de oferta. En consecuencia, detrás de las breves notas de este ensayo se puede vislumbrar siempre la pregunta ¿cuál es la crisis social que genera una demanda político-religiosa idónea para ser respondida por ofertas fundamentalistas?
Viéndolo desde otro ángulo: lo que nos interesa es la correlación entre posiciones sociales y disposiciones religiosas. En términos de teoría general esto significa, tal como lo vemos, ubicarse en el ámbito teórico de Pierre Bourdieu, retomando aquí sobre todo su concepto del espacio social como espacio constituido por relaciones de fuerza entre actores colectivos, basando el análisis de las prácticas fundamentalistas en la teoría del habitus. Ahora, si no se analiza “el fundamentalismo” como término genérico, sino más bien se enfocan movimientos religiosos, es necesario desarrollar un criterio sobre cuáles movimientos pueden ser clasificados como fundamentalistas. Esta es, precisamente, una de las tareas del presente ensayo.
Luego, los conceptos de “modernidad” y “modernización” tendrán importancia para nuestro argumento. A diferencia de la teoría de la modernización clásica (con teleología en la industrialización europeizante), nos basamos en dos teorías más recientes. Primero, Shmuel Eisenstadt – en crítica a la teoría de la modernización clásica –formula una teoría de “múltiples modernidades”. Quiere decir que los impulsos políticos y tecnológicos de la modernidad temprana (del siglo 18, europea en primera instancia), se han ido transformando rápidamente según los modos de producción y de reproducción cultural de los diversos ámbitos culturales del mundo. Esto no con el fin de compartamentalizar espacios culturales fijos (como lo hiciera Huntington), sino para fragmentar el concepto de la modernidad de una manera que conviene mucho más a la realidad actual, que cualquier concepto de una modernización (globalización) totalizante.
A pesar de ciertos momentos en común, la modernidad de América Latina o la de India o bien de los EE.UU. son muy diferentes a la modernidad europea. No obstante quisiera resaltar un elemento común que es importante para el nexo íntimo entre fundamentalismo y modernidad. Se trata de lo político. Según el politólogo Dieter Senghaas (Senghaas 1998: 30), la modernidad así como los diversos procesos de modernización conllevan como elemento común lo que él llama una “politización fundamental” de las sociedades afectadas. Yo prefiero llamarla “politización generalizada”, para no insinuar una relación entre este concepto y el del fundamentalismo.
La transformación moderna de una sociedad significa, según este concepto, que todos los ámbitos de la vida social (y en gran medida también de la vida privada), se hacen objeto de la negociación pública y de la lucha de los poderes sociales que se organizan casi exclusivamente a partir de un juego libre de fuerzas sociales. Esto no significa que no existan relaciones asimétricas de poder; más bien significa que las asimetrías de poder ya no son ajustadas y canalizadas por estructuras tradicionales de asignación y control de poder. Más bien es lo contrario: las posiciones poderosas se desarrollan con más libertad y la tarea de regulación por pura negociación política viene siendo más difícil que una regulación por estructuras tradicionales. Hecho que resulta muchas veces en que los fundamentalismos se sirven de la memoria de orden y estabilidad para ampliar su base de negociación. En consecuencia, para explicar aquí los fundamentalismos y sus luchas se enfocarán las dinámicas diferentes de distintas modernidades como marco de comprensión de las identidades y estrategias fundamentalistas.
La pregunta básica sería entonces: ¿cuáles son las dinámicas específicas de las modernidades en cuestión de las cuales se generan condiciones idóneas para el desarrollo de fundamentalismos, cuáles son tales condiciones y, finalmente, cuales son las estrategias que los fundamentalismos generan en base a estas condiciones? Para discutir el tema con ejemplos actuales, nos enfocamos en organizaciones del fundamentalismo de EE.UU. y del fundamentalismo islámico.
Sobre esta base vamos a tratar de proponer la siguiente definición de lo que serían prácticas fundamentalistas en general:
Fundamentalismos religiosos...
… forman parte del proceso moderno de la politización generalizada,
… absolutizan ciertas convicciones y contenidos cognitivos,
… y los instrumentalizan en estrategias de control sobre núcleos sociales de poder.
El argumento del ensayo se desarrollará de la siguiente manera. Primero vamos a analizar, con el ejemplo de Guatemala, al movimiento pentecostal –uno de los sospechosos habituales de ser fundamentalista; (2). De este análisis vamos a derivar algunas características que –según otros estudios del autor – son frecuentes en la praxis de movimientos fundamentalistas, así como criterios acerca de quiénes pueden ser, legítimamente, titulados de “fundamentalistas” y quienes no; (3). Después vamos a repasar las prácticas de los fundamentalismos estadounidenses e islamistas con base en los criterios elaborados y con el interés de detectar algo de sus dinámicas de lucha; (4). Finalmente ubicamos estos dos fundamentalismos en un modelo de distribución de poder global y sacamos conclusiones para nuestra tesis básica, a saber: que estamos presenciando más bien un choque de fundamentalismos que uno de culturas.
2. ¿Son fundamentalistas los Pentecostales? – Guatemala 1985
Esta pregunta nos facilita examinar un movimiento religioso para poder distinguir diferencias internas, analizar las respectivas prácticas y ganar más claridad de quienes deberían de ser clasificados como fundamentalistas y quiénes no.
Sin poder decir mucho aquí, quisiera señalar acerca de la modernidad específicamente latinoamericana, solamente que ella está, sobre todo, caracterizada por fuertes contradicciones socioeconómicas y una lucha constante entre fuerzas centrífugas de orientación hacia afuera y, por el otro lado, fuerzas centrípetas de orientación hacia el fortalecimiento de las propias raíces culturales e intereses políticos. A partir de la victoria de los liberales sobre las coronas ibéricas y la aparición de la doctrina Monroe, las fuerzas centrífugas se orientan en los EE.UU. y las fuerzas centrípetas se organizan siempre más en la forma de movimientos de masas. Esta es – a grandes rasgos – la situación en Guatemala en el tiempo de la guerra contrainsurgente a mediados de los ochenta, cuando el autor hizo estudios de campo que llevaron a las siguientes observaciones (Schäfer 1988; Schäfer 1992; Schäfer 1997).1
Un fuerte conflicto de clases resulta en una insurrección armada y en represión militar que reprime cualquier resistencia popular. Ya no hay camino para la organización política ni militar desde abajo. En esta situación, el movimiento pentecostal transformó, para quienes que se convirtieron a sus filas, al campo de lucha política y económica. La lucha por intereses se transformó en una lucha de identidad. No obstante – y esto es clave – esta lucha de identidad se desarrolló y se re-entrelazó con lo político de una manera muy diferente según las posiciones sociales de los actores involucrados. Esto se visualiza bien en un modelo del espacio social como espacio de estilos religiosos.
2.1 El espacio social de los estilos religiosos
Tal modelo se construye a partir del método correlacional, simplificando un poco el método usado por Bourdieu (Bourdieu 1998). El modelo permite medir y visualizar, primero, las diferencias “verticales” en cuanto al capital económico (dinero) y al capital cultural (formación); es decir, refleja el interés de una sociología de clases. Segundo, se modelan diferencias “horizontales” en cuanto al capital cultural en su relación al capital económico; es decir, reflejando en cierta medida el interés de una sociología de la diferenciación funcional. El modelo como tal, se construye como una cruz de coordenadas. El eje vertical se comprende como una escala del grado de acumulación de capital económico (ingresos y posiciones) y cultural (formación), agregados; siendo que arriba se encuentra un alto grado (ricos con formación) y abajo un bajo grado (pobres sin formación). Sobre el eje horizontal se desagregan los capitales cultural y económico, distinguiendo así los sectores poblacionales que se basan más en el capital económico que aquellos que se basan más en el capital cultural.
El capital cultural (conocimiento y títulos, en cuanto a su utilidad en el proceso de modernización y no en cuanto a su valor cultural de identidad, etc.), se ubica menos a la derecha del cuadro y más a la izquierda. Sobre el mismo eje horizontal se concibe, en el reverso, una escala de capital económico: más a la derecha, poco a la izquierda. De este modo, el eje horizontal permite mostrar la distribución relativa de las diferentes formas de capital en una posición dada sobre la escala vertical. Por ejemplo, la vieja oligarquía y los industriales se sitúan más o menos sobre el mismo nivel de la escala vertical; pero se diferencian, ya que los industriales se basan más en su conocimiento de relaciones modernas de producción. O bien, los pequeños campesinos se diferencian de los trabajadores industriales, ya que se basan más en sus conocimientos de producción moderna, mientras que los otros se basan en su pequeña propiedad de terreno. De esta manera, este espacio teóricamente construido permite una ubicación diferenciada de actores sociales. Una vez construido el modelo, se pueden ubicar los actores religiosos a partir de su capital económico y cultural dentro del modelo como formaciones de habitus religiosos colectivos, obteniendo así un modelo del espacio social de estilos religiosos.
En este artículo no puedo más que mencionar algunos de los resultados más importantes de los estudios de campo relevantes para nuestro fin de entender mejor a los fundamentalismos. Lo más significante es la diferencia entre los pentecostales clásicos en el cuadrante derecha bajo y los neo pentecostales en el cuadrante izquierdo arriba –una diferencia prácticamente “de laboratorio” que resulta marcada por la extrema polarización social y político-militar que vivía Guatemala en esa época. El modelo nos presenta en total cuatro formaciones de habitus religiosos pentecostales. Todos ellos se sirven del mismo inventario simbólico religioso pero desarrollan disposiciones religiosas muy diferentes según su posición social.
Arriba y en el lado de la modernización, el habitus neopentecostal gira alrededor de la acumulación de poder divino a través de experiencias del Espíritu Santo – siendo que los practicantes son jefes y gerentes de industria modernizante y tecnológica, profesionales bien situados y de profesiones de clase media alta e, incluso, de clase alta. En esta posición religiosa se absolutiza la noción de que los miembros poseen al Espíritu Santo enfrentándose a enemigos demoníacos dentro de un contexto de guerra espiritual. Sobre este trasfondo se perseguía una estrategia ofensiva (apoyo a la dictadura militar, propios candidatos presidenciales en tiempos democráticos etc.) para obtener el control político-social.
Abajo en el lado derecho se encuentran pentecostales tradicionales – pequeños campesinos, trabajadores de campo y ocasionales, pequeños y precarios comerciantes etc. – que esperaban fervientemente el arrebatamiento de la iglesia al cielo y se sentían cerca del fin del mundo. Esta noción se afirmaba con seguridad absoluta. Al mismo tiempo se seguía una estrategia evasiva frente a la represión militar, evadiendo el compromiso sociopolítico, asegurando así la sobrevivencia de las comunidades bajo condiciones de guerra contra-insurgente.
Abajo, sobre el lado moderno, se encuentran obreros industriales, profesores de escuela, estudiantes y técnicos de bajo nivel económico que se congregan en pequeñas comunidades pentecostales. Aquí se enfoca sobre todo el don de lenguas como una forma de protesta simbólica. Al don de lenguas se asocia la certeza absoluta de presencia del Espíritu Santo en las iglesias. En el foco de la estrategia sociopolítica estaba un cambio democrático a mediano plazo.
En la capa social media, al lado tradicional, se hacen identificar dos corrientes, ambas compuestas de artesanos, campesinos medios, comerciantes, pequeña burguesía executiva como funcionarios de bajo rango etc. Aquí se concentran comunidades pentecostales tradicionales de clase media en estancamiento social, centrados en la santificación y la disciplina, así como comunidades evangelicales, cuyo habitus religioso se centra en la infalibilidad de la escritura. Tanto santificación como biblicismo tenían el rango de verdades absolutas. La estrategia social enfocaba el apoyo al poder autoritario con el interés de mantener el estatus quo social en contra de los movimientos de cambio.
2.2 La modernidad guatemalteca y el fundamentalismo
Resumiendo las observaciones, quisiera resaltar lo siguiente. La tensión básica de la modernidad guatemalteca se caracteriza por un conflicto de interés socio-político. En el tiempo del estudio de campo este conflicto estaba en una fase de escalada militar. Dentro de este marco se distinguen cuatro formaciones religiosas pentecostales. Todas tienen en común que absolutizan algún contenido de fe cristiana. Una marcada diferencia, sin embargo, se da en cuanto a las estrategias sociales connotadas a las disposiciones religiosas. Los polos extremos se encuentran en el movimiento neopentecostal modernizante y el movimiento pentecostal clásico de la clase baja tradicional. Mientras que el primero aplica una estrategia de poder ofensiva, apoyándose en una teología exorcista, el segundo aplica una estrategia de aislamiento, con base en una doctrina de huida al mundo.
A partir de esta diferencia se concluye que, para clasificar un movimiento de “fundamentalista”, no es suficiente que éste absolutice alguna creencia. Más bien se recomienda construir un criterio doble de modo que adicionalmente a la absolutización de una convicción cultural o religiosa es necesario que el movimiento en cuestión emplee una estrategia de imposición de los propios conceptos de convivencia social sobre otros actores sociales, si bien en contra de la voluntad de éstos. Sobre este criterio doble se va a reflexionar sistemáticamente más adelante. Empleando este criterio, en Guatemala el movimiento neopentecostal llega a ser el actor religioso más sospechoso de “fundamentalismo”. Además, el sector tradicional de clase media – tanto pentecostal como evangelical – cae bajo sospecha hasta cierto punto, ya que emplea una estrategia de apoyo a fuerzas autoritarias y excluyentes en busca de su propio interés social. Aquí, no podemos discutir los resultados empíricos a fondo. Más bien vamos a enumerar algunas prácticas más del movimiento neopentecostal, identificándolo claramente como fundamentalista.
La clase social de su incidencia es la clase media alta modernizante. Su auto-ubicación frente a la cultura y la modernidad latinoamericana es crítica. En vez de desarrollar la modernidad latinoamericana a partir de fuerzas culturales que se nutren de las culturas indígena e hispana – como hasta cierto punto ha sido el caso en la revolución mexicana y en el modelo cultural brasileño –, el neo pentecostalismo se rige por el modelo norteamericano protestante así como el neoliberal. Según este auto-posicionamiento, sus contrincantes estratégicos son la clase alta tradicionalista – la antigua oligarquía – así como los movimientos populares entre indígena, sindical y político-militar. Su estrategia socio-política opera a través de la exclusión y el apoyo al militarismo y encuentra una transformación religiosa que se centra en la explosión de demonios – connotado con cualquier contrincante social – a través del Espíritu Santo a fin de abrir el camino a la máxima prosperidad posible a los miembros de las iglesias.
A partir de estas observaciones empíricas vamos a sacar conclusiones para un concepto sistemático del fundamentalismo.
3. Reflexiones intermedias: características generales y criterios
Primero vamos a discutir algunas “características generales”. Estas pueden darse en movimientos fundamentalistas, aunque no necesariamente. Más bien dependen en alto grado del tipo de modernidad dentro del cual el fundamentalismo específico se desarrolla. Se trata, entonces, de indicadores blandos. Segundo, vamos a elaborar “criterios” para una definición de “fundamentalismo” y la clasificación de prácticas observadas como “fundamentalistas” o no. Se trata solamente de dos criterios puramente formales, orientados en formas de acción. Pero estos criterios sí pretenden ser duros en el sentido de que son condiciones necesarias para que un movimiento religioso pueda clasificarse como “fundamentalista”. En este sentido los criterios definen al concepto.
De forma general, se puede decir que las siguientes condiciones contextuales y prácticas sociales se observan en combinación con movimientos fundamentalistas.
Tales movimientos forman parte de procesos sociales de politización generalizada (Dieter Senghaas) dentro de los marcos de diferentes procesos de modernización. Esto conlleva a que cada uno de los fundamentalismos desarrolla creencias, prácticas y estrategias que son adaptadas a las demandas específicas de ciertas posiciones sociales en los procesos de modernización. De este modo, los fundamentalismos se desarrollan según las lógicas específicas de las “múltiples modernidades” (Eisenstadt 2000). Parece que en muchos casos los fundamentalismos se asocian a las demandas de clases con perspectivas de ascenso social, pero frenadas por clases dominantes – bien sean estas últimas de rechazo a la modernización (como las oligarquías latinoamericanas), bien sean a favor de una modernización secularista sectorial en contra de las tradiciones religiosas (como los potentados de Medio Oriente).
De aquí se puede concluir –con reserva– que hay una cierta probabilidad de que prácticas fundamentalistas se desarrollen más en clases medias (altas) que en otras capas sociales. La forma en que se emplean contenidos religiosos en este marco así como las estrategias sociales se modelan según la modernidad en cuestión – según sea latinoamericana, europea, estadounidense, asiática, etc.
Es interesante enumerar características más o menos accidentales, ya que esto amplía la sensibilidad de observación. Para una definición de lo que tendría que llamarse propiamente “fundamentalismo”, sin embargo, no sirve de mucho. La descripción de características nos lleva a listas siempre más largas, tales como se encuentran en la descripción de diferentes “tipos” en las tipologías Weberianas. Con ello se obtiene rico material, pero ninguna definición. Por ello quisiera mencionar aquí dos prácticas que son – independientemente del contexto cultural – necesarias para que se dé “fundamentalismo”. Se derivan de dos criterios meramente formales que no se apegan a ningún contexto específico, sino que se rigen solamente por la lógica de las mismas prácticas empleadas. Históricamente, los dos criterios se deben a una condición contextual que califica el fenómeno del fundamentalismo como un fenómeno moderno generado dentro del marco de la politización “jacobínica”, según lo teoriza Eisenstadt (Eisenstadt 1995).
Se puede decir, entonces, que un movimiento religioso es fundamentalista, si en el contexto más amplio de un proceso social de modernización…
(1) absolutiza sus convicciones religiosas centrales... y
(2) las usa para luchar por el control de un núcleo de poder social (relativamente superior al campo que está controlando de todas formas).
La condición contextual de “modernización” – entendida como “politización generalizada” (según Senghaas) – es necesaria ya que sin esta condición, el movimiento o no se formaría del todo o bien sería simplemente tradicional.
Ad 1) Sin absolutizacon de contendios específicos, el movimiento en cuestión podría bien ser simplemente de resistencia democrática y pluralista. Uno podría imaginarse la teología de la liberación o bien un movimiento político como el de los Sandinistas en Nicaragua, que buscaban sustituir a un dictador por un sistema de participación popular. Por lo menos al principio de la revolución, en la década de los ochenta, no había ninguna tendencia a absolutizar ningún contenido político. Estos movimientos no se clasificarían como “fundamentalistas”.
Ad 2) Sin lucha por el control social, el movimento podría bien ser uno de huida a la modernidad, a la política o bien a la represión. En este caso, el movimiento absolutiza ciertas creencias y prácticas como para aislarse de desarrollos que los miembros consideran nocivos para ellos mismos. Un movimiento de este tipo sería el de los “Amish” en los EE.UU. o bien algunos grupos de menonitas en América Latina. Estos grupos tampoco se clasificarían como “fundamentalistas”.
El criterio de absolutización de ciertas convicciones religiosas abstrae deliberadamente conceptos ampliamente difundidos acerca de “fundamentalismo” que se refieren a ciertos contenidos, como por ejemplo al literalismo bíblico. Es cierto que en el siglo IXX y hasta los años sesenta del siglo XX en los EE.UU. esta práctica ha sido la variante básica y más ampliamente difundida de “fundamentalismo”. Pero si hoy, el concepto se restringiera a esta práctica, casi no podríamos hablar ya de “fundamentalismo”. Primero, porque hasta en EE.UU. este estilo religioso ha sido marginado – y eso justo por los nuevos fundamentalistas, como vamos a ver. Segundo, tampoco se podría hablar de fundamentalismo judío ni musulmán, ya que las referencias de éstos a sus respectivas ecrituras precisamente no siguen el modelo “literalista”, sino que se sirven de una infinitud de puentes tradicionales como los midraschim, el talmud, la sunna, la sharia o bien las palabras de los imames chiítas.
El criterio de absolutización, por lo tanto, recoge más bien la lógica de operación vigente en el biblicismo anterior: la de declarar algo que es a criterio de los actores respectivos un valor absoluto y –con ello– proclamar a los actores como los legítimos intérpretes de las verdades correspondientes. De este modo, se pueden absolutizar muchas convicciones o “productos” religiosos, comenzando con los dictámenes papales “ex cátedra” (Primer Vaticano), pasando por la “palabra del Espíritu” en el neopentecostalismo hasta el califato simbólico de un Osama bin Laden.
“Fundamentalismo” –según nuestro criterio– sin embargo, sólo se da si tal absolutización se emplea para funcionar en estrategias sociales de poder. Lo decisivo es que estrategias de dominación – entre divulgación medial hasta la violencia – se emplean para imponer las propias normas absolutas de vida social a otros actores. El empleo de violencia como tal no es – ni puede ser – clave, ya que violencia puede ser empleada también como ultima ratio en una situación de defensa. Lo decisivo, en consecuencia, es el empleo conjunto de las dos prácticas: la absolutización de lo propio y una estrategia ofensiva de dominación. Se trata, entonces, de un criterio doble. En base a este criterio doble, vamos a examinar ahora brevemente ciertos movimientos religiosos en los EE.UU. y en algunos países musulmanes.
4. Los fundamentalismos cristiano-norteamericano y musulmán
Aquí no se puede dar una exposición exhaustiva de los dos tipos de fundamentalismo. Más bien se trata de un pequeño “test” de nuestros criterios. Por ello empezamos, para cada uno de los movimientos religiosos en cuestión, con un brevísimo repaso histórico con el fin de ubicarlo en su correspondiente modernidad. Luego repasamos algunas de sus características básicas – clase social, contrincantes, etc. – para llegar a una clasificación según nuestro criterio doble.
En cuanto al contexto histórico en que el fundamentalismo norteamericano se generó cabe decir que la modernidad norteamericana es – a diferencia de la europea – básicamente religiosa. La colonia inglesa en Norteamérica consistía de personas que habían salido de Europa por causa de persecución o marginalización religiosa, connotando a su aventura en el nuevo continente la idea de construir una “Nueva Jerusalén”, es decir, el reino de Dios en la tierra. Este modelo utópico daba un sentido común a la población hasta la mitad del siglo XIX.
Si bien los “padres” de la constitución norteamericana no eran en su mayoría fervientes evangélicos, sí eran por lo menos deistas y no estaban en contra de la religión como tal. En este sentido, el primer apéndice a la constitución estadounidense prohíbe la construcción institucional de una “iglesia-estado” según el modelo europeo. Ahora bien, el discurso político, por otra parte, se encuentra fuertemente permeado por una racionalidad religiosa y moral. Mientras que en Europa la modernidad se construye en base a un entendimiento institucional entre Iglesia y Estado, en combinación con una exclusión definitiva del discurso religioso de la política, en los EE.UU. se separan las instituciones para desarrollar al mismo tiempo, una cultura política fuertemente impregnada por el discurso religioso. Además, hay que tomar en cuenta que la modernidad en los EE.UU. parte de una revolución ya completada.
Con la independencia y la constitución, la utopía moderna se encuentra realizada. Es decir, ya no tiene sentido cultivar una utopía social y política más allá de la revolución norteamericana misma. Un socialismo utópico como el europeo, por ejemplo, no tiene lugar en este modelo. Al contrario de Europa, en los EE.UU. las utopías posibles se formulan en términos religiosos y, hasta mitad del siglo XIX, sólo como perfeccionamiento de la cultura norteamericana ya existente.
El énfasis del metodismo en el perfeccionamiento de la santificación y la ideología postmilenarista del reino de Dios en la tierra, concentrados en el dinamismo del avivamiento de los 1830s, forman el complemento religioso más directo de esta fase de desarrollo de la modernidad norteamericana. En este sentido, la religión – y con ello, más tarde, el fundamentalismo – gozan de cierto modo de una función de control, pública y crítica, sobre la realización de los ideales de la revolución estadounidense.
Sobre esta base, el fundamentalismo religioso tiene un campo amplio de acción una vez que se desarrolla lentamente a partir de las experiencias de la Guerra Civil (1861-1865), de las crecientes contradicciones sociales en la subsiguiente “era de oro” (Golden Age) y de la influencia académica de la teología ilustrada liberal alemana. La Guerra Civil se puede interpretar como una experiencia de choque que le quitó la plausibilidad común a la idea de la sociedad americana como “Nueva Jerusalén” en la tierra. Teológicamente esto se puede constatar en que después de la Guerra Civil, la concepción postmilenarista de la historia le perdió mucho terreno a la concepción premilenarista. Ya no se predicaba la construcción del reino de Dios en la tierra, sino el cataclismo del fin de la historia y el arrebatamiento de los creyentes de un mundo en ruina hacia el cielo. Esto correspondía al panorama social visto desde abajo.
Mientras que la industrialización les permitió a los capitalistas acumular fortunas exorbitantes, en las zonas industriales del norte se acumulaban las áreas de pobreza pobladas de obreros míseramente asalariados, de inmigrantes católicos y de indigentes de todo tipo. En esta situación, los conceptos teológicos de John Nelson Darby (1800-1882), Cyrus Scofield (1842-1921) y Dwight L. Moody (1837-1899), explicaron a las masas esta situación por la cercanía del fin del mundo y como resultado de la amoralidad humana. Movilizaron grandes masas en eventos de evangelización y ayudaron a cooptar estos creyentes avivados como base masiva de las políticas religiosas fundamentalistas. Éstas a su vez, se comprenden mejor como estrategias de dominio sobre el campo religioso y académico. Hasta mediados del siglo XIX en los EE.UU., la Biblia tiene entre teólogos y público general, el papel de guía de orientación general dado que se entendía –sin duda alguna- como palabra inmediata de Dios.
Con la influencia de la teología ilustrada alemana, sin embrago, la Biblia fue siendo calificada como un documento histórico sujeto a la crítica de la razón científica. Con ello, a la vez, se puso en duda la base moral por excelencia de la sociedad norteamericana así como la posición de los teólogos en aquella sociedad. A esto, teólogos académicos –entre otros Archibald Hodge (1823-1886) y Benjamin Warfield (1851-1921) de Princeton Theological Seminary– respondieron con teorías acerca de la infalibilidad de las escrituras fundamentadas en relación con las ciencias empíricas, algo que se ubicaba en la tradición de Francis Bacon.
A la base de la coalición entre el movimiento de avivamiento y la teología académica estuvieron diferentes líderes eclesiales y teólogos del movimiento que desarrollaron estrategias de control sobre el campo religioso. En esta primera fase de lucha pública que se dio entre 1900 y 1914, los fundamentalistas buscaban controlar a las instituciones eclesiales. Con la Primera Guerra Mundial, muchos fundamentalistas buscaban presentarse como representantes de la verdadera “America” en contra del anticristo (el “Kaiser” alemán) y cooptar de esta manera a toda la nación. Con ello se inauguró la segunda fase, la de las estrategias de dominio sobre la educación y la moral social, que terminó con la derrota pública en el conocido “proceso de Scopes” (1925).
Después de este incidente, el movimiento fundamentalista se retiró de la escena pública hasta los años setenta. Cabe notar que a principios del siglo XX, el movimiento no era políticamente de derecha – si bien tampoco de izquierda. Bastantes representantes, como p.e. el conocido William Jennings Bryan (1860-1925), criticaban las injusticias del “siglo de oro”. Las estrategias fundamentalistas de absolutización y dominio se dirigían más bien sobre el campo religioso y sobre ciertos sectores de la vida social.
Fue en los años setenta que se comenzó a formar en los EE.UU. un nuevo movimiento protestante conservador. En parte, esto se entiende como una reacción al liberalismo moral y político de los años sesenta, a los movimientos de los derechos civiles, de la mujer y de los homosexuales, las protestas contra la guerra de Vietnam, el movimiento estudiantil, etc. El movimiento crece junto con la transformación y el auge del así llamado “Bible belt”, la zona del sur que se desenvuelve de una zona marginal de agricultura en un paisaje de extracción de petróleo y de industrias modernas.
Los jóvenes profesionales –acostumbrados a ser mal vistos por las élites del nor-oriente– junto con su éxito económico ahora comenzaron a reivindicar respeto para su forma religiosa de vida, su moral y sus convicciones políticas conservadoras. Por el otro lado, en zonas del “middle West” – como p.e. en Kansas – donde en los años ochenta y noventa se da un decrecimiento económico y una marginalización de sectores sociales medios bajos. Estos se convierten en otra corriente social formando parte – en los rangos inferiores – del nuevo movimiento religioso conservador, parcialmente fundamentalista.
En lo que se refiere a organizaciones claramente fundamentalistas, la “Moral Majority” con su representante Jerry Falwell (1933-2007), era la más importante de muchas en la fase entre 1980 y 1990. La orientación religiosa era evangelical y biblicista según el perfil del antiguo movimiento. Las estrategias de poder se dirigían sobre todo hacia cuestiones de la moral social como p.e. la homosexualidad, la enseñanza religiosa, el aborto etc. El gobierno de Ronald Reagan brindó un trasfondo favorable para este tipo de estrategias conservadoras. Pero, no obstante, la forma en la que el movimiento se presentó al público y la estructura interna de las organizaciones no dio el resultado deseado, de modo que al principio de la era Clinton, el movimiento y sus organizaciones vivieron cambios importantes.
De estos cambios surgieron agrupaciones e instituciones fuertes de la Derecha Religiosa. Cabe distinguir en todo este proceso al menos tres factores. En primer lugar, las organizaciones modernizaron su forma de gerencia, agilizaron la comunicación con las bases y profesionalizaron el “lobbying” político en el Capitolio y la Casa Blanca. Estas organizaciones se perfilaron como agencias de influencia política.
En segundo lugar, se había venido cambiando el estilo religioso desde hacía ya algún tiempo, debido a que el cambio se imponía junto con la creciente importancia de las clases medias ascendentes y la neopentecostalización de sus convicciones religiosas. Ahora ya no se llevan largos debates racionalistas acerca de la interpretación de versos bíblicos. Más bien, líderes como Pat Robertson (*1930) y Benny Hinn (*1952) reciben la palabra de Dios directamente sin consultar a nadie y así, establecen un estilo carismático posmoderno de legitimación religiosa. Junto con ello, otros elementos del estilo neopentecostal cobran siempre más importancia en las prácticas religiosas del movimiento: el “evangelio de la prosperidad” legitimiza la pretensión de ascenso económico y político; la teoría de la “guerra espiritual” sirve como instrumento de exclusión radical de adversarios sociales; una tendencia al posmilenarismo y las novelas “left Behind”, brindan un marco apocalíptico de interpretación para procesos políticos.
Estos son, en tercer lugar, el nuevo objetivo de las estrategias de las organizaciones fundamentalistas. Si bien siempre se trabajan asuntos de moral y de familia (que son muy idóneos para movilizar gente de clase media baja), los temas de la constitución y de la política exterior han cobrado importancia. Organizaciones como la Christian Coalition o el Alliance Defence Fund lanzan iniciativas para cambiar la constitución en dirección a un Estado religiosamente definido. Y en el ámbito de la política exterior después 1990, el papel de Israel en el conflicto de Medio Oriente así como la llamada “guerra contra el terrorismo”, son temas claves para una estrategia doble de influencia y control. Por un lado se moviliza la población evangélica a favor de posiciones conservadoras; por otro, se extorsiona a políticos con esta fuerza de influencia. De esta manera funcionaba p.e. la campaña fundamentalista a favor de la guerra en Irak.
A diferencia del fundamentalismo temprano, el nuevo fundamentalismo se sirve de un modelo carismático de legitimación completamente diferente del biblicista, está claramente identificado con las políticas de la tecnocracia neoconservadora republicana, si bien esta no es religiosa, y promueve una política exterior estadounidense agresiva y explícitamente imperialista.
Para concluir este repaso quisiera resaltar lo siguiente. Según el criterio doble una parte de las bases movilizables – sobre todo de la clase media baja – no puede ser calificado de fundamentalista, las organizaciones de la Derecha Religiosa, por otra parte, merecen esta clasificación. En lo siguiente se suman algunas de sus características básicas de las organizaciones fundamentalistas y sus bases en EE.UU. Este fundamentalismo se dirige a una tensión fundamental que vive la modernidad norteamericana actualmente. Se trata de la crisis de la hegemonía mundial del sistema norteamericano que se refleja en un auge de prácticas neo-imperialistas por un lado y un rechazo siempre más fuerte a los EE.UU. desde el exterior.
La inserción de clase de este fundamentalismo es doble. Por el lado del liderazgo y de los cooperadores más activos, se trata de la clase media alta modernizante (líderes); por el lado de los movilizables hablamos de la clase media baja frustrada, abierta para discursos de reivindicación cultural-religiosa de lo que se ha ido perdiendo en lo económico-social. Las diferentes demandas religiosas, correspondientes a estas condiciones, resultan en la siguiente transformación religiosa: el bien y el mal se distinguen a través de la yuxtaposición de Espíritu y demonios, estableciendo así, al mismo tiempo, el exorcismo como una estrategia agresiva de exclusión; la pretensión de ascenso social se legitimiza y fomenta con el “evangelio de prosperidad”; y el carácter violento de la relaciones exteriores, así como la percibida necesidad de emplear fuerza, se racionalizan a través de un cuadro apocalíptico de la historia.
Los contrincantes estratégicos que percibe este fundamentalismo son, por una parte, la clase media-alta liberal que promueve un estilo de vida secularista, democrático y un tanto hedonista; por el otra parte son las fuerzas externas que actúan en contra de una hegemonía unilateral de los EE.UU. en el mundo, sobre todo “el Islam”. Las estrategias que emplea este fundamentalismo no son de violencia inmediata a mano de los fundamentalistas mismos. Más bien ellos apoyan políticamente, hacia afuera, un militarismo crudo incluyendo la tortura y el asesinato político. Hacia adentro promueven la abolición de los derechos cívicos, el programa social conservador en general y un cambio de constitución en dirección hacia un Estado religioso.
Si finalmente preguntamos por la auto-ubicación de estos fundamentalistas en el marco de la modernidad norteamericana, podemos ver que se identifican plenamente con la modernidad norteamericana en general, pero tratan de moldearla en una dirección específica. Visto más en detalle, los fundamentalistas, a través de sus alianzas, están creando un híbrido entre la corriente religiosa de la modernidad norteamericana y su corriente tecnocrática neoconservadora, en detrimento de y en explícita oposición a su corriente democrática-liberal. Buscan transformar la modernidad estadounidense en un sistema tecnocrático religioso. Los medios que usan para ello corresponden a su posición social relativamente alta y a un sistema político que está abierto a la influencia social sobre la política (lobbying, elecciones) y que, al mismo tiempo, sanciona efectivamente métodos violentos.
La violencia más bien viene siendo la última opción desde abajo, en sistemas que no permiten ninguna injerencia social a la política. Tales sistemas son el contexto de acción del fundamentalismo islámico.
La modernidad en el Medio Oriente llega desde afuera como programa político-cultural del colonialismo europeo y es básicamente irreligiosa y secular. Lo es programáticamente. Antes de todo, hay que dejar claro que la política y la religión tradicionalmente han sido dos ámbitos bien distintos en el mundo islámico. Esto ha sido así en la Shia con la diferencia entre los clérigos y los políticos, así como en el “realismo sunita”, según el cual los regentes se legitiman por su capacidad de preservar la paz, no obstante, siendo musulmanes. Ahora bien, con el colonialismo inglés en el Medio Oriente así como en India, el sistema occidental de tecnología y política que se impone conlleva una orientación programáticamente irreligiosa.
La modernidad, de este modo, no sólo llega como dominación político-económica extranjera, sino también como cuestionamiento religioso-cultural a la misma vez. A la dominación extranjera se añade, más tarde, la dominación por los déspotas secularistas, dejados en el poder en la fase neocolonial. De modo que las poblaciones en el mundo islámico viven la modernidad sobre todo como una doble dominación: por el “oeste” y por las élites locales, ambos secularistas. Este cuadro instiga, en cierto sentido, a movilizar la religión como estrategia anti-colonialista. Viéndolo desde más cerca, los intercambios entre movimientos islámicos y modernidad y, así, el camino hacia una modernidad musulmana han sido algo más complejos.
El movimiento Aligargh de Sayyid Ahmad Khan (1817-1898) en India, p.e., buscaba una apertura hacia el pensamiento de la ilustración, impulsos desde Europa para el Islam en la India y, al fin, un Islam reformado. Un poco más críticos hacia Europa eran los intelectuales egipcios alrededor de Djamal al-din al-Afghani (1838-1897) y su alumno Muhammad Abduh (1849-1905). Su intento de diálogo intercultural era más fuertemente combinado con una revitalización del Islam “original” de los tiempos tempranos. Pero esta reorientación – muy notablemente – pasaba por una reforma de la hermenéutica del Corán hacia un modo de interpretación histórica (“abrir las puestas del Ijtihad”).
Ambas iniciativas de entrelazamiento fracasaron ante el militarismo colonial. En India, los ingleses suprimieron el alzamiento de soldados indios (Sepoy, 1857) brutalmente, lo que le restó toda legitimidad a Ahmad Khan frente a sus compatriotas. En Egipto los ingleses, con resultados similares, sofocaron el movimiento Urabi en la batalla de Tel el Kebir (1882). En ambos casos, de esta dinámica entre movimientos de reforma y militarismo colonial, surgieron movimientos islamistas que recurrieron a la religión como instrumento de lucha en el contexto moderno de la politización generalizada. En Pakistán surgió la Jamaat e Islami; en Egipto la Hermandad Musulmana (al-ikhwan al-muslimun). Nos concentraremos en esta segunda.
Hassan al-Banna (1906-1945) funda la Hermandad Musulmana en 1928, en un asentamiento de obreros en el proyecto del canal de Suez. Ya con esto, la organización estaba socialmente posicionada. Sin embargo, al principio no persiguieron objetivos políticos sino más bien – en yuxtaposición entre Islam y los poderes coloniales – una reafirmación de su identidad religiosa-cultural. Respondiendo a las necesidades de la clase baja, la Hermandad desarrolla amplios programas de medicina, nutrición y escolaridad. Al Banna, en los años treinta, escribió dos libros en que proclama la resistencia armada (jihad) contra los colonialistas. El enemigo externo – o, como Bin Laden dice, el “enemigo lejano” – queda establecido en la lógica religiosa del islamismo. Teológicamente, en el islamismo sunita temprano, la noción base viene siendo la doctrina del Tawhid, la unidad y unicidad de Dios, como imagen de la unidad de la comunidad musulmana, la umma. Esta lógica permite establecer una distinción frente al no-musulmán.
En 1946 la Hermandad Musulmana ya llega a 500.000 miembros inscritos, tiene una base social muy amplia y siempre una mayor influencia en la administración. Funda un aparato propio de inteligencia y comienza a cometer atentados, lo que lleva a fuertes tensiones con el gobierno y, probablemente, provoca el asesinato de al-Banna en 1949. Es muy importante notar que con el régimen socialista de Gamal Abdel Nasser (1918-1970), las relaciones tampoco se mejoran, a pesar de que la ideología de la Hermandad favorece mucho a la justicia social. La política anti-religiosa de socialismo árabe responde por la Hermandad con un atentado a Nasser en 1954, seguido por represión en contra del movimiento. Es en esta fase en que Sayyed Qutb (1906-1966), un intelectual que había visitado EE.UU. y publicado una ética social islámica en 1949, se integra al movimiento y se radicaliza.
Con la ética sistematiza teóricamente el compromiso social, importante para todos los movimientos islamistas. Teológicamente aporta una radicalización estratégica de las nociones claves del tawhid y de la umma. La convicción absolutizada de la unicidad de Allah tiene como referente experiencial la comunidad musulmana como un todo. La persecución de movimientos islamistas por autoridades musulmanes, sin embargo, no se deja interpretar satisfactoriamente sólo con este símbolo. Por lo tanto, Qutb procede a establecer una línea demarcadora dentro de la misma comunidad musulmana: la entre los verdaderos creyentes y los musulmanes incrédulos (djahiliyya). De esta forma se construye a un frente doble: al enemigo externo se añade el enemigo interno, representando así la estructura neocolonial de dominación política. Es en la confrontación constante con el socialismo árabe nasserista que se desarrollan dos corrientes en el movimiento: una busca la cooperación con y la influencia sobre el sistema político; otra se radicaliza. La primera encuentra, a principios de los setenta, un compromiso con el presidente Saddat, restituyendo al Islam como religión oficial.
Para las elecciones de 2005 se establecieron con 88 diputados en el parlamento y oficialmente ratificaron los principios de la democracia y la pluralidad (un proceso que aún más está desarrollado en la Hermandad de Jordania). La segunda hace brotar nuevos grupos que siguen la estrategia de declarar a la mayoría de la población como incrédulos, retirarse y responder con atentados (Jamaat al-Djihad, Jamaa al-Islamiya). Esta última corriente ejerce cierta influencia sobre la generación de al Qaeda y sus conceptos religiosos. Todo este proceso, visto en el marco de las luchas por definir la modernidad en medio Oriente, se caracteriza por la hegemonía de conceptos seculares de modernidad como el socialismo árabe o el pan-arabismo. Ninguno de ellos contemplaba una orientación religiosa como para definir los rasgos específicos de la modernidad árabe.
Un dato clave para entender la revitalización de la religión como operador central de la identidad política se encuentra en la “guerra de los seis días” en 1967. La victoria israelí marcaba simbólicamente el inicio del fin de los proyectos secularistas árabes. La creciente pérdida de legitimidad de estos modelos creó un vacío que se ha ido llenando con los programas de revitalización religiosa islámica. Además, la relación entre Israel y los palestinos se ha ido estableciendo siempre más como operador simbólico en la creación de una identidad político-religiosa islámica. Esto se puede observar paradigmáticamente en la transformación del conflicto de interés político (representado por el movimiento Fatah), en un conflicto de identidad religiosa (representado por Hamás, una organización procedente de la Hermandad Musulmana de Egipto).
Al mismo tiempo, el ejemplo de Hamás (similar al de la Hesbolah), muestra la ambigüedad de las prácticas que – por supuesto – se refleja en luchas fraccionales dentro de movimiento. Por una parte, la opción religiosa mantiene convicciones absolutas en combinación con una programática exterminista (Art. 7 de la Carta) y las corrobora con atentados suicidas en contra de la población civil israelí. Por otra parte, el movimiento – por su moral religiosa y sus obras sociales – adquiere la confianza de la población, gana las elecciones y así, comienza a orientarse hacia mecanismos de legitimación y negociación que no funcionan en base a la religión sino – idealmente – en base a la representatividad, el derecho y la reciprocidad – es decir, que por definición no permiten la absolutización de las convicciones propias.
Más allá de estas ambigüedades se encuentra la corriente más radical de los movimientos islamistas, al-Qaeda, una amplia red de grupos djihadistas. Ideológicamente, al-Qaeda se comprende a partir de la radicalización del islam sunita. Combina elementos de la discusión egipcia, arriba esbozada, con la tradición wahhabita y con una posición de clase media alta subordinada (en lo que se refiere a la posición de sus cuadros). Las convicciones religiosas de los grupos djihadistas egipcios se radicalizan a través de la teoría de “Lealtad y ruptura”, desarrollada por Ayman al-Zawahiri.
Basándose en la idea del enemigo doble – de afuera y de dentro –, la teoría pretende obligar ahora a cualquier musulmán creyente a romper definitivamente con cualquier incrédulo y ejercer lealtad práctica para con cualquier creyente dondequiera que esté. Esto apunta a una obligación religiosa a la solidaridad universal y violentamente combativa, dado que se debe expresar hasta en el asesinato de los incrédulos con arma blanca o algún otro medio. Correspondientemente a esta teoría, las estrategias de al-Qaeda y grupos afines se dirigen sobre el mundo islámico. Enfocan el “enemigo lejano” por haberse mezclado en asuntos musulmanes, haber ocupado su tierra y estar aprovechándose de sus riquezas. La primera demanda es que los poderes no-musulmanes se retiren de los países musulmanes.
La segunda demanda se dirige contra el “enemigo cercano”, las élites seculares despóticas en Medio Oriente. En el caso de al-Qaeda, la exigencia es un cambio de régimen en la península saudita. Las estrategias políticas se basan en la pretensión de estos grupos de representar todo el mundo islámico en términos religioso-culturales – lo que se refleja p.e. en que Bin Laden gustaba presentarse en atuendos de califa; pero los territorios reivindicados son percibidos como territorios históricamente islámicos (incl. al-Andaluz). Lo nuevo es que con la teoría de la “Lealtad y ruptura” se amplía el teatro de operaciones ya que, ahora, el enemigo lejano se puede atacar también en su propio terreno, ejemplificado en los ataques a las embajadas en Nueva York y Washington así como en Madrid y Londres.
Lo que resulta clave para entender la dinámica de los movimientos islamista – sean fundamentalistas o no – es el hecho de que tienen una amplia base. Los movilizables potenciales son sobre todo las masas urbanas marginalizadas, testigos diarios de la corrupción y la ostentación de lujo por parte de los personas económica y políticamente poderosos. Los cuadros activistas, visto con más detalle, se reclutan entre la gran cantidad de profesionales jóvenes quienes, bien formados, no encuentran ningún futuro en el sistema económico dominante, así como entre los individuos activos de las maras de barrio.
Los movimientos islamistas responden a las demandas socio-económicas de estos sectores sociales transformándolas en exigencias religioso-políticas, o sea en estrategias de identidad. Esta estrategia cuenta, en el pasado reciente, con un apoyo religioso que funciona como una transformación publicitaria de la religiosidad popular musulmana. Se divulgan siempre más tratados que importan motivos del apocalipticismo cristiano, condicionando la fe musulmana con un sentido de urgencia temporal hasta ahora no sentida de esta manera.
Para concluir, es válido subrayar lo siguiente. Nuestro criterio doble nos hace diferenciar el cuadro de la siguiente manera. Primero habría que reconocer que las bases movilizables de la mayoría de las organizaciones no se tildarían a sí mismas, legítimamente, como fundamentalistas. También habría que distinguir entre las organizaciones (y hasta entre sus diferentes ramas) y entre diferentes fases de su desarrollo. Mientras que los cuadros de la Hermandad Musulmana egipcia de mediados del siglo XX se clasificarían claramente como fundamentalistas islámicos, la organización de hoy en Egipto (y más aún en Jordania) debería de ser clasificada como islamista simplemente, ya que concuerdan con principios pluralistas y democráticos.
Otras organizaciones, como (todavía) gran parte de Hamás y toda al-Qaeda con sus grupos “franchise”, clasificarían claramente como fundamentalistas. Sus prácticas se pueden describir más a fondo a partir de las siguientes características básicas. El fundamentalismo islámico responde a las tensiones básicas de la específica modernidad de Medio Oriente. El hecho de que esta modernidad se asocia con el dominio externo, el despotismo interno y el secularismo programático hace que el fundamentalismo se base en teorías de enemigos externos (imperialistas) e internos (élites despóticas), y busque instalar programáticamente –como respuesta directa– la confesión y ética islámica como referente político constitucional. La inserción de clase muestra clases intermediarias a diferentes niveles que padecen de manera diferente de los efectos de una modernización fragmentaria y cada vez más excluyente: los cuadros de la clase media (alta) intelectual y los movilizables de las masas urbanas frustradas.
Los actores fundamentalistas operan una transformación religiosa de las demandas sociales interpretando las experiencias específicas de deprivación relativa socio-económica y política a través conceptos religiosos. Sobre todo propagan una hermética separación entre verdaderos creyentes musulmanes e incrédulos –o sea una diferencia de “dentro vs. fuera”–, refiriéndose tanto a enemigos externos como internos de la cultura islámica. Y además generan una presión por el activismo a través de una teoría (“Lealtad y ruptura”) que condiciona la legitimidad de la fe con la disposición a la violencia. Una mirada hacia los contrincantes estratégicos de los fundamentalistas revela que la injerencia del (neo-) colonialismo (británico y norteamericano) está siendo entendida como un desafío a la dignidad cultural-religiosa, o sea como conflicto genuino de identidad. La relación con las élites internas, de lo contrario, es, en primer plano, un conflicto acerca de la justicia (aspecto muy importante para la ética islámica); es decir, un conflicto de interés que sólo en segundo plano, se transforma en un conflicto religioso con supuestos “incrédulos”.
Las estrategias que se emplean por los fundamentalistas se sirven en muchos casos de la violencia directa, como atentados y ataques a objetivos militares y civiles. Esto corresponde, por una parte, a su posición subordinada en sistemas políticos cuasi-dictatoriales que no permiten una cooperación política efectiva; en otra parte (p.e. en al-Qaeda) se debe a sus pretensiones absolutistas que no contemplan regímenes de participación y negociación común y pluralista. Por el otro lado, las estrategias religioso-políticas se pueden amoldar según las posibilidades de participación democrática. Por lo general – y con la excepción de Irán – las estrategias de los fundamentalistas se conciben a partir de una lógica “desde abajo” y así cooptan la población pobre.
Preguntándonos finalmente por la auto-ubicación de los fundamentalistas islámicos frente a la modernidad podemos concluir que los movimientos –ya como tales modernos– buscan una reivindicación cultural islámica de la modernidad tecnocrática a base de una organización social según los cánones del derecho islámico y con el Islam como religión oficial. La dictadura fáctica del ayatollah Khomeini en Irán muestra un posible extremo de este programa. No obstante, los movimientos tienen que tomar en cuenta su arraigo en la población pobre y, de este modo, estar abiertos a establecer sistemas democráticos de participación – como p.e. hasta el sistema revolucionario iraní se basa en el modelo de la constitución francesa, opera con elecciones periódicas y limita la influencia religiosa. A lo largo, parece que el modelo de modernidad perseguido por los fundamentalistas islámicos también resulta en un híbrido entre tecnocracia y religión, con la concesión de procedimientos formalmente democráticos. Siendo el caso que en la mayoría de los estados de Medio Oriente, la modernidad siempre ha tenido el rostro de un despotismo tecnocrático secularista, parece que los movimientos fundamentalistas todavía tienen en adelante una vía relativamente larga de una estrategia esencialmente moderna: la violencia revolucionaria.
4.3 Comparación de las lógicas prácticas
Después de esbozar brevemente algunos rasgos de los fundamentalismos cristiano-protestante e islámico, hacemos aquí un resumen comparativo. Por nuestra definición de trabajo, dos prácticas comunes ya se sobreentienden: ambos absolutizan sus propias convicciones religiosas y emplean estrategias de dominación. Más allá de esto, no obstante, hay algunas características comunes y diferencias significativas. Mencionamos brevemente las más importantes.
Como ya quedó bastante claro, ambos fundamentalismos están abiertos hacia la modernidad tecnocrática. Esto no en el sentido simple de que les gusta más usar teléfonos celulares que luchar con alguien el espacio de una cabina pública de teléfono. Más bien se trata de una afinidad más intrínseca que gira en torno al tipo de la racionalidad favorecida. La modernidad tecnocrática – remontándose a la lógica empiricista y positivista de las tempranas ciencias naturales –se basa en un concepto instrumentalista de la razón. Esta razón observa de manera positivista hechos y saca conclusiones –siempre bajo la suposición que las observaciones son objetivas y las conclusiones, por tanto, universalmente válidas y exclusivamente verdaderas.
Esta racionalidad es completamente diferente a la racionalidad hermenéutica y relativista que impregna gran parte de la filosofía y teología europeas. Es una racionalidad que no permite dudas y sirve como instrumento para lograr objetivos predefinidos –más bien que reflexionar sobre la relatividad de las metas y de las propias posiciones. Es la forma de racionalidad a partir de la cual funciona la tecnología de dominio de la naturaleza igual como la tecnología social, de dominio sobre acumulaciones poblacionales. La efectividad de lograr el objetivo preestablecido funcional como criterio de calidad de esta forma de razón.
Como los fundamentalistas ya disponen de sus verdades preestablecidas, sólo les interesa la efectividad de moldar las condiciones sociales según sus preconceptos. De este modo, la racionalidad instrumental apoya: ayuda por su misma forma de funcionamiento, y ayuda por el hecho de que es el principio mismo de funcionamiento de los procesos de la modernización tecnológica. Los fundamentalistas valoran esto. Y por ello no tienen mayor problema con el dominio de esta racionalidad sobre la organización social, a saber: la tecnocracia, siempre que esta no entre en contradicción con reglas religiosas de vida personal.
Las normas religiosas para fundamentalistas cristianos y musulmanes tienen una importancia clave. Incluso frenan la racionalidad tecnocrática en cierto sentido. Los dos fundamentalismos tienen en común que su oposición a la racionalidad instrumental se limita los sectores de la vida personal, o sea al campo del derecho civil, mayormente. Son asuntos como el aborto, las relaciones reproductivas, sexuales, maritales que los fundamentalismos sustraen a una regulación por la pura racionalidad instrumental y pragmática. Son, en otras palabras, los campos de la vida que desde siempre han sido más objeto de regulación religiosa.
En lo que se refiere a la organización del campo político como tal, los dos fundamentalismos tienen en común que buscan comprenderlo en un marco religioso-constitucional, de modo que la religión se establezca como lógica reguladora general de los procesos políticos, sin que tenga que dictar cada norma. Esto se debe a que ni la religión cristiana ni la musulmana disponen de suficientes normas concretas como para regular, p.e., asuntos del derecho de comercio internacional, del derecho tributario, etc. Intervenciones fundamentalistas en el sentido político son más bien poco sistemáticas, ya que se orientan ocasionalmente a normas contingentemente presentes en los cánones de la religión en cuestión, como p.e. ciertos preceptos sobre castigo corporal, limosnas etc.
En cuanto al sistema político como tal, los fundamentalismos como movimientos modernos parecen más bien, a grandes rasgos, republicanos – favoreciendo, por supuesto, repúblicas en las que ellos tienen el control. En este sentido, ambos fundamentalismos carecen de una actitud en contra de la corriente procedural-democrática de la modernidad, si bien las formas concretas pueden ser objeto de debate. En breve, ambos fundamentalismos han mostrado bastante flexibilidad en cuanto a la adaptación a modelos políticos; y además, existe la posibilidad de que se disminuye el grado de comportamiento fundamentalista en la medida del involucramiento activo en procesos de negociación democrática. Las diferencias más importantes entre los fundamentalismos cristiano-protestante y musulmán se dan en cuanto a las estrategias y metas socio-económicas y al uso de la violencia.
El fundamentalismo cristiano estadounidense tiene que resolver una diferencia socio-económica en la sociedad norteamericana y dentro del mismo movimiento. Mientras que muchos de sus líderes son empresarios multimillonarios en el sector de la comunicación masiva y sus cuadros medios son profesionales bien situados, una gran cantidad de los movilizables pertenecen a la clase media baja en descenso. En términos de su mensaje económico “neto” –o sea disminuido por el bagaje simbólico-religioso–, los representantes del movimiento proclaman una orientación neoliberal-monetarista junto con la idea de que todo mundo, sin atención de su posición social de partida, puede hacerse rico.
Religiosamente, esta creencia popular se transforma en el llamado “evangelio de prosperidad” que legitima el éxito económico por la presencia del Espíritu Santo sobre los exitosos y explica la falta de éxito con influencias del mal sobre las personas. A fin de cuentas, este abordaje promueve estrategias individualistas y excluye una lógica de solidaridad social así como la referencia a razones económicas sistémicas como explicación para la desigualdad social creciente. Correspondientemente, el descenso social de una parte de la clientela no se explica en términos económicos sino como un fenómeno cultural que se debe a la influencia nociva de prácticas amorales, fuerzas externas y la falta de religiosidad en la sociedad en general así como la de fe en el caso personal.
En conclusión, las convicciones religiosas acerca de las diferencias socio-económicas se entienden como un sistema conjunto de legitimación de las posiciones altas. Esto se da, análogamente, también en relación con las diferencias entre la riqueza de los EE.UU. en relación a la pobreza de muchos otros países. Esta última se adscribe a la falta de fe cristiana y, a veces también, a la presencia de “demonios territoriales” en tales naciones.
El fundamentalismo musulmán, por el contrario, resalta el tema de la justicia social de manera más fuerte aún que la tradición musulmana en general. Por un lado, su arraigo en las clases bajas y medias bajas se explica precisamente por este interés. Por otra parte, el tema es reclamado como eje de acción programáticamente islámica, p.e. en la ética social de la pluma de Sayyed Qutb. La justicia social frecuentemente se encuentra ligada a la cuestión de la dignidad humana y, sobre todo, a la voluntad de Dios. Es la cuestión de la justicia social al nivel nacional (“interno”) y al nivel internacional (“externo”), la que sirve como operador que genera un entendimiento transversal de los mismos marginados y frustrados a los movimientos sociales islamistas y los cuadros fundamentalistas y grupos terroristas.
La reivindicación de la justicia frente a diferentes enemigos funciona como el eje de transformación de fuerza social hacia cuadros líderes, si bien las personas en las bases no tienen intenciones terroristas. En resumen, el operador común de la justicia social sirve para formular reivindicaciones desde abajo –aunque los activistas no fuesen de los estratos bajos de la sociedad y sólo buscasen cooptar a los marginalizados por sus estrategias de poder.
En cuanto al empleo de la violencia, ya se mencionó que el fundamentalismo musulmán responde con sus estrategias a la situación de un actor subordinado en contextos de fuerte dominación política; emplea el arsenal táctico de movimientos de resistencia, lo que incluye el uso de violencia armada directa. En parte, esta violencia se dirige en contra de instalaciones militares y representantes políticos; en parte emplea métodos terroristas contra “objetivos blandos”, o sea población civil en general. Con los medios globales de comunicación, la función de terror de la violencia cobra una función siempre más importante para impresionar al público contrario, ganar respeto frente a las masas simpatizantes, posibilitar nuevas movilizaciones y movilizar al mismo tiempo los fundamentalistas del otro bando, crea así un campo político polarizado en el cual las “voces de la razón” son siempre menos relevantes.
El fundamentalismo cristiano-protestante, por lo general, no emplea violencia inmediata. Los casos habidos en los grupos de la “Christian Identity” y los ataques a clínicas de aborto son más bien excepciones. El fundamentalismo en EE.UU., por el hecho de su identificación casi completa con los gobernantes tecnocrático-neoconservadores, no plantea la necesidad de una violencia desde abajo. Además –y esto es válido también para la situación del fundamentalismo temprano–, el sistema político norteamericano está abierto a diferentes formas de influencia sobre los procesos políticos, de modo que la violencia casi nunca parece una opción viable. Lo que sí no se puede decir es que los fundamentalistas cristianos estén en contra de la violencia por razones de principio. Más bien, a nivel estatal y nacional, propagan tanto la pena de muerte como el libre uso de armas de fuego. Al nivel de la política exterior propagan el empleo de violencia militar preventiva, tortura y asesinato político –efectuados por agentes del Estado o bien por empresas militares contratados por el gobierno de los EE.UU.
En el marco de la distribución del poder a escala global estas diferencias estratégicas entre los fundamentalismos cobran un significado especial.
5. Tensiones globales – la lucha de los fundamentalismos
Las prácticas religiosas y las condiciones materiales de vida, la política, las relaciones sociales, el derecho, etc., no han estado nunca muy distantes unos de los otros. Lo que ha cambiado gradualmente es sólo la relación proporcional según la cual cada uno de estos factores de la vida social humana ha podido ejercer su influencia sobre los otros. Desde 1990 y, más aún, desde el año 2001 discursos y prácticas religiosas han cobrado nueva fuerza frente a un público político que ha ido desacostumbrándose, poco a poco, a la presencia de personajes religiosos en el ámbito de la política. Visto más de cerca, la religión se está volviendo cada vez más un dispositivo político que expresa y canaliza, experiencias de crisis y desafíos percibidos entre determinados sectores de la población en el campo político.
Lejos de estar recluidas en el “sistema religioso”, las prácticas religiosas en general y, sobre todo, las prácticas fundamentalistas en particular, en-cuentran su especificidad propia al transformar experiencias sociales de manera religiosa, resolverlas simbó-licamente y transformar prácticas correspondientes al campo político. Es de este modo que conflictos de interés se transforman en conflictos de identidad. Con ello, es significativo ubicar la posición de los fundamentalismos analizados en el marco de la distribución de relaciones de poder globales.
En lo siguiente esbozaremos un modelo análogo al modelo mencionado previamente, bosquejando el pentecostalismo en Guatemala. Ahora se refiere a la escala mundial y se basa sólo en estimaciones muy generales, de modo que obtenemos un modelo aproximado del espacio global de los estilos fundamentalistas.
De modo simplificado, vemos que el fundamentalismo norteamericano se sitúa muy arriba en el espacio de distribución del poder. Representa una posición de un gran volumen de capitales agregados. El fundamentalismo islámico se sitúa en una posición media. En posiciones más abajo todavía se encuentran movimientos comunalistas (como la Hindutva en la India), que siguen estrategias más bien de aislamiento frente a las fuerzas de la globalización, así como movimientos de acción política desde el “Tercer Mundo”. De esta constelación, por ahora, derivamos dos observaciones.
Primero, la posición objetiva que tiene el islamismo en este cuadro es la posición clásica de movimientos revolucionarios. No ha sido otra la posición de clase de los revolucionarios franceses frente a la aristocracia por un lado y a los campesinos y pequeños artesanos por el otro. Ha sido la posición de la clase revolucionaria estadounidense frente a los representantes de la corona inglesa por un lado y los pobres colonos por el otro. La posición media, con relativo poder pero impedido de ejercer su cuota de poder, viene siendo la clásica posición social de revolucionarios, una posición que permite cooptar las masas pobres por las metas de la clase media en busca de poder.
Segundo, para percibir bien la dinámica de esta situación general, vale la pena tratar de tomar la posición de aquellos que se sitúan abajo en el cuadro. Visto así, el papel del fundamentalismo norteamericano es tan visible como claro en cuanto a su función: propaga la expansión agresiva de los privilegios de un súper-poder político mundial en detrimento de todos los habitantes del planeta, salvo una diminuta minoría. Por el otro lado, el fundamentalismo musulmán –parezca simpático o no– mantiene una posición objetiva desde la cual se perfila como vanguardia de todas las reivindicaciones de justicia desde abajo. Además, las organizaciones del movimiento afirman la posición y pretensión correspondientes con su práctica. Hamás, Hisbollah, Jamaat-e-Islami y muchas otras organizaciones corroboran su interés por la justicia social con vastos programas sociales de todo tipo y con posibilidades de participación social y política para hombres y mujeres (!). De este modo, los movimientos islámicos desarrollan una posición y una política con la cual pueden convertirse en “cooperantes naturales” de otros movimientos sociales del “Tercer Mundo”, si bien, no necesariamente en cuestiones religiosas, sí en temas relacionados con la justicia social y la posibilidad de llevar una vida digna. De modo que el tema vital de la justicia resulta ser de un interés clave, si se trata de discutir el problema de los fundamentalismos.
Finalmente, de todo lo visto nos permite concluir, primero, que no estamos presenciando ningún “choque de civilizaciones”, sino un choque de fundamentalistas de diferentes bandos. Con el discurso generalizante (y vulgarizante) del choque de culturas, los protagonistas de estrategias agresivas de poder quieren hacer creer al público que ellos representan el mejor interés común –sea del “occidente” o bien sea del “oriente”. El mismo Bin Laden compartía con George W. Bush su simpatía por la teoría del choque de civilizaciones, simpatía que para ambos abre las posibilidades de usar al otro para legitimar las propias estrategias de poder.
En cuanto al concepto teórico de “fundamentalismo” parece que el criterio doble funcionó. Por una parte, ayudó a distinguir organizaciones fundamentalistas y sus lógicas específicas como movimientos religiosos y practicantes en general. Por otra, permitió comparar mejor a diferentes movimientos fundamentalistas.
Con esta comparación, pudimos ver que las diferencias más importantes entre los fundamentalismos protestante-norteamericanos y el islámico se encuentran en su diferente posición social a nivel global, el diferente papel que se le da al tema de la justicia social así como las prácticas diferentes de adoptar estrategias de violencia. En “occidente” el fundamentalismo cristiano y sus allegados políticos neoconservadores invocan constantemente el cantus firmus de que todos estamos amenazados por el fundamentalismo islámico, y que la mejor garantía de protección son políticas fundamentalistas cristianas. Esto sería algo así como expulsar al diablo por medio de belcebú. Nuestro análisis demuestra que la mejor estrategia es la de solucionar –en contra del fundamentalismo de EE.UU.– el problema de la injusticia social. Es claro que la religión no es una cosa tan simple como para que basten respuestas religiosas para resolver problemas sociales.
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Senghaas, Dieter. Zivilisierung wider Willen. Der Konflikt der Kulturen mit sich selbst. Frankfurt, Suhrkamp. 1998.
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Heinrich Schäfer ocupa las cátedras de Teología Protestante y de Sociología de la Religión en la Facultad de Historia, Filosofía y Teología y en la Facultad de Sociología de la Universidad de Bielefeld (Alemania). Es miembro cofundador del Centro de Investigación Interdisciplinaria sobre Religión y Sociedad (CIRRuS) en la Universidad de Bielefeld. El artículo se basa en una conferencia presentada en la Universidade Metodista de Sao Paulo durante la XI Semana de Estudos de Religião: Fundamentalismo, discursos e práticas (octubre de 2007).
heinrich.schaefer@uni-bielefeld.de
Recibido: 24 de mayo de 2018
Aprobado: 17 de julio de 2018
1 Los estudios de campo enfocaron movimientos religiosos en tiempos de guerra civil en Guatemala y en Nicaragua, además de estudios en EE.UU. en los años de 1983, 1985 y 1986. Se hicieron un total de aprox. 200 entrevistas a fondo, así como 100 grabaciones y protocolos de cultos religiosos, la mitad de ellos en Guatemala. El material sobre Guatemala se evaluó con el método cualitativo de análisis de habitus, desarrollado por este autor a base de la sociología de Pierre Bourdieu. Los resultados así como el método se validaron durante 10 años de enseñanza sociológica y teológica en América Latina entre 1995 y 2003, en gran parte con estudiantes pertenecientes al movimiento pentecostal.