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Juan Carlos Valverde Campos
Por una
espiritualidad animista en tiempos de crisis ambiental
Despojadas
de sus mitos y leyendas, las tierras sagradas de los indígenas dejaron de ser
un don del Gran Espíritu que debían conservarse en común; se convirtieron en
verdaderas urbanizaciones.[1]
Algo deja
el cuerpo con la muerte; lo que sea no está hecho de materia ordinaria.[2]
Algo está pasando, una
transformación importante está aconteciendo ante nuestros ojos y es muy
probable que no hayamos aún tomado conciencia de ello. Las teorías aceptadas
unánimemente por estudiosos/as y conocedores/as están siendo cuestionadas y
remplazadas una a una por otras. La
ciencia exacta ha dejado de serlo; las certitudes antiguas se están
esfumando. El mundo que conocimos de
pequeños – lleno de espíritus, de fantasmas, de ángeles y demonios, de
prohibiciones, de etapas que marcaban el paso de una edad a otra – se
transforma. Ese mundo se irá y no
volverá nunca más.
La ya harto conocida
crisis ecológica o medioambiental se encuentra, sin duda alguna, entre las
causas de estas transformaciones. La
posibilidad de desaparecer como especie junto a las innumerables que ya han
desaparecido y desaparecen día a día no puede hacer menos que cuestionar el
estilo de vida que nos hemos dado. No
es necesario mencionar lo que está sucediendo; lo que sí importa es saber
porqué hemos llegado a este punto. A.
Næss, filósofo noruego, preguntaba con un dejo de asombro y también de
tristeza:
Por primera vez en la historia de
la humanidad estamos siendo confrontados a una decisión que se nos impone
porque la negligencia con la que hemos dejado crecer la producción de las
cosas y la reproducción de los seres humanos ha terminado por alcanzarnos. ¿Nos dignaremos a autodisciplinarnos e
implementar un plan razonable que apunte al mantenimiento y al desarrollo de
la riqueza de la vida en la Tierra o vamos a seguir desperdiciando las
posibilidades abandonando el desarrollo a fuerzas ciegas?[3]
¿Por qué el ser humano
racional, inteligente, avanzado, culmen de la evolución y dotado de una
tecnología super desarrollada no ha podido controlar este avance hacia la
destrucción y la muerte? Esta
cuestionante sí merece la pena de ser estudiada una y otra vez. De las razones encontradas y, sobre todo,
del cambio que produzcan, depende nuestra permanencia en este planeta. Algunos autores han ensayo respuestas,
entre ellos Jared Diamond, geógrafo, biólogo, fisiólogo evolucionista y
biogeógrafo británico, en su magistral obra Colapso: Porqué las sociedades
eligen fracasar o triunfar[4]. También lo ha hecho el doctor en
neurociencias, Sébastien Bohler, en su interesante obra Le bug humain.
Pourquoi notre cerveau nous pousse à détruire la planète et comment l’en empêcher[5],
entre muchos otros, sin duda alguna.
Para J. Diamond,
cuatro son los factores que llevan a un grupo a tomar decisiones
erróneas. En primer lugar, un grupo
puede fracasar porque simplemente no fue capaz de prever el problema. Así, por ejemplo, la introducción de
conejos y de zorros en Australia en 1800 por los británicos ha causado un
impacto desastroso en un lugar en el que originalmente no estaban
presentes. En segundo lugar, cuando el
problema se hace presente, el grupo puede no percibirlo de manera clara y
correcta. Se olvida, por ejemplo, a
qué punto el paisaje era diferente hace cincuenta años porque los cambios
fueron graduales. ¿Qué pudo haber
pensado, podríamos preguntarnos, el habitante de la Isla de Pascua cuando
cortó la última palmera? Seguramente
ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba haciendo o que sus actos tenían
consecuencias infortunadas. Las
modificaciones ocurrieron, con toda seguridad, poco a poco. Solamente las personas mayores pudieron
haber notado el cambio. En tercer
lugar, suponiendo que el problema haya sido percibido, se puede fracasar en
el intento por resolverlo. Esta es la
situación más recurrente y se justifica mediante el uso de la razón. “Ciertos individuos concluyen razonando que
pueden favorecer sus intereses y adoptan un comportamiento que es, en
realidad, perjudicial para otros, pero que la ley autoriza”[6]. El comportamiento racional no siempre
conduce a resultados apropiados para todos o la mayoría. Esto es ya una evidencia. En cuarto lugar, finalmente, se puede
intentar resolver los problemas y fracasar.
El fracaso se explica aquí por un comportamiento irracional, es decir,
resultados perjudiciales no para unos cuantos sino para todos. El mundo moderno nos ofrece numerosos
ejemplos de admirables valores profanos que ya no tienen sentido. Para J. Diamond, “comprender las razones
por las cuales los grupos toman generalmente malas decisiones, conlleva a
armarse de conocimientos para orientar mejor los grupos hacia decisiones
convenientes”.[7] La clave de comprensión del fracaso o
triunfo de una sociedad consiste en saber cuáles han sido los valores
fundamentales que se deben mantener y cuáles deben ser remplazados por otros:
“Muchos fracasos en parte irracionales se explican por el conflicto entre
motivaciones a corto y largo plazo en un mismo individuo”[8].
Sébastien Bohler
piensa que la respuesta se encuentra en nuestro cerebro. En él se localiza, efectivamente, un órgano
llamado striatum el cual rige los comportamientos. Para Bohler, el striatum impone
cinco tareas al cerebro, a saber, comer, reproducirse, adquirir poder,
extender su territorio e imponerse frente al otro. Este órgano, según el autor, ha
evolucionado, exige cada vez más recompensas y tiene tendencia al exceso (hybris). Es precisamente esta tendencia al exceso, a
la desmesura, la que nos está llevando directo a la catástrofe. Se hace necesario y urgente, entonces,
aprender a controlar y ponerle límites a este órgano tan importante y
peligroso a la vez.
En una sociedad en la
que lo que cuenta es lo exterior, la imagen, el tener más que el ser,
planteamos volver la mirada hacia adentro, hacia los valores esenciales del
ser humano en relación inseparable y constitutiva con el entorno. Somos parte de un todo sin jerarquías. Es urgente encontrar una espiritualidad
acorde con el contexto de crisis en el que vivimos. Una espiritualidad que sea capaz de
considerar al ser humano miembro de una comunidad de vida. En este contexto, el filósofo y teólogo
catalán, Raimon Panikkar, propone una espiritualidad basada en lo que ha
llamado la intuición cosmoteándrica[9]. Esta concibe la realidad como un conjunto
de relaciones constitutivas entre Dios, el Hombre y el Mundo[10], en donde Dios representa
la dimensión de infinitud y libertad presente en todos los seres; el Hombre
la dimensión consciente y el Mundo la materialidad. La realidad está constituida de estas tres
dimensiones en estrecha e inseparable relación. De manera que, si todo está en relación,
Dios, Hombre y Mundo no son opciones excluyentes. Esta intuición implica o exige una espiritualidad[11]. La espiritualidad cosmoteándrica considera
la realidad como un todo interactuando y constituyéndose. El árbol, la abeja o la montaña hacen que
yo sea lo que soy y lo que soy hace que ellos también sean lo que son. Es una relación pericorética en la que
todo(s) se interpenetra(n) y esta interpenetración les constituye. Así las cosas, la espiritualidad
cosmoteándrica considera que cuanto existe es necesario: la diversidad
(biológica, cultural, religiosa, entre otras) es necesaria y debe ser mantenida. Además, en estas relaciones constitutivas,
no hay jerarquías. Es una relación
circular, no piramidal.
En el contexto que nos
ocupa, ¿qué importancia puede tener la intuición de R. Panikkar? Si lo que debemos saber es qué hacer para
solucionar el grave problema que nos tiene al borde del abismo, entonces,
¿por qué es importante la espiritualidad?
Dejemos esta pregunta planteada, para intentar dar una respuesta más
adelante.
Si seguimos de cerca el desarrollo
de la historia del pensamiento en relación con la ecología, descubrimos en
ella al menos tres teorías de la vida, a saber, la mecanicista, la vitalista
y la holística[12].
La teoría mecanicista
concibe la naturaleza como una fuente inanimada de recursos naturales
explotables y disponibles para el desarrollo económico. El ser humano es, en este contexto, una
entidad exterior y superior a la naturaleza.
Si en algún momento las actitudes animistas predominaban, los
embajadores del mecanicismo lograron superponer una cosmovisión que elimina
el misterio, gracias al triunfo de la tecnología. Como dice Sheldrake: “gracias al progreso
de la ciencia y a la llegada de la inteligencia racional, hoy sabemos que es
imposible influir la naturaleza con fórmulas mágicas y encantamientos o
hechizos, rituales y modos de adoración descabellados”[13]. Porque es claro y evidente que ni la magia
ni ninguna fuerza misteriosa permiten gobernar la naturaleza. Lo que sí permite hacerlo es aumentar el
dominio por medio de la ciencia y la tecnología. Es harto sabido que fue Descartes quien
introdujo esta visión mecanicista del mundo, con el único fin de convertir al
ser humano en “señor y amo de la naturaleza”[14]. Después de él vendrán otros.
F. Bacon es considerado como uno de
los mayores exponentes de la conquista de la naturaleza. Él comparó el dominio de la naturaleza con
el don recibido por Adán de dar nombre a los animales (Gn 2, 19-20). Así, el hombre (el varón, puesto que Eva no
había sido creada aún) podía dominar la naturaleza con la tecnología como un
poder otorgado por Dios. Para los
mecanicistas, tanto animales como vegetales son seres inanimados. Se impone, así, progresivamente, el logos,
la razón. La doctrina mecanicista
deviene la doctrina ortodoxa de la civilización industrial. En relación con la crisis ecológica, en
términos generales, el mecanicismo responde que es necesaria más tecnología
para superar este obstáculo que no es más que eso, una barrera momentánea que
motiva a acelerar las investigaciones.
Los más radicales simplemente niegan la existencia de una crisis
medioambiental.
La teoría vitalista
pone la vida en el centro de la realidad.
Además, para los defensores de esta teoría, el ser vivo no puede ser
reducido a leyes fisicoquímicas, porque la materia está animada de una fuerza
vital, de un principio vital diferente de la materia y del alma
pensante. Para los vitalistas,
contrario a los representantes del animismo, la actividad intelectual está
subordinada a la vida. Aristóteles, en
su obra De Anima, identifica el alma con el principio motor de los
seres vivos. El vitalismo va a perder
fuerza con la aparición del cristianismo, sobre todo con la idea de un Dios
todopoderoso. En Francia, el médico
ilustrado, Paul-Joseph Barthez (1734-1806), será el instigador del
vitalismo. Barthez cree en la
existencia de un principio vital superior que engloba todas las
subdivisiones, contrario a quienes afirmaban que cada glándula tenía vida
propia. Cómo no mencionar a H. Bergson
(1859-1941), quien desarrolla en sus trabajos el concepto de “impulso vital”,
reviviendo, de alguna manera, el vitalismo.
En su obra Evolution créatrice (Evolución creadora)
afirma: “[…] se verá en la evolución algo diferente a una serie de simples
adaptaciones a las circunstancias, como lo pretende el mecanicismo; algo
diferente también a la realización de un plan general, como lo quisiera la
doctrina de la finalidad”[15]. Pocos biólogos - quizás ninguno[16] –
se reclaman hoy en día del vitalismo; en filosofía se pueden citar todavía
algunos tales como Georges Canguilhem, Gilles Deleuze e incluso Hans
Jonas. El vitalismo fue condenado por
el papa Pio X en la encíclica Pascendi[17]. Como es de esperar, las propuestas de los
autores vitalistas tienen relación con la problemática ecológica. Hans Jonas con su conocida “heurística del
temor” es uno de ellos[18]; Teilhard de Chardin y su
cosmogénesis[19]; Ortega y Gasset y el
raciovitalismo[20], entre muchos otros más.
La teoría holística,
orgánica o sistémica pertenece a un movimiento relativamente reciente que
plantea nuevas categorías interpretativas.
Sus representantes insisten en la unidad de la vida y perciben la
diferencia entre las diversas formas de vida de los organismos como un asunto
de grado, no de naturaleza.
Evidentemente, para la teoría holística, toda la naturaleza está
viva. Sheldrake asevera que esta
teoría es una actualización del animismo pre-mecanicista[21]. Son, sin duda alguna, las nuevas categorías
interpretativas o paradigmas emergentes formulados por algunos filósofos y
científicos contemporáneos (Prigogine, Capra, Thompson, Plank, Einstein,
Bohr, Heisenberg, entre otros)[22]. James Lovelock se atrevió a presentar, en
los años 70, la hipótesis Gaia que se inscribe, según creemos, en esta misma
línea. Para este autor, nuestros actos
no están separados de la Tierra, formamos un conjunto inseparable. Para definir a Gaia, es necesario definir
la vida, dice el autor[23]. Con palabras de Lovelock, la hipótesis Gaia
dice “que la temperatura, el estado de oxidación, la acidez y ciertos
aspectos de las rocas y del agua se mantienen constantes, y que esta
homeostasis se mantiene por medio de procesos de retroacción activa
determinados automática e inconscientemente por la biota”[24],
a tal punto que “la contaminación no es, como se afirma seguido, el producto
de una vileza moral. Es una consecuencia inevitable del proceso activo de la
vida”[25]. El planeta tiene vida y “sabe” cómo
mantener los equilibrios necesarios para que haya vida. Lovelock enuncia la pregunta esencial, quid
de nuestro trabajo: ¿Qué es la vida?, y, por consiguiente: ¿Qué es la
muerte? Siguiendo a Sheldrake,
sostenemos que la vida es “flujo de energía”[26] y
que este flujo de energía es la “fuerza vital” que mueve el universo; con la
muerte, la energía concentrada en un ser se libera y se transforma hacia el
flujo cósmico. Las Sagradas Escrituras
cristianas y también algunas de otras religiones refieren a un “viento”,
“soplo”, “fuerza”, “energía”, “espíritu”, “ruah”, que dinamiza el cosmos, que
da vida. Con la muerte, este soplo de
vida regresa a su origen. Lo mismo
sucede con las profundas creencias de los pueblos ancestrales quienes retornaban
los cuerpos sin vida a la naturaleza para que la energía que fluía en ellos
siga su curso.
En síntesis, la teoría
mecanicista elimina el misterio, los espíritus, la espontaneidad de la vida,
el alma del universo. Todo se reduce a
máquinas que funcionan según principios bien definidos y
preestablecidos. El vitalismo les
devuelve el alma únicamente a los organismos biológicos; las rocas, los
minerales, las montañas siguen siendo seres inanimados. El holismo proclama que toda la naturaleza,
sin excepción, está viva.
En la obra Ecosofía.
Para una espiritualidad de la tierra, R. Panikkar sugiere la urgente
necesidad de “recuperar el animismo”[27]. Aunque no se detiene a comentar con
amplitud su sugerencia, entendemos que el animismo para él significa la
experiencia misma de la vida. El
teólogo catalán cree que formamos parte de un todo y que todos, “también las
montañas y las rocas”[28], son vivientes por el
simple hecho de ser temporales. En
efecto, la vida es duración del ser, es decir, el tiempo es la vida misma del
universo. Panikkar aboga por la
superación del mecanicismo y del racionalismo, porque “en cada una de las
cosas se encierra una chispa de libertad y de vida”[29]. Como vemos, su comprensión de la vida es
sumamente amplia y, por esto, ligeramente difusa. La vida está en estrecha relación con el
tiempo, de manera que todo lo que está inserto en el tiempo tiene vida.
El racionalismo
mecanicista que impera en la actualidad desprecia y rechaza, por ser
inferiores, cualquier teoría o intuición que tenga relación con la opinión
(doxa) o que esté basada en emociones y sentimientos. Sólo cuenta lo que es demostrable por el método
científico. El animismo es calificado,
por tanto, como un estado, estrato o estadio inferior del ser humano. En efecto, según S. Freud, la humanidad
habría producido tres sistemas de pensamiento o cosmovisiones, a saber, la
animista, la religiosa y la científica[30]. La cosmovisión animista ocupa el lugar más
bajo de los sistemas de creencias y está relacionada con la mitología. El animismo no llega a ser una religión,
pero contiene en sí mismo las condiciones necesarias para que lo sea. En otras palabras, el primer estadio
religioso es el animismo. María
Cristina Moritz lo dice así: “Los procesos anímicos inconscientes,
denominados por Freud procesos primarios, son los residuos de una ‘fase
evolutiva’ primitiva en la que predominaban como modo de funcionamiento”[31].
Freud no es el único
en pensar que el animismo es una fase primitiva o primordial en el ser
humano. El reconocido antropólogo
francés, Philippe Descola, en su obra Par-delà nature et culture (Más
allá de la naturaleza y de la cultura), habla, en el capítulo sexto, del
“animismo restaurado” (animisme restauré) y hace referencia a las
“sociétés animiques”[32] (sociedades anímicas)
como si se tratara de grupos humanos primitivos. En la obra L’animisme parmi nous[33]
(El animismo entre nosotros), memoria del coloquio realizado en París
sobre el animismo los días 29 y 30 de marzo del 2008, psicólogos y
arqueólogos hacen la misma constatación: el animismo – que de una u otra
manera sigue presente entre nosotros – es el resultado de antiguos procesos primordiales
que emergen del inconsciente. De igual
forma, el reconocido diccionario filosófico de Ferrater Mora coloca como
definición del animismo: “creencia de que todo está animado y vivificado, de
que los objetos de la Naturaleza son, en su singularidad y en su totalidad,
seres animados. Este animismo coexiste en los pueblos primitivos con
el antropomorfismo, por el cual la animación de todos los seres es concebida
en analogía con la del hombre”[34]. El animismo es, pues, para una inmensa
mayoría de pensadores, un estado superado o que debe ser superado.
No es nuestro interés
trazar una historia exhaustiva del animismo.
Basten algunas referencias para ubicar nuestra temática. Para Platón, en el Timeo, el “Alma
del Mundo” corresponde a “la organización universal concebida inicialmente
por el Demiurgo”[35]. Dios habría dado forma al caos, mediante
“determinaciones geométricas y aritméticas que definen los elementos”[36]. El alma del mundo remite a un orden (paso
de la indeterminación a la determinación) y éste es dado por un ente externo
al mundo. El Alma es fabricada e
introducida, posteriormente, en los cuerpos.
No es, sin embargo, ni un objeto sensible, ni un ser eterno, como la
Idea; sufre, ella también, el devenir.
Aristóteles, grosso modo, plantea la existencia de un dios
(primer motor) que preexiste al mundo y que tiene la función de gobernar y de
controlar el movimiento del mundo.
Este primer motor es el Alma del mundo. Sin embargo, como lo demuestra J. Morceau,
el universo no procede de un Demiurgo o de un obrero trascendente; el
universo es un ser natural, un viviente; en él mismo reside el principio de
su acción. Todo sucede dentro y no
fuera.[37] Constatemos que esta última idea coincide
plenamente con la propuesta de J. Lovelock, aplicada, esta vez, al planeta
Tierra únicamente: la realidad es una sola; el planeta es un ser vivo capaz
de mantener el equilibrio necesario para la vida.
A decir verdad, la
mayoría de las culturas antiguas admitía los postulados tradicionales de un
mundo natural vivo como algo obvio e incuestionable. El mundo contemporáneo ha sido
desacralizado. R. Sheldrake estima que
“los grandes filósofos creían que el mundo natural vivía, como consecuencia
de su movimiento incesante y, al ser estos movimientos regulares y ordenados,
afirmaban que la naturaleza estaba no solamente viva, sino que era también
inteligente: un animal inmenso dotado de un alma y de un espíritu racional
propios”[38]. Sin embargo, el comportamiento de nuestros
coetáneos evidencia que nuestras relaciones con la naturaleza tienen como
principio fundamental que está viva, contrario a lo que manifiesta la
aproximación científica mecanicista de los tecnócratas y economistas. Es, de hecho, una relación ambigua. Los bosques densos y llenos de vida suscitan
temor, miedo, inseguridad. Ante estos
sentimientos, concebirlos como materia inanimada y mecánica es, en alguna
medida, reconfortante, al producir un sentimiento de dominación. “La Madre Naturaleza es menos inquietante
una vez que la podemos reducirla a una superstición”[39],
afirma Sheldrake. Para las sociedades
agrícolas del Cercano Oriente, también en India y en las culturas amerindias,
la Madre era la fuente de todo; los mitos cosmogónicos muestran que la Madre
Tierra fue la primera que emergió del caos y dio a luz, enseguida, a la vida
en toda su diversidad.
El judeocristianismo
tiene raíces profundamente animistas.
Las fiestas sagradas tienen fundamentos agrarios basados en los ciclos
de la naturaleza. Así, “Las tres
fiestas principales de Israel (Pascual, Pentecostés y Tiendas) tienen […] un
origen agrícola […] ligado a las principales cosechas de las tres estaciones
productivas del año”[40]. Existían lugares sagrados que dejaron de
serlo cuando los judeocristianos temieron que se les divinizara. En la Palestina antigua, se levantaron
algunos monumentos megalíticos o simplemente piedras representando las
puertas que daban acceso a otras regiones del mundo. Los judíos veneraban, por ejemplo, en
Bethel, una piedra sagrada en donde Jacob, en sueños, vio una escalera que
tocaba el cielo y de la que subían y bajaban ángeles. Ese sitio se convirtió en un lugar de culto
y sacrificios. Conforme maduraba la
idea de un Dios único, fue surgiendo también la idea de un único lugar de
veneración: el templo. Cualquier otro
lugar de culto se convirtió en una amenaza.
Los profetas del exilio y del post-exilio lucharán contra la
permanente tentación de adoptar y servir a otros dioses. Esta podría ser, como afirma Sheldrake, una
primera etapa de la desacralización progresiva de las antiguas prácticas
animistas.
En Europa y también en
América, las religiones que precedieron al cristianismo eran
“politeístas”. Todas seguían los
ritmos de la naturaleza y reconocían el carácter sagrado de numerosos lugares
(árboles, pozos, bosques, rocas, montañas, entre otros). Con la llegada del cristianismo, sucedieron
dos cosas, como se había verificado igualmente en el antiguo Israel. Los líderes religiosos intentaron, en
primer lugar, por todos los medios, eliminar y/o ocultar estos lugares
sagrados. Sobre las ruinas de las
pirámides y otros edificios significativos, se construyeron catedrales e
iglesias dedicadas, generalmente, a un santo o a alguna advocación mariana. Sin embargo, en segundo lugar, el pueblo
siguió celebrando a sus divinidades o incorporaron elementos de sus creencias
al cristianismo que, en muchos casos, les había sido impuesto.
La Reforma protestante
va a instaurar una suerte de cristianismo depurado, al rechazar la corrupción
y los abusos de la Iglesia católica romana. Las observancias rituales, las
fiestas agrícolas estacionales, la devoción a la virgen María, el culto a los
ángeles y a los santos, todos estos aspectos se convirtieron en
supersticiones paganas que había que eliminar. Además, “los protestantes, que compartían
el respeto de los humanistas modernos por la erudición y la fidelidad a las
fuentes originales, utilizaban la Biblia como única obra de referencia y
rechazaban parte de las doctrinas y tradiciones ulteriores de la Iglesia”[41]. Ya sabemos que se destruían las imágenes de
la Virgen y de los ángeles y se reducían a fragmentos vitrales, santuarios,
tumbas de los santos, conventos y monasterios. Para Sheldrake, este proceder la Reforma
puso las bases para la revolución científica mecanicista que tuvo lugar el
siglo siguiente. Será el humanismo
laico el que llevará la Reforma a sus consecuencias más extremas. El ser humano deviene “la fuente de toda
divinidad, el amo de una naturaleza desacralizada, el único creador racional
y consciente en un mundo inanimado”[42]. No creemos equivocarnos al decir que el
humanismo se convirtió en una nueva religión.
Lo que sigue es bien conocido: revolución industrial, desarrollo
posterior de la tecnología que conlleva a la utilización indiscriminada de los
recursos naturales en detrimento del conjunto de los seres vivos. En una frase, es el paso de un mundo
orgánico a un mundo mecánico.
El cansancio agudo al
que somete el ritmo desenfrenado de la sociedad contemporánea obliga a
buscarse momentos y lugares para “recargarse”, sin hablar ni siquiera de
cuestionar lo que se hace, de manera mecánica y rutinaria. Y para conseguir esta “recarga”, necesaria
y muchas veces urgente, se busca el contacto cercano y pleno con la
“naturaleza” (playa, mar, montañas), lejos, en todo caso, del ruido
estridente y ensordecedor de la ciudad y sus máquinas. Todo parece indicar que entre más grande es
el sentimiento de separación de la naturaleza, más fuerte es la necesidad de
volver a ella. Sheldrake se cuestiona:
“si el cosmos se parece más a un organismo en desarrollo que a una máquina
funcionando gracias al impulso inicial que le fue dado; si los organismos
ellos mismos son más organismos que máquinas; si la naturaleza, en fin, es
orgánica, espontánea, creativa, ¿por qué seguir creyendo que todo es mecánico
e inanimado? […] Ya no es posible relegar por más tiempo al olvido los modos
de pensar míticos, animistas y religiosos”[43].
R. Panikkar sugiere,
decíamos, “recuperar el animismo”.
Esto implica una nueva cosmovisión, una manera diferente de ser y de
estar en esta Casa Común y de referirse al otro que no es humano. En la física animista, las almas presentes
en todos los seres cumplían al papel fundamental de organizar y desarrollar
el comportamiento. ¿Cómo comprender
este “algo” llamado alma? François
Cheng, de la Academia Francesa, formula una definición clara y precisa. Citamos el texto in extenso:
Al final, permanece el alma. En
cada ser, el cuerpo puede conocer el deterioro y el espíritu la deficiencia.
Queda esta unidad irreducible, palpitando desde siempre, que es la marca de
su unicidad. A menos que sea
completamente sumergida, aniquilada por su propia parte de pulsiones
destructoras, el alma está unida a la corriente de vida en devenir – la Vía
–, porque ella depende del Aliento original que es el principio mismo de vida
[…]
Al final, permanece el alma. […] en
la indispensable triada cuerpo-espíritu-alma, reconozco plenamente el rol de
base del cuerpo y el rol central del espíritu. Sin embargo, desde el punto de vista del
destino de un individuo, una vez más, es el alma la que predomina; la parte
más personal y, por tanto, la más preciosa, el estado supremo de su ser en
cierto modo. Es a partir de este
estado que cada ser está en condiciones de entrar en comunión con el alma del
universo.
Tierra fértil de los deseos y de la
memoria, el alma es a mi parecer una mezcla de evidencia y de misterio, de
una sorprendente simplicidad, aunque al mismo tiempo también de una
complejidad espantosa […]
Existe el Gran Todo y también cada
alma minúscula. […] Todo el cielo estrellado, toda la madre tierra, todo el
esplendor del alba y de la tarde, toda la gloria de la primavera y del otoño,
todo el Aliento que anima el universo transportado por el vuelo de los
pájaros migratorios, todos los cantos humanos que se elevan del valle de
lágrimas, todo esto constituye un aquí y ahora en donde la eternidad
se encoge. Este aquí y ahora no puede brillar, irradiar, hacer
florecer y dar fruto, suscitar eco y resonancia y, así, tener sentido, si no
es vivido por un alma […][44]
El ser humano es
cuerpo, es espíritu y es alma; los dos primeros se acaban con la desaparición
del individuo, el alma permanece, se reúne con el Gran Todo. El alma no se acaba, es, siguiendo la
intuición de R. Panikkar, la dimensión de infinitud presente en todos los
seres. El alma permite entrar en contacto
con todo el universo; el cuerpo y el espíritu reducen la experiencia a las
limitadas fronteras de nuestro entorno físico, emocional e intelectual. Sin alma, la eternidad presente en el aquí
y ahora se desvanece.
En este contexto, ¿Por
qué hablamos de recuperar el animismo?
La sociedad en la que vivimos no se interesa en el espíritu, mucho
menos aún en el alma. Quiere cuerpos
adormecidos y amaestrados que produzcan para consumir y que, consumiendo,
obliguen a seguir produciendo, para generar un capital que quedará, luego, en
manos de unos pocos. Todo esto en un
círculo sin fin que, de paso, obliga a buscar recursos que, hasta hace poco,
se creían ilimitados. Recursos, por
cierto, sin vida y cuya única razón de existir es el ser humano, afirman los
mecanicistas y los tecnólogos de la ciencia.
Recuperar el animismo no significa ver dioses en todas partes;
significa ser capaces de percibir la Vida presente en cuanto nos rodea. Significa reconocer la importancia del
territorio, de la Tierra que nos cobija y en la que hundimos nuestras raíces. “Es necesario y urgente redefinir una
espiritualidad para nuestro tiempo”[45],
asevera D. Bourg. Esta espiritualidad
deberá ser animista, en el sentido que hemos definido; será, entonces, una
espiritualidad de la tierra[46]. Así como el consumismo es la espiritualidad
correspondiente a la religión del crecimiento sin fin; así, el animismo será
la espiritualidad de la vida. Este
animismo implica simplicidad[47], armonía, orden, respeto,
sentido y primacía de la comunidad.
Navega contracorriente en una sociedad en donde impera el
individualismo exacerbado, la competencia y el crecimiento personal
ilimitado, en detrimento de todo y de todos/as.
La espiritualidad
animista debe deconstruir los paradigmas universalistas, con el fin de
recuperar el sentido y la importancia de lo particular. La espiritualidad animista cree en la
transformación constante, contra el fijismo de algunas tendencias religiosas,
filosóficas y científicas. Rechaza una
teología de la creación en la que el Creador hizo todas las cosas, las puso
en marcha y luego se retiró a su morada celestial. Rechaza la idea de un Creador[48] inmutable, todopoderoso,
omnisciente y eterno con forma, rasgos y capacidades humanas. Desaprueba, igualmente, la noción teológica
de leyes naturales eternas que refuerza la ciencia mecanicista. El mundo natural es indeterminado,
espontáneo y creativo. Cree en un
“algo” misterioso e indescriptible, que evoluciona con el universo, sufre y
goza con él. Es una Energía
creadora de diversidad de la que participa la creatividad humana, es una Fuerza
vital; es un Campo Mórfico[49]
que genera otros campos mórficos. El indeterminismo y el caos de la realidad
deviene determinismo y orden gracias a la acción de las “almas” presentes en
cuanto existe. Indeterminismo y
determinismo, caos y orden, vida y muerte, no son más que momentos de una
realidad compleja que sólo puede mostrar rasgos concretos y fugaces.
No es difícil volver a
creer y potenciar el alma humana, sin embargo ¿qué pensar de los seres no
humanos?
Para poder saber si
los entes no humanos tienen alma, sería necesario conocer cuáles son las
funciones del alma en el ser humano y, por comparación, extrapolarlas a los
no humanos. Esa tarea no puede ser
realizada en el contexto de un artículo como éste y, en todo caso, no estamos
seguros de que ese esfuerzo valga la pena.
De hecho, esa discusión trae a la memoria las largas disputas, en
tiempos de la colonia, para saber si los indígenas tenían o no un alma como
la de los europeos “civilizados”.
Según Tomás Calvo
Martínez, “Aristóteles establece y afirma repetidas veces que el alma es
esencia (tò tí ên eînai), forma específica (eîdos) y entidad (ousía) del
viviente”[50]. Esto significa que Aristóteles identifica
el alma con la vida. Así, hay cuerpos
naturales con y sin vida. Los que
tienen vida, tienen también un alma y es ésta la que asegura la armonía y el
equilibrio entre las distintas funciones del organismo, sin que deba ser
reducida al conjunto de funciones vitales.
Santo Tomás de Aquino afirmará, siguiendo la tradición aristotélica,
que el alma es “la forma de la que resulta la unidad del cuerpo viviente”[51] y es el ser mismo del
alma el que se comunica a la materia corporal. El alma asegura, entonces, la unidad del
individuo y garantiza el ejercicio de operaciones de orden psíquico, tales
como las creencias, los pensamientos, los sentimientos y las razones. Alma y cuerpo van de la mano, son
inseparables. Estas ideas las
encontramos en la reflexión de F. Cheng que citamos anteriormente.
Teniendo en cuenta lo
anterior, también podríamos preguntarnos si hay o no, en los no humanos,
creencias, pensamientos, sentimientos y razones. La respuesta a esta interrogante no es
sencilla. Es claro, sin embargo, que
lo que diferencia a los humanos de los no humanos es la forma, es decir, la
discontinuidad de los cuerpos, como lo reconoce Descola[52]. Por otro lado, no podemos negar que en
todos los entes existentes hay rasgos o disposiciones internas que se
comparten, como, por ejemplo, la vulnerabilidad y la dependencia. Esto es de una evidencia innegable en los
animales, quizás menos en los vegetales y otros seres mal llamados, hasta
ahora, inertes[53]. No sería, sin embargo, difícil demostrar la
vulnerabilidad de una planta y su dependencia del medio en el que se
encuentra.
A. McIntyre, en su
obra Animales racionales y dependientes. Por qué los humanos necesitamos
las virtudes[54],
demuestra, apoyándose en estudios científicos realizados recientemente, de
qué manera están presentes en los animales las creencias, los pensamientos,
los sentimientos y las razones en los animales, en radical oposición a
aquéllos que aseveran que la ausencia de lenguaje es una evidencia suficiente
para afirmar que no hay en ellos inteligencia: “el hecho de que especies de
animales inteligentes no humanos, como los delfines, carezcan de los recursos
lingüísticos para articular y manifestar sus razones no es impedimento para
que se atribuyan razones a su acción”[55],
porque los delfines poseen conceptos y saben cómo utilizarlos. La discontinuidad corporal ha conducido al
ser humano a negar tajantemente la capacidad de razonar en los animales no
humanos. Basta con recordar la frase
bastante conocida de Heidegger: “El ser humano ‘forma el mundo’ (weltbildend),
la piedra es por completo ‘sin mundo’ (weltlos) y el animal es ‘pobre
en mundo’ (weltarm)”[56]. Eso quiere decir que el animal es puro
comportamiento, incapaz, por tanto, de reflexionar o aprehender. El animal permanece, entonces, cautivo de
su entorno. McIntyre opone a estas afirmaciones
las capacidades pre-lingüísticas[57]
de los animales. Hay en ellos, además,
una búsqueda evidente del bien, es decir, razones para actuar de tal manera
que se dan cuenta de que actuando de esa manera se obtendrá un bien concreto. Esto es, evidentemente, actuar por una
razón. En el caso de los delfines,
comparados con los humanos, nos recuerda McIntyre, “Para su florecimiento,
los seres humanos necesitan las relaciones sociales, igual que los delfines
[…]”[58]. Humanos y delfines
precisan de ciertas capacidades para desarrollarse. R. Larrère se inscribe en esta misma línea:
“Las diferentes formas de conciencia en los humanos suponen capacidades
cognitivas distintas que encontramos en ciertos animales; tenemos derecho de
pensar que éstos experimentan experiencias conscientes equivalentes a las
nuestras, sin ser necesariamente idénticas”[59].
No interesa aquí
afirmar la existencia o ausencia de procesos idénticos a los de los humanos
en los animales no humanos, como si la discontinuidad de los cuerpos ocultara
una continuidad de otro tipo.
Pretender demostrar que los animales merecen respeto, porque tienen un
alma idéntica o equivalente a la humana es, a todas luces,
contraproducente. Sí interesa, por el
contrario, sostener la existencia de un alma que los mantiene en vida y que
esta alma es una dimensión más de los organismos complejos, cuyos misterios
escapan aún a la ciencia humana.
Recordar la dimensión material que compartimos humanos y no humanos sí
parece ser fundamental. El ser humano
no es una máquina, pero tampoco un ser espiritual sin cuerpo. Los seres no humanos no son tampoco
únicamente máquinas desprovistas de espíritu y de alma. Todos los seres existentes, en medidas
diferentes, poseen cuerpo, alma y espíritu.
En todos hay procesos conscientes, según el grado de evolución en el
que se encuentran[60].
Como quiera que sea,
humanos y no humanos necesitan ciertas habilidades para lograr
integrarse de manera armoniosa en el medio en el que viven y se
desarrollan. La ausencia de estas
habilidades significará una ruptura y una discapacidad para interactuar en el
orden natural de las cosas. Además,
estas habilidades cambiarán en función del contexto y del tiempo; no son, por
tanto, universales ni universalizables.
Serán siempre locales y localizables.
A estas habilidades se les ha dado el nombre de “virtudes” en el
contexto humano. Se transmiten de
maestro a discípulo, es decir, se aprenden y se desarrollan, aunque algunas
personas tengan mayor predisposición que otras. McIntyre[61]
ha mostrado de qué manera estas “virtudes” también están presentes en algunos
animales (los delfines, por ejemplo) y cómo el grupo se encarga de
transmitirlas a los más jóvenes, mediante rituales de iniciación bien
definidos.
Este tema nos parece
primordial en el contexto de crisis medioambiental en el que nos
encontramos. En efecto, las
generaciones más jóvenes necesitan desarrollar ciertas habilidades, virtudes
o valores que les permitan vivir correctamente en el tiempo y en el espacio
en que se encuentran, sin olvidar las generaciones por venir. Durante siglos el planeta ha sido sometido
a la acción destructora del ser humano, incapaz, por diversas razones, de
pensar en los que vienen después. Sin
embargo, estas nuevas generaciones no conocieron lo que tuvieron las
anteriores y podrían, entonces, pensar que esto siempre ha sido así. Es importante que haya transmisores,
maestros, líderes, que sepan inculcar las virtudes correctas, para no
solamente sobrevivir, sino, sobre todo, para vivir bien.
En este contexto, la
vulnerabilidad y la dependencia son virtudes imprescindibles de la era
ecológica. Reconocerse vulnerable y
dependiente implica aceptar ser miembro de una familia a la que se dan y de
la que se reciben cuidados (care) básicos y elementales para crecer
armoniosamente. De esta vulnerabilidad
y dependencia participan todos los seres existentes. El individuo aislado es una creación de la
sociedad contemporánea. Los maestros,
líderes o transmisores de valores, virtudes o habilidades deben insistir sin
tregua en este aspecto. Los medios
informativos y publicitarios se han encargado, por siglos, de formar y
transformar al ser humano. El mismo
trabajo ha de ser realizado desde “la acera de enfrente”. Para cumplir con esta tarea es necesario
haber adquirido una conciencia clara y advertida; se hace, entonces,
imperiosa e indispensable una “ecología de la atención” o, mejor aún, una
“ecosofía de la atención”, es decir, una sabiduría que nos ayude a reorientar
nuestra atención, hasta ahora centrada en individuos que satisfacen no
solamente sus necesidades básicas sino, sobre todo, sus impulsos y antojos
desordenados, nimios y superficiales.
La atención constituye “el mediador esencial encargado de asegurar mi
relación con el medio ambiente que alimenta mi sobrevivencia: un ser no puede
persistir en la existencia, sino en la medida en la que logra ‘poner
atención’ (to attend, beachten) a aquello de lo que depende la
reproducción de su forma de vida. Debe
procurar aquello que le permite vivir, debe preocuparse por cuidarlo (care)”[62]. Mantenerse atento, despierto, vigilante es,
sin duda alguna, fundamental para, por un lado, no caer en las garras de
quienes quieren mantenernos en el mismo sendero de destrucción y de muerte y,
por otro lado, poder vivir bien al lado de los demás y no vivir mejor que los
demás.
La nueva
espiritualidad que formulamos exige repensar la idea que nos ha sido
transmitida de la divinidad. Como dice
Sheldrake, “si el cosmos en su conjunto es un organismo en desarrollo y no
una máquina eterna, el Dios del mundo-máquina ha sido pura y simplemente
superado”[63]. El Dios, señor del mundo-máquina, habría
concebido leyes que rigen toda la realidad y que existirían en su espíritu
matemático. R. Sheldrake lo dice así:
“Dios podría seguir siendo una respuesta, pero debería tratarse de un Dios
evolucionista que concibe y hace respetar nuevas leyes en función del
crecimiento del universo”[64]. Dios ya no ha de ser sinónimo de “Ser”,
absoluto, todopoderoso, omnisciente y omnipresente. Será la Energía que fluye, que crea y
recrea; presente en todos los seres.
Será sinónimo de Vida, de Diversidad, de Armonía, de Orden.
La espiritualidad de
la era ecosófica es animista por cuanto reconoce el Anima, la Vida, presente
en todos los seres, humanos y no humanos.
Hay Vida en la montaña, en las rocas, en los ríos, en el agua, en el
polvo, en el aire, en las flores, en las abejas, en los árboles.
¡El planeta Tierra está vivo, no existen
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Juan Carlos Valverde Campos, Master en Teología
Bíblica por el Instituto Católico de París, Francia. Doctor en Filosofía de
la Religión por la Universidad de Estrasburgo, Francia. Docente e
investigador de la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión de la
Universidad Nacional de Costa Rica. Miembro del Foro Interreligioso de Costa
Rica.
Correo
electrónico: juancavalcam@hotmail.com
Recibido: 12 de febrero de 2019
Aprobado: 2 de mayo de 2019
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