Vida  y

Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

Volumen 39 Número 1  -  Enero/Junio 2019  -  San José, Costa Rica  -  ISSN 1019-6366

Descolonizar el futuro:

¿Cómo vivir en tiempos de cambio climático?

 

 

 

 

Un mundo con alma

Por una espiritualidad animista en tiempos de crisis ambiental

 pp. 7-37

 

Juan Carlos Valverde Campos

 

 

 

Resumen: El humanismo moderno coloca al ser humano como el centro alrededor del cual gira cuanto existe; al tiempo que lo fragmenta, lo separa también de la comunidad de vida.  Considera, además, a los entes no humanos como inertes y/o inanimados.  La crisis medioambiental exige una vasta revisión de las convicciones, espirituales y académicas, que fundan el estilo de vida de la sociedad contemporánea.  Una espiritualidad adaptada a las nuevas condiciones es urgente.  En este artículo nos aventuramos por los senderos estrechos y misteriosos del animismo, como posible respuesta al vacío espiritual que ha generado la sociedad de consumo.  

Abstract: Modern humanism places the human being as the center around which everything that exists revolves. At the same time it fragments the human being and separates it from the community of life and considers non-human beings as inert. The environmental crisis requires a vast revision of the convictions, spiritual and academic, that found the lifestyle of contemporary society. A spirituality adapted to the new conditions is urgent. In this article we venture through the narrow and mysterious paths of animism, as a possible response to the spiritual vacuum that consumer society has generated.

Palabras claves: Alma, animismo, espiritualidad, vida, ecología, ecosofía, atención, conciencia, vulnerabilidad, dependencia, care.

Key words: Fundamentalism - Islamic world - Clash of civilizations - North-South conflict - Religious identity - Postcolonial thinking.

 

 

 



Juan Carlos Valverde Campos

Un mundo con alma

Por una espiritualidad animista en tiempos de crisis ambiental

Despojadas de sus mitos y leyendas, las tierras sagradas de los indígenas dejaron de ser un don del Gran Espíritu que debían conservarse en común; se convirtieron en verdaderas urbanizaciones.[1]

Algo deja el cuerpo con la muerte; lo que sea no está hecho de materia ordinaria.[2]

 

Introducción

Algo está pasando, una transformación importante está aconteciendo ante nuestros ojos y es muy probable que no hayamos aún tomado conciencia de ello. Las teorías aceptadas unánimemente por estudiosos/as y conocedores/as están siendo cuestionadas y remplazadas una a una por otras.  La ciencia exacta ha dejado de serlo; las certitudes antiguas se están esfumando.  El mundo que conocimos de pequeños – lleno de espíritus, de fantasmas, de ángeles y demonios, de prohibiciones, de etapas que marcaban el paso de una edad a otra – se transforma.  Ese mundo se irá y no volverá nunca más.

La ya harto conocida crisis ecológica o medioambiental se encuentra, sin duda alguna, entre las causas de estas transformaciones.  La posibilidad de desaparecer como especie junto a las innumerables que ya han desaparecido y desaparecen día a día no puede hacer menos que cuestionar el estilo de vida que nos hemos dado.  No es necesario mencionar lo que está sucediendo; lo que sí importa es saber porqué hemos llegado a este punto.  A. Næss, filósofo noruego, preguntaba con un dejo de asombro y también de tristeza:

Por primera vez en la historia de la humanidad estamos siendo confrontados a una decisión que se nos impone porque la negligencia con la que hemos dejado crecer la producción de las cosas y la reproducción de los seres humanos ha terminado por alcanzarnos.  ¿Nos dignaremos a autodisciplinarnos e implementar un plan razonable que apunte al mantenimiento y al desarrollo de la riqueza de la vida en la Tierra o vamos a seguir desperdiciando las posibilidades abandonando el desarrollo a fuerzas ciegas?[3]

¿Por qué el ser humano racional, inteligente, avanzado, culmen de la evolución y dotado de una tecnología super desarrollada no ha podido controlar este avance hacia la destrucción y la muerte?  Esta cuestionante sí merece la pena de ser estudiada una y otra vez.  De las razones encontradas y, sobre todo, del cambio que produzcan, depende nuestra permanencia en este planeta.  Algunos autores han ensayo respuestas, entre ellos Jared Diamond, geógrafo, biólogo, fisiólogo evolucionista y biogeógrafo británico, en su magistral obra Colapso: Porqué las sociedades eligen fracasar o triunfar[4].  También lo ha hecho el doctor en neurociencias, Sébastien Bohler, en su interesante obra Le bug humain. Pourquoi notre cerveau nous pousse à détruire la planète et comment l’en empêcher[5], entre muchos otros, sin duda alguna.

Para J. Diamond, cuatro son los factores que llevan a un grupo a tomar decisiones erróneas.  En primer lugar, un grupo puede fracasar porque simplemente no fue capaz de prever el problema.  Así, por ejemplo, la introducción de conejos y de zorros en Australia en 1800 por los británicos ha causado un impacto desastroso en un lugar en el que originalmente no estaban presentes.  En segundo lugar, cuando el problema se hace presente, el grupo puede no percibirlo de manera clara y correcta.  Se olvida, por ejemplo, a qué punto el paisaje era diferente hace cincuenta años porque los cambios fueron graduales.  ¿Qué pudo haber pensado, podríamos preguntarnos, el habitante de la Isla de Pascua cuando cortó la última palmera?  Seguramente ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba haciendo o que sus actos tenían consecuencias infortunadas.  Las modificaciones ocurrieron, con toda seguridad, poco a poco.  Solamente las personas mayores pudieron haber notado el cambio.  En tercer lugar, suponiendo que el problema haya sido percibido, se puede fracasar en el intento por resolverlo.  Esta es la situación más recurrente y se justifica mediante el uso de la razón.  “Ciertos individuos concluyen razonando que pueden favorecer sus intereses y adoptan un comportamiento que es, en realidad, perjudicial para otros, pero que la ley autoriza”[6].  El comportamiento racional no siempre conduce a resultados apropiados para todos o la mayoría.  Esto es ya una evidencia.  En cuarto lugar, finalmente, se puede intentar resolver los problemas y fracasar.  El fracaso se explica aquí por un comportamiento irracional, es decir, resultados perjudiciales no para unos cuantos sino para todos.  El mundo moderno nos ofrece numerosos ejemplos de admirables valores profanos que ya no tienen sentido.  Para J. Diamond, “comprender las razones por las cuales los grupos toman generalmente malas decisiones, conlleva a armarse de conocimientos para orientar mejor los grupos hacia decisiones convenientes”.[7]  La clave de comprensión del fracaso o triunfo de una sociedad consiste en saber cuáles han sido los valores fundamentales que se deben mantener y cuáles deben ser remplazados por otros: “Muchos fracasos en parte irracionales se explican por el conflicto entre motivaciones a corto y largo plazo en un mismo individuo”[8].

Sébastien Bohler piensa que la respuesta se encuentra en nuestro cerebro.  En él se localiza, efectivamente, un órgano llamado striatum el cual rige los comportamientos.  Para Bohler, el striatum impone cinco tareas al cerebro, a saber, comer, reproducirse, adquirir poder, extender su territorio e imponerse frente al otro.  Este órgano, según el autor, ha evolucionado, exige cada vez más recompensas y tiene tendencia al exceso (hybris).  Es precisamente esta tendencia al exceso, a la desmesura, la que nos está llevando directo a la catástrofe.  Se hace necesario y urgente, entonces, aprender a controlar y ponerle límites a este órgano tan importante y peligroso a la vez.

En una sociedad en la que lo que cuenta es lo exterior, la imagen, el tener más que el ser, planteamos volver la mirada hacia adentro, hacia los valores esenciales del ser humano en relación inseparable y constitutiva con el entorno.  Somos parte de un todo sin jerarquías.  Es urgente encontrar una espiritualidad acorde con el contexto de crisis en el que vivimos.  Una espiritualidad que sea capaz de considerar al ser humano miembro de una comunidad de vida.  En este contexto, el filósofo y teólogo catalán, Raimon Panikkar, propone una espiritualidad basada en lo que ha llamado la intuición cosmoteándrica[9].  Esta concibe la realidad como un conjunto de relaciones constitutivas entre Dios, el Hombre y el Mundo[10], en donde Dios representa la dimensión de infinitud y libertad presente en todos los seres; el Hombre la dimensión consciente y el Mundo la materialidad.  La realidad está constituida de estas tres dimensiones en estrecha e inseparable relación.  De manera que, si todo está en relación, Dios, Hombre y Mundo no son opciones excluyentes.  Esta intuición implica o exige una espiritualidad[11].  La espiritualidad cosmoteándrica considera la realidad como un todo interactuando y constituyéndose.  El árbol, la abeja o la montaña hacen que yo sea lo que soy y lo que soy hace que ellos también sean lo que son.  Es una relación pericorética en la que todo(s) se interpenetra(n) y esta interpenetración les constituye.  Así las cosas, la espiritualidad cosmoteándrica considera que cuanto existe es necesario: la diversidad (biológica, cultural, religiosa, entre otras) es necesaria y debe ser mantenida.  Además, en estas relaciones constitutivas, no hay jerarquías.  Es una relación circular, no piramidal.

En el contexto que nos ocupa, ¿qué importancia puede tener la intuición de R. Panikkar?  Si lo que debemos saber es qué hacer para solucionar el grave problema que nos tiene al borde del abismo, entonces, ¿por qué es importante la espiritualidad?  Dejemos esta pregunta planteada, para intentar dar una respuesta más adelante.

1. Teorías de la vida y discursos ecológicos

Si seguimos de cerca el desarrollo de la historia del pensamiento en relación con la ecología, descubrimos en ella al menos tres teorías de la vida, a saber, la mecanicista, la vitalista y la holística[12].

La teoría mecanicista concibe la naturaleza como una fuente inanimada de recursos naturales explotables y disponibles para el desarrollo económico.  El ser humano es, en este contexto, una entidad exterior y superior a la naturaleza.  Si en algún momento las actitudes animistas predominaban, los embajadores del mecanicismo lograron superponer una cosmovisión que elimina el misterio, gracias al triunfo de la tecnología.  Como dice Sheldrake: “gracias al progreso de la ciencia y a la llegada de la inteligencia racional, hoy sabemos que es imposible influir la naturaleza con fórmulas mágicas y encantamientos o hechizos, rituales y modos de adoración descabellados”[13].  Porque es claro y evidente que ni la magia ni ninguna fuerza misteriosa permiten gobernar la naturaleza.  Lo que sí permite hacerlo es aumentar el dominio por medio de la ciencia y la tecnología.  Es harto sabido que fue Descartes quien introdujo esta visión mecanicista del mundo, con el único fin de convertir al ser humano en “señor y amo de la naturaleza”[14].  Después de él vendrán otros. 

F. Bacon es considerado como uno de los mayores exponentes de la conquista de la naturaleza.  Él comparó el dominio de la naturaleza con el don recibido por Adán de dar nombre a los animales (Gn 2, 19-20).  Así, el hombre (el varón, puesto que Eva no había sido creada aún) podía dominar la naturaleza con la tecnología como un poder otorgado por Dios.  Para los mecanicistas, tanto animales como vegetales son seres inanimados.  Se impone, así, progresivamente, el logos, la razón.  La doctrina mecanicista deviene la doctrina ortodoxa de la civilización industrial.  En relación con la crisis ecológica, en términos generales, el mecanicismo responde que es necesaria más tecnología para superar este obstáculo que no es más que eso, una barrera momentánea que motiva a acelerar las investigaciones.  Los más radicales simplemente niegan la existencia de una crisis medioambiental.

La teoría vitalista pone la vida en el centro de la realidad.  Además, para los defensores de esta teoría, el ser vivo no puede ser reducido a leyes fisicoquímicas, porque la materia está animada de una fuerza vital, de un principio vital diferente de la materia y del alma pensante.  Para los vitalistas, contrario a los representantes del animismo, la actividad intelectual está subordinada a la vida.  Aristóteles, en su obra De Anima, identifica el alma con el principio motor de los seres vivos.  El vitalismo va a perder fuerza con la aparición del cristianismo, sobre todo con la idea de un Dios todopoderoso.  En Francia, el médico ilustrado, Paul-Joseph Barthez (1734-1806), será el instigador del vitalismo.  Barthez cree en la existencia de un principio vital superior que engloba todas las subdivisiones, contrario a quienes afirmaban que cada glándula tenía vida propia.  Cómo no mencionar a H. Bergson (1859-1941), quien desarrolla en sus trabajos el concepto de “impulso vital”, reviviendo, de alguna manera, el vitalismo.  En su obra Evolution créatrice (Evolución creadora) afirma: “[…] se verá en la evolución algo diferente a una serie de simples adaptaciones a las circunstancias, como lo pretende el mecanicismo; algo diferente también a la realización de un plan general, como lo quisiera la doctrina de la finalidad”[15].  Pocos biólogos  - quizás ninguno[16] – se reclaman hoy en día del vitalismo; en filosofía se pueden citar todavía algunos tales como Georges Canguilhem, Gilles Deleuze e incluso Hans Jonas.  El vitalismo fue condenado por el papa Pio X en la encíclica Pascendi[17].  Como es de esperar, las propuestas de los autores vitalistas tienen relación con la problemática ecológica.  Hans Jonas con su conocida “heurística del temor” es uno de ellos[18]; Teilhard de Chardin y su cosmogénesis[19]; Ortega y Gasset y el raciovitalismo[20], entre muchos otros más.

La teoría holística, orgánica o sistémica pertenece a un movimiento relativamente reciente que plantea nuevas categorías interpretativas.  Sus representantes insisten en la unidad de la vida y perciben la diferencia entre las diversas formas de vida de los organismos como un asunto de grado, no de naturaleza.  Evidentemente, para la teoría holística, toda la naturaleza está viva.  Sheldrake asevera que esta teoría es una actualización del animismo pre-mecanicista[21].  Son, sin duda alguna, las nuevas categorías interpretativas o paradigmas emergentes formulados por algunos filósofos y científicos contemporáneos (Prigogine, Capra, Thompson, Plank, Einstein, Bohr, Heisenberg, entre otros)[22].  James Lovelock se atrevió a presentar, en los años 70, la hipótesis Gaia que se inscribe, según creemos, en esta misma línea.  Para este autor, nuestros actos no están separados de la Tierra, formamos un conjunto inseparable.  Para definir a Gaia, es necesario definir la vida, dice el autor[23].  Con palabras de Lovelock, la hipótesis Gaia dice “que la temperatura, el estado de oxidación, la acidez y ciertos aspectos de las rocas y del agua se mantienen constantes, y que esta homeostasis se mantiene por medio de procesos de retroacción activa determinados automática e inconscientemente por la biota”[24], a tal punto que “la contaminación no es, como se afirma seguido, el producto de una vileza moral. Es una consecuencia inevitable del proceso activo de la vida”[25].  El planeta tiene vida y “sabe” cómo mantener los equilibrios necesarios para que haya vida.  Lovelock enuncia la pregunta esencial, quid de nuestro trabajo: ¿Qué es la vida?, y, por consiguiente: ¿Qué es la muerte?  Siguiendo a Sheldrake, sostenemos que la vida es “flujo de energía”[26] y que este flujo de energía es la “fuerza vital” que mueve el universo; con la muerte, la energía concentrada en un ser se libera y se transforma hacia el flujo cósmico.  Las Sagradas Escrituras cristianas y también algunas de otras religiones refieren a un “viento”, “soplo”, “fuerza”, “energía”, “espíritu”, “ruah”, que dinamiza el cosmos, que da vida.  Con la muerte, este soplo de vida regresa a su origen.  Lo mismo sucede con las profundas creencias de los pueblos ancestrales quienes retornaban los cuerpos sin vida a la naturaleza para que la energía que fluía en ellos siga su curso.

En síntesis, la teoría mecanicista elimina el misterio, los espíritus, la espontaneidad de la vida, el alma del universo.  Todo se reduce a máquinas que funcionan según principios bien definidos y preestablecidos.  El vitalismo les devuelve el alma únicamente a los organismos biológicos; las rocas, los minerales, las montañas siguen siendo seres inanimados.  El holismo proclama que toda la naturaleza, sin excepción, está viva.

2. ¿Regreso al/del animismo?

En la obra Ecosofía. Para una espiritualidad de la tierra, R. Panikkar sugiere la urgente necesidad de “recuperar el animismo”[27].  Aunque no se detiene a comentar con amplitud su sugerencia, entendemos que el animismo para él significa la experiencia misma de la vida.  El teólogo catalán cree que formamos parte de un todo y que todos, “también las montañas y las rocas”[28], son vivientes por el simple hecho de ser temporales.  En efecto, la vida es duración del ser, es decir, el tiempo es la vida misma del universo.  Panikkar aboga por la superación del mecanicismo y del racionalismo, porque “en cada una de las cosas se encierra una chispa de libertad y de vida”[29].  Como vemos, su comprensión de la vida es sumamente amplia y, por esto, ligeramente difusa.  La vida está en estrecha relación con el tiempo, de manera que todo lo que está inserto en el tiempo tiene vida.

El racionalismo mecanicista que impera en la actualidad desprecia y rechaza, por ser inferiores, cualquier teoría o intuición que tenga relación con la opinión (doxa) o que esté basada en emociones y sentimientos.  Sólo cuenta lo que es demostrable por el método científico.  El animismo es calificado, por tanto, como un estado, estrato o estadio inferior del ser humano.  En efecto, según S. Freud, la humanidad habría producido tres sistemas de pensamiento o cosmovisiones, a saber, la animista, la religiosa y la científica[30].  La cosmovisión animista ocupa el lugar más bajo de los sistemas de creencias y está relacionada con la mitología.  El animismo no llega a ser una religión, pero contiene en sí mismo las condiciones necesarias para que lo sea.  En otras palabras, el primer estadio religioso es el animismo.  María Cristina Moritz lo dice así: “Los procesos anímicos inconscientes, denominados por Freud procesos primarios, son los residuos de una ‘fase evolutiva’ primitiva en la que predominaban como modo de funcionamiento”[31].

Freud no es el único en pensar que el animismo es una fase primitiva o primordial en el ser humano.  El reconocido antropólogo francés, Philippe Descola, en su obra Par-delà nature et culture (Más allá de la naturaleza y de la cultura), habla, en el capítulo sexto, del “animismo restaurado” (animisme restauré) y hace referencia a las “sociétés animiques”[32] (sociedades anímicas) como si se tratara de grupos humanos primitivos.  En la obra L’animisme parmi nous[33] (El animismo entre nosotros), memoria del coloquio realizado en París sobre el animismo los días 29 y 30 de marzo del 2008, psicólogos y arqueólogos hacen la misma constatación: el animismo – que de una u otra manera sigue presente entre nosotros – es el resultado de antiguos procesos primordiales que emergen del inconsciente.  De igual forma, el reconocido diccionario filosófico de Ferrater Mora coloca como definición del animismo: “creencia de que todo está animado y vivificado, de que los objetos de la Naturaleza son, en su singularidad y en su totalidad, seres animados. Este animismo coexiste en los pueblos primitivos con el antropomorfismo, por el cual la animación de todos los seres es concebida en analogía con la del hombre”[34].  El animismo es, pues, para una inmensa mayoría de pensadores, un estado superado o que debe ser superado.

No es nuestro interés trazar una historia exhaustiva del animismo.  Basten algunas referencias para ubicar nuestra temática.  Para Platón, en el Timeo, el “Alma del Mundo” corresponde a “la organización universal concebida inicialmente por el Demiurgo”[35].  Dios habría dado forma al caos, mediante “determinaciones geométricas y aritméticas que definen los elementos”[36].  El alma del mundo remite a un orden (paso de la indeterminación a la determinación) y éste es dado por un ente externo al mundo.  El Alma es fabricada e introducida, posteriormente, en los cuerpos.  No es, sin embargo, ni un objeto sensible, ni un ser eterno, como la Idea; sufre, ella también, el devenir.  Aristóteles, grosso modo, plantea la existencia de un dios (primer motor) que preexiste al mundo y que tiene la función de gobernar y de controlar el movimiento del mundo.  Este primer motor es el Alma del mundo.  Sin embargo, como lo demuestra J. Morceau, el universo no procede de un Demiurgo o de un obrero trascendente; el universo es un ser natural, un viviente; en él mismo reside el principio de su acción.  Todo sucede dentro y no fuera.[37]  Constatemos que esta última idea coincide plenamente con la propuesta de J. Lovelock, aplicada, esta vez, al planeta Tierra únicamente: la realidad es una sola; el planeta es un ser vivo capaz de mantener el equilibrio necesario para la vida.

A decir verdad, la mayoría de las culturas antiguas admitía los postulados tradicionales de un mundo natural vivo como algo obvio e incuestionable.  El mundo contemporáneo ha sido desacralizado.  R. Sheldrake estima que “los grandes filósofos creían que el mundo natural vivía, como consecuencia de su movimiento incesante y, al ser estos movimientos regulares y ordenados, afirmaban que la naturaleza estaba no solamente viva, sino que era también inteligente: un animal inmenso dotado de un alma y de un espíritu racional propios”[38].  Sin embargo, el comportamiento de nuestros coetáneos evidencia que nuestras relaciones con la naturaleza tienen como principio fundamental que está viva, contrario a lo que manifiesta la aproximación científica mecanicista de los tecnócratas y economistas.  Es, de hecho, una relación ambigua.  Los bosques densos y llenos de vida suscitan temor, miedo, inseguridad.  Ante estos sentimientos, concebirlos como materia inanimada y mecánica es, en alguna medida, reconfortante, al producir un sentimiento de dominación.  “La Madre Naturaleza es menos inquietante una vez que la podemos reducirla a una superstición”[39], afirma Sheldrake.  Para las sociedades agrícolas del Cercano Oriente, también en India y en las culturas amerindias, la Madre era la fuente de todo; los mitos cosmogónicos muestran que la Madre Tierra fue la primera que emergió del caos y dio a luz, enseguida, a la vida en toda su diversidad.

El judeocristianismo tiene raíces profundamente animistas.  Las fiestas sagradas tienen fundamentos agrarios basados en los ciclos de la naturaleza.  Así, “Las tres fiestas principales de Israel (Pascual, Pentecostés y Tiendas) tienen […] un origen agrícola […] ligado a las principales cosechas de las tres estaciones productivas del año”[40].  Existían lugares sagrados que dejaron de serlo cuando los judeocristianos temieron que se les divinizara.  En la Palestina antigua, se levantaron algunos monumentos megalíticos o simplemente piedras representando las puertas que daban acceso a otras regiones del mundo.  Los judíos veneraban, por ejemplo, en Bethel, una piedra sagrada en donde Jacob, en sueños, vio una escalera que tocaba el cielo y de la que subían y bajaban ángeles.  Ese sitio se convirtió en un lugar de culto y sacrificios.  Conforme maduraba la idea de un Dios único, fue surgiendo también la idea de un único lugar de veneración: el templo.  Cualquier otro lugar de culto se convirtió en una amenaza.  Los profetas del exilio y del post-exilio lucharán contra la permanente tentación de adoptar y servir a otros dioses.  Esta podría ser, como afirma Sheldrake, una primera etapa de la desacralización progresiva de las antiguas prácticas animistas.

En Europa y también en América, las religiones que precedieron al cristianismo eran “politeístas”.  Todas seguían los ritmos de la naturaleza y reconocían el carácter sagrado de numerosos lugares (árboles, pozos, bosques, rocas, montañas, entre otros).  Con la llegada del cristianismo, sucedieron dos cosas, como se había verificado igualmente en el antiguo Israel.  Los líderes religiosos intentaron, en primer lugar, por todos los medios, eliminar y/o ocultar estos lugares sagrados.  Sobre las ruinas de las pirámides y otros edificios significativos, se construyeron catedrales e iglesias dedicadas, generalmente, a un santo o a alguna advocación mariana.  Sin embargo, en segundo lugar, el pueblo siguió celebrando a sus divinidades o incorporaron elementos de sus creencias al cristianismo que, en muchos casos, les había sido impuesto.

La Reforma protestante va a instaurar una suerte de cristianismo depurado, al rechazar la corrupción y los abusos de la Iglesia católica romana. Las observancias rituales, las fiestas agrícolas estacionales, la devoción a la virgen María, el culto a los ángeles y a los santos, todos estos aspectos se convirtieron en supersticiones paganas que había que eliminar.  Además, “los protestantes, que compartían el respeto de los humanistas modernos por la erudición y la fidelidad a las fuentes originales, utilizaban la Biblia como única obra de referencia y rechazaban parte de las doctrinas y tradiciones ulteriores de la Iglesia”[41].  Ya sabemos que se destruían las imágenes de la Virgen y de los ángeles y se reducían a fragmentos vitrales, santuarios, tumbas de los santos, conventos y monasterios.  Para Sheldrake, este proceder la Reforma puso las bases para la revolución científica mecanicista que tuvo lugar el siglo siguiente.  Será el humanismo laico el que llevará la Reforma a sus consecuencias más extremas.  El ser humano deviene “la fuente de toda divinidad, el amo de una naturaleza desacralizada, el único creador racional y consciente en un mundo inanimado”[42].  No creemos equivocarnos al decir que el humanismo se convirtió en una nueva religión.  Lo que sigue es bien conocido: revolución industrial, desarrollo posterior de la tecnología que conlleva a la utilización indiscriminada de los recursos naturales en detrimento del conjunto de los seres vivos.  En una frase, es el paso de un mundo orgánico a un mundo mecánico.

El cansancio agudo al que somete el ritmo desenfrenado de la sociedad contemporánea obliga a buscarse momentos y lugares para “recargarse”, sin hablar ni siquiera de cuestionar lo que se hace, de manera mecánica y rutinaria.  Y para conseguir esta “recarga”, necesaria y muchas veces urgente, se busca el contacto cercano y pleno con la “naturaleza” (playa, mar, montañas), lejos, en todo caso, del ruido estridente y ensordecedor de la ciudad y sus máquinas.  Todo parece indicar que entre más grande es el sentimiento de separación de la naturaleza, más fuerte es la necesidad de volver a ella.  Sheldrake se cuestiona: “si el cosmos se parece más a un organismo en desarrollo que a una máquina funcionando gracias al impulso inicial que le fue dado; si los organismos ellos mismos son más organismos que máquinas; si la naturaleza, en fin, es orgánica, espontánea, creativa, ¿por qué seguir creyendo que todo es mecánico e inanimado? […] Ya no es posible relegar por más tiempo al olvido los modos de pensar míticos, animistas y religiosos”[43].

R. Panikkar sugiere, decíamos, “recuperar el animismo”.  Esto implica una nueva cosmovisión, una manera diferente de ser y de estar en esta Casa Común y de referirse al otro que no es humano.  En la física animista, las almas presentes en todos los seres cumplían al papel fundamental de organizar y desarrollar el comportamiento.  ¿Cómo comprender este “algo” llamado alma?  François Cheng, de la Academia Francesa, formula una definición clara y precisa.  Citamos el texto in extenso:

Al final, permanece el alma. En cada ser, el cuerpo puede conocer el deterioro y el espíritu la deficiencia. Queda esta unidad irreducible, palpitando desde siempre, que es la marca de su unicidad.  A menos que sea completamente sumergida, aniquilada por su propia parte de pulsiones destructoras, el alma está unida a la corriente de vida en devenir – la Vía –, porque ella depende del Aliento original que es el principio mismo de vida […]

Al final, permanece el alma. […] en la indispensable triada cuerpo-espíritu-alma, reconozco plenamente el rol de base del cuerpo y el rol central del espíritu.  Sin embargo, desde el punto de vista del destino de un individuo, una vez más, es el alma la que predomina; la parte más personal y, por tanto, la más preciosa, el estado supremo de su ser en cierto modo.  Es a partir de este estado que cada ser está en condiciones de entrar en comunión con el alma del universo.

Tierra fértil de los deseos y de la memoria, el alma es a mi parecer una mezcla de evidencia y de misterio, de una sorprendente simplicidad, aunque al mismo tiempo también de una complejidad espantosa […]

Existe el Gran Todo y también cada alma minúscula. […] Todo el cielo estrellado, toda la madre tierra, todo el esplendor del alba y de la tarde, toda la gloria de la primavera y del otoño, todo el Aliento que anima el universo transportado por el vuelo de los pájaros migratorios, todos los cantos humanos que se elevan del valle de lágrimas, todo esto constituye un aquí y ahora en donde la eternidad se encoge. Este aquí y ahora no puede brillar, irradiar, hacer florecer y dar fruto, suscitar eco y resonancia y, así, tener sentido, si no es vivido por un alma […][44]

El ser humano es cuerpo, es espíritu y es alma; los dos primeros se acaban con la desaparición del individuo, el alma permanece, se reúne con el Gran Todo.  El alma no se acaba, es, siguiendo la intuición de R. Panikkar, la dimensión de infinitud presente en todos los seres.  El alma permite entrar en contacto con todo el universo; el cuerpo y el espíritu reducen la experiencia a las limitadas fronteras de nuestro entorno físico, emocional e intelectual.  Sin alma, la eternidad presente en el aquí y ahora se desvanece.

En este contexto, ¿Por qué hablamos de recuperar el animismo?  La sociedad en la que vivimos no se interesa en el espíritu, mucho menos aún en el alma.  Quiere cuerpos adormecidos y amaestrados que produzcan para consumir y que, consumiendo, obliguen a seguir produciendo, para generar un capital que quedará, luego, en manos de unos pocos.  Todo esto en un círculo sin fin que, de paso, obliga a buscar recursos que, hasta hace poco, se creían ilimitados.  Recursos, por cierto, sin vida y cuya única razón de existir es el ser humano, afirman los mecanicistas y los tecnólogos de la ciencia.  Recuperar el animismo no significa ver dioses en todas partes; significa ser capaces de percibir la Vida presente en cuanto nos rodea.  Significa reconocer la importancia del territorio, de la Tierra que nos cobija y en la que hundimos nuestras raíces.  “Es necesario y urgente redefinir una espiritualidad para nuestro tiempo”[45], asevera D. Bourg.  Esta espiritualidad deberá ser animista, en el sentido que hemos definido; será, entonces, una espiritualidad de la tierra[46].  Así como el consumismo es la espiritualidad correspondiente a la religión del crecimiento sin fin; así, el animismo será la espiritualidad de la vida.  Este animismo implica simplicidad[47], armonía, orden, respeto, sentido y primacía de la comunidad.  Navega contracorriente en una sociedad en donde impera el individualismo exacerbado, la competencia y el crecimiento personal ilimitado, en detrimento de todo y de todos/as.

La espiritualidad animista debe deconstruir los paradigmas universalistas, con el fin de recuperar el sentido y la importancia de lo particular.  La espiritualidad animista cree en la transformación constante, contra el fijismo de algunas tendencias religiosas, filosóficas y científicas.  Rechaza una teología de la creación en la que el Creador hizo todas las cosas, las puso en marcha y luego se retiró a su morada celestial.  Rechaza la idea de un Creador[48] inmutable, todopoderoso, omnisciente y eterno con forma, rasgos y capacidades humanas.  Desaprueba, igualmente, la noción teológica de leyes naturales eternas que refuerza la ciencia mecanicista.  El mundo natural es indeterminado, espontáneo y creativo.  Cree en un “algo” misterioso e indescriptible, que evoluciona con el universo, sufre y goza con él.  Es una Energía creadora de diversidad de la que participa la creatividad humana, es una Fuerza vital; es un Campo Mórfico[49] que genera otros campos mórficos. El indeterminismo y el caos de la realidad deviene determinismo y orden gracias a la acción de las “almas” presentes en cuanto existe.  Indeterminismo y determinismo, caos y orden, vida y muerte, no son más que momentos de una realidad compleja que sólo puede mostrar rasgos concretos y fugaces.

No es difícil volver a creer y potenciar el alma humana, sin embargo ¿qué pensar de los seres no humanos?

3. Humanos y no humanos: de las virtudes

Para poder saber si los entes no humanos tienen alma, sería necesario conocer cuáles son las funciones del alma en el ser humano y, por comparación, extrapolarlas a los no humanos.  Esa tarea no puede ser realizada en el contexto de un artículo como éste y, en todo caso, no estamos seguros de que ese esfuerzo valga la pena.  De hecho, esa discusión trae a la memoria las largas disputas, en tiempos de la colonia, para saber si los indígenas tenían o no un alma como la de los europeos “civilizados”.

Según Tomás Calvo Martínez, “Aristóteles establece y afirma repetidas veces que el alma es esencia (tò tí ên eînai), forma específica (eîdos) y entidad (ousía) del viviente”[50].  Esto significa que Aristóteles identifica el alma con la vida.  Así, hay cuerpos naturales con y sin vida.  Los que tienen vida, tienen también un alma y es ésta la que asegura la armonía y el equilibrio entre las distintas funciones del organismo, sin que deba ser reducida al conjunto de funciones vitales.  Santo Tomás de Aquino afirmará, siguiendo la tradición aristotélica, que el alma es “la forma de la que resulta la unidad del cuerpo viviente”[51] y es el ser mismo del alma el que se comunica a la materia corporal.  El alma asegura, entonces, la unidad del individuo y garantiza el ejercicio de operaciones de orden psíquico, tales como las creencias, los pensamientos, los sentimientos y las razones.  Alma y cuerpo van de la mano, son inseparables.  Estas ideas las encontramos en la reflexión de F. Cheng que citamos anteriormente.

Teniendo en cuenta lo anterior, también podríamos preguntarnos si hay o no, en los no humanos, creencias, pensamientos, sentimientos y razones.  La respuesta a esta interrogante no es sencilla.  Es claro, sin embargo, que lo que diferencia a los humanos de los no humanos es la forma, es decir, la discontinuidad de los cuerpos, como lo reconoce Descola[52].  Por otro lado, no podemos negar que en todos los entes existentes hay rasgos o disposiciones internas que se comparten, como, por ejemplo, la vulnerabilidad y la dependencia.  Esto es de una evidencia innegable en los animales, quizás menos en los vegetales y otros seres mal llamados, hasta ahora, inertes[53].  No sería, sin embargo, difícil demostrar la vulnerabilidad de una planta y su dependencia del medio en el que se encuentra.

A. McIntyre, en su obra Animales racionales y dependientes. Por qué los humanos necesitamos las virtudes[54], demuestra, apoyándose en estudios científicos realizados recientemente, de qué manera están presentes en los animales las creencias, los pensamientos, los sentimientos y las razones en los animales, en radical oposición a aquéllos que aseveran que la ausencia de lenguaje es una evidencia suficiente para afirmar que no hay en ellos inteligencia: “el hecho de que especies de animales inteligentes no humanos, como los delfines, carezcan de los recursos lingüísticos para articular y manifestar sus razones no es impedimento para que se atribuyan razones a su acción”[55], porque los delfines poseen conceptos y saben cómo utilizarlos.  La discontinuidad corporal ha conducido al ser humano a negar tajantemente la capacidad de razonar en los animales no humanos.  Basta con recordar la frase bastante conocida de Heidegger: “El ser humano ‘forma el mundo’ (weltbildend), la piedra es por completo ‘sin mundo’ (weltlos) y el animal es ‘pobre en mundo’ (weltarm)”[56].  Eso quiere decir que el animal es puro comportamiento, incapaz, por tanto, de reflexionar o aprehender.  El animal permanece, entonces, cautivo de su entorno.  McIntyre opone a estas afirmaciones las capacidades pre-lingüísticas[57] de los animales.  Hay en ellos, además, una búsqueda evidente del bien, es decir, razones para actuar de tal manera que se dan cuenta de que actuando de esa manera se obtendrá un bien concreto.  Esto es, evidentemente, actuar por una razón.  En el caso de los delfines, comparados con los humanos, nos recuerda McIntyre, “Para su florecimiento, los seres humanos necesitan las relaciones sociales, igual que los delfines […]”[58]. Humanos y delfines precisan de ciertas capacidades para desarrollarse.  R. Larrère se inscribe en esta misma línea: “Las diferentes formas de conciencia en los humanos suponen capacidades cognitivas distintas que encontramos en ciertos animales; tenemos derecho de pensar que éstos experimentan experiencias conscientes equivalentes a las nuestras, sin ser necesariamente idénticas”[59].

No interesa aquí afirmar la existencia o ausencia de procesos idénticos a los de los humanos en los animales no humanos, como si la discontinuidad de los cuerpos ocultara una continuidad de otro tipo.  Pretender demostrar que los animales merecen respeto, porque tienen un alma idéntica o equivalente a la humana es, a todas luces, contraproducente.  Sí interesa, por el contrario, sostener la existencia de un alma que los mantiene en vida y que esta alma es una dimensión más de los organismos complejos, cuyos misterios escapan aún a la ciencia humana.  Recordar la dimensión material que compartimos humanos y no humanos sí parece ser fundamental.  El ser humano no es una máquina, pero tampoco un ser espiritual sin cuerpo.  Los seres no humanos no son tampoco únicamente máquinas desprovistas de espíritu y de alma.  Todos los seres existentes, en medidas diferentes, poseen cuerpo, alma y espíritu.  En todos hay procesos conscientes, según el grado de evolución en el que se encuentran[60].

Como quiera que sea, humanos y no humanos necesitan ciertas habilidades para lograr integrarse de manera armoniosa en el medio en el que viven y se desarrollan.  La ausencia de estas habilidades significará una ruptura y una discapacidad para interactuar en el orden natural de las cosas.  Además, estas habilidades cambiarán en función del contexto y del tiempo; no son, por tanto, universales ni universalizables.  Serán siempre locales y localizables.  A estas habilidades se les ha dado el nombre de “virtudes” en el contexto humano.  Se transmiten de maestro a discípulo, es decir, se aprenden y se desarrollan, aunque algunas personas tengan mayor predisposición que otras.  McIntyre[61] ha mostrado de qué manera estas “virtudes” también están presentes en algunos animales (los delfines, por ejemplo) y cómo el grupo se encarga de transmitirlas a los más jóvenes, mediante rituales de iniciación bien definidos.

Este tema nos parece primordial en el contexto de crisis medioambiental en el que nos encontramos.  En efecto, las generaciones más jóvenes necesitan desarrollar ciertas habilidades, virtudes o valores que les permitan vivir correctamente en el tiempo y en el espacio en que se encuentran, sin olvidar las generaciones por venir.  Durante siglos el planeta ha sido sometido a la acción destructora del ser humano, incapaz, por diversas razones, de pensar en los que vienen después.  Sin embargo, estas nuevas generaciones no conocieron lo que tuvieron las anteriores y podrían, entonces, pensar que esto siempre ha sido así.  Es importante que haya transmisores, maestros, líderes, que sepan inculcar las virtudes correctas, para no solamente sobrevivir, sino, sobre todo, para vivir bien.

En este contexto, la vulnerabilidad y la dependencia son virtudes imprescindibles de la era ecológica.  Reconocerse vulnerable y dependiente implica aceptar ser miembro de una familia a la que se dan y de la que se reciben cuidados (care) básicos y elementales para crecer armoniosamente.  De esta vulnerabilidad y dependencia participan todos los seres existentes.  El individuo aislado es una creación de la sociedad contemporánea.  Los maestros, líderes o transmisores de valores, virtudes o habilidades deben insistir sin tregua en este aspecto.  Los medios informativos y publicitarios se han encargado, por siglos, de formar y transformar al ser humano.  El mismo trabajo ha de ser realizado desde “la acera de enfrente”.  Para cumplir con esta tarea es necesario haber adquirido una conciencia clara y advertida; se hace, entonces, imperiosa e indispensable una “ecología de la atención” o, mejor aún, una “ecosofía de la atención”, es decir, una sabiduría que nos ayude a reorientar nuestra atención, hasta ahora centrada en individuos que satisfacen no solamente sus necesidades básicas sino, sobre todo, sus impulsos y antojos desordenados, nimios y superficiales.  La atención constituye “el mediador esencial encargado de asegurar mi relación con el medio ambiente que alimenta mi sobrevivencia: un ser no puede persistir en la existencia, sino en la medida en la que logra ‘poner atención’ (to attend, beachten) a aquello de lo que depende la reproducción de su forma de vida.  Debe procurar aquello que le permite vivir, debe preocuparse por cuidarlo (care)”[62].  Mantenerse atento, despierto, vigilante es, sin duda alguna, fundamental para, por un lado, no caer en las garras de quienes quieren mantenernos en el mismo sendero de destrucción y de muerte y, por otro lado, poder vivir bien al lado de los demás y no vivir mejor que los demás.

Conclusión: un nuevo rostro de Dios

La nueva espiritualidad que formulamos exige repensar la idea que nos ha sido transmitida de la divinidad.  Como dice Sheldrake, “si el cosmos en su conjunto es un organismo en desarrollo y no una máquina eterna, el Dios del mundo-máquina ha sido pura y simplemente superado”[63].  El Dios, señor del mundo-máquina, habría concebido leyes que rigen toda la realidad y que existirían en su espíritu matemático.  R. Sheldrake lo dice así: “Dios podría seguir siendo una respuesta, pero debería tratarse de un Dios evolucionista que concibe y hace respetar nuevas leyes en función del crecimiento del universo”[64].  Dios ya no ha de ser sinónimo de “Ser”, absoluto, todopoderoso, omnisciente y omnipresente.  Será la Energía que fluye, que crea y recrea; presente en todos los seres.  Será sinónimo de Vida, de Diversidad, de Armonía, de Orden.

La espiritualidad de la era ecosófica es animista por cuanto reconoce el Anima, la Vida, presente en todos los seres, humanos y no humanos.  Hay Vida en la montaña, en las rocas, en los ríos, en el agua, en el polvo, en el aire, en las flores, en las abejas, en los árboles.

¡El planeta Tierra está vivo, no existen seres inanimados!

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Juan Carlos Valverde Campos, Master en Teología Bíblica por el Instituto Católico de París, Francia. Doctor en Filosofía de la Religión por la Universidad de Estrasburgo, Francia. Docente e investigador de la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión de la Universidad Nacional de Costa Rica. Miembro del Foro Interreligioso de Costa Rica.

Correo electrónico: juancavalcam@hotmail.com

Recibido: 12 de febrero de 2019

Aprobado: 2 de mayo de 2019

 

 

 



[1] R. Sheldrake, L’âme de la nature. París : Albin Michel, 2001, p. 73.

[2] Ibid., p. 112.

[3] A. Naess, Ecologie, communauté et style de vie. París: Ediciones Dehors, 2008, p. 51.

[4] J. Diamond, Colapso: Porqué las sociedades eligen fracasar o triunfar. Barcelona: Debate, 2006 (original en inglés:  Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed. Nueva York: Viking Books, 2005). Aquí utilizamos la version francesa.

[5] S. Bohler, Le bug humain. Pourquoi notre cerveau nous pousse à détruire la planète et comment l’en empêcher. París: Robert Lafont, 2019.

[6] J. Diamond, Effondrement. Comment les sociétés décident de leur disparition ou de leur survie. París: Gallimard, 2006, p. 661.

[7] Ibid., p. 651.

[8] Ibid., p. 672.

[9] R. Panikkar, La intuición cosmoteándrica. Las tres dimensiones de la realidad. Madrid: Trotta, 1999.

[10] Conservamos aquí los términos que utiliza el autor (Dios, Hombre y Mundo).

[11] Deberíamos definir con precisión este vocablo.  Dominique Bourg, filósofo y teólogo francés, asigna dos funciones a la espiritualidad.  La primera función de la espiritualidad es el modo particular de relaciones que una sociedad establece con lo que aprehende como un afuera, con aquello que le permite desarrollarse.  La segunda función tiene que ver con lo que conduce a las sociedades a sugerir modelos de realización de sí mismo a los individuos.  No está por demás agregar que la espiritualidad precede a las religiones.  Nosotros comprenderemos en este artículo la espiritualidad como todo aquello que da al ser humano una razón, un impulso, para alcanzar su realización plena y lo mueve, por tanto, a actuar de una manera específica.  En este sentido, nos acercamos de la segunda función definida por D. Bourg.  Cf. D. Bourg, Une nouvelle Terre. París: Desclée de Brouwer, 2018, p. 15-16.

[12] También conocida como orgánica o sistémica.

[13] R. Sheldrake, op. cit., p. 32.

[14] Ibid., p. 66.

[15] H. Bergson, L’évolution créatrice. Ediciones Rombaldi. París: 1927, p. 122.

[16] A este respecto Sheldrake señala: “Ignoro cuántos biólogos contemporáneos conservan, como T. H. Huxley, el sentido de la poesía de la naturaleza, descubierto en los años de juventud – existen ciertamente algunos. ¿Y cuántos, como Darwin, lo perdieron? ¿Cuántos tienen el sentimiento que su espíritu es mecánico? ¿cuántos no disfrutan la naturaleza?  No existen estadísticas.  Sin embargo, no puedo impedirme sospechar que la experiencia poética o mística de la vida de la naturaleza es aún una fuente de inspiración para muchos especialistas de las ciencias de la vida, aunque lo hayan casi olvidado”; R. Sheldrake, op. cit., p. 85.

[17] El texto puede ser consultado en http://w2.vatican.va/content/pius-x/es/encyclicals/documents/hf_p-x_enc_19070908_pascendi-dominici-gregis.html; accesado el 07/03/2019.

[18] H. Jonas, El principio de responsabilidad: ensayo de una ética para la civilización tecnológica. Madrid: Editorial Herder, 1995.

[19] Entre muchos otros, véase, P. Teilhard de Chardin, El corazón de la materia. Bilbao: Sal Terrae, 2002.

[20] J. Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo. Madrid: Espasa, 2003.

[21] R. Sheldrake, op. cit., p. 116.

[22] Véase, sobre este tema, el interesante fascículo publicado por Francisco Gutiérrez Pérez y Cruz Prado Rojas, Ecopedagogía y ciudadanía planetaria. México: De La Salle ediciones, 2015, p. 23 y siguientes.

[23] J. Lovelock, Les âges de Gaïa. París: Ediciones Robert Laffont, 1990, p. 37.

[24] Ibid., p. 41.

[25] J. Lovelock, La terre est un être vivant. L’hypothèse Gaïa.  París: Flammarion, 1993, p. 48.

[26] R. Sheldrake, op. cit., p. 112-114.

[27] R. Panikkar, Ecosofía. Para una espiritualidad de la tierra. Madrid: San Pablo, 1994, p. 149.

[28] Ibid., p. 149.

[29] Ibid., p. 150.

[30] S. Freud, Obras completas. Totem y tabú y otras obras (1913-1914). Volumen XIII. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1991, p. 81.

[31] M. C. Moritz, “Algunas ideas de Freud acerca de la religión”, Revista Pilquem, 2012, año 14, n° 8, p. 5; disponible en file:///C:/Users/JCVC/Downloads/Dialnet-AlgunasIdeasDeFreudAcercaDeLaReligion-4059035.pdf, accesado el 14/03/2019.

[32] Ph. Descola, Par-delà nature et culture. París: Gallimard, 2005, p. 243.

[33] AAVV., L’animisme parmi nous. París: Puf, 2009.

[34] J. Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía. Tomo I. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1964, p. 105. El subrayado es nuestro.

[35] J. Moreau, L’âme du monde de Platon aux Stoïciens. París: Les Belles Lettres, 1939, p. 43.

[36] Idem.

[37] Véase J. Moreau, idem., p. 127.

[38] R. Sheldrake, op. cit., p. 57.

[39] Ibid., p. 19.

[40] C. Di Sante, La prière d’Israël.  París: Desclée/Bellarnin, 1986, p. 196.

[41] R. Sheldrake, op. cit., p. 39.

[42] Ibid., p. 45.

[43] Ibid., p. 90.

[44] F. Cheng, De l’âme. Sept lettres à une amie. París: Albin Michel, 2019, p. 149-152.

[45] D. Bourg, Une nouvelle terre, op. cit., p. 48.

[46] En el sentido de la “ética de la tierra” de A. Leopold. Ver A. Leopold, Almanach d’un comté des sables. París: Flammarion, 2000, p. 255-284.

[47] Defendemos la urgencia de adoptar una simplicidad voluntaria; ver, entre otros, S. Latouche, Vers une société d’abondance frugale. París: Mille-et-une-nuits, 2011; P. Ariès, La simplicité volontaire contre le mythe de l’abondance.  París : La Découverte, 2011 ; S. Mongeau, La simplicité volontaire, plus que jamais…Montréal : Ecosociété, 1998.

[48] R. Panikkar rechazaba la idea de Creador por considerarla una especie de degradación ontológica. En relación con el origen del cosmos, explica que no se trata de depositar en un Dios todos los enigmas del ser humano.  El comienzo es un problema mal planteado, porque incluso los términos “comienzo” y “principio” remiten a la temporalidad.  Para Panikkar, el relato del Génesis no es un texto de creación; se trata de interpretaciones literales y racionales.  El comienzo del cosmos no tiene nada qué ver con un “tiempo cero”.  Este comienzo señala el fundamento, la base, la materia prima.  La creación no es algo del pasado, sino del presente.  El “fiat” de Dios no es una acción temporal, es la acción tempiterna de Dios.  “Dios no se encuentra solamente en el inicio y al final del mundo; crea siempre y todos los días en la medida en la que el universo es, subsiste y se desarrolla”.  Cf. R. Panikkar, La puerta estrecha del conocimiento. Barcelona: Herder, 2009, p. 117 y siguientes.

[49] Cf. R. Sheldrake, L’âme de la nature, op. cit., p. 124 y siguientes.  En español se puede consultar, de este autor, Una nueva ciencia de la vida. La hipótesis de la causación formativa. Barcelona: Kairós, 2011, p. 62 y siguientes.

[50] T. Calvo Martínez, “Introducción”, en: Aristóteles, Acerca del alma. Barcelona: Gredos, [sf], p. 14.

[51] J. Moreau, « L’homme et son âme, selon saint Thomas d’Aquin », en : Revue Philosophique de Louvain, 1976, n° 21, p. 8.

[52] Cf. Ph. Descola, Par-delà nature et culture, op. cit., p. 230 y siguientes.

[53] El vocablo “inerte” proviene del latín iners-inertis que quiere decir “incapaz”, “sin talento”, “inactivo”; está formado del prefijo privativo in- (sin) y del término “ars-artis” (arte), es decir, “sin arte”.  Así, sería falto decir que una roca es un elemento de la naturaleza que permanece inactivo.  Ningún ente existente es inactivo o indiferente al medio que le rodea.  Cf. Iter Sopena, Diccionario Latino-Eapañol. Barcelona: Ed. Ramón Sopena, 1987, p. 256.

[54] A. McIntyre, Animales racionales y dependientes. Porqué los seres humanos necesitamos las virtudes. Barcelona/Buenos Aires/México: Paidós, 2016.

[55] Ibid., p. 39.

[56] M. Heidegger, Grundbegriffe der Metaphysik: Welt-Endlichkeit-Einsamkeit. Frankfurt am Main: Klostermann, 1992. Citado por A. McIntyre, Animales racionales y dependientes. Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes, op. cit., p. 61.  Sobre este tema, el lector interesado puede consultar con provecho el artículo de H. Neira y D. Aurenque, “¿Pobres y ricos de mundo? Repensando la noción heideggeriana de la animalidad”, en: Revista Filosófica, enero-junio 2014, vol. 26, n. 38, p. 315-342.

[57] A. McIntyre, Animales racionales y dependientes. Porqué los seres humanos necesitamos las virtudes, op. cit., p. 70.

[58] Ibid., p. 85-86.

[59] P. Le Neindre, M. Dunier, R. Larrère y P. Prunet (coord.), La conscience des animaux.  Versailles: Ediciones Quæ, 2018, p. 19.

[60] “Marcha radial de las energías internas” es la expresión que utiliza P. Teilhard de Chardin para significar el proceso ascendiente de consciencia de cuanto existe que conduce hasta el ser humano. Cf. P. Teilhard de Chardin, Le phénomène humain. París: Seuil, 1955, p. 143-148.

[61] Véase, entre otros, en capítulo tercero de A. McIntyre, Animales racionales y dependientes. Porqué los seres humanos necesitamos las virtudes, op. cit., p. 35 y siguientes.

[62] Y. Citton, Pour une écologie de l’attention. París : Seuil, 2014, p. 45.

[63] R. Sheldrake, L’âme de la nature, op. cit., p. 202.

[64] Ibid., p. 145.