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Vida y Pensamiento Revista Teológica de la
Universidad Bíblica Latinoamericana Volumen 45, Número 1,
Julio-Noviembre, Año 2025 Religión y democracia: Propuestas teológicas
para enfrentar las agendas regresivas |
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¿Agenda
regresiva o agenda agresiva?: La
propuesta neoliberal y la fe en Jesús Néstor
O. Míguez Investigador
independiente, Buenos Aires, Argentina pp. 45-80 |
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Resumen: La modernidad
impuso la idea de un progreso histórico basado en el avance del conocimiento
y una ética humanista, que tuvo distintas vertientes. Hoy esa idea entra en
crisis a partir de los modos del llamado neoliberalismo y sus consecuencias.
Entre ellas, un crecimiento del conflicto y la agresividad, la desigualdad
social y la concentración del poder, a la vez que una destrucción paulatina
del ambiente vital para muchas especies y la humanidad misma. El artículo
describe parcialmente algunas de estas consecuencias, la ideología que la
sustenta, las maneras de esta lucha por imponer su sistema, y se pregunta
cómo afecta la fe cristiana, y cómo considerar el testimonio cristiano en
esta situación. Palabras claves: Modernidad,
neoliberalismo, agresividad, teología latinoamericana, dinero. Abstract: Modernity
imposed the idea of historical progress based on the advancement of knowledge
and a humanist ethic, which had different aspects. Today this idea is in
crisis due to the ways of the so-called
neoliberalism and its consequences. Among them, a growth of conflict and
aggressiveness, social inequality and concentration of power, as well as a
gradual destruction of the vital environment for many species and humanity
itself. The article partially describes some of these consequences, the
ideology that sustains it, the ways in which it struggles to impose its
system, and asks how it affects the Christian faith, and how to consider
Christian witness in this situation. Keywords: Modernity,
neoliberalism, aggressiveness, Latin American theology, money. |
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Néstor O. Míguez ¿Agenda regresiva o agenda agresiva? La propuesta neoliberal y la fe en Jesús La
paradoja de avanzar hacia atrás Hace
algunos años el cantante Michael Jackson inventó un paso de baile, llamado “moon walk”, donde realizaba los
movimientos de una marcha hacia adelante cuando en realidad estaba caminando
hacia atrás. De esa manera parecía avanzar cuando en realidad retrocedía. Sin
saberlo y sin quererlo el artista “pop” construyó una metáfora de lo que está
sucediendo en el sistema-mundo que estamos viviendo. No alcanza el tiempo
cotidiano para conocer y admirar los avances científicos asombrosos, los
progresos de la física cuántica, la exploración de la astronomía, o las
implementaciones técnicas que han desembocado en la llamada “inteligencia
artificial”, entre muchos otros logros. Eso se refleja en la cantidad de
dispositivos tecnológicos que hoy consume la población desde la infancia, las
redes comunicacionales, las implementaciones robóticas en los campos de la
producción de bienes y servicios, y nuevos descubrimientos en la medicina,
por nombrar sólo los más evidentes. Sin
duda, la investigación científica y sus aplicaciones tecnológicas han tenido
una aceleración extraordinaria, especialmente desde finales del siglo XIX. Se
crean nuevos materiales, y se nos habla de una pluralidad de dimensiones y
multiversos, de materia y antimateria, de la superación de la velocidad de la
luz, de partículas entrelazadas que reaccionan simultáneamente a distancia,
de la indeterminación de las partículas, entre otras muchas cuestiones. Se
generan organismos de laboratorio para elaborar nuevos medicamentos y
vacunas, y se avanza en investigaciones sobre clonación, ADN, y vaya uno a
saber en qué más. Quienes somos legos en materias como la física cuántica o
la microbiología no terminamos de sorprendernos con un descubrimiento cuando
ya surgen otros y los paradigmas científicos mutan permanentemente. El
macrocosmos y el microcosmos nos presentan nuevos enigmas a cada paso. ¿Se
traduce eso en una sociedad más abierta, más justa e igualitaria? Todas las
evidencias parecen indicar lo contrario. Se amplia cada vez más la brecha
entre países ricos y pobres, “desarrollados” y empobrecidos. Lo mismo ocurre
al interior de todas estas sociedades, en uno u otro extremo de la escala.
Hambre y enfermedades evitables, violencia y persecuciones, prejuicios, odios
y guerras siguen marcando el destino de millones de seres humanos. Entre
tanto crece un consumo suntuario ostentoso y hasta ofensivo en un sector muy
reducido de la población mundial, alentado por las promociones de estrellas
deportivas o de los espectáculos. Para no decir lo irracional que parece
cuando lo llevamos a nivel global, donde las grandes fortunas de los
supermillonarios alcanzan niveles absurdos. La concentración de la riqueza es
la más alta en la historia de la humanidad, y la distribución de los bienes
indispensables para la vida humana es también claramente inequitativa, en
tanto la especulación financiera parece ser la actividad más “productiva”.[1] Ambas
dimensiones están, sin embargo, entrelazadas. Gran parte de estas fortunas,
de hecho, las mayores, se han logrado mediante un aprovechamiento sesgado de
estos avances tecnológicos. Cuando se mira a quienes son hoy los hombres
(todos varones, blancos, occidentales) más ricos del planeta, resaltan
justamente las fortunas conseguidas a través de tres mecanismos: las patentes
por los avances en la tecnología de internet (sistemas y plataformas), las
marcas de los productos suntuarios y la especulación financiera (ver los
informes periódicos de Forbes sobre las diez mayores fortunas,
disponibles en internet). También han crecido enormemente las farmacéuticas.
Un poco más atrás quedaron las grandes fortunas petroleras (aunque siguen
siendo significativas) y las industriales (con cada vez menor peso). ¿Cómo
puede ser que quienes tienen el mayor capital material no sean a la vez
quienes posean los mayores capitales en valor monetario? Es que ha habido un
cambio significativo del sistema económico a partir de algunos hechos
reveladores. Uno de ellos es la separación del sistema financiero del sistema
productivo y las nuevas formas de emisión de moneda. En los comienzos de la
década de 1970 se quebraron los “acuerdos de Breton Woods” cuando
unilateralmente el gobierno de EE.UU. dejó de respaldar el dólar con valor
oro. Sin embargo, supuestamente siguen vigentes, dejando al dólar como moneda
de cambio internacional. Ya antes, pero especialmente desde entonces, la
posibilidad de emitir valores basados en la abstracción se volvió
incontrolable. Lo han hecho mediante los créditos y bonos las naciones y sus
bancos centrales, sus empréstitos y bonos a futuro, las empresas con sus
acciones y endeudamientos, los bancos con sus créditos, y hasta los
particulares con sus tarjetas de crédito. A esto hay que agregar todo el
mundo de las llamadas “criptomonedas”, cuya generación y distribución solo
ocurre en el espacio virtual, y, como su denominación lo indica, es un mundo krypto[2]. A ello
hay que agregar los fenómenos llamados de la “globalización”, donde se
imponen hegemonías económicas, bélicas, nuevas formas de sometimiento a
pueblos y naciones, y que afectan hasta qué y cómo nos vestimos, jugamos,
comemos, o incluso si comemos o no. No ajeno a esto es la afectación al
ambiente en el cual desarrollamos nuestra vida como humanos, y la vida de
otras especies y del mismo planeta. Se han modificado las condiciones de
habitabilidad y sustentabilidad vital, y ya se dejan ver sus consecuencias
sociales y ambientales. Esto incluye los requerimientos energéticos de muchos
de estos inventos, entre otros, sin que ello sea óbice para que poderosos
sectores sociales, económicos y políticos (además imbricados unos y otros en
una situación de imperio[3]) se
detengan a mirar sus consecuencias y se dispongan seriamente a modificarlas.
Qué y cómo se producen y distribuyen los bienes, los modos, calidades y
cantidades de producción, el uso y desperdicio, las formas del consumo,
condicionan vidas y muertes. Y esas condiciones se imponen agresivamente, en
algunos casos por propia elección de los afectados[4], y en
otros con persecución y represión, frente a los cuestionamientos y las
resistencias de los pueblos. Esta
realidad nos lleva a adentrarnos en otras dimensiones necesarias para
comprender estos fenómenos. Porque más allá de lo que ocurre en lo que
seguimos llamando “naturaleza”, estos hechos producidos por el ser humano nos
afectan y producen datos y emociones, modos de percibir y sentir que al
integrar nuestros saberes nos modifican en nuestra inteligencia y relaciones,
y afectan las configuraciones culturales[5], las
formas del poder, la comprensión que tenemos de nuestra propia vida. La
incidencia de estas modificaciones a nivel planetario y la forma y sistema en
que ocurren ha llevado a algunos geólogos a plantear que estamos viviendo una
nueva era que llaman antropoceno, o más precisamente “capitaloceno”.[6] Pero
estos cambios no significan lo mismo para todos los seres humanos, ni nos
influyen de la misma manera. Implican cosas distintas según el lugar que
habitamos, las dimensiones culturales y étnicas, nuestra ubicación social por
edad, género, hábitat, riqueza o pobreza, disponibilidad y recursos. Y
también las percepciones ideológicas, nuestras convicciones y certezas, lo
que creemos, esperamos y amamos. De allí
la pregunta: lo que estamos viviendo en este punto de la historia, ¿es avance
o retroceso? Y además sumamos otra cuestión: ¿cuánto de imposición, agresión,
desconocimiento de la realidad de los otros y otras, del propio mundo creado,
hay en estos supuestos avances? ¿Es posible que lo que en ciencias y
tecnología sea conocimiento y avance, luego en su aplicación, en la economía
y la política, en la ética humanista y para la fe cristiana, sea
desconocimiento, retroceso y agresión? La
relatividad de progreso y regresión: A
qué llamamos progreso Esto
nos pone ante el dilema de lo que llamamos “progreso”, y el cuestionamiento
sobre si hay verdaderamente tal cosa. Para las culturas antiguas los tiempos
eran cíclicos, regidos por las estaciones y el movimiento de los astros, y
cada año repetía, según la voluntad de las deidades, la misma dinámica. En la
visión mitológica de varias culturales, por ejemplo la griega, incluso hay
una decadencia, desde los formidables héroes míticos a la corrupción y
debilidad de los seres humanos actuales. En algunos relatos hay una edad de
oro pasada, y eventualmente se puede dar una futura; pero esta edad de oro no
surge de la acción humana sino de la voluntad de las divinidades –así, por
ejemplo, en la poética laudatoria del principado romano la Pax Augusta fue posible al ser acompañada
por la pax deorum.
No hay idea de continuidad ni causalidad histórica de los hechos, por eso
tampoco hay idea de progreso. De hecho, lo demuestran los calendarios, donde
para contar los años se comienza nuevamente a partir de la asunción de un
nuevo rey o emperador (En el año X del reinado de xxx…).
Una
visión más compleja aparece en Israel, donde el tiempo cíclico se tiene que
repensar desde hechos históricos, y ambas dimensiones se entrecruzan: la
liberación de la esclavitud, el asentamiento en la “tierra prometida” y el
establecimiento del reino, su posterior caída y el exilio, el retorno,
aparecen como hechos conmemorables, generan algo que podríamos llamar una
“memoria histórica” que le da a la noción de tiempo otro sentido. Sin
embargo, tampoco implica una noción de progreso: el tiempo de la justicia y
la paz no se alcanzarán poco a poco, sino por la irrupción divina. Lo mismo
encontramos en la apocalíptica, también en la primera apocalíptica cristiana.
Lo que
usualmente se ha llamado “progreso” es un concepto de la modernidad, ya que
supone una concepción de tiempo lineal, y una sucesión de hechos que le dan
una direccionalidad a esa línea de tiempo, un sentido que le daría plenitud
final a la existencia humana. Supone una visión del mundo que se aparta del
arbitrio de los dioses y asume un protagonismo humano. Se podría marcar la
última década del siglo XV y los primeros años del siglo XVI como decisivos
en este pasaje, donde la ciencia, la política, el comercio, el arte, la
religión, la concepción misma del universo sufren cambios súbitos y rotundos,
como no se volvieron a experimentar hasta tiempos recientes. Baste señalar
algunos nombres presentes en ese cambio de siglo: Colón, Copérnico,
Maquiavelo, Da Vinci, Miguel Ángel, Lutero, Pacioli[7], por
citar solo algunos. Junto a ello se da el crecimiento de las ciudades, el
ascenso de la burguesía y el modo de vida burgués, que facilitaron el
desarrollo y la expansión de estas nuevas cosmologías y antropología. La
teoría de la evolución ha contribuido significativamente a fortalecer estas
concepciones. La naturaleza misma va en progreso, va evolucionando desde
formas inertes y simples hasta las más vitales y complejas, culminando con el
ser humano y su posibilidad de conciencia y racionalidad: la materia
pensándose a sí misma. Pero ello supone también un proceso de adaptabilidad,
de selección natural, de capacidad de supervivencia según se den las
condiciones. Solo el más apto y quienes mejor se adaptan tienen derecho a
subsistir. Así, tanto en el reino vegetal como en el animal las especies y
ejemplares más débiles se descartan y los que no logran adaptarse se
extinguen. Hay, naturalmente, “ganadores” y “perdedores”, en una competencia
por la subsistencia. Algunas culturas lo legalizan: recordemos Esparta o
Roma, por citar solo lo de los manuales. Sin
embargo, eso no necesariamente se aplica a la especie humana en su totalidad.
La lucha constante y el sentido de autopreservación a costa de los otros no
se manifiesta en todas las culturas, ni el descarte del débil necesariamente
es la única opción, ni biológica ni culturalmente.[8] En
algunas sociedades aparece un sentimiento de cuidado y de protección hacia el
más débil, tanto en lo familiar como en lo social y político. La empatía con
el débil aparece como el núcleo de una construcción ética.[9] Esto
es especialmente cierto en la línea profética de Israel. Dios se hace
presente como el protector de los oprimidos, el liberador de los esclavos. El
cuidado de “la viuda y el huérfano, el pobre y el extranjero” aparece como el
paradigma de la justicia. Incluso se considera como parte de la
responsabilidad política del rey.[10] La
idea de sacrificio y descarte es desechada en nombre de la misericordia.[11] Esto
se profundizará en la fe de Jesús: Lo que debe expresarse es el amor al
prójimo, justamente en el cuidado del hambriento, del sediento, del desnudo y
enfermo, del oprimido, del cautivo, del débil: allí radica la prueba de la
fe, el reconocimiento del Mesías.[12] Pablo
le pondrá el nombre de “gracia”, y es el Dios de Gracia el que reconocemos,
frente a los cultos e ídolos sacrificiales. Por ello los que “subsisten” son
la fe, la esperanza y el amor.[13] Así
aparece la idea también de un cierto progreso ético y social. El pasaje de
una sociedad jerárquica controlada por los más poderosos, la “nobleza”, a una
sociedad más igualitaria, donde los ciudadanos (burgueses, varones, en su
primer momento) logran generar más libertad. La consigna de “Libertad,
igualdad, fraternidad” del orden liberal suponía la complementariedad y
sostén y también mutua limitación de cada uno de estos términos. Así se fue
generando la idea de los derechos humanos y se construiría el “orden y
progreso”, lema que alcanzó a filtrarse en la bandera de Brasil. El
surgimiento del sistema económico capitalista acompañó esta visión liberal y
positivista, y para algunos se postula como el punto más alto de la evolución
(el fin de la historia). Por ello cualquier cuestionamiento al capitalismo
imperial sería, para estos sectores, un retroceso. Es una visión que ha
invadido también a la teología, e incluso algunas vertientes críticas. Luego
el socialismo se planteó un paso más: superar el orden de la burguesía y su
control de la riqueza a través de la propiedad intangible y del mercado (Adam
Smith), para asegurar que esa riqueza quede disponible para todos los seres
humanos. No es el individuo el que es libre, sino la sociedad en su conjunto
que libera sus fuerzas eliminando las formas de opresión económica. Por supuesto,
esta corriente tuvo distintas expresiones, algunas más radicales y
revolucionarias u otras que buscaban estos resultados mediante reformas
sucesivas al sistema capitalista. Finalmente, ni una ni otra han logrado
sostenerse, más que parcial y temporalmente. Esto es también parte de nuestra
pregunta. Pero
también otras diferenciaciones y desigualdades fueron cuestionadas: los
prejuicios étnicos y la discriminación racial fueron combatidas y sancionadas
(al menos teóricamente) en muchas legislaciones y tratados internacionales;
los estudios de género y las luchas feministas pusieron en cuestión los
supuestos del patriarcalismo; nuevos derechos sociales emergieron de las
luchas sindicales y se ampliaron los alcances de la educación y la salud
pública, por citar sólo los más influyentes. Se propuso un “estado de
bienestar”. También creció la conciencia sobre el medio ambiente, el cuidado
y el valor de la biodiversidad, y se comenzaron a considerar los “derechos
ambientales”. Muchas de estas expresiones también alcanzaron una expresión
significativa en la teología. Desde
esas nuevas concepciones, al menos en occidente, se ha impuesto la idea de
que la historia humana es una historia del progreso, de que somos cada vez
mejores y más plenos, que eventualmente alcanzaremos una sociedad perfecta.
Con sus variantes, desde el idealismo kantiano, la dialéctica hegeliana, y
hasta la sociedad sin clases del marxismo, o la ilusión de que la tecnología
solucionará todos los problemas de la existencia, la modernidad nos propone
el desafío de construir nosotros mismos la sociedad ideal, según sean las
distintas utopías formuladas por los sesgos ideológicos vigentes. En la
teología protestante estas ideas alcanzaron su máxima expresión en las
teologías liberales del fin del siglo XIX, que señalaban la posibilidad de
tener un Reino de Dios en el “más acá”. En otro tenor, algunas de las
diferentes teologías de la liberación también consideraron la posibilidad de
ir construyendo el Reino de Dios mediante la lucha social –en algunos casos
incluyendo la lucha armada. En el ámbito católico quizás el mayor exponente
de esta idea de progreso, a partir de una particular lectura de las ideas
evolucionistas, es Pierre Teilhard de Chardin y su propuesta del proceso de
hominización[14]: Dios
va guiando al ser humano desde el punto Alfa de la creación hasta el punto
Omega de la consumación en el Reino. Jesús es “el Alfa y la Omega”, el punto
medio que expresa y reúne ambos: el logos creador, primogénito de la
Creación y el consumador final, que acompaña el proceso humano “hasta el fin
de los tiempos”. Esta teología influyó en varios autores de la teología de la
liberación en América Latina, como Juan Luis Segundo y las primeras obras de
Leonardo Boff. Estas
ideas fueron combatidas por el fundamentalismo, que sin embargo también
sucumbe, sin saberlo, al positivismo, al proponer una lectura literalista de la Biblia como si fuera un moderno libro
de ciencia, regalando así el mismo concepto de verdad a su enemigo.[15] Más
potente es la crítica de K. Barth, quien señala las incongruencias del
liberalismo y la necesidad de volver a poner el centro en la revelación
divina. La fe, como don divino, y no la capacidad humana, es lo que nos
vincula con la plenitud. Es a partir del hecho cristológico y su testimonio
que el ser humano busca su sentido y existencia, tanto en lo personal como en
la dimensión comunitaria. La compresión barthiana y
su temprana crítica al positivismo liberal encuentra su verificación en la
guerra de 1914-1918, y más claramente después en la II Guerra Mundial, que
muestra que el ideal de una paz ligada al progreso humanitario termina en los
campos de concentración del nazismo. Esta visión también influyó en algunos
autores de la teología de la liberación en América Latina, especialmente en
su versión evangélica.[16] Con
todo, la acción humana no es inútil ni neutra: lo que hacemos en la historia
es testimonio de nuestra fe en un Dios de amor y justicia, que es lo que
revela Jesús de Nazaret en su acción y enseñanza. Por ello, a diferencia de
las corrientes de la teología posliberal de cuño existencialista, no es
posible vaciar a Cristo en la especulación filosófica o en el kerygma de la iglesia, separándolo del
Jesús histórico. La encarnación supone la dignidad del ser humano,
independientemente de su condición social, racial, de género, etc. Jesús
enseña, alimenta, sana, se comunica con los elementos naturales, y es en ello
que muestra la presencia divina. Y sostener esa dignidad en la vida de los
pueblos y del planeta mismo es el mandato de amor y la búsqueda “del Reino y
su justicia”, el núcleo insoslayable de la ética cristiana y el compromiso
social del creyente. Así lo entendió la teología de la liberación en América
Latina y otras teologías del mismo signo que surgieron en la segunda mitad
del siglo XX. Evolucionismo
y supervivencia (la lógica neoliberal) Sin
embargo, en esos mismos años y especialmente en las primeras décadas del
presente siglo, otra vertiente ideológica parece imponer su hegemonía.
Podemos verla surgir con distintos matices y nombres (la “escuela austríaca”,
neoliberalismo, anarcocapitalismo, monetarismo). Más allá de pequeñas
diferencias, coinciden en lo fundamental: toda actividad humana debe ser
regida por la variante económica, y a su vez la economía debe ser guiada
exclusivamente por la maximización de los ingresos (afán de lucro). Sólo el
mercado garantiza esto, y por lo tanto debe ser el único regulador de la
actividad humana. Cualquier intromisión es nefasta, especialmente la del
estado, que debe limitarse a asegurar el derecho de propiedad (de los ricos)
y la absoluta libertad de los individuos. Toda consideración ética o
propuesta cooperativa o social debe ser excluida, so pena de atraer el
infierno del colectivismo. Estas prácticas encuentran su justificación en los
teóricos del neoliberalismo, como Von Mises, Hayek
o Friedman como los fundamentales. Y quizás el más extremo de ellos, Murray
Rothbard, cuyos conceptos son citados como estribillos por los políticos del
neoliberalismo latinoamericana.[17] En la
medida en que esto ya ocurre, y unas pocas personas han logrado acumular en
sus cuentas las más grandes proporciones de capital, aunque sea virtual (ver
más adelante), una nueva aristocracia económica surge e impone sus
condiciones al resto de los seres humanos, transformados en siervos,
proletarios y vasallos que quedan sometidos, tecnología mediante, a su poder.
De allí que algunos autores señalan que en realidad lo que nos ocurre es una
vuelta a formas propias del feudalismo, un “tecnofeudalismo”.[18] No es
sólo cuestión de “hombres malos y ambiciosos”, sino el resultado de un
proceso estructural, pero también de una transformación tecnológica de los
medios de producción y una determinada configuración cultural. Se
establecen verdaderos dispositivos tecnológicos y culturales que capturan la
subjetividad y moldean los deseos, las actitudes, la “opinión pública” y el
sentido común. Esta acumulación de poder tecnológico, económico, cultural y
político-militar vacía de contenido la democracia, que queda transformada en
una formalidad sin fundamento. Así, lo que el liberalismo tradicional
consideraba una de las mayores conquistas y progresos políticos de la
humanidad, la universalización del sistema democrático queda absorbido en una
lógica crematística. La sociedad, y más todavía “el pueblo”, es un abstracto.[19] El
concepto mismo de pueblo se disuelve, al considerarse que solo existen
individuos aislados, en competición, luchando cada uno por imponerse y
asegurarse su libertad y autocontrol. Esto se
argumenta desde la misma idea de evolución. A la evolución biológica, que
alcanza su meta en la racionalidad humana, le sigue una evolución cultural,
que va superando el primitivo instinto tribal para conquistar la libertad
individual. Por ello la creencia en la justicia social es un atavismo.[20]
Cualquier mecanismo de limitación de esa libertad, especialmente la libertad
económica, que pretenda controlar la actividad y relación de los seres
humanos, de las personas en su individualidad, especialmente el estado, debe
ser superado. El único lugar donde esa posibilidad de libertad y expresión de
la propia actividad se verifica es el mercado de libre competencia, ese
espacio natural, dado por la propia evolución (o por la Providencia, en la
versión deísta de A. Smith). Allí los seres humanos interactúan según sus
capacidades, donde se alcanza el punto máximo de la racionalidad: la razón
instrumental. La razón axiológica debe ser desechada, pues el único fin
válido y posible es la maximización de las ganancias. El
antiguo y el neoliberalismo Esta
nueva versión del liberalismo (que algunos han optado por llamar
“libertaria”) en realidad es una tergiversación del antiguo ideario
democrático de la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica o de la
revolución francesa, que se señalan como el lugar de plasmación del concepto
liberal (aunque subsistían en ellos doctrinas esclavistas y prejuicios de
género). Incluso claramente se distancia de los postulados de Smith sobre el
mercado “providencial”, ya que rechazará la idea de competencia perfecta, y
verá al mercado como un constructo generado por la propia actividad social de
los individuos en su evolución. Si el lema de la revolución francesa fue
“libertad, igualdad, fraternidad”, esta nueva formulación descarta las dos
últimas. La igualdad y la fraternidad eran las formas de equilibrar el
postulado de la libertad individual. Sin ellos la absolutización de la
libertad, y más como libertad individual, se vuelve simplemente un escenario
de lucha impiadosa. Esta
nueva versión considera que la fraternidad, el amor al prójimo más allá del
ámbito familiar, es una rémora de la estructura clánica primitiva, y que la
igualdad es una postulación, no solamente imposible, sino antinatural, ya que
los seres humanos somos dotados de virtudes y defectos en desigual manera, y
suponer o imponer capacidades igualitarias atenta, justamente, contra la
individualidad. La capacidad de actuar en la búsqueda instrumental de la
maximización de las ganancias es el privilegio de una elite, mientras las
masas quedan atrapadas en la tentación clánica del colectivismo. De esta
manera el neoliberalismo se anuda a la vez con algunas formas del
conservadurismo. La desigualdad es, por el contrario, el motor de la
sociedad, su máquina de progreso, al incentivar a unos a ponerse por sobre
los otros, y a los rezagados a tratar de emular y alcanzar a los más
exitosos. Nada de
esto es compatible con el dicho de Jesús de que difícilmente un rico entre al
Reino de los cielos, y que los primeros serán últimos, y los últimos
primeros. Menos aún con las bienaventuranzas y ayes
del Sermón del llano.[21] Esta
oposición a los postulados de la fe cristiana es señalada por Hayek en sus
primeras publicaciones, que explicitan su proyecto intelectual, económico y
político. Vale la pena citarlo: Que la religión misma no nos da una guía definida
en estos asuntos [el orden social y económico] lo demuestran los esfuerzos de
la Iglesia por elaborar una filosofía social completa y los resultados
totalmente opuestos a los que llegan muchos, aunque parten de los mismos
fundamentos cristianos. Si bien la disminución de la influencia de la
religión es indudablemente una de las principales causas de nuestra actual
falta de orientación intelectual y moral, su recuperación no disminuiría
mucho la
necesidad de un principio de orden social generalmente aceptado. Todavía necesitaríamos una filosofía política
que vaya más allá de los preceptos fundamentales, pero generales, que
proporcionan la religión o la moral.[22] El propósito queda claro: ir más allá de lo que
postulan tanto la religión como la moral, nuevos “preceptos fundamentales”
que sean “generalmente aceptados”, es decir, impuestos al conjunto social. Es
necesario fundar una nueva cultura del individualismo, que prescinda de
cualquier precepto religioso o moral. Eso lo proporcionará el mercado. Pero
además, más adelante en su obra, abogará (contra Smith) por el mercado
imperfecto, ya que un mercado perfecto, donde todos sus participantes
tuvieran las mismas oportunidades y derechos, los mismos conocimientos y
disponibilidad, resultaría en un equilibrio inmovilizador. La competencia
perfecta es un imposible que ni siquiera es deseable. ¡Viva la libertad
individual, fuera con la igualdad y la fraternidad! ¡Ni moral ni religión
(excepto la del mercado)! Nada debe restringir la ambición ni el dominio de
los privilegiados y dominadores. Según los libertarios eso es el progreso, la
superación que llevará a la humanidad a su destino, a la mejor sociedad
posible. Las
metas utópicas y la dinámica de la voluntad Esta
meta de la utopía libertaria ubica al capital como su sujeto y su centro y
pone al ser humano a su servicio.[23] Así se
confronta con otras visiones del futuro de la sociedad humana, que se nutren
del humanismo o de la fe, vinculados con la existencia social igualitaria, el
acceso a las condiciones vitales y los logros de la educación y la inventiva
humana para todos los humanos. En ese sentido, los Derechos Humanos
establecidos por la declaración de Naciones Unidas en 1948 y su vigencia, a
la que deben agregarse los llamados “derechos de tercera generación”, los
derechos de la niñez, las condiciones de género, y los “derechos de la
naturaleza”, aprobados en tratados y acuerdos o metas posteriores, aparecen
en el horizonte cultural como una esperanza de dignidad humana, un camino de
progreso marcado por otras concepciones ideológicas y/o religiosas. Para el
pensamiento utópico este es un piso sobre el que construir otros caminos
hacia la sociedad que le da al ser humano y al orden natural posibilidades de
mayor plenitud, “para que tengan vida y la tengan en abundancia”. Aquí
aparece otro elemento significativo para la comprensión de estas dinámicas.
Algunas lecturas mecanicistas y estructuralistas del marxismo, al igual que
cierto evolucionismo cristiano que ya he señalado, pareciera confiar en que
el progreso y la mejora de los sistemas sociales pueden producirse casi como
hechos naturales, inevitablemente, porque así está inscripto, sea en la
dinámica de las fuerzas productivas y sociales o en el designio divino. Que,
en todo caso, los retrocesos que observamos son momentos de perdida de
velocidad de esa marcha, el dar un paso atrás para dar dos adelante. En el
otro extremo aparecen ciertas actitudes filosóficas y convicciones religiosas
que insisten sobre la inutilidad del esfuerzo humano, sobre la incapacidad
del ser humano, individual o colectivamente, de modificar su destino, de
interferir o desviar lo que “está escrito”, en las fuerzas astrales o las
leyes divinas –también las del mercado. Solo Dios, y en forma catastrófica,
pondrá fin a esta existencia y este mundo. O, en lecturas pesimistas, que en
realidad la historia humana se dirige hacia la autodestrucción planetaria. Estas
posiciones extremas nos vuelven a la pregunta fundamental sobre el sentido de
la historia humana y el lugar de la voluntad. Nos traen a considerar el
sentido de las utopías y la posibilidad de tenerlas como guías de acción.[24] Pero
estas cuestiones no se resuelven solo en el plano abstracto de las
concepciones filosóficas, sino que se insertan concretamente en la práctica
social y política, en la construcción de las diversas configuraciones
culturales. Por
eso, avance o retroceso, progreso o regresión no son términos absolutos sino
lecturas del movimiento histórico a partir de una determinada comprensión de
nuestra condición humana, del sentido de la existencia social y la vitalidad
de la creación. Esto nos lleva a reconocer que estamos en lo que se ha dado
en llamar una batalla cultural, donde se juega en el plano ideológico la
hegemonía de los sectores dominantes en el plano económico y
político-militar. De esta manera el ideario libertario se propone desplazar
tanto al liberalismo de viejo cuño, al socialismo en sus diversas variantes,
como a la fe cristiana como las ideas fundamentales, los “mitos
fundacionales” de la cultura occidental.[25] Sin
pretender ser exhaustivo (otros artículos de esta publicación seguramente
abundarán sobre otros aspectos) quiero referirme a algunos espacios donde se
dan estas cuestiones que marcarán progreso o regresión, según las distintas
perspectivas y lecturas ideo-teo-lógicas. La
apropiación sesgada del conocimiento Uno de
los primeros elementos para poder decidir si verdaderamente estamos frente a
cierto progreso o la humanidad se encuentra en retroceso es el tema de la
implementación de los descubrimientos, informaciones y constructos que se han
alcanzado mediante descubrimientos e inventos desarrollados en las últimas
décadas. Esta verdadera catarata de saberes y tecnologías, de variados
dispositivos que invade nuestra cotidianeidad sin ninguna preparación
especial para ello, que se nos imponen por la fuerza de los hechos, sin duda
están modificando actitudes y conductas, dietas y salud, hábitos y paisajes,
incluso las capacidades y deseos, las formas relacionales y van creando
nuevos sentidos y lenguajes. Hasta qué punto nos exceden sus consecuencias
sobre nuestra propia dimensión humana no es algo que podamos avizorar aún. Sin
embargo, como señalamos, aparecen de manera asimétrica, incidiendo
diferenciadamente y ampliando las brechas culturales, generacionales,
económicas, por lo que debemos preguntarnos si es un “logro de la humanidad”
o se trata de nuevas formas opresivas de un sector sobre otro. Algunos
derechos se han quitado a las personas físicas y se han extendido a las
personas jurídicas (virtuales) y los entes financieros. Por ejemplo, en el
importante fenómeno actual de las migraciones, se restringe la libertad de movimiento
y tránsito a las personas físicas, especialmente a los pobres y trabajadores,
se imponen barreras y muros, mientras una elite globalizada se mueve por los
lugares y los no-lugares del lujo y la ostentación.[26] A su
vez se hablita el tránsito irrestricto de valores financieros a través de los
mercados globales sin siquiera pagar impuestos. Los bienes se producen a
través de fronteras, el dinero fluye por la internet, pero los trabajadores y
los desocupados quedan fijados a la tierra, como en el medioevo. Esto se
produce por diferentes mecanismos. Uno de ellos es cómo se gestionan los
derechos de propiedad sobre los llamados “bienes intangibles” (patentes,
marcas, registros, tecnología, software, diseños, etc.).
Curiosamente, y contra el propio sentido del individualismo planteado a nivel
teórico en la variante neoliberal, no son los productores directos quienes se
benefician de sus creaciones, sino los “señores feudales” que los emplean, o
las corporaciones y las plataformas que los comercializan (los que suelen
coincidir). Uno de
los ejemplos más notables y evidentes se da en la industria farmacéutica, en
el reciente caso de la pandemia de COVID-19. Las diferentes vacunas no son
registradas ni conocidas por el nombre de sus creadores (como fue la “pausterización”, en homenaje a L. Pasteur, o las vacunas
“Salk” o la “Sabin” en el caso de la poliomielitis) sino por los laboratorios
que las comercializan. Los aportes de los científicos que las crearon, en
trabajos en equipo y centros universitarios, quedarán, con suerte, en alguna
nota de una revista científica, pero la patente, marca y comercialización es
usufructuada por la empresa comercial. Algo similar ocurrió con los
medicamentos dedicados a combatir el HIV-SIDA.[27] Esa
apropiación es además una captura de saberes múltiples, ya que ningún
conocimiento nuevo nace de cero, y es deudor de cientos de años de
investigaciones, intentos y decepciones, aportes y experiencias que luego son
parte de un saber universalizado. Otro ejemplo, en el mismo sector, es la
pretensión de ciertos laboratorios de “patentar” como propiedad exclusiva
ciertos productos que eran conocidos ya ancestralmente como medicinales por
los pueblos originarios, o incluso de patentar en exclusividad la secuenciación
del ADN humano. No
sirve negar la valía de los trabajos científicos en ese campo (y otros), pero
distinto es generar una legislación que limite su uso amplio para asegurar
las ingentes ganancias que irán a parar a los bolsillos de los financistas
que explotan la marca comercial del laboratorio, que nada saben de biología.
En muchos casos gran parte las acciones de estas empresas medicinales están
en manos de los grandes fondos de inversión, aumentando aún más la distancia
entre el trabajador (científico) y quienes se apropian del rédito económico
de su trabajo (nuevas formas de apropiación de la plusvalía y la renta
económica). Una vez más el progreso (científico) produce una regresión en la
distribución de la renta. De esa
manera el financiamiento se apropia de la producción material. Sin duda el
financiamiento aparece como necesario para la producción. De hecho, en el
caso de las vacunas para el COVID-19 gran parte del financiamiento que
posibilitó su rápido desarrollo provino de fuentes estatales[28], pero
luego los beneficios económicos quedaron mayormente en las manos de las
empresas privadas. Por ello, el tema de la propiedad privada o apropiación
corporativa, frente a concepciones que limitan la propiedad, su uso y
extensión, aparece en el centro de la discusión sobre progreso o regresión. Y
también es parte del debate histórico entre las ideologías privatistas y las
posturas humanistas, religiosas y/o socialistas (en sentido amplio).[29] Esto
nos lleva al siguiente punto. La
virtualidad de la riqueza Sin
duda la financiación, con distintas formas y modos, o hasta nombres, forma
parte del esquema productivo de la modernidad en cualquiera de sus variantes.
En el fondo, la financiación es una anticipación de una producción futura.[30] ¿Pero
es esto totalmente así en los actuales sistemas económicos? Una lectura
crítica de cómo opera el mundo financiero en las últimas décadas nos muestra
que mientras efectivamente una parte de la actividad financiera se relaciona
con la producción de bienes y servicios, otras agencias del sector, que han
llegado a ser mayoritarias, juegan su propio juego cada vez más autónomo de
otros factores productivos y distributivos. Tanto es así que se forja una
esfera propia de “los mercados financieros”, que ha generado un neologismo:
la financierización. “Financierización
se refiere al rol creciente de los motivos financieros, los mercados
financieros, los actores financieros y las instituciones
financieras en la operación de la economía tanto nacional como
internacional”.[31] Este
juego autónomo de la especulación financiera ha generado un desfase entre la
economía real y la financiera. Ciertos estudios nos indican que en el año
2010 los activos financieros eran 316% mayores que el PBI mundial.[32] Como
señala Epstein en el citado artículo, en EE.UU.N.A., la mayor economía
mundial, ese desfase en 2015 era del 500%. Los activos financieros más que
triplican el PBI mundial, lo que significa que el dinero ya no representa los
bienes reales disponibles, que esos activos financieros no tienen contraparte
efectiva en la economía real. Es un dinero virtual, ficticio. Y más todavía
cuando se le agrega el tema controversial de las llamadas “criptomonedas”.
Una parte significativa de ese desfase lo forman las deudas de los países
subalternos, deudas mayormente impagables, generadas a decenas de años, en
algún caso a cien años, que se negocian en los mercados como valores
actuales, cuando no sabemos qué será del mundo y la humanidad dentro de diez
años. Ya no representan una producción a futuro sino un ídolo del presente.[33] Un
ejemplo de ello lo constituyen las llamadas “derivadas” que se conforman a
partir del puro factor especulativo.[34] Es la
simple acumulación de cauciones y de seguro sobre valores y bonos, sobre
otros seguros, una cadena que “crea de la nada mediante la palabra”. El
antropólogo Arjun Appadurai
estudia este fenómeno de Hacer negocios con palabras y señala su
carácter cuasirreligioso.[35] Otro
ejemplo es el negocio de las apuestas deportivas. Prácticamente todos los
eventos deportivos mayores son auspiciados por estas plataformas, que
alcanzan así públicos masivos y mueven miles de millones de dólares sin
producir nada y generan grandes ganancias a sus gestores, sumas de dinero
virtual que sin embargo altera la economía doméstica de sus usuarios. Muchos
de estos dineros provienen de negocios clandestinos mediante el llamado
“lavado de dinero”. Si
estos dineros no tienen contraparte en la producción y en los bienes de la
economía real, ¿qué son?, ¿qué representan? El mismo concepto de dinero queda
alterado. Es dinero intangible, billones de dólares que constituyen las más
grandes fortunas, que se puede reproducir al infinito ya que apenas son
impulsos electrónicos en chips de computadora. “Fondos de inversión” que
crecen a un ritmo incompatible con la producción real, fantásticas fantasías
que se acumulan en cuentas artificiosas en megaservidores
electrónicos que demandan abrumadoras cantidades de energía para sostener una
ficción monetaria y que impulsan una carrera frenética que desconoce los
tiempos y formas de la naturaleza y por lo tanto amenaza con destruirla.
¿Podemos llamarlo “progreso”? El
conflicto por la comunicación hegemónica ¿Qué
hace que seres humanos “racionales” acepten y promuevan esta irracionalidad
como razón? ¿Qué lleva a confundir de manera tan ingenua realidad con
fantasía, lo tangible y vital con lo aparente y vacío? Cuando en teología o
en antropología cultural hablamos de dioses y diosas, de divinidades, fuerzas
o potencias celestiales o infernales, señalamos experiencias y deseos
proyectados al plano de lo trascendente en imágenes que aparecen como
poderosas y demandantes en la subjetividad de sus creyentes. Hasta qué punto
esas potencias son efectivas y actuantes (por no decir existentes, que
demanda otro plano) no es un asunto que se pueda dilucidar mediante métodos
probatorios, a pesar de los intentos por hacerlo de diferentes corrientes
teológicas, teosóficas o las teodiceas de distintos signos. La decisión de
qué constituye un falso ídolo y un Dios verdadero es, pues una cuestión de
creencias y confianzas según sean esas experiencias y deseos y su proyección.
Allí descansa el núcleo de lo religioso[36], los
mitos fundantes, las creencias aglutinantes de una cultura. En
ellos se reflejan las proyecciones vitales, las percepciones cósmicas y las
demandas éticas que organizan las relaciones sociales y el vínculo con el
medio natural. Por lo tanto, la posibilidad de inducir formas de calificar y
significar las experiencias y de generar u orientar los deseos aparece como
un dato fundamental en la constitución de las creencias básicas, de los mitos
fundantes de una sociedad. Estas construcciones culturales, por cierto, no
son homogéneas, no todos sus actores tienen los mismos intereses,
comprensiones, expectativas, aunque compartan un marco idiomático, espacios y
eventualmente algunos intereses comunes parciales. Estas configuraciones
conforman "un marco compartido por actores enfrentados o distintos, de
articulaciones complejas de la heterogeneidad social".[37] Por
eso son también lugares de conflictos, espacios de luchas simbólicas y
eventualmente físicas, para imponer un sentido y no otros. “Obviamente,
existen intereses, objetivos y medios para construir ciertos sentidos comunes
y no otros. Hay desigualdades económicas como las hay de poder en la
fabricación del sentido común”.[38] De allí
que los mecanismos comunicacionales sean un factor importante en la formación
de las construcciones culturales. Por ello aparecen como armas en esta lucha.
El hecho de que los medios masivos de comunicación y
el control y dominio de las redes sociales esté mayoritariamente en posesión
de la misma elite financiera que concentra las grandes fortunas mundiales es
parte de lo que construye las “agendas” sociales, legales y políticas. Hay
una circulación de poder que busca naturalizar ese ordenamiento, presentarlo
como el único posible, el “generalmente aceptado” que nos propone Hayek. En
una palabra, crear una hegemonía: “Justamente, la hegemonía es la capacidad
contingente de sutura entre multiplicidades de perspectivas diferentes y
desiguales en un momento histórico. Es el anudamiento situacional de las
racionalidades diferentes. La heterogeneidad y la hegemonía son condiciones
de la comunicación”.[39] Sin
embargo, esa hegemonía nunca será absoluta justamente por la heterogeneidad
que constituye todo pueblo, y al mismo tiempo su fractura.[40] Sin
pretender se exhaustivo ni definir el problema podemos señalar algunos
elementos donde se manifiesta ese conflicto y esa heterogeneidad que nos
plantean las diferentes agendas y agencias, sus pretensiones y
naturalizaciones que aparecen en la comunicación “hegemónica”: ·
El
pecado tiene “buena fama”: Ambición, agresividad,
orgullo y soberbia eran catalogados como “pecado” en la tradición judeo-cristiana; también en el Islam
y otras religiones. Pero hoy son el requisito de un “emprendedor exitoso”. La
codicia es prohibida en la tabla de los mandamientos bíblicos, pero, con
nombres más amigables, es hoy valorada como el motor de la economía y
destacada como la virtud del empresario o especulador financiero. Mientras el
socialismo fracasa en su búsqueda de la “santidad social”, el capitalismo
parece triunfar gracias a un pecaminoso egoísmo. ·
El
prejuicio como dato: El prejuicio es una
construcción social. Nace como justificación de la conquista y del poder: en
las sociedades patriarcales contra “las mujeres”: en los griegos y romanos
contra “los bárbaros”, o en la conquista de lo que hoy llamamos América
contra sus pueblos originarios. Es el dato racista de los esclavistas
sajones, o la justificación moral en cuestiones de género. Y podría seguir
con la enunciación según lugares y épocas. El éxito de un prejuicio está
cuando ya no se lo ve como tal sino como un dato “normal” de la realidad,
como algo inscripto e innato en el orden social. ·
La
mentira como construcción: La popularización de
“la opinión” como algo verosímil (Platón se escandalizaría) constituye el eje
de la llamada “posverdad”. El lema posmoderno de que “la verdad no existe, es
una construcción subjetiva”, que puede resultar válido como crítica al dogmatismo
de la racionalidad occidental, sin embargo, parece habilitar la idea de que
cualquier cosa puede ser cierta si uno lo cree y más todavía si logra que
otros y otras lo crean, aun contra toda evidencia. La difusión masiva de
datos falsos, de acusaciones y “slogans” se aúna así a la circulación del
prejuicio como parte del ejercicio del poder. Y más todavía cuando se encarna
en otro poder, el poder judicial, que lo incorpora en lo que hemos conocido
como “lawfare”: la condena por la construcción de
los medios y la opinión del juez, su “íntima convicción” por encima de lo
probatorio. Así se
constituyen, entre otros mecanismos, los llamados “mensajes de odio”, que son
los que alimentan la agenda neoliberal. De allí la pregunta del título:
¿estamos frente a una agenda regresiva, o una agenda agresiva? Para poder
llevar adelante su proyecto de dominio y control, su absolutización como
clase dominante, su instalación ideológica como la única filosofía y sistema
válidos, su orden social “ideal”, su pretensión de infinitud les resulta
necesario atacar y en lo posible destruir toda forma de resistencia,
cualquier visión alternativa. Y en ese sentido buscarán aprovechar todo
“progreso” técnico para hacer “progresar” sus intereses e imposiciones de
poder. Para
seguir pensando Por
otro lado, ciertas agendas humanistas postulan un “progreso” desde lugares
utópicos, que pueden llegar a ser igualmente fantasiosos. De allí que creo
que, desde la fe bíblica, no son decisivas las ideas de “progreso” o
“regresión”. La pregunta que nos plantean los descubrimientos científicos y
las nuevas tecnologías, y también las diferentes ideologías y fuerzas
políticas, tienen que buscar su respuesta en el mandato de amor al prójimo,
en la búsqueda “del Reino y su justicia” como espacios testimoniales,
primicias parciales, que serán frágiles y transitorias, según los momentos y
circunstancias. Nada de por sí es “progreso” ni “regresión”, ni en el plano
científico ni en el social o político; cualquier cosa puede ser uno u otra
según quien lo considere, o cómo resulte su implementación, que muchas veces
va más allá de las propias intenciones de sus cultores. La verdadera
pregunta, a mi parecer, es de qué manera, en qué situación, a partir de qué
expectativas cada nueva instancia que se nos presenta ayuda a nuestra vida en
relación con los otros seres humanos, con los otros seres vivos, en el
planeta que habitamos, en toda la creación, con sus sorpresas y misterios. La
vida cristiana, personal y comunitaria, la fe mesiánica, es la apertura a la
realidad de mis prójimos, el camino de la esperanza, la búsqueda del Reino y
su justicia, la experiencia del amor como la fuente de toda vida, de toda
gracia. Bibliografía Agamben, Giorgio. “¿Qué es un pueblo?” En
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Granta Books, 2005. Néstor O. Míguez, es Doctor en Teología por el ISEDET (Buenos Aires,
Argentina). Contacto: nestormiguez@gmail.com Artículo recibido: 1 de abril del 2025. Artículo aprobado: 20 de junio del 2025. |
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