Vida y
Pensamiento
Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana
Volumen 45, Número 1, Julio-Noviembre, Año 2025
Religión y democracia:
Propuestas teológicas para enfrentar
las agendas regresivas
Sobre la crisis, la vulnerabilidad y lo democrático hoy en América
Latina: Algunas reflexiones
teológico-políticas Nicolás Panotto Comunidad Teológica Evangélica de
Chile, Santiago, Chile pp. 81-116 |
Resumen: El presente artículo propone un análisis crítico de la crisis democrática en América Latina, articulando elementos políticos y teológicos en torno a la necesidad de radicalizar el horizonte democrático contemporáneo. Para ello, se desarrollan primero dos ejes centrales: la paradoja de la emergencia de voces antidemocráticas que actúan desde dentro del régimen democrático, y las respuestas teóricas articuladas desde la noción de democracia radical. A continuación, se examina el papel que desempeña el campo religioso en estas dinámicas, no solo como espacio de disputa simbólica, sino también como agente de resignificación política. Finalmente, el artículo ofrece una relectura teológica de la democracia, en la que la pregunta por lo divino se configura como dispositivo que impulsa la apertura, la conflictividad y la pluralización del espacio político.
Palabras claves: democracia, democracia radical, teología política, religión y política, crisis democrática, contingencia, pluralismo.
Abstract: This article proposes a critical
analysis of the democratic crisis in Latin America, articulating political and
theological elements around the need to radicalize the contemporary democratic
horizon. To this end, two central axes are developed: the paradox of the
emergence of anti-democratic voices acting from within the democratic regime,
and the theoretical responses articulated from the notion of radical democracy.
It then examines the role played by the religious field in these dynamics, not
only as a space of symbolic dispute, but also as an agent of political
resignification. Finally, the article offers a theological rereading of
democracy, in which the question of the divine is configured as a device that
drives openness, conflict and pluralization of the political space.
Keywords: democracy, radical democracy,
political theology, religion and politics, democratic crisis, contingency,
pluralism.
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Nicolás Panotto
Sobre la crisis,
la vulnerabilidad y lo democrático hoy en América Latina:
Algunas reflexiones
teológico-políticas
El informe 2024 del Latinobarómetro, titulado La Democracia Resiliente, señala un aumento en el apoyo al sistema democrático en América Latina, alcanzando un 52%. Este crecimiento se explica en buena medida por un incremento en los niveles de aprobación en países como México y Argentina, los cuales se encontraron en contexto electoral ese año. Persiste un 25% de la población que se muestra indiferente a este tipo de régimen, lo cual evidencia una tensión latente en la percepción ciudadana. Sin embargo, el mismo informe arroja un dato curioso e incluso preocupante: el 65% de los/las latinoamericanos/as se declara insatisfecho/a con la democracia. Aquí vemos una importante paradoja: ¿cómo se puede creer en un régimen estando totalmente insatisfechos de su desarrollo? Esto es lo que abre la puerta para la necesidad de su “refundación”.
Otro hallazgo sugestivo es el aumento en la creencia de que “la democracia puede funcionar sin partidos políticos”, que ha crecido del 31% en 2013 al 42% en 2024. Aún más llamativo es que el 39% de los encuestados considera posible una democracia sin Congreso, una cifra récord desde que se tiene registro en 1997. El estudio también destaca los bajos niveles de confianza que suscitan las instituciones fundamentales del sistema democrático. Las fuerzas armadas reciben un 43%, seguidas por la policía (41%), el presidente (37%), el Congreso (24%), el Poder Judicial (28%) y los partidos políticos, con apenas un 17%. A todo esto, debemos sumar el aumento del apoyo a regímenes autoritarios desde hace al menos cinco años (del 13% en 2020 al 17% en 2023).
Otro de los fenómenos a destacar en este contexto es la caída de la participación de la ciudadanía en comicios electorales. La situación varía dependiendo los países, pero las tendencias muestran que en muchos casos -especialmente en Centroamérica- se evidencia un desplome desde la década de los 90, que en algunos casos llega hasta una participación menor del 50% del padrón, incluso en países donde el voto es obligatorio y sancionado en caso de no realizarse. También hay variaciones que tienen que ver con una menor participación en votos municipales o legislativos, en comparación con elecciones presidenciales o incluso plebiscitos.
La pandemia fue un contexto determinante para la profundización de estas problemáticas, incluso bisagra en muchos sentidos con respecto a las percepciones y afianzamientos de políticas democráticas. La legitimidad de los Estados fue cuestionada por la aplicación de políticas públicas de restricción sanitaria, lo cual fue aprovechado por muchas voces para hablar de vulneración del principio de libertad de expresión, circulación, reunión e incluso religiosa. Paradójicamente, por otro lado, algunos países tomaron como excusa el contexto para aplicar (bio)políticas de seguridad que vulneraban derechos básicos, en nombre de la lucha contra el virus. Podríamos sumar más elementos, como por ejemplo la absurda acusación de que la pandemia se originó por la apertura social al reconocimiento de grupos poblacionales vulnerables (especialmente la comunidad LGBTIQ+, donde grupos religiosos incluso llegaron a decir que la pandemia era un “castigo de Dios” por el avance en políticas públicas inclusivas), o el permiso de ingreso de inmigrantes. Lo que se pensó como un contexto que pudo haber permitido la revaloración de la cooperación territorial o internacional, en realidad abrió la puerta para un contexto de cuestionamiento de las instituciones democráticas, en nombre de la defensa de la “libertad” y la restricción de diversos sectores.
Podríamos mencionar varios factores más de este progresivo proceso de crisis democrática, como las consecuencias del colapso financiero del 2008, que sacudió el sistema financiero global y puso a todos los Estados occidentales en jaque. También el Brexit y su impacto en la Unión Europea, conglomerado que se creía ejemplar e inquebrantable, donde finalmente primó el nacionalismo y las políticas anti-inmigratorias. Actualmente, la guerra de Rusia y Ucrania, o el genocidio en proceso en Gaza, tiran por la borda cualquier principio de respeto al derecho internacional o al de soberanía, nociones que se creían irrenunciables para cualquier democracia moderna. Finalmente, nos enfrentamos ante el fenómeno -que analizaremos más adelante- de la emergencia de voces que cuestionan los fundamentos de la democracia liberal, pero que entran en carrera para ser elegidos “representantes” de gobiernos. Lo vemos en las palabras del actual presidente argentino, Javier Milei, quien, siendo cabeza del Estado, lanzó afirmaciones como “el Estado es una organización criminal”, “mi desprecio por el Estado es infinito” o “soy el topo que destruye el Estado desde adentro”.
La pregunta central en este contexto es la siguiente: ¿cómo llega la democracia a tal punto de contradicción y paradoja de ser un régimen cuya puesta en práctica abre la puerta para su propia destrucción? La tesis que sostendremos en este ensayo es que las razones de tal fenómeno se deben a que “democracia” dista de ser una categoría que puede lograr por sí sola -o al menos desde su concepción tradicional- los cometidos que se propone. Democracia ha venido asociada a ideas como neutralidad, racionalidad, tolerancia o consenso, las cuales se han trazado de forma tal que no pudieron responder a las complejidades de las sociedades contemporáneas. En otros términos, el marco liberal hegemónico en la comprensión de la democracia se basa en un conjunto de prerrogativas moderno-céntricas, coloniales y occidentales que hacen imposible contener las contradicciones sociales que exceden las fronteras que esta política pretende neutralizar.
De aquí, en este trabajo analizaremos con mayor profundidad estos fenómenos de “paradoja” dentro de la democracia, para luego intentar responder algunas de las inquietudes que surjan desde la idea de democracia radical, como un modo de abordar las raíces mismas de lo democrático, sin la necesidad de descartar dicha categoría en vistas de sus fallas internas e históricas. De aquí nos concentraremos en cómo el mundo religioso ha tomado el campo de lo democrático, para desde allí pensar en algunas líneas teológicas, las cuales -como veremos- no pretenden ser simplemente una “relectura cristiana” sobre estas problemáticas; más bien, ellas parten de la premisa de que necesitamos de una nueva teología política que refunde los conceptos teológicos subrepticios en las nociones modernas tradicionales de democracia, las cuales llevaron a su crisis actual.
El debate contemporáneo en torno a los sistemas democráticos se articula sobre al menos cuatro ejes interrelacionados: primero, la crisis de la institucionalidad y del paradigma liberal que durante décadas sostiene los marcos normativos del orden político actual[1]; segundo, la proliferación de discursos y lógicas populistas, tanto desde la derecha como desde la izquierda[2]; tercero, la emergencia de voces abiertamente antidemocráticas que germinan desde dentro de los propios procedimientos deliberativos[3]; y cuarto, la interrogante sobre cómo pensar —epistémica e institucionalmente— la pluralidad en contextos de alta fragmentación social[4].
Si vamos a algunos abordajes más bien teóricos, podríamos decir, precisamente, que las últimas décadas han estado atravesadas por la problemática de lo excedente a lo democrático. Cuando hablamos de “excedente”, nos referimos a dos aspectos: a aquellos elementos que están por “fuera” de las comprensiones tradicionales de lo democrático, así como de la imposibilidad de “contener” aquello que trasvasa las fronteras de lo institucionalizado dentro de lo democrático, es decir, de la incapacidad de las instituciones de atender los objetivos que se proponían con respecto al principio de representatividad social. En otros términos, mucho del debate teórico sobre la democracia se ha enfocado sobre cómo abordar la emergencia de nuevos agentes sociales y civiles, los cuales preceden las nociones hegemónicas de la “clase política”, así como la necesidad de que la institucionalidad democrática liberal pueda abordar dentro de sus fronteras discursivas la inclusión o contención de estos agentes y narrativas. Esto es lo que Chantal Mouffe, desde su propuesta de democracia radical, denomina como la paradoja democrática.[5] Es decir, lo democrático se juega en la tensión entre las representatividades institucionales hegemónicas que se propuso el liberalismo para intentar contener y representar las dinámicas sociales (el Estado, las políticas públicas, los consensos jurídicos, la práctica electoral) y los marcos simbólicos y prácticas sociales que exceden y presionan dichos límites y fronteras naturalizadas de lo que se entiende por democracia desde sus instituciones y categorías fundantes.
Para reflexionar sobre estos fenómenos, debemos partir desde un aspecto central, como es la idea hoy recurrente de que la democracia está en crisis; o, en palabras de Larry Diamond, a la realidad de una “recesión democrática”.[6] Dentro de este contexto de crisis, existen tres elementos centrales a considerar como vías de su manifestación. Primero, lo que Alejandro Grimson denomina como liminalidad democrática, es decir, el fenómeno de la presencia de voces anti-democráticas que ingresan al campo de lo político a través del ejercicio procedimental de la democracia representativa que, una vez dentro, erosionan su institucionalidad.[7] Vinculado a esto último, el segundo fenómeno en esta crisis es la presencia de “outsiders” de la política tradicional deviniendo en importantes líderes -hablamos de los ejemplos de Donald Trump, Jair Bolsonaro, Javier Milei, Nayib Bukele, entre otros- quienes aparecen como manifestación de esta liminalidad. Alain Badiou sugiere que este fenómeno se inscribe en el hecho de que estos líderes responden a una doble lógica: la de la representatividad necesaria para alcanzar el poder desde la institucionalidad política y, a su vez, al hecho de que ellos encarnan un “excedente” de sentido que habita en la sociedad, afín con aquello que se quiere superar e incluso destruir de dicha institucionalidad. La política liberal -dirá Badiou junto a otros/as- se encuentra imposibilitada contener estos excesos de sentido que demarcan ciertas opciones políticas, ya que muchas de las presentes expectativas y deseos sociales (alineados con retóricas antagónicas, radicales y excluyentes, opuestas a los mentados principios de consenso, libertad y pluralidad izados por el liberalismo) se proponen objetivos opuestos a la propia institucionalidad que canaliza las elecciones, incluyendo, incluso su propia destrucción.[8]
Finalmente, un tercer elemento a considerar es la creciente desafección ciudadana hacia las instituciones políticas, fenómeno que ha sido ampliamente documentado por los datos del Latinobarómetro mencionados anteriormente. Esta erosión de la legitimidad institucional no puede atribuirse únicamente a la acción de las élites. Como señala Ángel Calle Collado, “los individuos rompen con las instituciones porque, entre otros factores, las élites rompen con los individuos o bloquean las posibilidades de pactos sociales”.[9] Sin embargo, es igualmente relevante atender a la dimensión inversa de esta ruptura: el distanciamiento no sólo responde a lógicas verticales —de arriba hacia abajo—, sino también a dinámicas horizontales —de abajo hacia arriba—, que expresan cómo amplios sectores ciudadanos perciben a la representación política como ajena, ineficaz o incluso ilegítima.
Este fenómeno puede comprenderse mejor a la luz de lo que Alain Badiou conceptualiza como “excedente”. No se trata solamente de una pasividad desencantada, sino de una participación activa que elige, mediante procedimientos democráticos, figuras que desafían los marcos tradicionales de la política liberal. La adhesión a liderazgos outsider no surge únicamente del rechazo a una clase política monopólica, sino del reconocimiento en esos liderazgos de narrativas ideológicas, culturales y socioeconómicas que confrontan frontalmente los valores democráticos. La elección de estos actores no es, por tanto, un acto a favor de la democracia, sino una forma de delimitarla, restringirla y vaciarla de contenido.
Esta des-democratización desde dentro se manifiesta en el apoyo popular a discursos y prácticas que promueven la restricción de derechos, el endurecimiento de políticas migratorias, el refuerzo de lógicas meritocráticas y clasistas, así como una creciente hostilidad hacia las diferencias culturales o de género. El “excedente” al que alude la liminalidad democrática no es solo una presión sobre el sistema desde sus márgenes, sino una movilización activa contra muchos de sus principios constitutivos.
En otros términos, los problemas de la democracia tienen que ver con aspectos tanto internos a la institucionalidad y teoría, como también externos, con respecto a la presión de la ciudadanía en relación a la incapacidad de la estructura de gestión y los marcos de sentido hegemónicos para responder a sus reclamos. En este punto se vuelve relevante el aporte de Ernesto Laclau sobre las demandas populares como núcleo de la acción política. Las demandas no son simples reclamos que el sistema debe satisfacer; son, más bien, la expresión de una ruptura simbólica con los marcos de inteligibilidad existentes que demarcan la identidad de un grupo social. Constituyen el signo de un orden que ya no logra representar a la totalidad social, y, por lo tanto, son el lugar desde donde se gestan nuevas posibilidades de lo político.[10]
Podemos resumir que uno de los problemas de fondo frente a la “crisis democrática” que atravesamos, es que hemos olvidado su vulnerabilidad como régimen. Vemos el peso de la matriz moderno-colonial heredada, al sobredimensionar la naturalización de la democracia representativa y procedimental, dejando de lado -e incluso rechazando- la necesaria disputa y discusión por la dimensión ética de fondo que permita repensar constantemente, a la luz de los procesos históricos, sus dinámicas institucionales, prácticas sociales y la mismísima “soberanía popular” en toda su complejidad, pluralidad y cambio constante.
Fue así como este mecanicismo se alejó del “pueblo” como significante (y en tanto significante, en abierta redefinición), para circunscribir la democracia a un cúmulo de procedimientos funcionales a espacios de poder, que la despojaron de todo rastro de diversidad, disputa, debate y diálogo conflictivo. Reconocer la necesaria fragilidad de la democracia no la hace débil en términos morales; al contrario, la fortalece al proyectarla como un marco que posibilita la articulación y convocatoria de voces, reconociendo que sus fronteras institucionales son siempre dables al cambio y la adaptación según las demandas del pueblo.
Daniel Innerarity ha señalado con agudeza que no es simplemente que las sociedades contemporáneas se hayan hecho más complejas, sino que la propia dinámica de democratización produce y multiplica esa complejidad.[11] La democracia no resuelve conflictos: los genera, en tanto transforma certezas en preguntas, y estructuras estables en procesos abiertos. En este sentido, Innerarity describe a la democracia como una “productora de contingencia”, una forma política que complica lo que la tradición había simplificado, que problematiza lo que parecía resuelto.[12]
En este contexto actual de crisis de representación y legitimidad democrática, inscrito en este proceso de complejización de lo social, se vuelve urgente pensar no solo en cómo defender la democracia, sino también en cómo radicalizarla. Radicalizar, en este caso, no implica una ruptura con este régimen, sino un retorno a sus raíces conflictuales y abiertas, como plantea Chantal Mouffe.[13] Se trata de asumir que la democracia no es una estructura cerrada y acabada, sino un espacio en disputa constante, donde las diferencias no son amenazas sino condiciones de posibilidad para su renovación continua. Precisamente frente a este reconocimiento de la inherente complejidad de lo social, se hace necesaria una democracia que diste de naturalizar consensos o neutralizar operaciones institucionales, sino que sea lo suficientemente flexible institucionalmente, abierta al diálogo y jurídicamente afianzada en el contexto, para dar cuenta de dichas complejidades.
En esta línea, Daniel Bensaïd ha hablado del “exceso democrático”[14] como una figura que desborda las formas establecidas, mostrando que la democracia no se agota en el marco del Estado de derecho, sino que excede constantemente sus límites y formas de mediación formal. Esta noción de exceso se articula con la idea de Claude Lefort de que el poder democrático es esencialmente un “lugar vacío”[15], es decir, un espacio que no puede ser ocupado por una identidad sustancial o un fundamento último. Esta vacancia del poder implica que toda forma de ejercicio democrático debe reconocer su carácter contingente y provisional.
Para pensar esta radicalización de la democracia es necesario atender a distintas dimensiones que estructuran su práctica:
·
La dimensión ontológica, que remite a la pregunta por los
fundamentos de la comunidad política. ¿Desde dónde se constituye la democracia?
¿Qué tipo de sujeto político la sostiene?
·
La dimensión ética, orientada por la pluralidad y la diferencia como principios
constitutivos. ¿Cuál es el horizonte normativo que permite el disenso sin
desembocar en su disolución?
· La dimensión sociohistórica, que considera los modos en que la democracia opera como modelo cultural, jurídico y organizativo en contextos concretos.
· La dimensión pública, que interpela la relación entre pueblo y soberanía, preguntando no solo por quién gobierna, sino por cómo se constituye el “nosotros” de una comunidad política.
Estas preguntas tensionan la supuesta naturalidad de la democracia representativa, que, como han señalado autores como Barbara Stiegler y Christophe Pébarthe, se ha convertido en una forma de des-responsabilización de la ciudadanía. La confianza ciega en los mecanismos de representación ha promovido una ciudadanía pasiva, delegativa, desvinculada del ejercicio directo del poder.[16] En contraste, radicalizar la democracia exige asumir su paradoja constitutiva, donde el rol de la diversidad de lo social y lo político asume un lugar central: la distancia inevitable entre la práctica institucional y la multiplicidad de formas de vida que intentan articularse políticamente, provoca un replanteo constante de la práctica democrática. Sólo aceptando la paradoja de la democracia podremos considerar el modo de resignificarla.[17]
En este sentido, la diferencia no es un obstáculo para la democracia, sino su condición epistémica, su posibilidad de ser.[18] Esto se contrapone al tradicionalismo liberal, el cual muchas veces busca un pluralismo sin antagonismo, que deriva en la negación de la politicidad misma de la vida común[19]. La democracia, por el contrario, exige reconocer que el disenso es constitutivo del espacio público y que todo consenso es -aunque fundamental y necesario para construir un común- siempre provisional, frágil y negociado.
Hablar de pueblo en clave democrática, entonces, no significa recurrir a una unidad sustancial, sino rearticular constantemente la distinción entre “pueblo” y “nación”, entre los sujetos instituyentes y los dispositivos institucionales que canalizan la relación, pero también viabiliza sus disensos. La democracia radical, en este sentido, no impone identidades homogéneas desde arriba, sino que permite que los procesos de institucionalización surjan desde las prácticas de relación y articulación de los actores sociales. Por ello, el concepto de democracia radical va ligado a los lazos desde abajo, donde los procesos de institucionalización responden a las posibilidades de relacionamiento y no al revés.
Este enfoque invita a pensar la tensión entre derechos individuales y participación colectiva no como una disyuntiva, sino como un campo de disputa permanente. Como bien advierte Jacques Rancière, el problema del individualismo no está en su existencia, sino en su captura por las élites como forma de exclusión del resto.[20] Una democracia radical debe abrir la pregunta por la igualdad más allá del marco de los derechos formales individuales.
Rancière propone una imagen provocadora en este sentido: la democracia no es ni una sociedad por gobernar ni un gobierno de la sociedad. Es, propiamente, esa ingobernabilidad sobre la cual todo gobierno debe, en definitiva, descubrirse fundado.[21] Esta ingobernabilidad no es caos, sino apertura constitutiva. “El escándalo democrático —afirma— radica precisamente en que no hay principio último que pueda legitimar definitivamente la acción de los gobernantes. No hay comunidad política cerrada que pueda estabilizar el fundamento de su poder”.[22]
Rancière sostiene, además, que lo que se designa hoy como “democracia” ha sido vaciado de su sentido político original. En vez de ser el gobierno de los que no tienen título para gobernar, se ha convertido en una fórmula de gestión técnica, control y consenso. El “odio a la democracia” es, en el fondo, un rechazo a la irrupción de lo común, a la participación de los “cualquiera” en los asuntos públicos. De aquí la importancia de reconocer que la democracia no es un régimen operativo, sino un acto disruptivo: es decir, la democracia ocurre cuando los excluidos toman la palabra y cuestionan el reparto existente de roles, lugares y capacidades. Es el momento en que se impugna el orden consensual. El “odio” que vemos hoy en torno a la democracia nace precisamente del miedo a la igualdad que impulsa su ejercicio. Las élites rechazan la democracia porque implica la idea escandalosa de que todos somos igualmente capaces de hablar, pensar y decidir. “Lo que se odia en la democracia no es el gobierno del pueblo, sino el hecho de que cualquier persona pueda ser igual a cualquier otra.”[23]
De ahí que la democracia no deba entenderse como una estructura estable, sino como un campo en transformación constante. Es el espacio donde se reconfiguran los límites entre lo público y lo privado, no para anularlos, sino para desplazarlos, redefinirlos, negociarlos. No se trata de una lucha contra el Estado, como postulan ciertas visiones libertarias, ni de una proliferación ilimitada de deseos individuales. La democracia se juega en cómo gestionamos esa tensión entre comunidad y diferencia, entre soberanía y pluralidad.
Un desafío crucial para comprender las dinámicas contemporáneas de la democracia se encuentra en su intersección con lo religioso. En las condiciones actuales, lo religioso no puede ser reducido únicamente a un agente social más dentro del paisaje plural del espacio público, ni limitado a los marcos tradicionales que el liberalismo político ha ofrecido para su contención simbólica desde las categorías de secularización, la laicidad o la libertad religiosa.[24] Más bien, debe ser comprendido como un campo “excedente” y a la vez catalizador de lo democrático (en sus diversas direcciones): un agente que desborda los esquemas institucionales clásicos, que opera como canal de resignificación de lo político (al ser un actor social que interactúa y forma parte de la sociedad civil), y a su vez, un agente que es apelado e incluso instrumentalizado para campañas electorales.[25]
Los debates actuales sobre religión y democracia pueden agruparse en torno a tres grandes ejes:
· Secularización y postsecularidad, que aborda la transformación de la religión desde un supuesto proceso de privatización hacia una reconfiguración de su visibilidad y agencia pública.
· Teología política y modernidad, que analiza cómo la matriz cristiana, lejos de haber sido superada, subyace en los cimientos organizativos del orden moderno, incluyendo las categorías de soberanía, gobernabilidad o poder.
· Democracia deliberativa y religión, que reflexiona sobre los límites de la libertad religiosa, la neutralidad del Estado y las condiciones de inclusión de lo religioso en la esfera pública liberal.
Sólo para dar un ejemplo, en el marco de estos debates, resultan especialmente ilustrativas las propuestas de Miguel Vatter y Marcel Gauchet, como eco de dos grandes ejes de análisis de estos temas en el campo de las humanidades. Mientras Gauchet[26] sostiene que la democracia moderna se define por un proceso de “salida de la religión”, entendiendo al cristianismo como “la religión de la salida de la religión” —es decir, como el dispositivo histórico que permitió el paso hacia la autonomía política moderna—, Vatter[27] afirma que la democracia liberal moderna está marcada por una teología política secularizada. Para él, la solución no pasa por eliminar lo religioso, sino por rearticularlo desde otro lugar simbólico e institucional. Lo religioso no es lo otro de la democracia, sino una de sus matrices históricas posibles. Esta diferencia de enfoque permite visibilizar dos formas distintas pero complementarias de leer la relación entre religión y democracia: una que privilegia la separación progresiva entre ambas esferas, y otra que reconoce su entrelazamiento estructural y busca vías para una mejor interacción. En ambos casos, sin embargo, se evidencia que lo religioso no puede seguir siendo leído desde los presupuestos modernos del esencialismo o la neutralidad.
Autores como William E. Connolly[28], Jürgen Habermas[29], Charles Taylor[30], Wendy Brown[31], Joanildo Burity[32] y Roberto Blancarte[33] se sitúan dentro de esta constelación de pensamientos. Algunos enfatizan el carácter postsecular de nuestras democracias, otros critican las limitaciones del liberalismo para procesar la pluralidad religiosa real. Lo cierto es que, desde distintas perspectivas, todos/as coinciden en que la forma moderna de conceptualizar la religión —como un fenómeno subjetivo, privado y esencialista— se encuentra hoy en crisis. Y esta crisis no es ajena a la crisis más general de la democracia liberal.
Lo religioso se ha convertido en un espacio de producción de sentido en un momento histórico donde las narrativas modernas de ciudadanía, derechos y participación pierden poder de convocatoria. En este contexto, lo religioso se reconfigura como un lenguaje disponible para representar los malestares, las exclusiones y las demandas que las formas políticas hegemónicas no logran procesar.
En la primera sección hablábamos del lugar movilizador de las demandas como unidades que demarcan una crisis en los marcos simbólicos de acción política y los procesos de articulación que constituyen. Esto plantea preguntas fundamentales: ¿por qué lo religioso se ha transformado en un agente simbólico con capacidad de rearticular sentidos frente a la crisis en las formas de concebir lo común y lo democrático? ¿Qué características propias tiene este campo que lo vuelven apto para funcionar como vehículo de resignificación política?
En este marco, podemos identificar algunas de las demandas actuales que tienen especial resonancia con el campo religioso y que desbordan tanto el liberalismo institucional como ciertos discursos progresistas cerrados en sí mismos:
· Existe una creciente necesidad de narrativas que trasciendan tanto el esencialismo del liberalismo clásico como el identitarismo de ciertos activismos contemporáneos. En este marco, lo religioso aparece como una vía alternativa que, por un lado, se presenta como superadora de ciertos particularismos —al ofrecer una visión teológica y moral que remite a principios más universales— y, por otro, como un catalizador simbólico que posibilita integrar diversas voces bajo un horizonte común de sentido y trascendencia.
· Se manifiesta una demanda creciente por incorporar la dimensión emocional y afectiva en la construcción de comunidad, como respuesta al déficit de empatía y conexión generado por los discursos políticos tecnocráticos o excesivamente ideologizados. Parte del rechazo a la clase política tradicional y a algunos activismos identitarios radica en la distancia entre sus lenguajes y los registros discursivos populares. En este sentido, lo religioso ha logrado articular con mayor eficacia el potencial político y social de las vivencias personales y comunitarias, apelando a una forma de subjetividad que entrelaza lo ético, lo afectivo, lo simbólico e incluso lo corporal. A través de lo que algunos denominan “política de los afectos” [34], lo religioso imprime una dimensión pasional al ejercicio de la ciudadanía, en contraposición a las perspectivas más racionalizadas de la política liberal y progresista, cada vez más distantes de la experiencia cotidiana de amplios sectores sociales.
· Frente a una institucionalidad que aparece progresivamente ineficaz para responder a los desafíos reales de las mayorías sociales, muchas comunidades religiosas se configuran como espacios que —aun cuando puedan reproducir ciertos marcos normativos— ofrecen prácticas de participación más dinámicas y accesibles. Estas comunidades, en muchos casos, habilitan formas de poder circulante que escapan a las estructuras jerárquicas tradicionales y permiten una apropiación más directa de lo común.
· En este contexto, emerge también la necesidad de nuevas formas de representatividad y de legitimación simbólica de liderazgos alternativos. Lo religioso, en particular, facilita dinámicas de construcción de carisma que se materializan en vínculos comunitarios sólidos, sobre todo en escenarios donde las instituciones tradicionales han perdido credibilidad. La articulación entre liderazgo y pertenencia en las comunidades de fe configura un campo fértil para la resignificación de lo político. Estos procesos, entre otros, muestran cómo lo religioso puede constituirse en un espacio de mediación simbólica clave para responder a demandas sociales que desbordan las formas y categorías del régimen democrático liberal.[35]
Lo religioso no debe ser comprendido exclusivamente como un fenómeno excedente en tanto agente social marginal ni como un campo que necesita ser regulado o contenido por las herramientas tradicionales de la política liberal. Más bien, su condición de “excedente” lo ha convertido en un espacio de nuevas representaciones simbólicas que responden a la creciente crisis de representatividad de las narrativas políticas institucionales y de los activismos tradicionales, así como de las prácticas liberales hegemónicas. No hablamos aquí de lo religioso como un agente monolítico, sino de su articulación con otras formas discursivas y actores sociales que buscan responder a las nuevas demandas sociales y culturales emergentes.
En este sentido, es fundamental subrayar que la instrumentalización de lo religioso por parte de ciertas expresiones políticas no puede reducirse a una mera estrategia de acumulación de caudal electoral o movilización de masas. Tal interpretación encierra una visión reduccionista, cuando no estereotipada, que concibe lo religioso como un agente pasivo, homogéneo y fácilmente manipulable, o cuya función política se concentre sólo en acciones vinculadas al andamiaje electoral. Por el contrario, muchas de las narrativas políticas que se presentan como refundacionales del orden democrático acuden a lo religioso no sólo como un recurso simbólico útil, sino como un espacio de resignificación de lo político mismo, capaz de vehiculizar demandas sociales que no encuentran eco en los lenguajes tradicionales del sistema.
Esta reapropiación debe entenderse también en función de una tensión histórica más amplia: la asociación entre religión y antidemocracia. No son pocos los casos en los que lo religioso ha servido como soporte de discursos autoritarios, legitimando narrativas excluyentes, jerarquías rígidas o prácticas patriarcales. Sus estructuras internas, sus dogmas y sus discursos han sido, en muchas ocasiones, incompatibles con los principios democráticos de pluralismo, igualdad y deliberación. Sin embargo, este diagnóstico no agota el análisis. Pues si bien lo religioso ha sido un vehículo de exclusión, también ha dado lugar a prácticas profundamente democráticas, comunitarias y participativas. En efecto, su carácter excedente puede funcionar no sólo como síntoma de la liminalidad democrática, sino también como posibilidad de apertura, inclusión y pluralización del espacio público.
Por tanto, lo religioso no debe ser considerado como un obstáculo ni como un antagonista esencial de lo democrático. Más bien, puede ser leído como un canal alternativo de producción de sentido que se activa desde las periferias del sistema, allí donde los dispositivos institucionales tradicionales fallan o resultan insuficientes. Lo religioso no se limita a ser contenido por la democracia liberal: la interpela, la problematiza y, en muchos casos, la resignifica desde marcos simbólicos distintos, que incluyen formas de afectividad, comunidad y trascendencia excluidas por el racionalismo liberal.
Así, lo religioso se presenta hoy como un espacio de elaboración simbólica que permite responder a demandas sociales que desbordan los marcos normativos de la política convencional. En vez de intentar encajarlo dentro de las categorías ya establecidas, la tarea crítica consiste en comprender cómo se articula con otras prácticas sociales y qué potencial ofrece para renovar nuestras comprensiones de la democracia en clave plural, afectiva y conflictiva, con el propósito de confrontar las visiones monolíticas -presentes incluso en el mismo campo religioso- de que este actor sirve sólo para ser instrumentalizado por voces anti-democráticas.
En suma, estudiar el papel de lo religioso en las democracias contemporáneas exige superar tanto su exclusión como su contención disciplinaria. No basta con negar su relevancia, ni con subsumirlo bajo las categorías liberales de secularización, laicidad o libertad religiosa. Es preciso, más bien, explorar cómo lo religioso se ha convertido —en términos de Laclau y Mouffe— en un significante vacío y flotante, capaz de circular, movilizar, canalizar y resignificar sentidos, prácticas y demandas sociales. En este registro, lo religioso no se opone a la democracia: puede, desde sus márgenes, colaborar en su reapropiación crítica, en su reapertura ética y en su permanente reinvención política.
Es este elemento de “exceso” catalizador de pluralización el que debemos abordar teológicamente, en este marco de recesión y paradoja democrática. Como afirmamos al inicio, uno de los principales problemas de fondo en la comprensión contemporánea de la democracia es la negación de su propia vulnerabilidad. Esta negación, sostenida por los imaginarios de estabilidad, consenso y neutralidad heredados del liberalismo moderno, ha generado formas de organización política que tienden a clausurar el conflicto, sofocar la diferencia y homogeneizar la pluralidad, en vistas de una supuesta unidireccionalidad programática de las dinámicas procesuales y la esencialización de supuestos puntos comunes incuestionables. El problema no reside solamente en el reconocimiento de la vulnerabilidad del propio sistema democrático, sino de todo el campo social y discursivo. En otros términos, podríamos afirmar que frente al temor que provoca la incertidumbre social, la democracia pretende presentarse como un régimen que puede alcanzar cierto “orden” y “neutralidad” en medio del caos que produce la diversidad constitutiva de nuestras complejas sociedades, el exceso que imprime las elecciones humanas y la inestabilidad o transitoriedad de las institucionalidades y prácticas históricas.
Aquí es donde podemos encontrar un importante desafío teológico: ¿cómo pensar desde la fe una posible convivencia democrática sin evadir los vaivenes de nuestra existencia y asumiendo el impacto que produce la complejidad de nuestras plurales sociedades posmodernas? Sabemos muy bien que el discurso religioso y teológico es un campo que fácilmente se instrumentaliza para neutralizar toda contingencia en nombre de lo absoluto o, mejor dicho, desde una errónea imagen esencialista de lo divino.[36] Sin embargo, también podemos pensar en la teología como un canal para construir colectivamente nociones de lo común, a partir de una mirada que ubique a Dios y al pensar en lo divino desde las dimensiones de la alteridad, la diferencia, el litigio y la promoción de la pluralidad.
Barbara Stiegler y Christophe Pébarthe sostienen que “toda verdad es el producto estabilizado, mas siempre provisorio, de una lenta maduración colectiva, cuyo nutriente es la multiplicidad de perspectivas posibles sobre la misma realidad”.[37] Esta cita nos permite introducir dos elementos clave desde una lectura teológica: el lugar de la provisionalidad y la multiplicidad en la construcción de toda verdad política, y, por ende, de lo democrático como un campo que viabiliza dicho fenómeno.
De aquí podemos pensar en que la experiencia de Dios, lejos de ofrecer un fundamento último, se manifiesta como una alteridad que constantemente desborda las categorías con las que pretendemos nombrarla y, por ende, más que un “fundamento último”, representa un horizonte utópico[38] que permite resignificar constantemente la vivencia y nominación de la existencia en todas sus dinámicas. En otros términos, la teología es un ejercicio que asume la provisionalidad de la historia para repensar la revelación histórica y dinámica de lo divino. Christian Duquoc define este concepto de la siguiente manera: “Lo provisional designa la condición de la innovación, de la creación continua, de la presencia en las situaciones cambiantes; se opone a la obstinación en la voluntad de detener el instante, la movilidad de las formas o la mortalidad de las relaciones”. A partir de esta descripción, sentenciará: “El reconocimiento de lo provisional, es decir, de la capacidad de cambio y de innovación en las formas eclesiales es el test de la aceptación del ‘deber morir’ para que nazca el reino”.[39]
Como tal, lo divino introduce una dimensión de provisoriedad en nuestras experiencias de fe, en las doctrinas y en las instituciones religiosas, del mismo modo que en nuestras formas de nombrar y habitar la historia. Esta dimensión desfundacionalista de lo teológico no remite a un vacío catastrófico o nihilista, sino que constituye un llamado a abrirse a nuevos sentidos, a partir de la fisura de lo heredado y de lo afirmado hegemónicamente. Esta apertura a la alteridad posibilita una pluralidad genuina: no solo la mera coexistencia de diferencias, sino la capacidad de repensar lo común desde sus márgenes, del mismo modo en que lo divino y la fe desbordan, reapropian y se expresan en nuestros discursos y prácticas.
Esta lógica se alinea con lo que José Míguez Bonino denominó la potencialidad utópico-genética de la esperanza cristiana.[40] La esperanza no remite exclusivamente al porvenir futuro escatológico, sino a la posibilidad de construir un orden provisorio e imperfecto que, aún en su fragilidad, puede ejercer una eficacia transformadora en la historia. Así, el horizonte escatológico no es el final que clausura, sino la promesa que impulsa y sostiene la acción política en el presente.
En esa clave, Luke Bretherton afirma que “la política democrática se sitúa en la intersección entre nuestras estrategias de control y el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad y finitud”.[41] Esta formulación pone en evidencia el lugar de la incertidumbre como elemento constitutivo de lo democrático. Por ello, no se trata de eliminar la incertidumbre, sino de habitarla con responsabilidad y compromiso teológico.[42] Frente a una modernidad que tiende a acotarla por temor, la teología puede ofrecer herramientas para reconocerla como condición de apertura.[43] Habitar la vulnerabilidad significa reconocer la transitoriedad de las prácticas democráticas; de la misma forma, esto es un llamado a pasar de una onto-teo-logía esencialista, a una teología pluriversa de lo político[44]. En sintonía con esta mirada, Jeffrey W. Robbins plantea la necesidad de una “teología política que cuestione la idea del poder Soberano indivisible de Dios hacia una naturaleza difusa del poder democrático”.[45] Esta reformulación rompe con el paradigma teocéntrico esencialista y abre el camino para una comprensión distribuida del poder, más acorde con las dinámicas democráticas actuales.
Jonathan Chaplin refuerza esta idea al afirmar que “la autoridad social en los propósitos de Dios es constitutivamente plural, no singular, distribuida, no concentrada. Ninguna institución humana puede arrogarse la autoridad absoluta sobre la sociedad ni suponer que es la única fuente de autoridad de la que derivan todas las demás. Interpretar la autoridad política de esta manera no puede tender hacia el autoritarismo o la teocracia, sino hacia un modelo de diversidad institucional que se autolimita mutuamente”.[46] Esta perspectiva teológico-política nos lleva a imaginar una democracia no como una totalidad cerrada, sino como un espacio plural, inestable y abierto.
En este sentido, la pregunta por Dios en la democracia no remite a la búsqueda de una única forma de institucionalidad, sino a discernir qué tipo de institucionalidades y performances emergen desde las experiencias y necesidades concretas del pueblo, sabiendo que ellas deben ser plurales y a la vez provisionales. Desde sus inicios, el cristianismo se configuró como una política “desidolátrica y desabsolutizadora”, como lo expresó Juan Luis Segundo[47]; es decir, como una práctica que cuestiona las formas absolutizadas del poder, tanto político como religioso, y propone una apertura a la multiplicidad de expresiones históricas de la fe. Como resume Clayton Crockett, “La auto-deconstrucción del cristianismo debería ser una parte esencial de su naturaleza desde el origen; por ello la deconstrucción del cristianismo debería considerarse de alguna manera la realización del cristianismo, y en este sentido el triunfo del cristianismo”.[48]
Esta dinámica posfundacional de lo teológico es clave también para pensar una mística política del des-fundamento democrático, una forma de religar lo político y lo espiritual desde la conciencia de su carácter abierto, plural y en disputa. Ernesto Laclau ha descrito esta relación a partir de la paradoja que evoca el místico Maestro Ekhart:
Si la experiencia de aquello a que nos
hemos referido en términos de doble movimiento “materialización de Dios” /
“deificación de lo concreto” habrá de vivir a la altura de sus dos dimensiones,
ni el absoluto ni lo particular pueden aspirar a una paz final entre sí. Esto
significa que la construcción de una vida ética dependerá de mantener abiertos
los dos lados de esta paradoja: un absoluto que sólo puede ser realizado en la
medida en que sea
menos que sí mismo, y una particularidad cuyo solo destino es ser la
encarnación de una “sublimidad” que trascienda su propio cuerpo.[49]
La iglesia, entonces, irrumpe como una comunidad situada en esta tensión. Luke Bretherton sugiere que debemos ir más allá de la política de “amar al amigo”, para abrazar una política del “amar al vecino”. Lo eclesial no se reduce a un grupo de afinidad ni a una identidad homogénea, sino que se convierte en el espacio donde el demos y la ekklesía se interpelan mutuamente. En palabras del autor, la iglesia “va más allá de las políticas multiculturales y de identidad, ya que convoca a partir de horizontes comunes”.[50]
Este planteo se articula con el concepto de laocracia -en contraposición a la demo-cracia- propuesto por Néstor Míguez, donde el pueblo —el laos— se presenta como aquella colectividad excluida, los “sin parte”, que interpelan las estructuras establecidas desde su presencia activa, frente al “demos”, como la ciudadanía oficialmente incluida.[51] El “momento laocrático” se revela cuando el pueblo presiona y se hace oír incluso dentro del corazón del imperio, desafiando tanto el poder político como los metarrelatos religiosos que legitiman el statu quo. Las primeras comunidades cristianas, como se observa en Hechos 2:43–47 y 4:32–35, funcionan como espacios de (re)organización alternativa que encarnan esta lógica disruptiva frente al Imperio.
En este marco, lo eclesial no debe entenderse como refugio o enclave identitario, sino como lugar de disputa hermenéutica.[52] La iglesia, como res publica, es espacio de relectura, interpretación y articulación de lo teológico en diálogo con lo político. Esto nos permite hablar de una teología agonista de lo público, que reconoce el carácter interpretativo y en tensión de toda construcción teológica -es decir, provisional y múltiple-, y con ella sociopolítica. No se trata de afirmar una única verdad teológica, sino de habilitar un campo de resignificación plural, donde la subjetividad creyente se define por su rol interpretativo, su toma de posición frente a las condiciones históricas y su pertenencia a una comunidad heterogénea.
Este artículo se propuso como un ejercicio teórico orientado por una tesis central: la actual crisis de la democracia encuentra uno de sus fundamentos en la naturalización de ciertos conceptos y prácticas propios de la política liberal moderna. Dichos marcos, heredados de una tradición que prioriza la racionalidad procedimental y la neutralidad institucional, han intentado contener la complejidad y pluralidad del campo social. No obstante, esta contención ha resultado insuficiente, y su fracaso ha propiciado la irrupción de voces “outsiders” que, paradójicamente, cuestionan e incluso amenazan los principios fundantes del orden democrático desde dentro del propio juego institucional.
En este escenario, el papel de lo religioso adquiere un carácter ambivalente. Por un lado, puede funcionar como campo simbólico susceptible de ser instrumentalizado para legitimar discursos autoritarios, conservadores o directamente antidemocráticos. Sin embargo, por otro lado, lo religioso también puede ser entendido como un campo “excedente”, en el sentido de que desborda las categorías normativas del liberalismo sin por ello oponerse necesariamente a la democracia. Más bien, lo excedente de la fe —entendida como la manifestación histórica de lo divino— se articula como una trascendencia inmanente, es decir, una dimensión que, desde dentro de la experiencia humana, posibilita la apertura de fronteras existenciales, políticas y epistémicas. En tal clave, lo religioso puede habilitar la disputa simbólica por nuevas formas de inclusión, de representación y de construcción de lo común.
Esta potencialidad se vuelve especialmente relevante frente a la tradición de la teología política moderna, cuyo concepto de soberanía ha estado muchas veces anclado en una visión esencialista y excluyente de lo divino. En contraste, una teología y una mística posfundacional —inspiradas en el agonismo político, la provisionalidad de las mediaciones y la pluralidad de expresiones epistémicas— permiten repensar la fe, la espiritualidad y lo religioso como espacios de diálogo, confrontación y construcción intersubjetiva. No se trata de establecer verdades absolutas ni de clausurar el conflicto, sino de promover consensos provisorios que favorezcan la convivencia, la participación y el ejercicio plural de lo común como núcleo vital de la democracia.
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Nicolás Panotto, es Doctor en Ciencias Sociales por
FLACSO (Buenos Aires, Argentina).
Contacto: nicolaspanotto@gmail.com
Artículo recibido: 20 de marzo del 2025.
Artículo aprobado: 1 de julio del 2025.