Vida  y

Pensamiento

Revista Teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana

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Volumen 40 Número 1  -  Enero/Junio 2020  -  San José, Costa Rica  -  ISSN 2215-602X

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Teología Práctica en América Latina y El Caribe:

propuestas, desafíos

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Epistemología teológica y límites del conocimiento

Breves consideraciones referidas al lenguaje teológico y la teología práctica

MANUEL ORTEGA ÁLVAREZ

 pp. 123-138

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Resumen: El presente artículo es una reflexión acerca de la epistemología teológica, su relación con el lenguaje de la teología y su vínculo con la teología práctica. Desde el inicio se establece que referirse a algún tipo de epistemología teológica es posible, siempre y cuando se tenga presente que las realidades de las que busca hablar la teología se conciben esquivas al entendimiento, y se muestran ocultándose, tal como ocurre en la teología mística. En el plano práctico esta realidad de la teología y del lenguaje teológico debe tomarse en consideración al pensar en el prójimo (el otro y la otra) como manifestación concreta del Misterio de Dios.

Abstract: This article is a reflection on theological epistemology, its relationship with the language of theology and its link with practical theology. From the beginning it is established that referring to some kind of theological epistemology is possible, as long as it is kept in mind that the realities that theology seeks to speak about are conceived as elusive to understanding, and they are shown hiding, as occurs in mystical theology. On a practical level, this reality of theology and theological language must be taken into consideration when thinking of our neighbor (the other) as a concrete manifestation of the Mystery of God.

Palabras claves: Epistemología, conocimiento teológico, mística, teología práctica.

Key Words: Epistemology, theological knowledge, mysticism, practical theology.

 

 

 


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Manuel Ortega Álvarez[1]

Epistemología teológica y límites del conocimiento

Breves consideraciones referidas al lenguaje teológico y la teología práctica

Introducción

 

En las siguientes páginas me referiré a qué tipo de epistemología es la teológica. Me interesa sobre todo esbozar algunas respuestas (señalar algunos caminos, metafóricamente hablando, puesto que en teología todo es metáfora) acerca del tipo de conocimiento al que remite la teología, qué es lo conocido en ella, cómo se vertebra dicho conocimiento en el lenguaje y, finalmente, cómo se vuelca y se refleja este lenguaje en la práctica teológica.

 

Quizás lo primero que habría que indicar es que utilizo la palabra “epistemología” en un sentido amplio, separándome del uso predominante y restringido que se le ha dado desde inicios del siglo anterior, con el cual se hace referencia a la teoría de las ciencias, especialmente las denominadas “ciencias de la naturaleza”[2] —dentro de ellas particularmente la física— cuyos avances abrieron profundos debates filosóficos acerca del estatuto del conocimiento científico[3]. No es esta concepción de epistemología la que prevalecerá aquí. Optaré más bien por definir epistemología como una reflexión filosófica general, que intenta responder qué es el conocimiento, cuáles son sus condiciones de posibilidad y qué significa conocer.

 

Evidentemente me refiero a una línea de pensamiento que cobra fuerza a inicios de la filosofía moderna y cuyo corolario es la obra de Kant, que asienta en su Crítica de la Razón Pura las posibilidades del conocimiento científico. Empero hago alusión a la epistemología kantiana únicamente para tener un referente histórico, puesto que en adelante no me será de mucha utilidad. Tampoco lo serán otras epistemologías, semejantes a la kantiana, cuyas raíces comunes se alimentan del principio de no-contradicción, fundamento metafísico y lógico del pensamiento occidental, que desde la interpretación tradicional de Parménides ha marcado a gran parte de la filosofía con su identificación del Ser y el pensar.

Habiendo hecho estas acotaciones preliminares, al hablar de epistemología teológica me refiero especialmente a: 1) qué es el conocimiento teológico y cuáles son sus condiciones de posibilidad[4] y 2) qué tipo de lenguaje es el lenguaje de la teología. Finalmente, estas brevísimas reflexiones desembocarán en un intento por articular una teología práctica que responda de alguna manera a las demandas del mundo contemporáneo.

 

2. ¿Qué es el conocimiento teológico?

 

Señalo como punto de partida que no puede haber, stricto sensu, un conocimiento teológico que opere por vía afirmativa. Si el objeto de la reflexión teológica es Dios[5], y si Dios en cuanto Misterio es “Totalmente Otro”, entonces la teología se enfrenta a una tarea que desborda los límites mismos del conocimiento y el lenguaje[6].

Es bastante conocida la afirmación del Proslogion anselmiano, según la cual Dios es “aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado”[7]. Tradicionalmente la frase anselmiana ha pasado a la posteridad como un argumento que intenta probar a priori la existencia de Dios. Desde la interpretación habitual de lo que se ha dado a llamar “argumento ontológico”, si Dios es aquello más grande de lo cual nada puede ser pensado, tendrá que existir fuera del pensamiento, puesto que de no ser así no sería entonces aquello más grande de lo cual nada puede pensarse. En conclusión, Anselmo prueba la existencia de Dios a partir de su mero concepto, en tanto que un ente mayor del cual nada puede pensarse tiene que existir, necesariamente, fuera del pensamiento.

 

Pero ¿es esto así?; ¿está argumentando Anselmo acerca de la existencia de Dios, o está, por el contrario, asegurando que Dios es más grande que aquellas realidades que pueden aprisionarse en los límites del pensamiento? En relación con esto, no habría que olvidar que el Proslogion, antes que un tratado filosófico es una oración que un creyente dirige a Dios. Anselmo, según él mismo dice, no busca “comprender para creer”, sino que cree para comprender. También es consciente que el objeto acerca del cual versa su reflexión —a saber, Dios— es “totalmente otro” con respecto al entendimiento y al lenguaje[8]. En el fondo, la obra de Anselmo “tiene como punto de partida explícito un asunto de fe y no de evidencia conceptual” (Marion, 2007, p. 188)[9].

Tenemos, entonces, que una de las piedras angulares sobre la que se ha querido construir una fundamentación ontológica y epistemológica a priori de la existencia de Dios, es más bien la reivindicación de un discurso paradójico acerca de la Divinidad. El Proslogion no sería tanto un tratado filosófico sobre la existencia de Dios, sino una magnífica pieza de teología negativa. Esta veta de pensamiento, presente no solo en el Proslogion sino en una tradición que atraviesa la historia del cristianismo, puede señalar derroteros para una epistemología teológica contemporánea, como ya han visto algunos estudiosos, para quienes la teología mística y la teología negativa constituyen una fuente actual de riqueza teológica[10].

 

La teología negativa tenía ya un largo camino recorrido antes de la escolástica medieval. Incluso podría afirmarse que la prohibición veterotestamentaria de las imágenes es una expresión de apofatismo: Dios elude toda representación del entendimiento y por eso mismo no puede ser representado por imágenes. En su Vida de Moisés, Gregorio de Nisa hace eco de esta idea al hablar del encuentro de Moisés con Dios en el monte Sinaí. Al acercarse a Yahvé, Moisés entra en una densa nube de tinieblas que oculta la presencia divina, pues es imposible ver a Dios (“a Dios nadie le vio jamás”, Juan 1.18). El conocimiento de lo Divino consiste en no percibir y se concreta en un vacío del entendimiento. Para Gregorio de Nisa, “la contemplación de Dios no consiste en ver ni oír, ni viene tampoco por los medios ordinarios del entendimiento” (De Nisa, 1993, p. 102). Más adelante señala:

 

El espíritu penetra más interiormente hasta que por sus anhelos de entender tiene acceso a lo invisible, lo incomprensible. Allí ve a Dios. En esto consiste el verdadero conocimiento de aquel a quien busca. No ver es la verdadera visión, porque aquel a quien busca trasciende todo conocimiento. Por todas partes le separa como una tiniebla la incomprensibilidad, (De Nisa, 1993, p. 104).  

 

La incomprensibilidad de Dios también se atestigua en otra obra que ha marcado a la mística de todos los tiempos, y que evidencia claramente la influencia neoplatónica (como ocurre con toda la mística occidental)[11]: el Pseudo Dionisio. En su Teología mística, Dionisio sostiene que cuando el entendimiento humano se acerca a la realidad divina ingresa en la más profunda oscuridad del entendimiento, al punto de quedar despojado de todo. La “divina tiniebla” es conocimiento de un Misterio que se resiste al enclaustramiento conceptual. Las últimas palabras de la Teología mística no dejan dudas al respecto; al referirse a la Causa no conceptual de todo lo conceptual Dionisio sostiene:

 

No es alma ni inteligencia, no tiene imaginación ni opinión ni razón ni entendimiento. No es palabra ni pensamiento, no se puede nombrar ni entender. No es número ni orden, ni magnitud ni pequeñez, ni igualdad ni desigualdad, ni semejanza ni desemejanza, ni permanece inmóvil ni se mueve, ni está en calma.

 

No tiene poder ni es poder ni luz. No vive ni tiene vida. No es sustancia, ni eternidad ni tiempo. No hay conocimiento intelectual de Ella ni ciencia, ni es verdad ni reino ni sabiduría, ni uno ni unidad, ni divinidad ni bondad, ni espíritu como lo entendemos nosotros, ni filiación ni paternidad ni ninguna otra cosa de las conocidas por nosotros o por cualquier otro ser. No es ninguna de las cosas que no son ni tampoco de las que son, ni los seres la conocen tal como es, (Pseudo Dionisio, 2007, pp. 250-251). 

 

Por eso el lenguaje para referirse a Ella (a la Divinidad) es un lenguaje paradójico, que echa mano del símbolo y del oxímoron: la tiniebla del Pseudo Dionisio es una “tiniebla luminosa” que oculta y manifiesta a la vez. El recurso al símbolo en la teología mística no es un artilugio, sino que constituye su misma esencia. Todo en esta teología es símbolo, todo es metáfora. Pero, además, el símbolo de la teología es un símbolo imposible, que desde la misma lógica de su discurso hace explotar el principio de no-contradicción. Nos encontramos, de esta manera, frente a una manera de conocer que se hunde en la Docta Ignorancia, pues, como supo ver Nicolás de Cusa, Dios mismo es la coincidencia de los opuestos. De esta realidad imposible intenta hablar el lenguaje teológico.

 

2. El lenguaje de la teología:

entre el símbolo y la metáfora

 

¿Qué le queda entonces a la teología?, ¿qué es lo que ella comprende?, ¿a qué se refiere y cómo construye su lenguaje? Evidentemente no es el lenguaje de la ciencia y de la representación científica positiva, sino, como acabo de decir, es lenguaje simbólico, metafórico, evocativo. Probablemente el ejemplo por antonomasia de esta teología mística-simbólica lo constituya Juan de la Cruz, cuyas obras más representativas no son tratados de teología sino poemas. El mismo santo siempre fue reacio a comentar sus propias experiencias de Dios y el lenguaje con el que las plasma en sus más elevados versos. Ante la insistencia de quienes pedían explicaciones cede por fin a ofrecerlas, no sin antes advertir que

Por haberse, pues, estas canciones compuesto en amor de abundante inteligencia mística, no se podrán declarar al justo[12], ni mi intento será tal, sino sólo dar alguna luz general (…); y esto tengo por mejor, porque los dichos de amor es mejor dejarlos en su anchura, para que cada uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu que abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar. Y así, aunque en alguna manera se declaran, no hay para qué atarse a la declaración; porque la sabiduría mística (la cual es por amor, de que las presentes canciones tratan) no ha menester distintamente entenderse para hacer efecto de amor y acción en el alma, (De la Cruz, 2015, p. 13).

 

Al hablar de Dios, Juan de la Cruz abunda en metáforas. Dios es como el Amado a quien el alma sale a buscar en medio de la noche oscura. Es quien derrama su hermosura y la hace visible en las espesuras del bosque, en los montes y las flores. Es una llama de amor viva que consume el corazón fervoroso y es también un pastorcillo que sufre de amores por su amada, con “el pecho del amor muy lastimado”. En todo esto sólo hay poesía, evocación de lo divino, inspiración estética con la que se busca quiere decir algo de la manifestación del misterio de Dios en la experiencia humana. Juan de la Cruz es testigo de un amor que le ha visitado, que le ha consumido y del cual no sabe muy bien cómo hablar ni que decir; pero fray Juan quiere decirlo, quiere escribirlo; entonces lo dice y lo escribe cantando.

 

Lo más profundo de la teología sanjuanina no se estructura en los comentarios a su Subida al Monte Carmelo, tampoco en los que dedica a su Cántico espiritual. No. Lo más hondo de su pensamiento está ahí mismo, en poemas cuya interpretación —ha dicho el mismo santo— es mejor dejar así, incólume y misteriosa, pues la belleza del Amado —de Dios— está presente en todas las cosas, las cuales, le reflejan y le ocultan a la vez. La voz de la Divinidad resuena entonces en los armónicos de una “música callada” y se recibe en el silencio de un “saber que no sabe”:

 

Este saber no sabiendo

Es de tan alto poder,

Que los sabios arguyendo

Jamás le pueden vencer;

Que no llega su saber

A no entender entendiendo,

Toda ciencia trascendiendo, (De la Cruz, 2015, p. 90).

 

La mística es, pues, la expresión del corazón que ha sido tocado por la divinidad y que en su intento de expresar algo de este encuentro se queda sin palabras que describan dicha experiencia. Entonces recurre al símbolo y a la metáfora. El lenguaje de la teología, y especialmente el de la teología mística es preponderantemente metafórico y simbólico. Es metafórico porque la metáfora, en línea con lo que ha dicho Ricoeur, es una “traslación de significación de los nombres”, (Ricoeur, 2001, p. 23); una figura retórica que busca apalabrar lo semejante, pero poseedora de una reserva de sentido que hace que lo metaforizado no siempre coincida con lo expresado en el lenguaje. Y es también simbólico porque en el símbolo (del griego σύμβολον: arrojar o yacer conjuntamente dos cosas) aunque se representa algo, dicha representación no queda limitada dentro del plano denotativo, esto es cognoscitivo o racional. En el símbolo nos encontramos ante un trascender ontológico que va más allá de los encasillamientos de la conceptualización. Cuando los conceptos no son suficientes, cuando ellos no bastan para expresar una determinada experiencia, ya sea estética, religiosa o emocional, adquiere preponderancia la función simbólica. En este preciso sentido, puede decirse que el lenguaje de la teología es un lenguaje simbólico.

 

Finalmente, la experiencia mística no es una elevación del intelecto o del individuo que le sustraiga del mundo. Cabe recordar que el mismo Juan de la Cruz sufrió en carne propia el flagelo de la pobreza, que trabajó con abnegación en un nosocomio de sifilíticos, que practicó con ahínco y disfrutó de las labores manuales. Teresa de Jesús, mística también y contemporánea a la vez que mentora de Juan de la Cruz, asegura del mismo modo que la experiencia de Dios no se muestra exclusivamente en el arrobamiento místico. Al escribir su última obra, Las Fundaciones, recuerda a sus lectoras que Dios también está en lo cotidiano, en lo mundano: “entended que, si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor ayudándonos en lo interior y lo exterior”, (Teresa de Jesús, 2006, p. 898).

 

3. El lugar teofánico:

caminos para la teología práctica

 

La anterior cita de Teresa de Jesús sugiere que lo cotidiano, lo humano, es el lugar teofánico por excelencia. Dios se muestra paradójicamente en el ser humano y, más paradójico aún, en experiencias humanas en las que no se pensaría encontrarlo: en la realidad de los débiles, los pobres, los necesitados, los excluidos. Es el Dios de los pobres del cual ha hablado desde hace tiempo ya la teología latinoamericana. Una vez más la teología tiene que habérselas con una experiencia y un lenguaje que estruja las posibilidades de lo pensable y le hace pensar lo imposible.

 

Esta característica del conocimiento y el lenguaje teológico no es ciertamente ninguna novedad; por el contrario, ya desde el Nuevo Testamento se dice que Dios se revela en el prójimo, el otro y la otra cuya presencia interpelante muestra el paradójico locus de la Trascendencia. En Jesucristo Dios irrumpe en la realidad histórica; en la cruz aparece Dios-con-nosotros de manera visible y radical. Es esta dialéctica de ausencia-presencia de Dios la que permite atisbar la trascendencia de lo Divino en el otro y la otra; en dicha dialéctica se muestra el carácter unificador del símbolo, que une dos realidades heterogéneas y hace posible concebir a Dios como coincidentia oppositorum.

 

La presencia de Dios es al mismo tiempo su ausencia. El Dios que se nos muestra aparece en la historia de los menospreciados y los pobres, donde se entrecruzan el sufrimiento y la alegría, el dolor y la esperanza. Una teología que tenga repercusiones prácticas debería tomar en cuenta esta tensión, que por un lado imposibilita la aprehensión total del Misterio y, por el otro, le recuerda constantemente que ocuparse de lo Divino no es diferente a ocuparse de lo humano. La experiencia de Dios, experiencia del Misterio, oscurece el entendimiento porque las insondables profundidades del inabarcable Misterium tremendum resplandecen en los rostros de los pobres, de las mujeres oprimidas y de los más débiles.

 

Los nuevos movimientos teológicos: teología latinoamericana de la liberación, teología negra, teología feminista, entre otras, ven surgir de la historia el “rayo de tiniebla”—la más de las veces incomprensible— desde el cual el Jesús humano, pobre y despreciado se revela y se identifica con las personas que sufren el infortunio, o —en términos más apropiados— la injusticia.  Por supuesto, es necesario aclarar que ubicar la manifestación de Dios en las personas pobres, maltratadas y débiles no obedece a un deliberado intento de idealización. De lo que se trata, como acertadamente apunta Gutiérrez, es de rescatar “el fundamento último de esa prioridad [que] reposa en Dios, en su amor gratuito y universal”, (Gutiérrez, 2005, p. 115), así como afirmar la recurrencia al tema bíblico y cristiano de la justicia, la cual es siempre presentada en las Escrituras en relación con los pobres y débiles. Al respecto asevera Gutiérrez: “la defensa del pobre, la denuncia y el rechazo de las vejaciones que sufre, la solidaridad con su causa no son sólo expresiones de esa justicia, sino que también son su obligada verificación”, (Gutiérrez, 2005, p. 114).

        

En este sentido, la teología contemporánea ha de correr por dos vertientes, destacadas en un libro ya clásico del mismo Gutiérrez: Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente (1986). En esta obra, el teólogo peruano propone que todo hablar de Dios está atravesado por dos mediaciones, a saber, la contemplativa y la profética. En la primera, Dios se relaciona con el ser humano como revelación y gratuidad, dirigidas sobre todo a la “gente sencilla” de la que habla el evangelio, y que pueden ser identificadas con los pobres, hambrientos y afligidos en la actualidad. En la segunda mediación el lenguaje profético ve en el rostro sufriente —y luminoso porque contiene en él la esperanza del cambio, y a la vez descubre las intenciones del corazón humano— la manifestación de Cristo, el Señor.

 

La teología, entonces, que barrunta y balbucea la presencia del Misterio, se vuelca en labor liberadora y compasiva. En lo insondable de la experiencia humana, en su más vívida paradoja, en el abismo del corazón humano, capaz de elevarse al plano más sublime del amor, pero también de sumergirse en el más profundo de los odios, aparece la luz del Misterio como una señal de esperanza. La “música callada” a la que hacía referencia Juan de la Cruz es melodía que acompaña nuestro camino, que lo hace más tolerable, que nos invita y nos convoca al amor mutuo, a la denuncia de la injusticia, a transitar por caminos de liberación.

 

Bibliografía

 

Anselmo. (1998). Proslogion. Traducción de Judit Ribas y Jordi Corominas. Madrid: Tecnos.

 

De la Cruz, Juan. (2015). Obra completa. 2 volúmenes. Edición de Luce López-Baralt y Eulogio Pacho. Madrid: Alianza.

 

 De Jesús, Teresa. (2006). Obras completas. Edición preparada por Tomás Álvarez. Burgos: Monte Carmelo.

 

De Nisa, Gregorio. (1993). Vida de Moisés. Edición presentada y preparada por Teodoro H. Marín-Lunas. Salamanca: Sígueme.

 

Dilthey, Wilhelm. (1949). Introducción a las Ciencias del Espíritu. Traducción de Eugenio Imaz. México: Fondo de Cultura Económica.

 

García-Baró, Miguel. (2007). De estética y mística. Salamanca: Sígueme.

 

Gómez Caffarena, José. (2007). El Enigma y el Misterio. Una filosofía de la religión. Madrid: Trotta.

 

Gracia, Jorge. (Editor). (1998). Concepciones de la metafísica. Madrid: Trotta.

 

Grondin, Jean. (2006). Introducción a la metafísica. Traducción de Antoni Martínez Riu. Barcelona: Herder.

 

Gutiérrez, Gustavo. (1986). Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Lima: Instituto Bartolomé de las Casas-CEP.

 

Gutiérrez, Gustavo. (2005). Hablar de Dios en América Latina, desde los socialmente insignificantes. Revista latinoamericana de teología, (65), pp. 103-116.

 

Marion, Jean Luc. (2007). ¿Es el argumento ontológico realmente ontológico? El argumento sobre la existencia de Dios según san Anselmo y su interpretación metafísica en Kant. Tópicos, (32), pp. 179-205.

 

Moulines, Ulises. (2011). El desarrollo moderno de la filosofía de la ciencia (1890-2000). Traducción de Xavier de Donato. México: Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM.

 

Otto, Rudolf. (2005). Lo Santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios. Traducción de Fernando Vela. Madrid: Alianza Editorial.

 

Pseudo Dionisio Areopagita. (2007). Obras completas. Edición preparada por Teodoro H. Martín. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

 

Ricoeur, Paul. (2001). La metáfora viva. Traducción de Agustín Neira. Madrid: Trotta.

Tamayo, Juan José. (2004). Nuevo paradigma teológico. Madrid: Trotta.

 

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Manuel Ortega Álvarez, Profesor en la Escuela de Filosofía, Universidad Nacional y en la Universidad Bíblica Latinoamericana, Costa Rica.

 

Correo electrónico: mortegalvarez@yahoo.es

Artículo recibido: 29 de mayo de 2020

Artículo aprobado: 18 de junio de 2020

 

 

 

 

 



[1] Profesor en la Escuela de Filosofía, Universidad Nacional y en la Universidad Bíblica Latinoamericana, Costa Rica.

 

[2] Esta clasificación diltheyiana presenta actualmente complicaciones, toda vez que precisar qué es lo “natural” se vuelve un tema complejo y además las fronteras entre ciencias se han vuelto últimamente borrosas, en virtud de nuevos espacios que se abren entre distintos tipos de conocimiento científico. Así, hoy en día se habla sin apuros de bioquímica, de neurolingüística o de biología computacional, entre otras. No obstante, con el fin de aclarar qué habría de entenderse por “ciencias naturales” puede ser aún de utilidad recurrir a la taxonomía clásica: estas serían la física, la química y la biología. Frente a ellas estarían las así llamadas ciencias sociales (o ciencias del espíritu, en la designación de Dilthey). Y—ya aquí no habla Dilthey, sino yo— estarían además las ciencias formales, que no tienen que ver en con entes dados en el mundo, y cuyo objeto de estudio proporciona una estructura formal al razonamiento: la lógica y las matemáticas. Al respecto de la distinción entre las ciencias naturales y las ciencias del Espíritu, véase Dilthey (1949).

 

[3] Una periodización de la epistemología contemporánea puede verse en Moulines (2011). El autor hace un recorrido que va desde el empiriocriticismo y el convencionalismo de finales del siglo XIX hasta los desarrollos modelísticos, pasando por las etapas más conocidas de la filosofía contemporánea de la ciencia: el neopositivismo, el racionalismo crítico y el historicismo.

 

[4] Si bien me sirvo aquí de la terminología kantiana (me he referido a las condiciones de posibilidad del conocimiento teológico) será evidente que no comparto el veto de Kant sobre la teología ni su reduccionismo epistemológico.

 

[5] Utilizo aquí los términos “Dios”, “lo Divino”, “la Divinidad”, “el Misterio” como sinónimos.

 

[6] Sigue siendo válida, desde la perspectiva de este artículo, la designación que hace Rudolf Otto de lo Divino como Misterio. Otto se refiere al Misterio como lo “absolutamente heterogéneo”: una realidad cuya experiencia sume en el estupor y el asombro. Lo incognoscible del Misterio hace que sea incomprensible e inaprehensible, no solo por su carácter inconmensurable sino también porque ante él el conocimiento choca con sus límites infranqueables. Al respecto véase Otto (2005). El tema del Misterio ha sido abordado de manera sistemática y rigurosa, tanto desde una perspectiva filosófica como teológica, en José Gómez Caffarena (2007). Para Caffarena, la adopción de una teología negativa (apofática) no implica necesariamente la imposibilidad de decir algo acerca del Misterio; la teología negativa no es agnosticismo. Por el contrario, puesto que nuestra estructura cognitiva y lingüística asume todo lo dicho y pensable como ente, se abre una posibilidad para el lenguaje teológico, posibilidad según la cual aquello de lo que este lenguaje habla se ubica en el límite de lo decible.     

 

[7] La célebre frase de Anselmo se registra por primera vez en el capítulo II del Proslogion. Estoy usando la versión traducida por Judit Ribas y Jordi Corominas, publicada por Editorial Tecnos en 1998.

 

[8] “No pretendo, Señor, penetrar tu profundidad, porque de ningún modo puedo comparar con ella mi inteligencia, pero deseo entender en cierta medida tu verdad, que mi corazón cree y ama. No busco tampoco entender para creer, sino que creo para entender” (Anselmo, 1998, p. 10).

 

[9] Jean-Luc Marion y Jean Grondin han escrito sendos textos sobre una interpretación apofática del Proslogion. Desde el punto de vista de Marion, la conclusión del texto anselmiano “escapa a todo concepto pues gira alrededor de Dios quien vive en una “luz inaccesible”” (Marion, 2007, p. 189). Por su parte, Grondin rescata que para Anselmo “Dios es más grande que todo cuanto pueda pensarse. Es otra forma de decir que yo no tengo una idea previa o adecuada, de Dios y que si, por ventura, tuviera yo una, Dios es todavía más grande que todo aquello que pudiera jamás pensar”, (Grondin, 2006, p. 150). Itálicas en el original.

 

[10] En Nuevo paradigma teológico (2004) Juan José Tamayo dedica un capítulo entero (el último del libro) a la mística, a la cual coloca como “el grado sumo de la experiencia religiosa y el elemento de mayor convergencia entre las religiones”. La mística tiene un futuro promisorio en el horizonte teológico, en tanto en ella convergen la liberación, la vida y la esperanza, desde un pensamiento en el cual Dios se muestra en el Cristo crucificado que acompaña a los sufrientes.

 

[11] Aunque no es este el lugar para profundizar acerca de la influencia del neoplatonismo en la mística cristiana, debe señalarse que con demasiada frecuencia el pensamiento de Platón ha sido anatematizado, particularmente por su comentado desprecio del mundo sensible. Esta interpretación del platonismo no le hace justicia del todo y debería matizarse con los estudios más recientes del fundador de la Academia, para quien, como señala García-Baró, la relación entre el mundo sensible y el inteligible no es de separación absoluta sino de tensión (García-Baró, 2007, p. 17-18). Habría que recapacitar además que el mundo inteligible platónico ha sido con demasiada frecuencia comprendido como un “transmundo”, es decir, como una especie de lugar de realidades perfectas; contra esta interpretación es pertinente considerar las siguientes palabras de Santa Cruz: “lo que suele llamarse teoría platónica de las Formas es una teoría sobre las clases o tipos. Pero parece poco adecuada la afirmación de que esas clases o tipos pueden existir con plena independencia de que haya cosas particulares pertenecientes a ese tipo. En ese sentido, el dualismo platónico no es tan tajante como a veces se ha pretendido. Las entidades inteligibles y las sensibles son, sin duda, de diferente naturaleza. Pero decir que las Ideas están separadas de las cosas —y esta separación es el blanco de las críticas de Aristóteles— significa afirmar que su existencia depende de ellas mismas. Las cosas no existen con independencia de las Formas. Pero éstas difícilmente podrían concebirse con independencia de las cosas de las cuales son Formas. Dicho de otro modo, no se trata de que Platón afirme la existencia de un «mundo» constituido por entidades perfectas, inmutables que habitan una región celeste haya o no cosas sensibles”, (Santa Cruz, en Gracia 1998, p. 33).

 

[12]  No se podrán declarar justamente.