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Manuel Ortega Álvarez[1]
Epistemología teológica y
límites del conocimiento
Breves consideraciones referidas
al lenguaje teológico y la teología práctica
Introducción
En las
siguientes páginas me referiré a qué tipo de epistemología es la teológica.
Me interesa sobre todo esbozar algunas respuestas (señalar algunos caminos,
metafóricamente hablando, puesto que en teología todo es metáfora) acerca del
tipo de conocimiento al que remite la teología, qué es lo conocido en ella,
cómo se vertebra dicho conocimiento en el lenguaje y, finalmente, cómo se
vuelca y se refleja este lenguaje en la práctica teológica.
Quizás
lo primero que habría que indicar es que utilizo la palabra “epistemología”
en un sentido amplio, separándome del uso predominante y restringido que se
le ha dado desde inicios del siglo anterior, con el cual se hace referencia a
la teoría de las ciencias, especialmente las denominadas “ciencias de la
naturaleza”[2] —dentro de ellas
particularmente la física— cuyos avances abrieron profundos debates
filosóficos acerca del estatuto del conocimiento científico[3]. No es esta concepción
de epistemología la que prevalecerá aquí. Optaré más bien por definir
epistemología como una reflexión filosófica general, que intenta responder
qué es el conocimiento, cuáles son sus condiciones de posibilidad y qué
significa conocer.
Evidentemente
me refiero a una línea de pensamiento que cobra fuerza a inicios de la
filosofía moderna y cuyo corolario es la obra de Kant, que asienta en su Crítica
de la Razón Pura las posibilidades del conocimiento científico. Empero
hago alusión a la epistemología kantiana únicamente para tener un referente
histórico, puesto que en adelante no me será de mucha utilidad. Tampoco lo
serán otras epistemologías, semejantes a la kantiana, cuyas raíces comunes se
alimentan del principio de no-contradicción, fundamento metafísico y lógico
del pensamiento occidental, que desde la interpretación tradicional de
Parménides ha marcado a gran parte de la filosofía con su identificación del
Ser y el pensar.
Habiendo
hecho estas acotaciones preliminares, al hablar de epistemología teológica me
refiero especialmente a: 1) qué es el conocimiento teológico y cuáles son sus
condiciones de posibilidad[4] y 2) qué tipo de
lenguaje es el lenguaje de la teología. Finalmente, estas brevísimas
reflexiones desembocarán en un intento por articular una teología práctica
que responda de alguna manera a las demandas del mundo contemporáneo.
2.
¿Qué es el conocimiento teológico?
Señalo
como punto de partida que no puede haber, stricto sensu, un
conocimiento teológico que opere por vía afirmativa. Si el objeto de
la reflexión teológica es Dios[5], y si Dios en cuanto
Misterio es “Totalmente Otro”, entonces la teología se enfrenta a una tarea
que desborda los límites mismos del conocimiento y el lenguaje[6].
Es
bastante conocida la afirmación del Proslogion
anselmiano, según la cual Dios es “aquello mayor
que lo cual nada puede ser pensado”[7]. Tradicionalmente la
frase anselmiana ha pasado a la posteridad como un
argumento que intenta probar a priori la existencia de Dios. Desde la
interpretación habitual de lo que se ha dado a llamar “argumento ontológico”,
si Dios es aquello más grande de lo cual nada puede ser pensado, tendrá que
existir fuera del pensamiento, puesto que de no ser así no sería entonces
aquello más grande de lo cual nada puede pensarse. En conclusión, Anselmo
prueba la existencia de Dios a partir de su mero concepto, en tanto que un
ente mayor del cual nada puede pensarse tiene que existir, necesariamente,
fuera del pensamiento.
Pero ¿es
esto así?; ¿está argumentando Anselmo acerca de la existencia de Dios, o
está, por el contrario, asegurando que Dios es más grande que aquellas
realidades que pueden aprisionarse en los límites del pensamiento? En
relación con esto, no habría que olvidar que el Proslogion,
antes que un tratado filosófico es una oración que un creyente dirige a Dios.
Anselmo, según él mismo dice, no busca “comprender para creer”, sino que cree
para comprender. También es consciente que el objeto acerca del cual versa su
reflexión —a saber, Dios— es “totalmente otro” con respecto al entendimiento
y al lenguaje[8]. En el fondo, la obra de
Anselmo “tiene como punto de partida explícito un asunto de fe y no de
evidencia conceptual” (Marion, 2007, p. 188)[9].
Tenemos,
entonces, que una de las piedras angulares sobre la que se ha querido
construir una fundamentación ontológica y epistemológica a priori de
la existencia de Dios, es más bien la reivindicación de un discurso
paradójico acerca de la Divinidad. El Proslogion
no sería tanto un tratado filosófico sobre la existencia de Dios, sino una
magnífica pieza de teología negativa. Esta veta de pensamiento, presente no
solo en el Proslogion sino en una tradición
que atraviesa la historia del cristianismo, puede señalar derroteros para una
epistemología teológica contemporánea, como ya han visto algunos estudiosos,
para quienes la teología mística y la teología negativa constituyen una
fuente actual de riqueza teológica[10].
La
teología negativa tenía ya un largo camino recorrido antes de la escolástica
medieval. Incluso podría afirmarse que la prohibición veterotestamentaria
de las imágenes es una expresión de apofatismo:
Dios elude toda representación del entendimiento y por eso mismo no puede ser
representado por imágenes. En su Vida de Moisés, Gregorio de Nisa hace eco de esta idea al hablar del encuentro de
Moisés con Dios en el monte Sinaí. Al acercarse a Yahvé, Moisés entra en una
densa nube de tinieblas que oculta la presencia divina, pues es imposible ver
a Dios (“a Dios nadie le vio jamás”, Juan 1.18). El conocimiento de lo Divino
consiste en no percibir y se concreta en un vacío del entendimiento. Para
Gregorio de Nisa, “la contemplación de Dios no
consiste en ver ni oír, ni viene tampoco por los medios ordinarios del
entendimiento” (De Nisa, 1993, p. 102). Más
adelante señala:
El
espíritu penetra más interiormente hasta que por sus anhelos de entender
tiene acceso a lo invisible, lo incomprensible. Allí ve a Dios. En esto
consiste el verdadero conocimiento de aquel a quien busca. No ver es la
verdadera visión, porque aquel a quien busca trasciende todo conocimiento.
Por todas partes le separa como una tiniebla la incomprensibilidad, (De Nisa, 1993, p. 104).
La
incomprensibilidad de Dios también se atestigua en otra obra que ha marcado a
la mística de todos los tiempos, y que evidencia claramente la influencia
neoplatónica (como ocurre con toda la mística occidental)[11]: el Pseudo
Dionisio. En su Teología mística, Dionisio sostiene que cuando el
entendimiento humano se acerca a la realidad divina ingresa en la más
profunda oscuridad del entendimiento, al punto de quedar despojado de todo.
La “divina tiniebla” es conocimiento de un Misterio que se resiste al
enclaustramiento conceptual. Las últimas palabras de la Teología mística
no dejan dudas al respecto; al referirse a la Causa no conceptual de todo lo
conceptual Dionisio sostiene:
No es
alma ni inteligencia, no tiene imaginación ni opinión ni razón ni
entendimiento. No es palabra ni pensamiento, no se puede nombrar ni entender.
No es número ni orden, ni magnitud ni pequeñez, ni igualdad ni desigualdad,
ni semejanza ni desemejanza, ni permanece inmóvil ni se mueve, ni está en
calma.
No tiene
poder ni es poder ni luz. No vive ni tiene vida. No es sustancia, ni
eternidad ni tiempo. No hay conocimiento intelectual de Ella ni ciencia, ni
es verdad ni reino ni sabiduría, ni uno ni unidad, ni divinidad ni bondad, ni
espíritu como lo entendemos nosotros, ni filiación ni paternidad ni ninguna
otra cosa de las conocidas por nosotros o por cualquier otro ser. No es
ninguna de las cosas que no son ni tampoco de las que son, ni los seres la
conocen tal como es, (Pseudo Dionisio, 2007, pp.
250-251).
Por eso
el lenguaje para referirse a Ella (a la Divinidad) es un lenguaje paradójico,
que echa mano del símbolo y del oxímoron: la tiniebla del Pseudo
Dionisio es una “tiniebla luminosa” que oculta y manifiesta a la vez. El
recurso al símbolo en la teología mística no es un artilugio, sino que
constituye su misma esencia. Todo en esta teología es símbolo, todo es
metáfora. Pero, además, el símbolo de la teología es un símbolo imposible,
que desde la misma lógica de su discurso hace explotar el principio de
no-contradicción. Nos encontramos, de esta manera, frente a una manera de
conocer que se hunde en la Docta Ignorancia, pues, como supo ver
Nicolás de Cusa, Dios mismo es la coincidencia de los opuestos. De esta
realidad imposible intenta hablar el lenguaje teológico.
2. El
lenguaje de la teología:
entre el símbolo y la metáfora
¿Qué le
queda entonces a la teología?, ¿qué es lo que ella comprende?, ¿a qué se
refiere y cómo construye su lenguaje? Evidentemente no es el lenguaje de la
ciencia y de la representación científica positiva, sino, como acabo de
decir, es lenguaje simbólico, metafórico, evocativo. Probablemente el ejemplo
por antonomasia de esta teología mística-simbólica lo constituya Juan de la
Cruz, cuyas obras más representativas no son tratados de teología sino
poemas. El mismo santo siempre fue reacio a comentar sus propias experiencias
de Dios y el lenguaje con el que las plasma en sus más elevados versos. Ante la
insistencia de quienes pedían explicaciones cede por fin a ofrecerlas, no sin
antes advertir que
Por haberse, pues,
estas canciones compuesto en amor de abundante inteligencia mística, no se
podrán declarar al justo[12],
ni mi intento será tal, sino sólo dar alguna luz general (…); y esto tengo
por mejor, porque los dichos de amor es mejor dejarlos en su anchura, para
que cada uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu que
abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar. Y así, aunque en
alguna manera se declaran, no hay para qué atarse a la declaración; porque la
sabiduría mística (la cual es por amor, de que las presentes canciones
tratan) no ha menester distintamente entenderse para hacer efecto de amor y
acción en el alma, (De la Cruz, 2015, p. 13).
Al
hablar de Dios, Juan de la Cruz abunda en metáforas. Dios es como el Amado a
quien el alma sale a buscar en medio de la noche oscura. Es quien derrama su
hermosura y la hace visible en las espesuras del bosque, en los montes y las
flores. Es una llama de amor viva que consume el corazón fervoroso y es
también un pastorcillo que sufre de amores por su amada, con “el pecho del
amor muy lastimado”. En todo esto sólo hay poesía, evocación de lo divino,
inspiración estética con la que se busca quiere decir algo de la
manifestación del misterio de Dios en la experiencia humana. Juan de la Cruz
es testigo de un amor que le ha visitado, que le ha consumido y del cual no
sabe muy bien cómo hablar ni que decir; pero fray Juan quiere decirlo, quiere
escribirlo; entonces lo dice y lo escribe cantando.
Lo más
profundo de la teología sanjuanina no se estructura en los comentarios a su Subida
al Monte Carmelo, tampoco en los que dedica a su Cántico espiritual.
No. Lo más hondo de su pensamiento está ahí mismo, en poemas cuya
interpretación —ha dicho el mismo santo— es mejor dejar así, incólume y
misteriosa, pues la belleza del Amado —de Dios— está presente en todas las
cosas, las cuales, le reflejan y le ocultan a la vez. La voz de la Divinidad
resuena entonces en los armónicos de una “música callada” y se recibe en el
silencio de un “saber que no sabe”:
Este saber no sabiendo
Es de tan alto poder,
Que los sabios arguyendo
Jamás le pueden vencer;
Que no llega su saber
A no entender
entendiendo,
Toda ciencia
trascendiendo, (De la Cruz, 2015, p. 90).
La
mística es, pues, la expresión del corazón que ha sido tocado por la
divinidad y que en su intento de expresar algo de este encuentro se queda sin
palabras que describan dicha experiencia. Entonces recurre al símbolo y a la
metáfora. El lenguaje de la teología, y especialmente el de la teología
mística es preponderantemente metafórico y simbólico. Es metafórico porque la
metáfora, en línea con lo que ha dicho Ricoeur, es
una “traslación de significación de los nombres”, (Ricoeur,
2001, p. 23); una figura retórica que busca apalabrar lo semejante, pero
poseedora de una reserva de sentido que hace que lo metaforizado no siempre
coincida con lo expresado en el lenguaje. Y es también simbólico porque en el
símbolo (del griego σύμβολον: arrojar o yacer
conjuntamente dos cosas) aunque se representa algo, dicha representación no
queda limitada dentro del plano denotativo, esto es cognoscitivo o racional.
En el símbolo nos encontramos ante un trascender ontológico que va más allá
de los encasillamientos de la conceptualización. Cuando los conceptos no son
suficientes, cuando ellos no bastan para expresar una determinada
experiencia, ya sea estética, religiosa o emocional, adquiere preponderancia
la función simbólica. En este preciso sentido, puede decirse que el lenguaje
de la teología es un lenguaje simbólico.
Finalmente,
la experiencia mística no es una elevación del intelecto o del individuo que
le sustraiga del mundo. Cabe recordar que el mismo Juan de la Cruz sufrió en
carne propia el flagelo de la pobreza, que trabajó con abnegación en un
nosocomio de sifilíticos, que practicó con ahínco y disfrutó de las labores
manuales. Teresa de Jesús, mística también y contemporánea a la vez que
mentora de Juan de la Cruz, asegura del mismo modo que la experiencia de Dios
no se muestra exclusivamente en el arrobamiento místico. Al escribir su
última obra, Las Fundaciones, recuerda a sus lectoras que Dios también
está en lo cotidiano, en lo mundano: “entended que, si es en la cocina, entre
los pucheros anda el Señor ayudándonos en lo interior y lo exterior”, (Teresa
de Jesús, 2006, p. 898).
3. El
lugar teofánico:
caminos para la teología práctica
La
anterior cita de Teresa de Jesús sugiere que lo cotidiano, lo humano, es el
lugar teofánico por excelencia. Dios se muestra
paradójicamente en el ser humano y, más paradójico aún, en experiencias
humanas en las que no se pensaría encontrarlo: en la realidad de los débiles,
los pobres, los necesitados, los excluidos. Es el Dios de los pobres del cual
ha hablado desde hace tiempo ya la teología latinoamericana. Una vez más la
teología tiene que habérselas con una experiencia y un lenguaje que estruja
las posibilidades de lo pensable y le hace pensar lo imposible.
Esta
característica del conocimiento y el lenguaje teológico no es ciertamente
ninguna novedad; por el contrario, ya desde el Nuevo Testamento se dice que
Dios se revela en el prójimo, el otro y la otra cuya presencia
interpelante muestra el paradójico locus de la Trascendencia. En
Jesucristo Dios irrumpe en la realidad histórica; en la cruz aparece Dios-con-nosotros
de manera visible y radical. Es esta dialéctica de ausencia-presencia de Dios
la que permite atisbar la trascendencia de lo Divino en el otro y la otra; en
dicha dialéctica se muestra el carácter unificador del símbolo, que une dos
realidades heterogéneas y hace posible concebir a Dios como coincidentia oppositorum.
La
presencia de Dios es al mismo tiempo su ausencia. El Dios que se nos muestra
aparece en la historia de los menospreciados y los pobres, donde se
entrecruzan el sufrimiento y la alegría, el dolor y la esperanza. Una
teología que tenga repercusiones prácticas debería tomar en cuenta esta
tensión, que por un lado imposibilita la aprehensión total del Misterio y,
por el otro, le recuerda constantemente que ocuparse de lo Divino no es
diferente a ocuparse de lo humano. La experiencia de Dios, experiencia del
Misterio, oscurece el entendimiento porque las insondables profundidades del
inabarcable Misterium tremendum
resplandecen en los rostros de los pobres, de las mujeres oprimidas y de los
más débiles.
Los
nuevos movimientos teológicos: teología latinoamericana de la liberación,
teología negra, teología feminista, entre otras, ven surgir de la historia el
“rayo de tiniebla”—la más de las veces incomprensible— desde el cual el Jesús
humano, pobre y despreciado se revela y se identifica con las personas que
sufren el infortunio, o —en términos más apropiados— la injusticia. Por supuesto, es necesario aclarar que
ubicar la manifestación de Dios en las personas pobres, maltratadas y débiles
no obedece a un deliberado intento de idealización. De lo que se trata, como
acertadamente apunta Gutiérrez, es de rescatar “el fundamento último de esa
prioridad [que] reposa en Dios, en su amor gratuito y universal”, (Gutiérrez,
2005, p. 115), así como afirmar la recurrencia al tema bíblico y cristiano de
la justicia, la cual es siempre presentada en las Escrituras en relación con
los pobres y débiles. Al respecto asevera Gutiérrez: “la defensa del pobre,
la denuncia y el rechazo de las vejaciones que sufre, la solidaridad con su
causa no son sólo expresiones de esa justicia, sino que también son su
obligada verificación”, (Gutiérrez, 2005, p. 114).
En este
sentido, la teología contemporánea ha de correr por dos vertientes,
destacadas en un libro ya clásico del mismo Gutiérrez: Hablar de Dios
desde el sufrimiento del inocente (1986). En esta obra, el teólogo
peruano propone que todo hablar de Dios está atravesado por dos mediaciones,
a saber, la contemplativa y la profética. En la primera, Dios se relaciona
con el ser humano como revelación y gratuidad, dirigidas sobre todo a la
“gente sencilla” de la que habla el evangelio, y que pueden ser identificadas
con los pobres, hambrientos y afligidos en la actualidad. En la segunda
mediación el lenguaje profético ve en el rostro sufriente —y luminoso porque
contiene en él la esperanza del cambio, y a la vez descubre las intenciones
del corazón humano— la manifestación de Cristo, el Señor.
La
teología, entonces, que barrunta y balbucea la presencia del Misterio, se
vuelca en labor liberadora y compasiva. En lo insondable de la experiencia
humana, en su más vívida paradoja, en el abismo del corazón humano, capaz de
elevarse al plano más sublime del amor, pero también de sumergirse en el más
profundo de los odios, aparece la luz del Misterio como una señal de
esperanza. La “música callada” a la que hacía referencia Juan de la Cruz es
melodía que acompaña nuestro camino, que lo hace más tolerable, que nos
invita y nos convoca al amor mutuo, a la denuncia de la injusticia, a
transitar por caminos de liberación.
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Tamayo, Juan José.
(2004). Nuevo paradigma teológico. Madrid: Trotta.
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Manuel Ortega Álvarez, Profesor en la
Escuela de Filosofía, Universidad Nacional y en la Universidad Bíblica
Latinoamericana, Costa Rica.
Correo electrónico:
mortegalvarez@yahoo.es
Artículo recibido:
29 de mayo de 2020
Artículo aprobado:
18 de junio de 2020
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